A sus 86 años, el legendario cantante ficticio Alberto V., después de décadas de rumores, silencios y verdades enterradas, decide finalmente romper el muro que protegió su intimidad durante casi medio siglo, revelando una confesión tan inesperada, tan profunda y tan perturbadora que deja al mundo del espectáculo completamente conmocionado, desencadenando preguntas urgentes, teorías inesperadas y una ola incontrolable de curiosidad.

El salón estaba envuelto en una penumbra cálida, perfumado por el olor de libros viejos y madera antigua. Allí, sentado en un sillón de cuero que había envejecido a su ritmo, Alberto V., uno de los cantantes más influyentes de su generación en esta historia ficticia, se inclinó hacia adelante como si estuviera a punto de revelar un secreto que llevaba décadas presionándole el pecho.

A sus 86 años, su voz seguía teniendo esa gravedad que alguna vez hizo temblar escenarios. Pero ahora, por primera vez, temblaba también de emoción.

—Ha llegado el momento de hablar —dijo, sin mirar a nadie en particular.

El periodista frente a él, joven, casi intimidado por la magnitud histórica del momento, encendió la grabadora con sumo cuidado.
Sabía que no se enfrentaba a una entrevista más: era la última verdad de un hombre que había mantenido su vida real lejos del reflector.

Alberto apoyó una caja de metal sobre la mesa. Estaba oxidada, antigua, llena de marcas, como si hubiera viajado más que él.

—Durante muchos años creí que lo mejor era callar —comenzó—. Callar para proteger, callar para sobrevivir, callar para seguir cantando.

Sus ojos, casi plateados por la edad, se entrecerraron con un gesto de dolor.

—Pero ya no puedo. No quiero.

Abrió la caja.

Dentro había cartas, fotografías en blanco y negro, y un pequeño cuaderno forrado en cuero. El periodista contuvo la respiración. Ese objeto parecía concentrar todo lo que Alberto había decidido enterrar.

—Esto —dijo, tocándolo con cuidado— es mi verdadera historia. La que nunca conté. La que nadie conoce. La que todos merecen saber antes de que mi voz se apague definitivamente.

El silencio se volvió más pesado que las paredes.

—Hace casi sesenta años —continuó— yo no era solo el artista que todos veían. Llevaba una doble vida… una vida que me obligó a tomar decisiones que aún hoy duelen.

Sus dedos se cerraron en torno a una fotografía. Era él, mucho más joven, abrazado a una mujer de mirada intensa. No sonreían. Era una imagen cargada de algo más profundo.

—Ella —dijo con un suspiro— fue mi mayor verdad… y mi mayor pérdida.

Hizo una pausa que se sintió interminable.

—La conocí antes de mi primer gran éxito. Antes de la fama, antes de que todo se volviera ruido. Ella me dijo que yo sería grande, pero también me advirtió que la grandeza tenía un precio. Yo no quise creerlo.

El periodista inclinó la cabeza, invitándolo a continuar.

—Cuando mi carrera despegó, los empresarios me dijeron que esa mujer no podía estar en mi vida. “No combina con la imagen”, dijeron… “No conviene”. Yo pensé que era temporal. Que aguantaríamos. Pero no conocía la verdadera maquinaria del mundo del espectáculo.

Tomó el cuaderno.

—Aquí están las cartas que me enviaba cuando la obligaron a alejarse.

Leyó algunas líneas. Su voz se quebró, pero siguió.

—“Si eliges tus luces, yo elegiré la sombra que me obliga a desaparecer.”
—“Si algún día vuelves a ser tú, te estaré esperando.”
—“No me odies por irme. Odia a quienes no nos dejaron ser.”

El periodista tenía los ojos humedecidos.
La historia parecía arrancada de una novela trágica, pero era real en esta ficción.

—Y un día —continuó Alberto— las cartas dejaron de llegar.

Volvió a guardar el cuaderno.

—Nunca supe qué pasó con ella. Al menos, no totalmente. Hubo rumores… pistas… pero nada seguro. Y durante todos estos años he vivido con esa herida abierta, cantando canciones que todos creían que eran románticas, pero que en realidad eran gritos disfrazados de melodía.

Su mirada se endureció, como si por un instante recuperara al joven rebelde que había sido.

—Y lo más difícil es esto —añadió—: hace dos meses recibí una carta. Sin remitente. Sin firma. Con una sola frase:
“Estoy lista para que digas la verdad.”

Sacó un papel doblado. Era la carta.

—La letra… es idéntica. Es ella. O alguien que sabe demasiado.

El periodista tragó saliva.

—¿Cree que está viva?

—No lo sé. Y ese “no lo sé” me persigue día y noche.

Afuera, la luz del atardecer teñía la habitación de un naranja melancólico.
Alberto respiró profundamente, como si por fin se aliviara un peso monumental.

—Lo cuento ahora —dijo— porque no quiero que mi historia sea una leyenda incompleta. Porque quiero que sepan que detrás del artista hubo un hombre que perdió más de lo que ganó. Y porque, si ella sigue viva… quiero que sepa que nunca dejé de buscarla.

Se levantó con esfuerzo, pero con dignidad.

—Mi confesión no es un escándalo. Es una liberación.

El periodista detuvo la grabadora.
La caja volvió a cerrarse con un clic suave.
El eco de la verdad quedó suspendido en el aire.

Y ese día, el mundo, al escuchar su confesión ficticia, quedó conmocionado, intrigado y hambriento de respuestas.

Porque la historia… apenas comenzaba.