Se burló diciendo que él no le importaba, hasta que la mejor amiga soltó la verdad que la destrozó por dentro

En la azotea caliente de una vecindad en Iztapalapa, la música de banda tronaba desde una bocina medio rota, mezclándose con el olor a carne asada y el humo del carbón. Era sábado en la noche, y el barrio entero parecía respirar al mismo ritmo de los reguetones que temblaban en las paredes despintadas.

Valeria levantó su vaso de plástico lleno de mezcal con Jumex de mango y sonrió con esa sonrisa de “me vale madres” que había perfeccionado desde la prepa.

—¡Salud, cabronas! —gritó—. A los vatos que creen que sin ellos nos morimos.

Las amigas que estaban alrededor —Paola, Lupita y Majo— gritaron también, entre risas y chiflidos.

—¡Salud! —contestaron.

Renata, sentada en una silla plegable, se limitó a alzar el vaso, sin tanto entusiasmo. Llevaba los ojos delineados de negro, el cabello recogido en una trenza despeinada y la expresión de quien quiere decir algo pero se lo traga.

Valeria se dejó caer a su lado, jalando otra silla. Hizo una mueca exagerada.

—Neta, me choca que todos en la vecindad piensen que sin Diego yo no soy nada —se quejó, mirando hacia la calle, donde se veía la sombra de la combi que pasaba repleta—. ¿Qué creen? ¿Que porque el güey tiene chamba fija y moto ya es premio mayor?

Paola rió.

—Pues tú también ayudaste, amiga, no te hagas. Bien que subes historias con él, “mi rey”, “mi todo”, “mi motor”…

—Ay, ya, eso era antes —dijo Valeria, restándole importancia con la mano—. Ahorita… ni me importa. Si mañana se va, mira —chasqueó los dedos—, consigo otro. Hay vatos hasta en el tianguis.

Las risas estallaron de nuevo. Renata, en cambio, apretó el vaso con los dedos hasta que el plástico crujió un poco.

—No digas eso, Vale —murmuró, casi para sí—. No es tan simple.

Valeria la volteó a ver, arrugando la nariz.

—¿Y tú qué? ¿Ahora abogada de Diego o qué? —dijo en tono burlón—. ¿Desde cuándo lo defiendes tanto?

Renata se puso rígida.

—No lo defiendo… nomás digo que no se juega así con los sentimientos. Ni los tuyos, ni los suyos.

Valeria soltó una carcajada que sonó medio falsa.

—Ay, Reni, por favor. Si supieras lo poco que me importa —dijo, dándole otro trago al vaso—. A ver, ¿tú crees que me voy a morir porque un vato se enoje porque lo caché texteando con otra? ¡No manches! ¡Que se vaya!

Las amigas se voltearon a ver entre ellas, con esa incomodidad curiosa de quien huele chisme fuerte. Lupita se acercó más.

—¿Otra? ¿Con quién estaba texteando? ¡Cuenta, güey!

Valeria rodó los ojos.

—Una vieja X del gimnasio, quién sabe —mintió, porque en realidad no había visto el nombre, sólo corazones y un “te extraño” en la pantalla de Diego—. El caso es que le dije que ya me tenía hasta la madre. Que si quería andar de perro, que se fuera. ¿Y saben qué me dijo? Que yo era una exagerada. ¡Una exagerada! —repitió, escandalizada—. No, no, no. Yo no me hago chiquita por nadie.

Se reclinó en la silla, satisfecha con su propia narrativa de mujer fuerte. En el fondo, sin embargo, algo en su pecho ardía.

Renata bajó la mirada. Durante un momento pareció que iba a dejar pasar el comentario, como tantas veces antes. Pero algo, quizás el mezcal, quizás las semanas de culpa acumulada, le empujó las palabras hacia la boca.

—No era del gimnasio —dijo en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que todas escucharan.

El sonido de la música, las risas de otros vecinos, los gritos de unos niños jugando en el pasillo, parecieron desdibujarse para Valeria.

—¿Qué? —preguntó, frunciendo el ceño.

Renata tragó saliva. Sus dedos temblaban apenas.

—Los mensajes… no eran con una vieja del gimnasio.

Lupita se adelantó, con los ojos encendidos de curiosidad.

—¿Entonces con quién, Renata? No nos dejes picadas, güey.

Renata levantó la mirada, y en sus ojos oscuros había una mezcla de miedo, vergüenza y determinación.

—Eran conmigo.

El vaso se le resbaló de la mano a Valeria, cayendo al piso y salpicando mezcal y jugo sobre la loseta vieja. El tiempo se congeló en ese instante: el eco hueco del plástico, la mirada fija y descompuesta de Valeria, el susurro de las otras chicas.

—No mames… —susurró Majo.

—¿Qué chingados dijiste? —la voz de Valeria salió ronca, como si hubiera estado gritando horas—. Repite eso.

Renata respiró hondo, cerró los ojos un segundo, y luego sostuvo la mirada de su amiga.

—Los mensajes eran conmigo… Vale.


El enojo de Valeria no subió como un trueno. Subió despacio, como el calor que se acumula en el pavimento hasta que es imposible caminar descalzo. Primero, una carcajada incrédula.

—No seas pendeja, Renata —dijo, con los ojos muy abiertos—. ¿Qué estás insinuando? Eso no es chistoso.

—No estoy bromeando —dijo Renata, con la voz quebrada—. Yo… yo hablé con Diego. Hace unas semanas. Nos empezamos a mensajear…

Paola se levantó de la silla.

—Ay, mejor yo me voy por más hielo —balbuceó, yendo hacia las escaleras.

—Yo te ayudo —dijo Majo, siguiéndola.

Lupita dudó un segundo, pero el ambiente se puso tan tenso que decidió irse también. En menos de un minuto, la azotea se quedó prácticamente vacía, sólo con la música sonando de fondo y las risas lejanas de otros vecinos ajenos al drama.

Valeria y Renata quedaron frente a frente.

—¿Mensajear de qué? —preguntó Valeria, clavándole la mirada—. ¿De la primaria? ¿De memes? ¿De qué, Renata?

Renata tragó saliva otra vez.

—Empezó… inocente —susurró—. Me escribió para preguntarme qué te pasaba, que te veía distante. Que sentía que lo odiabas. Yo le dije que habláramos los tres, que no se malinterpretaran las cosas, pero…

—¿Pero? —escupió Valeria.

—Pero luego empezamos a hablar más —Renata siguió, con la voz cada vez más baja—. Me contaba cosas de su chamba, de la moto, de cómo se sentía presionado. Y yo… yo me sentía escuchada por él. Me decía que yo lo entendía mejor que nadie.

Valeria apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas.

—¿Y tú qué le decías?

Renata se obligó a ser honesta.

—Que tú estabas pasando por cosas, que estabas cansada, que necesitabas tu espacio. Que él también tenía que bajarle a los celos. Pero… luego… él empezó a decirme cosas más personales. De ti. Y de mí.

Un silencio pesado cayó entre las dos.

—¿Personales cómo, Renata? —preguntó Valeria, con la voz tan fría que ni ella misma se reconoció.

Renata respiró profundo.

—Me decía que siempre le había gustado cómo pensaba yo. Que le encantaba que yo fuera más tranquila. Que… que tú eras puro ruido, que te amaba, sí, pero que con él eras una montaña rusa. Y que conmigo sentía paz.

Las palabras eran cuchillos, una tras otra.

—¿Y tú? —insistió Valeria—. ¿Tú qué sentías?

Renata cerró los ojos. Por un momento pensó en mentir, en decir que no sentía nada, que todo había sido un malentendido. Pero la culpa llevaba semanas mordiéndole las entrañas.

—Me confundí —admitió, con la voz rota—. Sentí bonito… cuando me decía cosas lindas. Y me enojaba por ti, pero al mismo tiempo… me gustaba sentirme importante.

—¿Te acostaste con él? —soltó Valeria de golpe.

Renata abrió los ojos de golpe, escandalizada.

—¡No! ¡Te lo juro! Nunca. Jamás. Sólo mensajes… audios… una vez nos vimos, pero… —se detuvo, sabiendo que ya había dicho demasiado.

—¿Se vieron dónde? —Valeria habló despacio, como si cada sílaba fuera pólvora.

—En la esquina de la panadería de Don Toño —dijo Renata—. Él iba pasando, yo salía del súper. Fue… casualidad. Platicamos como diez minutos. Nada más.

Valeria se levantó de golpe, tirando la silla.

—¿Y no se te ocurrió decirme, cabrona? ¡Soy tu amiga desde la secundaria! ¡Nos hemos quedado a dormir juntas, hemos llorado juntas, nos hemos prestado ropa! ¿Y te pones a textear con mi novio a mis espaldas?

Renata también se levantó, temblando.

—¡Yo tampoco quería esto! —contestó—. Quise cortar los mensajes varias veces, pero tú sabes cómo es Diego. Insiste, insiste, y… yo estaba débil, Vale. Me sentía sola. Tú últimamente estabas en tu pedo, trabajando, peleando con tu mamá…

—O sea que ahora es mi culpa —se rió Valeria, sin rastro de humor—. Yo tuve la culpa de que tú te enamoraras de mi novio, ¿no?

Renata negó con la cabeza, desesperada.

—No estoy diciendo eso. Sólo quiero que entiendas que… que no fue un plan. No me desperté un día pensando: “ay, voy a bajarle el novio a Valeria”. ¡No! Las cosas se fueron dando…

Valeria la miró con desprecio.

—“Se fueron dando” —repitió, burlona—. ¿Así dices cuando escribes “te extraño” por WhatsApp? “Ay, se fue dando”.

Renata se quedó muda. No había manera de justificar el mensaje que había mandado, ese “te extraño” que ahora sonaba tan sucio, tan traicionero.

Valeria se cruzó de brazos, como para sostenerse a sí misma.

—¿Desde cuándo? —preguntó, clavando los ojos en los de Renata—. ¿Desde cuándo me estás viendo la cara?

—No… no te estoy viendo la cara… —intentó Renata.

—¿Desde cuándo? —insistió Valeria, subiendo la voz.

Renata bajó la mirada.

—Como… dos meses.

Valeria sintió cómo el suelo parecía inclinarse bajo sus pies.

—Dos meses —repitió—. Dos meses haciéndose los santos mientras yo me rompía la espalda en el mercado para ayudar a mi mamá, mientras yo me peleaba con él para defenderte cuando decía que eras “demasiado intensa”, mientras tú venías a mi casa, te servías mi café, usabas mi toalla, te ponías mis blusas… y luego te ibas a textear con él.

Su voz se quebró al final. No era sólo el engaño; era la humillación, la complicidad rota.

Renata dio un paso hacia ella.

—Vale, por favor, escúchame. Precisamente por eso te estoy diciendo la verdad. Porque no aguanté seguir como si nada.

Valeria se hizo hacia atrás, como si el simple hecho de estar cerca de Renata le ardiera.

—No me vengas con que lo haces por mí —le escupió—. Lo haces porque te sentías sucia. Lo haces para que te perdone Dios, no yo.

Un silencio largo. El ruido del barrio volvió de a poco: la señora de al lado regañando a su hijo, un perro ladrando en la calle, el eco de una cumbia vieja.

—Te juro que no pasó nada más —insistió Renata—. No nos besamos, no nos tocamos. Sé que eso no quita lo que hicimos, pero… al menos…

—Al menos no me contagiaste nada, ¿no? —la interrumpió Valeria, con una risa amarga—. Ay, gracias, qué detalle.

Renata sintió las lágrimas pugnando por salir.

—Vale, yo te quiero —dijo—. Te quiero un chingo. Eres mi hermana, mi familia. Por eso mismo…

—Las hermanas no se clavan con el novio de la otra —la cortó Valeria—. Eso lo sabe cualquiera, hasta en las novelas más baratas de TV.

Renata no supo qué contestar. En su mente, los recuerdos se amontonaban: las primeras veces que Valeria le había presentado a Diego, las pedas donde terminaban los tres comiendo tacos al pastor en la esquina, las risas, los chistes internos. Y luego, los mensajes, los audios a medianoche, la voz de Diego susurrándole que a veces sentía que se había equivocado, que quizá, en otra vida…

Algo en Renata se rompió.

—¿Y tú? —soltó de pronto, a la defensiva—. ¿A poco tú nunca jugaste con él? ¿A poco tú siempre lo trataste bien?

Valeria frunció el ceño.

—¿Qué estás diciendo?

—Siempre lo tenías entre manos —acusó Renata—. Un día lo abrazabas, al otro lo mandabas a la chingada. Le gritabas frente a todos, lo humillabas. ¿O ya se te olvidó cuando le aventaste el casco de la moto en plena calle?

—¡Eso fue porque llegó oliendo a perfume de otra! —saltó Valeria.

—No olía a perfume de otra —susurró Renata—. Olía a mi perfume.

La azotea dio otra vuelta en la cabeza de Valeria.

—No —dijo, negando con la cabeza—. No, no, no. No te creo.

Renata la miró fijamente.

—El día que lo acusaste, él venía de verme. Me estaba ayudando con una fuga en mi baño. Le rogué que no te dijera porque pensé que te ibas a poner loca, como siempre. Y él, pues, también decidió callar. Pero no pasó nada más ese día, te lo juro.

Valeria se quedó callada. Recordaba esa noche: las luces amarillas de los puestos, el casco estrellándose contra el pavimento, la cara de Diego roja de vergüenza y coraje. Recordaba cómo todos habían volteado a ver, cómo una señora había murmurado “pobre chamaco, qué carácter de la novia”. Recordaba que, después de la pelea, se había encerrado en el baño a llorar, convencida de que todos estaban en su contra.

En ese momento, un ruido de pasos se oyó en la escalera. Diego asomó la cabeza por la puerta de la azotea, con la chamarra de mezclilla desabrochada y el casco de la moto colgando de la mano.

—Vale, ¿podemos hablar? —preguntó, viendo primero a Valeria y luego a Renata—. Tu mamá me dijo que estabas acá arriba.

Valeria lo fulminó con la mirada.

—Uy, mira, justo el tema del día —dijo—. Sube, rey. Falta tu parte del show.


Diego se quedó a medio paso, percibiendo la tensión entre las dos mujeres. Miró el vaso caído, las sillas volteadas, los ojos brillosos de Renata.

—¿Qué pasó? —preguntó, cauteloso.

—Tu novia ya sabe —susurró Renata, sin poder verlo de frente.

El estómago de Diego se encogió.

—¿Sabe qué?

Valeria dio un paso al frente, clavándole la mirada.

—Que te encanta textear con mi “mejor amiga” a mis espaldas —dijo, marcando cada palabra—. Que la extrañas, que con ella sientes paz, que yo soy puro ruido. ¿Te suena?

Diego se quedó pálido.

—Vale, yo…

—Cállate —lo interrumpió ella—. En este momento quiero ver si tienes los huevos para negarlo.

Diego miró a Renata, buscando apoyo. Pero ella no levantó la vista. Sus manos se retorcían, incómodas.

—Yo… —empezó Diego—. Sí, hablamos. Pero sólo era porque estaba preocupado. Te veía distante, enojada por todo, y Renata…

—No uses eso de pretexto —lo cortó Valeria—. No era terapia de pareja, era coqueteo, Diego. “Te extraño”. ¿Así dicen en terapia? ¿“Te extraño”? ¿“Tú sí me entiendes”? ¿“A veces pienso que en otra vida hubiera sido diferente”? No mames.

Diego apretó la quijada.

—Estaba confundido —dijo—. Me sentía solo. Tú siempre me empujabas, me gritabas, me decías que no servía para nada. Renata sólo… estaba ahí.

—Ah, ¿y eso la convierte en opción? —saltó Valeria—. ¿Te la vas a sacar así de fácil? “Ay, es que me sentía solo”. Pues háblalo conmigo, cabrón. No con la persona que sabes que más me duele.

Diego alzó la voz.

—¡Es que contigo no se podía hablar! —explotó—. No te podías decir nada porque explotabas, porque todo lo tomabas como ataque. ¿Tú sabes lo que se siente que tu pareja te haga sentir basura diario? ¡Que te revise el celular, que te arme escenas en la calle, que te compare con otros vatos con más lana!

Valeria se quedó helada. Una parte de ella sabía que gran parte de eso era cierto.

Renata, en medio, sentía que se encogía.

—Yo no quería que esto pasara —susurró—. Se los juro a los dos.

Diego la volteó a ver, dolido.

—Tú también te metiste, Reni —dijo—. Tú también contestaste los mensajes. Tú también mandaste audios. No vengas ahora a hacerte la víctima.

Renata apretó los labios. Era verdad.

Valeria se llevó las manos a la cabeza.

—No lo puedo creer —murmuró—. Los dos… No fue que un extraño del gimnasio me mandara mensajes. No era una morra cualquiera de Instagram. Fueron ustedes. Mis dos personas más cercanas en este pinche barrio.

Diego dio un paso hacia ella.

—Pero te amo a ti —dijo, con desesperación—. ¡A quien amo es a ti! Eso fue una estupidez, un desahogo mal enfocado, lo que quieras, pero…

Valeria soltó una carcajada amarga.

—¿“Te amo”? —repitió—. ¿Así amas, Diego? ¿Haciendo que tu novia se entere de tu “desahogo” en plena azotea delante de todos? Porque si hubiera sido algo tan pequeño, no estarías aquí temblando.

La música cambió a una canción lenta. Desde algún patio, alguien cantaba a gritos, desafinando. El contraste con la tensión del trío era casi irreal.

Renata de pronto sintió que ya no podía más.

—Yo voy a irme —dijo, con la voz quebrada—. No… no quiero empeorar todo.

Valeria la detuvo con la mirada.

—No te mueves —ordenó—. Tú empezaste esto soltando la bomba, ahora te quedas a ver cómo explota.

Renata se paralizó.

—Vale… —susurró—. Por favor.

—No hay “por favor” —contestó Valeria—. Toda la vida me dijiste que odiabas a las viejas que se metían con novios ajenos. ¿Te acuerdas? Cuando la prima de Paola se metió con el marido de la vecina, tú eras la primera en decir que era una trepadora sin dignidad. Mírate ahora.

Renata agachó la cabeza, avergonzada.

—Sí me acuerdo —murmuró—. Y sigo creyendo que estuvo mal lo de ella. Y lo mío. Lo nuestro. Diego —lo miró—, lo que hicimos estuvo mal. Muy mal. No hay justificación.

Diego se quedó callado. El silencio parecía un reconocimiento.

Valeria sintió una punzada en el pecho.

—¿Lo nuestro? —repitió—. ¿Desde cuándo se volvieron “lo nuestro”? ¿También se llaman “nosotros” en los mensajes?

Renata negó de inmediato.

—No, no. No hay un “nosotros”, Vale. No hay. Nunca hubo. Sólo… palabras. Confusión. Y fue suficiente para lastimarte, lo sé.

Diego, sintiendo el abismo abrirse, volvió a insistir.

—Vale, dame chance de explicarte. Vámonos de aquí, hablemos abajo, solos. Esto no es tema para andarlo ventilando en…

—¿En el barrio? —lo interrumpió—. ¿Te preocupa el chisme? Ay, ahora resulta. Cuando gritábamos en plena calle porque no querías que revisara tu celular, ahí no te preocupaba que nos vieran.

Diego apretó la mandíbula. Miró sus manos, con los nudillos blancos.

—Yo también estaba harto, Vale —dijo—. Tú no confías en nadie. Siempre estás a la defensiva. Yo no sé amar bonito, tú tampoco. Nos aferramos a algo que siempre ha dolido.

Valeria sintió que esas palabras le entraban directo en el corazón. Era verdad: su relación siempre había sido un campo de batalla.

Renata los miró a ambos, con lágrimas resbalando por las mejillas.

—No los merezco a ninguno de los dos —dijo, casi en un susurro—. No merezco tu amistad, Vale. Ni merezco tu cariño, Diego. La cagué. No hay otra palabra. La cagué.

Valeria la miró, dolida.

—¿Sabes qué es lo peor de todo? —preguntó—. Que hace rato, aquí arriba, yo estaba presumiendo, diciendo “no me importa Diego, si se va, que se vaya”. Lo decía fuerte, como si me valiera madre. Y tú estabas ahí, escuchando, sabiendo que eso no era del todo cierto, sabiendo que tú eras parte del problema. ¿Y no dijiste nada? ¿Te dejaste escuchar cómo yo jugaba al orgullo mientras por dentro me estaba muriendo?

Renata lloró más fuerte.

—Por eso hablé, Vale —dijo entre sollozos—. Justo por eso. Porque ya no aguantaba que siguieras jugando a que no te importa, mientras yo… mientras yo era parte de la herida.

Diego intervino, con voz cansada.

—Los tres estamos rotos —dijo—. Cada quien a su modo.


El aire de la noche se volvió más fresco. Una ligera brisa movió las luces navideñas que alguien había colgado años antes y que jamás había quitado. Apenas se sostenían, como hilachos de fiestas viejas.

Valeria respiró hondo, tratando de ordenar los pensamientos.

—Ok —dijo, de pronto, bajando un poco el tono—. Vamos a hacer algo. Ya grité, ya me dolió, ya los quiero aventar a los dos de la azotea. Pero no quiero terminar presa por dos pendejos.

Diego soltó una risa nerviosa; Renata no pudo ni eso.

—Voy a hacer preguntas —continuó Valeria—. Y quiero que me contesten sin rodeos. Porque si algo me hartó en esta relación es eso: las medias verdades.

Se cruzó de brazos.

—Pregunta uno: Diego, si nunca me hubiera dado cuenta, ¿hubieras seguido texteando con Renata?

Diego tragó saliva.

—No lo sé —admitió—. Tal vez sí. Tal vez no. Me gusta cómo me escucha. Me sentía bien hablando con ella. Pero… también me sentía culpable. No era sostenible.

—Eso no es respuesta —dijo Valeria—. ¿Te hubiera gustado seguir?

Diego la miró a los ojos.

—Una parte de mí, sí.

Lo aceptó sin adornos. Y, paradójicamente, esa honestidad brutal hirió menos que una mentira bonita.

Valeria se volvió hacia Renata.

—Pregunta dos: Renata, si yo y Diego tronábamos, ¿tú te hubieras dado chance con él?

Renata se quedó helada.

—No lo sé —dijo primero, por impulso, pero se corrigió al ver la mirada de Valeria—. Ok, sí lo sé. Había una parte de mí que fantaseaba con eso. Que pensaba “si ellos terminan, tal vez él y yo…”. Y eso también está de la chingada, lo sé. Pero era lo que pasaba por mi cabeza.

Valeria asintió, apretando la mandíbula.

—Gracias por no hacerme perder el tiempo con cuentos de hadas —dijo—. Pregunta tres: ¿alguno de ustedes dos cree que yo merecía esto?

Diego fue el primero en contestar.

—No.

Renata negó con fuerza.

—Nunca.

—Pues lo hicieron de todos modos —señaló Valeria—. Y ya no me importa quién empezó. Los dos sabían quién era el otro en mi vida. Y aún así…

Se calló, porque su voz se quebró otra vez.

Diego dio un paso hacia adelante.

—Vale, yo… puedo dejar de hablar con Renata para siempre si eso quieres —dijo—. Borro su número, los mensajes, todo. Me cambio de ruta, dejo de pasar por su calle. Lo que quieras. Pero no me dejes. Podemos ir a terapia, cambiar. Yo te amo.

Renata cerró los ojos. Las palabras de Diego le dolían también a ella, porque confirmaban lo obvio: ella no era más que una fuga, un refugio temporal. No la elección principal.

Valeria lo miró, agotada.

—¿Sabes qué es lo que más me confunde? —dijo—. Que a pesar de todo esto, una parte de mí sí quiere creerlo. Sí quiere agarrarse de ti, como siempre. Como cuando mi papá se fue y mi mamá se encerró en el cuarto a llorar, y yo me prometí que nunca iba a depender de nadie… pero terminé dependiendo de ti.

Diego bajó la mirada, culpable.

Renata, en un rincón de su propia culpa, también se reconocía en esas palabras. Ella, la niña que creció en una casa donde su papá entraba y salía según le diera la gana, también se había aferrado a una idea torcida del amor.

—Los tres traemos heridas bien viejas —dijo Renata, casi en un susurro—. Y las estamos repitiendo con otros nombres.

Valeria se quedó pensativa. La rabia seguía ahí, pero debajo empezaba a asomar una tristeza más profunda, esa que no se arregla gritando ni tirando vasos, sino enfrentando lo que duele hace años.

—Ok —dijo, despacio—. Entonces la siguiente pregunta es para mí.

Diego y Renata la miraron, confundidos.

—¿Qué quieres hacer, Vale? —se preguntó en voz alta—. ¿Quieres seguir con un novio que te fue desleal por mensaje, aunque jure que te ama? ¿Quieres seguir siendo amiga de una morra que se enamoró de tu novio aunque te llore pidiéndote perdón? ¿Quieres seguir en la misma vida, en el mismo barrio, con los mismos patrones?

El silencio respondió primero. Luego, desde la calle, un cohete tronó a lo lejos, como si alguien celebrara algo. La vida seguía abajo, con su caos y su rutina.

Valeria dio un paso hacia la orilla de la azotea para ver la calle. Vio a los niños jugando, a la señora de las quesadillas cerrando su puesto, a un señor borracho cantando una canción de Vicente Fernández con una botella en mano.

—Siempre he dicho que soy chingona, que me vale madres todo —dijo—. Pero la neta es que no. Me duele. Me duele un chingo. Me duele que mi papá se haya ido, me duele que mi mamá me vea como la que tiene que arreglar todo, me duele que ustedes dos me hayan traicionado. Y me duele aceptar que también yo he sido culera. Contigo, Diego, y contigo, Renata. He sido hiriente, celosa, controladora.

Los dos la miraron, sorprendidos por esa confesión.

—Pero —continuó—, reconocer eso no les quita responsabilidad a ustedes. No es un “ay, todos fallamos, abracémonos y ya”. No. Hoy sí quiero hacer algo distinto. Y me va a doler. Pero ya no quiero seguir en este ciclo.

Se volteó hacia Diego.

—Con tú y yo basta —dijo—. No quiero seguir contigo.

Diego sintió que le arrancaban el aire.

—Vale, no —susurró—. Espérate. No tomes una decisión en caliente. Podemos…

—No es en caliente —lo interrumpió—. Llevo años hirviéndome por dentro. Hoy nada más se derramó la olla.

Diego abrió la boca para insistir, pero la forma en que ella lo miraba era distinta. No era sólo enojo, era determinación.

—Te amo, Diego —admitió—. No me voy a hacer la fuerte diciendo que me vales. Te amo. Y justo por eso me tengo que soltar de ti. Porque contigo me estoy haciendo chiquita. Y porque algo en ti también se rompe conmigo.

Diego se llevó las manos a la cara, conteniendo las lágrimas.

—No quiero perderte —dijo, la voz ahogada—. No quiero.

—Ya me perdiste hace rato —contestó ella, sin crueldad—. Hoy nada más te estás dando cuenta.

Se volteó hacia Renata. La mirada que le lanzó no tenía la misma dureza de antes, pero sí una distancia nueva.

—Y tú —dijo—. No sé qué voy a hacer contigo. Hoy, ahorita, no puedo llamarte amiga. Me duele demasiado. Me traicionaste. Te metiste donde sabías que dolía. Y aunque nunca se hayan besado, aunque no hayan “consumado” nada, para mí es suficiente.

Renata asintió, llorando.

—Lo entiendo —susurró—. No quiero que me perdones ahorita. Tal vez nunca. Lo que hicimos no tiene justificación. Sólo… quiero que sepas que sí te quiero. Que sí me importa lo que te pase. Que si te dije esto hoy es porque… porque quiero dejar de hacerte daño, aunque me quede sin ustedes dos.

Valeria respiró hondo.

—Te agradezco que tu conciencia despertara —dijo—, aunque haya sido tarde. Pero el perdón, si llega, no va a ser hoy. Y tampoco significa que las cosas vuelvan a ser como antes. Eso ya se rompió.

Renata bajó la mirada, aceptando.

—Me voy a ir de la vecindad —murmuró, casi para sí—. Ya hablé con mi tía de Chalco. Dice que allá me puede conseguir chamba en su estética. Me voy a ir en unos días.

Diego y Valeria la miraron, sorprendidos.

—¿Te vas a ir? —preguntó Diego.

Renata asintió.

—Necesito empezar de cero —dijo—. Aquí todo me recuerda lo que hice mal. Ustedes, el puesto de tacos, la panadería, la ruta de las combis. Si me quedo, voy a seguir enredada en esta historia. Y yo… ya no quiero ser esa morra.

Valeria la escuchó. Una parte de ella sintió alivio. Otra, nostalgia anticipada: tantas noches compartidas, tantos secretos adolescentes, tantas carcajadas que ahora se teñían de dolor.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo al final—. No espero nada de ti, Renata. Ni que te quedes, ni que te vayas. Ahorita, lo único que quiero es pensar en mí. Por primera vez en mucho tiempo.

Diego la miró, con los ojos rojos.

—¿Y nosotros? —preguntó—. ¿Nos vamos a dejar de ver así, nomás?

Valeria se encogió de hombros.

—Vivimos en el mismo barrio, Diego. Por un tiempo va a ser inevitable cruzarnos. Pero te pido algo: respeta mi decisión. No me busques. No me mandes mensajes borracho, no vengas a cantarme debajo de la ventana, no me andes stalkeando con cuentas falsas para ver con quién salgo. Déjame aprender a estar sola.

Diego apretó los labios. En su vida, nunca había aprendido a soltar algo que quería. Pero en ese momento se dio cuenta de que aferrarse también era una forma de violencia.

—Lo voy a intentar —dijo, sincero—. No te prometo que va a ser fácil. Pero… lo voy a intentar.

Valeria asintió. Daba por hecho que él iba a fallar alguna vez, que le mandaría un “¿cómo estás?” a las tres de la mañana, que la buscaría en alguna peda. Pero también confiaba en que, esta vez, ella sabría poner límites.

La luna se asomó tímida entre las nubes grises de la ciudad. Una sirena de policía sonó a lo lejos. El barrio seguía latiendo, indiferente al drama de tres corazones descompuestos.

—Me voy —dijo Valeria—. Tengo que bajar por mis cosas. Y necesito estar un rato sola antes de que mi mamá empiece a preguntar qué pasó.

Caminó hacia las escaleras. Pasó junto a Renata sin rozarla siquiera. Pasó junto a Diego, y aunque él estiró la mano, ella sólo le lanzó una mirada que decía “no”.

Cuando llegó al primer escalón, se detuvo, sin voltearse.

—Y para que quede claro —dijo—: aunque hace rato yo me la pasaba diciendo que “no me importa”, es mentira. Sí me importa. Me importan los dos. Me importa todo este desmadre. Pero estoy eligiendo algo distinto. Y esa elección me va a doler… pero es mía.

Bajó las escaleras despacio, como quien desciende hacia una vida nueva, todavía desconocida.


En la azotea quedaron Diego y Renata, de pie en medio del eco de lo que acababa de pasar.

—La perdimos —susurró Renata, con un nudo en la garganta.

Diego se quedó viendo el vano de las escaleras por donde ella había desaparecido.

—No sé si la perdimos… o por fin la dejamos ir —dijo, con una tristeza cansada—. Tal vez esto tenía que pasar.

Renata se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó—. ¿Vas a irte también? ¿A buscar otra que te escuche?

Diego sonrió, sin humor.

—No sé —respondió—. Lo único que sé es que, por primera vez, me tengo que escuchar a mí. Y eso me da más miedo que perderla a ella.

Renata lo entendió. Ella también tenía que aprender a escucharse, a entender por qué había dejado que la validación de un hombre la empujara a traicionar a quien más quería.

—Ojalá un día ella sea feliz —dijo Renata—. Con alguien que la cuide, pero también con ella misma.

—Y ojalá tú también —dijo Diego, mirándola—. Ojalá no vuelvas a repetir esto con nadie más.

Renata asintió.

—Esa es la idea.

Se quedaron en silencio un rato, compartiendo no ya complicidad, sino una culpa pesada que tendrían que cargar por separado a partir de ahora.

Finalmente, Renata recogió el vaso tirado de Valeria, lo enderezó y lo dejó junto a la mesa, como un gesto mínimo de respeto hacia lo que se había roto.

—Me voy —dijo—. Mañana empiezo a guardar mis cosas.

Diego la vio caminar hacia las escaleras. Antes de desaparecer, Renata se detuvo, sin voltear, imitando sin saberlo el gesto de Valeria.

—Diego —dijo—. No me vuelvas a buscar. Ni para quejarte de ella, ni para llorar por ella. Si de verdad te dolió lo que pasó hoy, úsalo para cambiar. Pero sin arrastrar a otra tercera persona.

Él asintió, aunque ella ya no lo viera.

—Lo intentaré —repitió, más para sí mismo que para ella.

Renata se fue. Diego se quedó solo, con la ciudad extendiéndose frente a él, enorme e indiferente. El viento le pegó en la cara y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió llorar en silencio, sin público, sin dramas, sólo él y su propio arrepentimiento.


Los días siguientes en la vecindad fueron raros. En el mercado, las señoras murmuraban que Valeria y Diego habían tronado “por otra”. Algunos chismes exageraban, otros inventaban, como siempre. Pero nadie conocía la historia completa.

Valeria, por su parte, empezó a cambiar rutinas. Dejó de esperar el sonido de la moto afuera de la vecindad. Se inscribió en un curso nocturno de contabilidad en una preparatoria abierta de la colonia. Empezó a ahorrar, metiendo billetes en una cajita de metal escondida en el fondo del clóset.

Había días en que se sentía fuerte, casi emocionada por la idea de un futuro distinto. Otros, el dolor la tumbaba. En esos días, el orgullo se le caía a pedazos y la tentación de escribirle a Diego era enorme. Pero se repetía a sí misma: “Estoy eligiendo algo distinto”. Y respiraba. Y dejaba que pasara la noche.

Diego evitó la vecindad por un tiempo. Tomaba rutas más largas para llegar a su chamba, con tal de no pasar por la calle de siempre. Desinstaló WhatsApp dos veces, lo volvió a instalar otras dos. Borró el chat con Renata, luego lo buscó en las copias de seguridad, luego se detuvo, avergonzado de sí mismo.

Renata, fiel a su palabra, se fue a Chalco una semana después. Sus pocas pertenencias se fueron en dos maletas y una caja de zapatos llena de recuerdos: fotos impresas, cartas, boletos de cine. Antes de irse, dejó una carta bajo la puerta del cuarto de Valeria.

Valeria encontró el sobre una tarde. Lo miró largo rato, fue tentada a romperlo sin leer. Al final, lo abrió. La carta era larga, llena de disculpas, explicaciones, recuerdos. Pero hubo una frase que se le quedó grabada:

“Sé que hoy me odias, y tal vez tengas razón. Sólo espero que un día, cuando el dolor no esté tan fresco, recuerdes que antes de la morra que la cagó feo, fui la amiga que se subía contigo a la azotea a contar estrellas. No te pido que me perdones. Sólo que no olvides que, en algún momento, también te quise bien.”

Valeria lloró al terminarla. Luego dobló la carta y la guardó en la misma cajita donde estaba su dinero. No por apego a Renata, sino como recordatorio de lo que no quería repetir con nadie más.

Pasaron meses. El barrio cambió poquito y nada: nuevos vecinos, viejos chismes, la misma agua fría en las regaderas. Pero dentro de Valeria algo sí había cambiado. Un día se dio cuenta de que llevaba semanas sin revisar el Instagram de Diego. Otro día notó que, al pasar frente a la panadería de Don Toño, ya no sentía ese nudo en el estómago.

Una noche, mientras subía a la azotea para tender ropa, se detuvo en el mismo lugar donde había estado aquel día del pleito. Recordó sus propias palabras, esa fanfarronería de “no me importa”.

Sonrió, con una tristeza suave.

—Sí me importaba —murmuró—. Y qué bueno. Porque si nunca me hubiera dolido, nunca habría cambiado.

Se sentó en la orilla, viendo las luces lejanas de la ciudad. Sacó su teléfono. Tenía un mensaje de la coordinadora del curso nocturno: “Felicidades, Valeria. Aprobaste todas las materias del módulo. Vamos por el siguiente”.

Por primera vez, el futuro se le antojó un poquito menos amenazante.

—Esta vez —se dijo—, lo que venga va a ser por mí. No por demostrarle nada a nadie. No por callarle la boca al barrio. Por mí.

Se quedó ahí un rato, sintiendo el viento, escuchando la vida del barrio. Ya no era la misma morra que gritaba que no le importaba nada. Ahora era una mujer que aceptaba que le dolía, que sufría, que quería cosas distintas. Y que, aun con miedo, estaba dispuesta a caminar hacia ellas.

Abajo, alguien gritó su nombre.

—¡Vale! —era su mamá—. ¡Bájate a cenar, que se te va a enfriar la sopa!

Valeria sonrió.

—¡Ya voy! —contestó.

Se levantó, echó una última mirada a la ciudad, y bajó las escaleras, sabiendo que su historia apenas estaba empezando, aunque la etapa de Diego y Renata hubiera terminado.

Porque al final, la verdadera ruptura no fue con ellos, sino con la versión de sí misma que aceptaba migajas y las disfrazaba de banquete.

Y esa ruptura, por dolorosa que fuera, era el principio de algo nuevo.

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