Tras años de rumores, desmentidos y una vida dedicada casi por completo a la actuación, Ana Bertha Espín confiesa que a los 67 años tomó la decisión de casarse de nuevo y revela quién es, de verdad, el nuevo amor de su vida

El público llegó al foro esperando una entrevista-homenaje como tantas otras: anécdotas de telenovelas, historias de grabaciones, recuerdos de personajes entrañables, risas, quizá alguna lágrima suelta por los compañeros que ya no están.

El guion decía: “Especial de trayectoria”. Lo que nadie imaginaba era que, en medio de tanta nostalgia, Ana Bertha Espín, a sus 67 años, iba a soltar la frase que haría que todos —en el foro y en casa— se quedaran sin respirar por unos segundos:

—Sí, me casé… y sí, estoy enamorada como nunca en mi vida.

La conductora, acostumbrada a hacer preguntas filosas y a escuchar respuestas medidas, tardó un par de segundos en reaccionar. No era el tipo de confesión que uno espera de alguien que ha sabido mantener su vida privada lejos del escándalo.

—¿Cómo que “como nunca en tu vida”? —atinó a preguntar, con una mezcla de sorpresa y curiosidad—. ¿Después de todo lo que has vivido?

Ana Bertha sonrió, esa sonrisa que mezcla picardía y calma, y soltó, sin rodeos:

—Pues sí. A los 67 me di cuenta de que todavía me quedaba un gran amor por vivir. Y me atreví a decirle que sí… a él y a mí.

El foro entero se inclinó hacia adelante. La entrevista acababa de cambiar de rumbo.


Una trayectoria llena de personajes… y un corazón cuidadosamente protegido

Durante décadas, el público ha visto a Ana Bertha Espín transformarse una y otra vez: madres abnegadas, villanas elegantes, vecinas chismosas adorables, mujeres fuertes, mujeres rotas, mujeres divertidas. En la pantalla ha vivido romances intensos, desengaños, bodas, despedidas.

Pero fuera de cámaras, su discurso siempre había sido mucho más reservado.

—Yo aprendí muy pronto —confesó durante la entrevista— que si quería conservar algo para mí, tenía que poner una línea clara entre mi trabajo y mi vida.

Cuando le preguntaban por el amor, respondía con elegancia: “Estoy bien así”, “La vida me ha enseñado mucho”, “Estoy acompañada de gente que me quiere”. Nunca mentía, pero tampoco abría las puertas de par en par.

Por eso, cuando empezaron a circular rumores de que se había casado “en secreto” a los 67 años, pocos lo creyeron. Parecía más una historia inventada que una posibilidad real.

Hasta ahora.


El día que decidió dejar de decir “nunca más”

La conductora, todavía intentando procesar la confesión, quiso ir a la raíz:

—¿En qué momento cambió todo? ¿Cuándo pasaste de decir “así estoy bien” a “me vuelvo a casar”?

Ana Bertha se acomodó en el sillón, miró fugazmente a la cámara y respondió:

—El día que me di cuenta de que esa frase de “así estoy bien” la estaba usando más como escudo que como verdad.

Contó que, durante años, se dijo a sí misma que ya había vivido suficientes historias sentimentales. Que la vida le había dado muchas cosas: una carrera, amistades profundas, momentos inolvidables. Que no necesitaba más.

—Yo era la primera en repetirle a otras mujeres: “Nunca digas nunca” —dijo, riendo—. Y mira quién fue la que se lo tomó más en serio…

Relató que, después de cierta edad, se había acomodado en una rutina que le resultaba cómoda: trabajo, familia, lecturas, algunas salidas, viajes tranquilos. El corazón estaba en pausa. No roto, no cerrado del todo, pero sí en pausa.

—Hasta que un día —agregó—, sin esperarlo, alguien tocó a la puerta… y no hablo de la de mi casa.


Él: el amigo “inofensivo” que la vida puso en otro lugar

La conductora no pudo evitar la pregunta que todos tenían en mente:

—¿Quién es ese “nuevo amor de tu vida”?

Ana Bertha sonrió como sonríen quienes recuerdan algo suave.

—Se llama Manuel —dijo—. Y lo más curioso es que no apareció de la nada. Estaba ahí desde hacía años… pero en otro lugar.

Contó que conoció a Manuel mucho tiempo atrás, cuando él trabajaba en producción en un proyecto donde coincidieron. No era actor ni figura pública, sino parte de esos equipos invisibles que hacen que todo funcione sin salir nunca en pantalla.

—Era “el Manuel de producción” —relató—. El que resolvía problemas de horarios, el que conseguía cosas imposibles a último minuto, el que armaba y desarmaba sets. Yo lo veía siempre corriendo, con cable en mano, con la diadema puesta.

No hubo flechazo, ni música de fondo, ni chispas dramáticas. Lo que hubo, al principio, fue algo más discreto: respeto, admiración por su forma de trabajar, un par de charlas breves entre toma y toma.

—Siempre me pareció un hombre muy correcto —dijo—. Muy educado, muy atento. Pero en ese momento yo no lo miraba con otros ojos. Ni él a mí, aparentemente.

La vida siguió. Proyectos distintos, caminos separados, años sin verse. Hasta que, un día, el destino decidió hacer de productor general.


El reencuentro menos glamuroso… y más importante

—Nos reencontramos en el lugar menos glamuroso del mundo —contó, riendo—: la sala de espera de un consultorio.

Ambos habían ido a una revisión médica de rutina. Sin cámaras, sin maquillaje, sin vestuario de novela. Ella hojeaba una revista vieja; él, el celular.

—De repente escucho: “¿Ana Bertha?”. Levanto la mirada, y ahí estaba. Con más canas, claro, pero con los mismos ojos.

Se saludaron con cariño, con esa mezcla de sorpresa y familiaridad que tienen los reencuentros inesperados. Hablaron de trabajo, de salud, de la vida “que ya se nos nota en las rodillas”, como ella misma bromeó.

—Al salir, me pidió mi número —relató—. Me dijo algo como: “Deberíamos ponernos al día con calma, sin bata de hospital de por medio”. Y me dio risa.

Intercambiaron teléfonos. Y lo que al principio parecía una cortesía más, se fue transformando en una costumbre: un mensaje por aquí, una llamada por allá, un “¿cómo te fue en el chequeo?”, un “te mando una foto de este café que te encantaría”.

—Sin darnos cuenta —dijo—, empezamos a contarnos la vida.


El pequeño gran detalle: ya no eran los mismos de antes

La conductora le preguntó si no le dio miedo sentir algo a esa edad.

—Claro —respondió ella, sin dudar—. Pero era un miedo distinto. Cuando eres joven tienes miedo a que no te llamen, a que te rompan el corazón, a que no funcione. A esta edad, el miedo es otro: a mover lo que ya está tranquilo.

Explicó que abrirse a una relación nueva significaba también reacomodar rutinas, costumbres, espacios. Y, sobre todo, aceptar que uno ya no es la persona de los 20, ni de los 30, ni de los 40.

—Yo ya no soy la mujer que conoció al “Manuel de producción” hace años —dijo—. Soy otra. Con otras prioridades, otras cicatrices, otras luces. Y él también es otro hombre.

Pero precisamente eso fue lo que hizo la diferencia.

—Por primera vez —confesó—, sentí que podía mostrarle mi versión actual, no la que el mundo espera. La que se cansa, la que prefiere una cena tranquila a una fiesta, la que a veces se duerme viendo una serie.


Un mensaje que lo cambió todo

Un día, después de meses de llamadas y café tras café, llegó el mensaje que movió el terreno.

—Fue un mensaje muy sencillo —recordó—, pero me sacudió más que una declaración de telenovela.

Ella estaba regresando de una grabación particularmente larga, cansada, con la energía al límite. El teléfono vibró. En la pantalla, un texto de Manuel:

“Hoy pensé todo el día en lo bien que me haces. Aunque sólo hayamos tomado un café, se siente como si la vida fuera un poco menos pesada cuando te veo”.

No había corazones, ni promesas, ni frases hechas. Pero había algo que ella no pudo pasar por alto: honestidad.

—Me quedé viendo el mensaje como si fuera un guion difícil —bromeó—. Lo leí una, dos, tres veces. Y me pregunté: “¿Me voy a hacer la distraída otra vez o voy a admitir lo que siento también?”.

Esa noche, en lugar de seguir jugando al “somos sólo buenos amigos”, se atrevió a responder con algo igual de directo:

“A mí también me haces bien. Mucho más de lo que esperaba a esta altura de la vida”.

Ahí empezó todo.


“No fue un noviazgo de adolescentes, pero sí de gente viva”

Lo que vino después no fue una historia de mariposas en el estómago las 24 horas del día, pero sí de una compañía cada vez más presente.

—No salimos corriendo a gritárselo al mundo —aclaró—. Lo fuimos digiriendo despacito.

Hubo paseos cortos, comidas sencillas, conversaciones largas. Hablaron de dinero, de salud, de familia, de miedos. Hablaron más de lo que ella recordaba haber hablado en relaciones anteriores.

—Te das cuenta —dijo— de que no estás construyendo castillos en el aire, sino una casita real, con puertas y ventanas y goteras que habrá que arreglar juntos.

A sus amigos cercanos les sorprendió verla distinta.

—Me decían: “Te vemos más ligera, más luminosa” —contó—. Y yo les respondía: “Es que ahora no cargo con todo sola”.


La pregunta que lo cambió todo: “¿Te casarías otra vez?”

La conductora, que sabía que el tema central de la nota era la boda, fue directo al punto:

—¿Quién propuso casarse? ¿Tú, él, o los dos al mismo tiempo?

Ana Bertha rió.

—Fue él, pero yo le di cuerda —admitió—.

Relató que una noche estaban hablando de cosas prácticas: herencias, papeles, seguros, esas conversaciones que se evitan cuando uno es joven pero son inevitables después de cierta edad.

—Yo le dije en tono de broma: “Mira nada más, hablando de papeles como si fuéramos una pareja de toda la vida”. Y él, muy serio, contestó: “¿Y por qué no?”.

Ella pensó que era una ocurrencia pasajera. Pero Manuel insistió:

—“Si ya estamos construyendo algo juntos, si ya somos equipo… ¿por qué no hacerlo bien? No te hablo de una boda de revista, te hablo de un compromiso claro entre tú y yo”.

Esa noche, la idea se quedó rondando.

—Me fui a dormir con una pregunta clavada —contó—: “¿De verdad estoy dispuesta a apostar así a los 67?”.

La respuesta llegó días después, de la forma más simple: un “sí”.


La boda que nadie vio venir… y casi nadie vio

—Cuando decidimos casarnos —explicó—, teníamos claro que no queríamos un espectáculo. Queríamos una celebración.

La boda fue pequeña, casi minimalista. Una casa con jardín, flores frescas, unas cuantas mesas, música suave.

—Éramos pocos —dijo—: familia cercana, amigos de toda la vida, no de compromiso. Nada de cien mesas ni listas interminables de invitados que sólo te han visto en televisión.

Ella usó un vestido sencillo, elegante, sin exageraciones.

—Le dije a quien me ayudó: “No quiero disfrazarme de veinteañera. Quiero verme como lo que soy: una mujer de 67 años feliz con su decisión”.

No hubo alfombra roja. No hubo exclusiva. No hubo drones sobrevolando el lugar. Hubo algo mucho más poderoso:

—Hubo calma —recordó—. Una calma bonita, de esas que te dicen: “Estás donde tienes que estar”.


La parte que nadie sabía: lo que pasó después del “sí acepto”

La conductora le preguntó si sintió que su vida cambiaba radicalmente al casarse de nuevo.

—No explotaron fuegos artificiales internos —respondió—. Pero sí hubo una sensación muy clara: la de no estar sola en lo que viene.

Lo que más la sorprendió no fue la emoción del día de la boda, sino lo que vino después: la rutina compartida.

—Despertar, y que haya alguien que sabe cómo te gusta el café —dijo—. Llegar a casa, y que haya alguien que entiende tus silencios. Eso, a esta edad, tiene un valor enorme.

También habló de los retos:

—No es todo perfecto, claro —reconoció—. Cada uno tiene sus mañas, sus costumbres. Yo con mis horarios, él con sus manías de orden. Pero hemos aprendido a reírnos de eso en lugar de convertirlo en guerra.

Lo más importante, según ella, es que se eligieron sin necesidad de llenar ningún molde.

—Ya no estoy buscando al príncipe azul —bromeó—. Estoy feliz con este señor de canas que sabe escuchar, que sabe estar… y que me hace reír cuando el día se pone pesado.


La reacción del público y el ruido del “qué dirán”

Por supuesto, cuando empezaron a circular las primeras versiones de que se había casado, no faltaron las opiniones no solicitadas.

—Leí comentarios de todo tipo —admitió—. “¿Para qué se casa a esa edad?”, “Qué cosas, ya no está para eso”, “Seguro es un capricho”, “Quién sabe qué buscará él”.

En lugar de enojarse, decidió tomárselo como una radiografía de los prejuicios.

—Me da risa y un poquito de tristeza —dijo—. Parece que hay gente que cree que después de cierta edad sólo puedes cuidar plantas y ver televisión.

Pero también hubo otra cara:

—Recibí mensajes preciosos —contó—. Mujeres y hombres de 50, 60, 70 años diciéndome: “Gracias, porque me recordaste que todavía puedo ilusionarme”. Eso me conmovió más que cualquier crítica.


¿Por qué contarlo ahora?

La conductora hizo la pregunta clave:

—Si quisiste mantener la boda tan íntima, ¿por qué ahora, aquí, decides hablar de tu nuevo amor?

Ana Bertha no titubeó.

—Porque una cosa es vivirlo en privado —respondió— y otra es esconderlo como si fuera algo de lo que me tengo que avergonzar.

Explicó que esperó un tiempo antes de compartirlo públicamente porque quería primero disfrutar, acomodarse, asimilar.

—No quería que la historia se volviera “tema” antes de ser realidad sólida —aclaró—. Pero ahora, que ya lo vivimos, que lo sentimos nuestro, me parece bonito decirlo sin miedo: sí, me enamoré a los 67. Sí, me casé. Sí, tengo un nuevo amor.

Y añadió algo más:

—Si a alguien allá afuera le sirve para sacudirse el “ya se me pasó el tiempo”, bienvenido. No estoy aquí para dar lecciones, pero sí para decir: el reloj del corazón no lo marca el calendario.


El verdadero “nuevo amor de su vida”

Antes de cerrar la entrevista, la conductora le lanzó una última pregunta:

—Cuando dices “el nuevo amor de mi vida”, ¿hablas sólo de Manuel… o hay algo más?

Ana Bertha sonrió, cómplice.

—Hablaría de dos amores —respondió—. De Manuel, por supuesto. Pero también de otro que encontré casi sin querer: yo misma.

Explicó que, en el proceso de abrirse a una relación a esa edad, tuvo que enfrentarse a sus propios miedos, a sus propios prejuicios, a sus propias frases limitantes.

—Me tuve que enamorar un poquito de la mujer que soy hoy —dijo—. Con todo: con mi historia, mis arrugas, mis cansancias y mis ganas intactas de seguir riendo.

Miró a la cámara una vez más.

—Así que sí, casada a los 67 años, puedo decir que admito el nuevo amor de mi vida. Se llama Manuel… y se llama también “la libertad de permitirme ser feliz sin pedir disculpas”.

El público la ovacionó de pie. No por la boda en sí, sino por la valentía de decir, sin dramatismo y sin poses:

“No hay edad límite para volver a elegir,
ni para volver a enamorarse,
ni para empezar otra vez”.

Y quizás ése fue el verdadero impacto de su confesión: recordar que, mientras uno siga respirando, siempre queda espacio para una historia más.