«“Cierren los ojos y no griten”, les susurraron a las prisioneras japonesas agotadas, convencidas de que el enemigo estaba a punto de hacerles algo indescriptible… pero cuando llegaron los médicos británicos con vendas limpias, linternas temblorosas y una orden inesperada de salvarlas “a cualquier precio”, el silencio en aquel barracón cambió para siempre todo lo que ellas creían saber sobre la guerra, la compasión y quién era realmente el monstruo»

En las historias más repetidas de la Segunda Guerra Mundial, el foco suele estar en grandes batallas, decisiones de generales y movimientos de ejércitos. Sin embargo, en rincones discretos de la historia, lejos de los mapas colgados en las paredes, ocurrieron escenas que pocos quisieron contar, porque rompían la narrativa fácil de buenos y malos. Esta es una de esas escenas: la noche en que un grupo de mujeres japonesas prisioneras de guerra escuchó una frase que heló la sangre en sus venas:

“Close your eyes and don’t scream… Cierren los ojos y no griten.”

No la pronunció un enemigo sádico, ni un oficial enfurecido, ni alguien dispuesto a hacerles daño. La dijo, casi en un susurro urgente, otra prisionera, justo antes de que llegaran los médicos británicos.

El miedo, hasta entonces difuso, se concentró de golpe en aquella orden.


Un barracón perdido en una isla lejana

El campo estaba en una isla del Pacífico convertida en un laberinto de improvisaciones: barracones levantados a toda prisa, tiendas de campaña pegadas al barro, postes con cables torcidos. Allí, una sección estaba destinada a prisioneras: mujeres japonesas que habían trabajado como enfermeras, auxiliares, empleadas de oficinas militares o simples civiles atrapadas en lugares equivocados en momentos equivocados.

El barracón femenino era una estructura de madera, con techos que goteaban cuando llovía y tablones que crujían bajo las sandalias y los pies descalzos. Las camas no eran más que literas simples con mantas finas. En las noches húmedas, el aire se volvía espeso y el silencio solo se rompía por toses y suspiros inquietos.

Entre las prisioneras estaban:

Aiko, que había sido asistente en un pequeño dispensario.

Hana, muy joven, trasladada como escribiente a una base y capturada después.

Yumi, que había dejado atrás a su familia en el continente sin saber si volvería a verlos.

Y otras tantas, cada una con un hilo de vida arrancado de golpe de su lugar original.


Rumores, miedo y la palabra “médico”

En el campo circulaban rumores constantes: sobre traslados, sobre noticias del frente, sobre el trato en otros lugares. Entre las mujeres, una palabra generaba una mezcla de esperanza y temor: “médico”.

Por un lado, muchas de ellas sufrían heridas mal curadas, infecciones, fiebre. Sabían, por experiencia, que sin ayuda podían empeorar rápidamente. Por otro lado, todo lo que habían escuchado durante la guerra sobre el enemigo les decía que no debían confiar en nadie con uniforme distinto al propio.

Una tarde, después de un día opresivo de calor, una de las mujeres se desplomó. Tenía la piel ardiente, respiración agitada, un vendaje sucio en la pierna que despedía un olor preocupante. Aiko, que había visto casos parecidos, supo que aquello no podía esperar.

—Necesita un médico —dijo, en voz baja—. Y no mañana. Ahora.

La idea de pedir ayuda al otro lado de la alambrada era difícil de aceptar. Pero la realidad era tozuda: en aquel momento, solo los británicos tenían la capacidad de hacer algo más que mirar.


La noche de la decisión

El aviso llegó a un intérprete que trabajaba en el campo. Después, la palabra subió por la cadena de mando hasta llegar a un pequeño puesto médico donde varios profesionales británicos luchaban cada día por mantener con vida a sus propios heridos… y, cada vez más, también a prisioneros.

Cuando el jefe médico escuchó que había prisioneras en mal estado, no dudó:

—Vamos esta noche —dijo—. Y no solo por una. Revisaremos a todas.

Los soldados encargados de acompañarle fruncieron el ceño. No por desagrado hacia las prisioneras, sino porque sabían que entrar de noche en el barracón femenino era entrar en un espacio cargado de miedo y malentendidos.

—Van a asustarse —advirtió uno de ellos—. Nos verán entrar con linternas, cajas, y pensarán cualquier cosa.

El médico, que había visto suficientes ojos aterrorizados en todos los bandos, respondió:

—Entonces tendremos que ir con más cuidado que nunca.


“Cierren los ojos y no griten”

En el barracón, la noticia se adelantó a los pasos.

Una guardia auxiliar, que podía comunicarse un poco mejor con los británicos, entró con el rostro serio.

—Van a venir… esta noche —anunció—. Médicos.

Hubo un murmullo inmediato. La palabra flotó en el aire como algo que no sabía dónde caer. Algunas mujeres se aferraron a los bordes de la litera. Otras bajaron la cabeza.

Fue entonces cuando una de las prisioneras más veteranas, que había pasado por situaciones similares en otros lugares, habló con un tono suave pero firme:

—Escúchenme. Cuando entren… cierren los ojos y no griten.

Las más jóvenes la miraron como si estuviera loca.

—¿Por qué? —preguntó Hana, con un hilo de voz.

—Porque el miedo nos hace ver cosas que no ocurren —respondió la mujer—. Si empiezan a gritar, ellos se pondrán nerviosos, ustedes se asustarán aún más, y todo se convertirá en una pesadilla. Si se quedan quietas y cierran los ojos un momento, podrán escuchar. Podrán entender que han venido a ayudar, no a hacernos daño.

Las palabras chocaban con años de propaganda y desconfianza. Sin embargo, había algo en la seriedad de aquella mujer que convenció a más de una. No se trataba de obedecer al enemigo, sino de evitar que el miedo desbordara la situación.


La llegada de los médicos

La noche cayó con relativa rapidez. El sonido del mar en la distancia se mezclaba con los chirridos de insectos y los pasos amortiguados de las guardias de turno.

De pronto, se escuchó otro tipo de paso: botas que se acercaban, el ligero tintineo metálico de instrumental dentro de cajas, el murmullo de voces masculinas hablando en un idioma distinto.

—Ya vienen —susurró alguien.

Tal como les habían sugerido, muchas mujeres cerraron los ojos. No era un acto de confianza ciega, sino un pequeño intento de controlar el pánico. Otras no lograron cerrarlos del todo, pero bajaron la mirada.

La puerta se abrió con un crujido. Una luz fuerte, la de las linternas británicas, cortó la penumbra del barracón. Los pasos entraron, se detuvieron, evaluaron. Las voces hablaron en inglés:

—Keep the light low. Más baja. No las deslumbren.
—We start with the feverish one. Empezamos por la de fiebre.

Un intérprete tradujo en voz baja, cuidando cada palabra.

—Van a comenzar por la que tiene fiebre —explicó—. No hagan movimientos bruscos.


Lo que encontraron al abrir los ojos

Las mujeres sintieron primero los sonidos: el papel de los envoltorios al abrirse, el metal de las tijeras, el roce de vendas limpias. Luego, sensaciones: manos que tocaban con cuidado, no con brusquedad; voces que pedían permiso, aunque la respuesta fuera apenas un gesto.

—Voy a mirar su pierna —dijo el médico, a través del intérprete—. Puede doler un poco, pero es para limpiarla.

La enferma, con la fiebre aún en los ojos, asintió. Cuando el vendaje viejo fue retirado, hubo un suspiro general. No por asco ni desprecio, sino por preocupación genuina.

—Esto habría podido costarle la pierna —murmuró el médico en inglés—. Llegamos a tiempo.

Mientras tanto, otro miembro del equipo pasaba litera por litera, revisando pulso, respiración, signos de anemia o infección. No había prisa, pero tampoco ceremonia: era el mismo protocolo que seguían con sus propios soldados.

Poco a poco, algunas mujeres se atrevieron a abrir los ojos del todo. Y lo que vieron las desconcertó.

No había rostros deformados por el odio. No había sonrisas crueles. Solo hombres concentrados, sudorosos, con las mangas remangadas, haciendo lo que sabían hacer: evaluar, limpiar, vendar, tomar notas, indicar medicamentos.

Y, quizá lo más difícil de aceptar: tratándolas como pacientes, no como trofeos de guerra.


Gestos más fuertes que los discursos

Aiko, la que había trabajado en un dispensario, observaba con atención. Cuando un médico británico intentó colocar una venda y dudó un segundo sobre cómo pasarla para no presionar demasiado, ella, en un impulso, señaló con la mano:

—Así… —dijo, mostrando un gesto aprendido años atrás.

El médico la miró, sorprendido, y luego le dedicó un leve asentimiento. Sin intercambiar muchas palabras, terminaron de vendar juntas aquella pierna.

Fue un instante mínimo, casi imperceptible desde fuera. Pero en el interior del barracón, ese pequeño momento de cooperación silenciosa rompió otro muro.

Una de las mujeres más jóvenes, Hana, no podía dejar de mirar la caja donde guardaban las vendas.

—Se llevan las viejas —susurró—. Y dejan nuevas.

La frase, simple, tenía más carga simbólica de la que ella misma imaginaba.


El final de la visita… y un comienzo distinto

Tras revisar a todas las mujeres que lo necesitaban, los médicos dieron instrucciones a través del intérprete: cómo cambiar ciertos vendajes, cuándo avisar si alguna empeoraba, qué señales no debían ignorar.

Antes de irse, uno de ellos dejó, casi de manera clandestina, un pequeño paquete de jabón junto a un cubo de agua. No lo anunció; simplemente lo dejó ahí.

Cuando la puerta se cerró y la luz de las linternas se alejó, el barracón quedó de nuevo en la penumbra. Pero algo había cambiado.

—No grité —dijo Hana, casi sorprendida de sí misma—. Pensé que iba a ser peor. Pensé que…

No terminó la frase. No hacía falta.

Marginalmente, alguien agregó:

—Les dijeron que cerráramos los ojos. Y al abrirlos… no vimos monstruos.


Años después, lo que realmente recordaban

Tiempo más tarde, cuando aquellas prisioneras regresaron —las que pudieron— a sus lugares de origen, la vida siguió, con sus dificultades y sus silencios. La guerra dejó cicatrices visibles e invisibles. No todas quisieron hablar de lo que habían vivido.

Sin embargo, en círculos íntimos, entre amigas, hijas y nietas, la historia de aquella noche se repetía con matices:

“Tenía miedo de los médicos del otro lado. Había escuchado muchas cosas. Pero cuando llegaron, me trataron como si mi vida importara tanto como la suya. Me dijeron que cerrara los ojos… y cuando los abrí, vi vendas limpias donde antes solo había telas sucias.”

No pretendían idealizar nada. Sabían que la guerra había sido brutal en muchos aspectos. Pero también se aferraban a ese recuerdo como una prueba de que, incluso en los peores momentos, alguien había elegido no olvidar que los seres humanos son algo más que uniformes y banderas.


La frase que cambió de sentido

“Close your eyes and don’t scream” habría podido ser el inicio de una historia de terror. Para ellas, en su memoria, terminó siendo otra cosa:

Una forma de protegerse del pánico inicial.

Un puente para que quienes venían a ayudar pudieran trabajar sin más gritos que los inevitables.

El preludio de una de las escenas más extrañas y reveladoras que vivieron como prisioneras.

Porque, al final, lo que más las marcó no fue que les pidieran cerrar los ojos, sino lo que encontraron al abrirlos: no castigo, sino tratamiento; no desprecio, sino una mínima pero decisiva dosis de respeto.

Y quizá por eso, cuando alguien duda de que sea posible un gesto humano en medio del desastre, algunas de ellas —o sus descendientes— siguen contando aquella noche de barracón, linternas y vendas:

“Nos dijeron que no gritáramos. Y por primera vez en mucho tiempo,
no fue porque quisieran acallarnos,
sino porque estaban demasiado ocupados intentando salvarnos la vida.”