“Vestida de negro, camino al funeral de su marido, decidió desviarse por un mensaje inquietante. En la casa de su hermana, todo parecía normal… hasta que cruzó el umbral y descubrió algo que jamás olvidará.”

La mañana del entierro de Paul comenzó con un silencio espeso, de esos que parecen presagiar algo. No había pasado ni media hora desde que me vestí con el traje negro que había comprado apenas tres días antes cuando escuché el golpe seco de algo cayendo en el buzón.

Bajé los escalones de la entrada y encontré un sobre blanco, sin remitente, sin dirección de retorno. Lo abrí allí mismo. El mensaje, escrito en letras mayúsculas impresas, decía:

“Evita asistir al entierro de tu esposo. Ve a la casa de tu hermana. No está sola.”

Me quedé inmóvil. Al principio pensé que era una broma de pésimo gusto, un intento cruel de aumentar mi dolor en el peor día de mi vida. Mi instinto fue romperlo y tirarlo a la basura. Pero algo en esas palabras me hizo detenerme.

La frase “No está sola” resonaba en mi cabeza como un eco extraño. No sonaba a sarcasmo ni a amenaza directa. Sonaba… a advertencia.

Quedaban dos horas para la ceremonia. El coche negro con el chófer ya me esperaba frente a la casa. Podría haberme subido, olvidar el papel y cumplir con lo que se esperaba de mí. Pero, en vez de eso, doblé la nota, la guardé en el bolsillo de mi abrigo y me dirigí a la casa de Emily.

La distancia no era mucha, pero mis pasos se aceleraban con cada cuadra. El repiqueteo de mis tacones en la acera me recordaba que estaba haciendo algo insensato. “Esto es absurdo —me repetía—. Voy a llegar tarde al funeral de Paul por culpa de una broma anónima.” Sin embargo, algo dentro de mí me empujaba hacia adelante.

La casa de Emily estaba igual que siempre: cortinas blancas impecables, un pequeño jardín cuidado. Nada indicaba que hubiera algo extraño. Me detuve en la verja y afiné el oído. Silencio absoluto. Quizá todavía dormía; siempre había sido noctámbula.

Saqué la llave de repuesto de mi bolso. La había usado incontables veces antes, pero nunca con la sensación de que estaba a punto de entrar a un lugar donde mi vida podía cambiar para siempre. La puerta cedió sin un solo chirrido.

El aire dentro estaba tibio, con un leve aroma a café recién hecho. Avancé despacio por el pasillo, sintiendo que cada paso me llevaba a un punto sin retorno.

Desde la sala llegaban voces apagadas. Me detuve junto al marco y escuché.

—No te preocupes, ella no vendrá hoy. Está ocupada… despidiéndose de él —dijo una voz masculina.

Reconocí la risa suave que le siguió. No era de Emily. Era de alguien que no tenía por qué estar allí. Me incliné un poco y, a través del pequeño hueco entre la puerta y la pared, los vi.

Emily estaba sentada en el sofá, con una bata de seda, una copa de vino en la mano. A su lado, demasiado cerca, estaba un hombre que conocía demasiado bien: David, el mejor amigo de Paul desde la universidad. Su mano descansaba en la pierna de mi hermana como si fuera lo más natural del mundo.

El corazón me golpeaba en el pecho. Sentí que el mundo se comprimía en esa escena.

—¿Cuánto tiempo crees que podamos seguir así sin que lo sospeche? —preguntó Emily, acariciándole la mano.

—Ahora que él no está… —respondió David, con una sonrisa torcida—. Todo será más fácil.

No escuché más. Retrocedí un paso, y luego otro, con el pulso en los oídos como un tambor. Cerré la puerta con cuidado y salí a la calle, el aire frío cortándome la piel.

No sé quién me envió esa carta ni cómo sabía lo que estaba ocurriendo allí dentro. Pero en ese instante supe que ir al funeral ya no sería lo mismo.

No lloraría solo por Paul. Lloraría por una traición que había estado creciendo, silenciosa, justo donde menos lo esperaba.

Y también supe otra cosa: que no iba a dejar que Emily ni David imaginaran que los había visto… todavía.