“Mi papá me ordenó que me hiciera a un lado para dejar pasar a su hijo favorito, y lo que dijo después rompió mi familia en mil pedazos”
Me llamo David Ramírez y crecí escuchando una frase que se me clavó en la piel como una astilla:
—Hazte tantito a un lado, m’ijo, deja que pase tu hermano.
A veces era en la sala, a veces en el patio, a veces en la vida entera.
Mi papá siempre lo decía con tono suave, casi cariñoso, como si no estuviera empujándome hacia la orilla de nuestra propia historia.
Como si no estuviera entrenándome, desde niño, a vivir en segunda fila.
Somos de Puebla, de una colonia popular donde los domingos huelen a barbacoa, cumbia y misa de ocho. Mi papá, Don Roberto, era el clásico hombre hecho a golpes y sudor: empezó de chalán en obras desde chamaco, y con los años se convirtió en contratista de construcción. Nada millonario, pero sí respetado. Tenía camioneta propia, traía siempre el celular sonando con “oye, ingeniero”, aunque nunca fue ingeniero de papel, nomás de experiencia.
Mi mamá, Doña Elena, era costurera. Le arreglaba vestidos a medio barrio, hacía uniformes escolares y, cuando le iba bien, hasta vestidos de novia baratos pero decentes. Era el pegamento de la casa. De no ser por ella, yo creo que todo se hubiera roto mucho antes.
Yo soy el mayor.
Mi hermano menor se llama Iván.
Y desde que tengo memoria, su nombre tenía eco diferente en la boca de mis papás.
—Mira al Ivancito, qué bonito come —decía mi mamá cuando él era bebé, embarrado de papilla.
—Este niño trae estrella —decía mi papá—. Se ve que va a llegar lejos.

No digo que no me quisieran. Me dieron de comer, me mandaron a la escuela, me compraron mis tenis Pirata del mercado. Pero había una luz distinta cuando miraban a Iván.
Con él era:
—Mi campeón.
—Mi orgullo.
—Mi chiquito.
Conmigo era:
—Tú eres fuerte, tú aguantas.
—Tú entiendes.
—Tú eres el responsable.
Que luego uno se da cuenta que “tú entiendes” casi siempre significa “tú aguantas que te toque lo más culero”.
La primera vez que sentí que mi papá me apartaba para dejar pasar a Iván fue una tontería, de esas que no deberían doler tanto… pero duelen.
Teníamos como ocho y cinco años. Él cinco, yo ocho.
Era Día de Reyes.
Habíamos dejado nuestros zapatos junto al nacimiento. Yo quería un balón de fútbol, Iván quería un camión de bomberos con escalerita.
Al despertar, vi mis regalos: un balón genérico, rojo, y unas calcetas. Vi los de Iván: el camión de bomberos con luces y sirena, un dinosaurio de plástico grande y una cajita envuelta.
—¿Y ésa? —pregunté, señalando la cajita.
Iván la agarró primero, pero mi papá se la quitó con suavidad.
—Este está especial —dijo—. Es un detallito de parte mía.
Yo me acerqué.
—¿Y yo? —pregunté.
Mi papá ni me volteó a ver, ocupado en la cara de Iván cuando abrió la caja: era un reloj digital con correa negra y lucecitas.
—No manches —dijo Iván, fascinado—. ¡Un reloj como el tuyo, pa!
Mi papá se rió, orgulloso.
—Para que siempre llegues a tiempo, campeón.
Miré mi balón rojo. Pensé en preguntar otra vez.
En eso, Iván se levantó con su reloj recién puesto y se echó a correr por la sala, casi chocando conmigo. Yo me quedé en medio.
Mi papá hizo un gesto con la mano, como si apartara moscas.
—Hazte tantito a un lado, m’ijo, deja que pase tu hermano —me dijo, sin dureza, como si fuera algo obvio.
Y yo me hice a un lado.
Con el tiempo, entendí que ese “hazte a un lado” no era solo físico.
Era una forma de educarme.
De ubicarme.
En la secundaria, las cosas se hicieron más claras.
Yo era el aplicado. No el genio, pero sí el que hacía tareas, el que sacaba ochos y nueves, el que no reprobó ni una sola materia. Soñaba con estudiar administración de empresas, quizás algún día poner un despacho, llevar las cuentas del negocio de mi papá.
Iván… Iván era el carismático.
El que se metía en problemas, pero siempre salía bien librado.
El que reprobaba matemáticas, pero hacía reír al profesor.
El que se peleaba con medio mundo y aún así tenía montones de amigos.
Una vez, en tercero de secundaria, me dieron un reconocimiento en la escuela por “excelencia académica”. No era gran cosa: un diploma impreso en hoja bond y un aplauso en la ceremonia.
Llegué a la casa con el diploma doblado en la mochila.
—Mira, má —le dije a mi mamá, enseñándoselo.
Ella sonrió.
—¡Ay, mi niño! —dijo—. Tu papá se va a poner contento.
Cuando llegó mi papá en la noche, cansado, oliendo a polvo y sudor, le enseñé el diploma.
—¿Y eso qué? —preguntó, tomando la hoja con dedos manchados de cemento.
—Me lo dieron por promedio —dije—. Es de la escuela.
Lo vio un segundo.
—Pues qué bueno —dijo, dejándolo en la mesa—. Pero no te confíes. La vida no se hace con papelitos, se hace con trabajo.
Y se fue a bañarse.
Una hora después, Iván llegó con el labio partido y un ojo morado.
—¿Qué te pasó, mijo? —preguntó mi mamá, alarmada.
—Nada, má —dijo él, con sonrisa de héroe—. Un güey se quiso pasar de lanza con el Tavo, ya sabes, el chaparrito del salón. Le empezaron a decir cosas, le aventaron su mochilita, y pues yo me metí. Nos agarramos a chingadazos, pero al menos ya no lo molestaron.
Mi papá salió de la recámara, en toalla aún.
—¿Te pegaste? —preguntó.
Iván hizo la misma sonrisa.
—Peor. Me peleé. Pero por buena causa.
Mi papá lo mira.
Y entonces su cara se ilumina.
—¡Ése es mi hijo! —dice, orgulloso—. Así se defiende a los amigos. Tú sí tienes corazón de hombre, Iván. Vente, vamos a ponerte hielo.
Y se lo llevó al patio, abrazándolo.
El diploma seguía en la mesa, manchado de salsa de los chilaquiles.
Nadie volvió a mencionarlo.
Cuando terminé la prepa con buen promedio, me aceptaron en la BUAP, en la facultad de Contaduría y Administración.
Yo estaba emocionado. Soñaba con ser el primero de la familia con título universitario.
—Felicidades, m’ijo —me dijo mi mamá, llorosa—. Tu papá va a estar orgulloso.
Mi papá, sin embargo, solo hizo cuentas.
—¿Y cuánto cuesta eso? —preguntó.
—Pues es pública, pa —contesté—. No es tanto. Lo más fuerte serían los pasajes y los libros.
Él chasqueó la lengua.
—Los libros —repitió—. ¿Y de qué nos van a servir a mí y al negocio esos libros? Lo que necesito es gente que se ponga el casco, no que haga sumas en un cuaderno.
—Precisamente —le dije, intentando no sonar desesperado—. Yo quiero ayudar a llevarte las cuentas, hacer los presupuestos, los contratos. Que no te vean la cara los clientes. Si estudio, puedo…
Me interrumpió con un gesto.
—Iván también puede aprender eso sobre la marcha —dijo—. Uno aprende en la calle, no en la escuela.
—Iván ni siquiera acabó la prepa —repliqué, sin poder evitarlo.
El ambiente se tensó.
Mi papá me clavó la mirada.
—No todos nacen para lo mismo —dijo, serio—. A Iván lo veo con ese toque para tratar con la gente, para negociar. Tú eres más serio, más… técnico. A lo mejor ni te gusta el negocio. A lo mejor terminas trabajando de godín para otra gente. Y yo no quiero eso para ti.
—Yo sí quiero estudiar, pa —dije, sintiendo un nudo en la garganta.
Se quedó callado un segundo.
—Mira —dijo al fin—. Si quieres estudiar, estudia. Pero no puedo dejar de meterle lana a la casa y al negocio para que tú estés cómodo. Si consigues una beca o trabajas y estudias, adelante. Yo no puedo con todo.
Lo dijo con tono de realidad, pero sonó a castigo.
Ese día, cuando se fue, escuché cómo le hablaba a Iván afuera, en la calle, mientras se tomaban una cerveza sobre la batea de la camioneta.
—Tú, en cambio, Iván —decía—, te necesito aquí. En las obras. Aprendiendo. Porque este negocio va a ser tuyo el día de mañana. Tú eres el que trae las agallas.
Y agregó la frase, como si me arrojara debajo del camión:
—Tu hermano que se haga a un ladito si no quiere entrarle. Cada quién sabe lo que quiere.
Y, por primera vez, la frase tuvo forma completa:
—Tu hermano que se haga a un ladito.
Yo. El mayor.
El responsable.
El de los diplomas.
El que se hace a un lado.
Al final, estudié.
Conseguí una beca parcial, conseguí trabajo de medio turno en una papelería, me regresaba en camión lleno, llegaba a la casa a hacer tarea mientras a mi papá se le iluminaban los ojos oyendo las anécdotas de ojo morado en las obras de Iván.
—Nos aventamos un volado con el proveedor, pa —decía Iván—. Yo le dije: “o me respetas el precio o me voy con otro”. El cabrón cedió. Nos ahorré como diez mil pesos.
—¡Eso chingao! —decía mi papá, orgulloso—. Ése es colmillo. Tú naciste para esto, hijo.
Conmigo, la conversación era:
—¿Y tú qué, David? ¿Todavía sigues ahí con tus cositas de la escuela?
Ni siquiera sabía cómo se llamaba mi carrera.
Pero yo me aferraba a la idea de que, al final, con el título en la mano, él iba a verme distinto. Que iba a decir “este negocio es de los dos, mis hijos”.
Me aferraba tanto que ignoré el trueno que venía.
El trueno llegó cuando mi abuelo paterno murió.
Don Eusebio, padre de mi papá, había sido un hombre seco, de esos que parecen siempre enojados. Tenía un terreno grande en la salida a Atlixco: ahí había construido su casa y un local de lámina donde alguna vez tuvo una tlapalería.
Cuando murió —de viejo, en su cama, rezando todavía con el rosario en la mano—, mi papá se convirtió en el heredero natural. Era el único hijo varón.
Mis tías, sus hermanas, no dijeron nada. “Es lo correcto”, dijeron. “El hombre se queda con la tierra”.
Nunca me pareció justo, pero ¿quién escucha al universitario de la casa?
La cuestión es que, con ese terreno, mi papá empezó a hacer planes grandes.
—Ahí vamos a levantar algo chingón —decía—. Un conjunto de departamentos, o locales comerciales. Es una mina de oro, hijos. Nuestro futuro.
Yo pensé —ingenuo— que hablaba de “nuestro” de verdad.
Un domingo, nos sentó a Iván y a mí en la mesa.
Estábamos los cuatro: mis papás, Iván y yo.
Había mole poblano, arroz, tortillas envueltas en servilleta con bordes rojos. Era la escena perfecta de comercial de familia happy, hasta que mi papá se aclaró la garganta.
—A ver, hijos —dijo—. Les quiero hablar del terreno del abuelo.
Iván y yo nos miramos.
—Estuve platicando con el licenciado —siguió—. Vamos a armar una empresa como Dios manda. Que ya no esté todo a lo tarugo. Quiero que el negocio de construcción y lo que se haga en ese terreno quede bien puesto para el futuro.
A mí se me aceleró el corazón.
Pensé: “Aquí viene. Aquí va a decir que nos va a poner a los dos. Que mi carrera sí sirvió para algo”.
—Entonces —continuó—, he decidido que Iván va a quedar como socio principal conmigo. Él y yo vamos a aparecer como dueños en la nueva empresa.
Yo sentí que se me helaba la sangre.
—¿Y yo? —pregunté, torpe.
Mi papá me miró como si fuera obvio.
—Tú eres familia, m’ijo —dijo—. Siempre vas a tener lugar. Pero tú tienes tu carrera, tus cosas. No quieres estar metido en tierra y cemento. No te voy a obligar. Sería injusto.
—No dije que no quisiera —repliqué—. Siempre te he dicho que quiero ayudarte con la administración. Podría ser socio también. No veo por qué solo Iván…
Él me interrumpió con un gesto de la mano.
—No lo tomes así, David —dijo—. Uno como padre tiene que ver quién quiere y quién puede. Iván se ha partido el lomo conmigo en las obras desde los diecisiete. Se ha ganado su lugar. Tú has hecho lo tuyo, y está bien. Pero no te veo con el mismo amor por el negocio. Y no voy a poner a alguien en el papel solo por compromiso.
Las palabras me quemaban en la lengua.
—¿Compromiso? —dije—. Soy tu hijo mayor.
—Los negocios no se heredan por orden de nacimiento —respondió—. Se heredan por capacidades. Y en esto Iván tiene más madera.
Mis manos temblaban.
—No es cierto —dije, sintiendo que me subía la voz—. Tú y yo nunca hemos tenido una conversación seria sobre el negocio. Nunca me has dejado meter las manos. A Iván le diste chance de aprender desde adentro. A mí solo me dijiste “tú vé a estudiar tus cosas”.
Mi mamá intervino.
—Ya, hijo —murmuró—. No te pongas así.
—¿Y cómo quieres que me ponga, má? —respondí, con la garganta apretada—. Toda la vida he escuchado “hazte a un lado, deja pasar a tu hermano”. Y ahora es lo mismo, pero en grande.
Mi papá se recargó en la silla.
Su mirada se endureció.
Y entonces soltó la frase, entera, sin suavidad:
—David —dijo—. Hazte a un lado, por favor. Deja que Iván tome el lugar que le corresponde. Él va a ser mi brazo derecho. Es el hijo que necesito para esto. Tú puedes seguir tu propio camino.
“El hijo que necesito”.
Así, palabras limpias, sin vaselina.
Sentí que me habían metido la cabeza en agua fría.
—¿El hijo que necesitas? —repetí, con voz baja.
—No lo entiendas mal —dijo mi papá—. Yo los quiero a los dos. Pero no todos sirven para lo mismo. Iván nació para esto. Tú naciste para otra cosa. Acéptalo.
Iván, hasta ese momento callado, habló.
—Pa, tampoco es para que lo digas así —murmuró—. David sí te ha ayudado con lo de las facturas, los correos. O sea…
—Tú cállate, Iván —lo cortó mi papá—. No estás en juicio. Esto es decisión mía. Y ya está tomada.
Me levanté.
La silla chirrió.
—Entonces, ¿qué soy para ti? —pregunté—. ¿El hijo de relleno? ¿El que estudia “sus cosas” mientras el verdadero hijo se queda con todo?
Mi papá golpeó la mesa.
—¡No empieces con tus dramas! —tronó—. Siempre tan sentimental. No estoy desheredándote. Solo… te estoy ubicando donde te corresponde.
—¿Dónde me corresponde? —repetí—. ¿Orillado?
Me miró, frío.
—Donde no estorbes.
Supe, en ese momento, que algo se había roto entre nosotros.
Alguien —mi mamá, creo— susurró mi nombre, pidiéndome calma.
Yo solo alcancé a decir:
—Ojalá un día te des cuenta de lo que estás diciendo.
Y me fui.
De los tres, el primero que intentó arreglar algo fue Iván.
Esa misma noche fue a mi cuarto.
Yo estaba sentado en la cama, viendo la pared, con los ojos secos de tanto llorar.
—Güey —dijo, asomándose—. ¿Puedo?
—Haz lo que quieras, eres el dueño de todo —gruñí.
Entró.
Se sentó en la silla del escritorio, volteándola hacia mí.
—Neta no fue mi idea —me dijo—. Te lo juro. Yo ni sabía qué iba a decir. Y cuando sacó lo de la empresa, yo pensé que también te iba a meter. Me sacó de pedo que no.
—Pero no dijiste nada —repliqué.
—Pues, ¿qué quería que hiciera? —respondió—. ¿Pelearme ahí? Ya sabes cómo se pone.
—Sí —dije—. Lo sé. Toda la vida lo he sabido.
Hubo un silencio extraño.
—¿Sabes qué es lo que más me encabrona? —le dije—. Que parece que tú mismo te la crees. Que eres el hijo chingón y yo el que nomás estorba.
Iván negó.
—No, güey —dijo—. La neta, no. Yo no me siento mejor que tú. Me siento… atrapado. Como que mi vida ya está escrita: “Iván, el heredero del negocio”. Y sí, me gusta la lana, me gusta cerrar tratos. Pero también, a veces, me gustaría que mi vida no girara sólo en torno a lo que él quiere.
Lo miré, sorprendido.
Nunca lo había escuchado hablar así.
—Pues podrías decirlo —le respondí—. Podrías decirle que no quieres ser su favorito a costa de mí.
Se encogió de hombros.
—No es tan fácil —dijo—. Tú eres el que estudia, el que ve cosas diferentes. Yo… yo solo sé ser lo que él quiere.
—Pues felicidades —dije, con amargura—. Te va a dejar todo.
Iván se quedó callado un rato.
Luego dijo algo que se me quedó grabado:
—No todo es bueno, güey —murmuró—. ¿Tú crees que está chingón ser “el favorito”? A veces siento que si me equivoco tantito, se me cae el altar. Que tengo que estar demostrando todo el tiempo. A ti te ve fuerte. Conmigo, todo el tiempo tiene miedo de que lo decepcione.
No supe qué contestar.
Era la primera vez que veía ese lado de la moneda.
Pero en ese momento, sinceramente, mi dolor era demasiado grande para sentir empatía.
—Vete a la chingada, Iván —le dije—. Tú, con tus problemas de favorito, y él, con sus “hazte a un lado”. Déjenme en paz.
Él apretó los labios.
—Algún día vas a entender que también estoy jodido en esto, güey —dijo, levantándose—. Pero bueno. Descansa.
Y salió.
Lo que siguió fueron años de distancia silenciosa.
Externamente, la vida siguió.
Me gradué de la universidad. Nadie fue a la ceremonia, excepto mi mamá y Karla; mi papá dijo que tenía que ir a revisar una obra, Iván estaba “acompañando al jefe”.
Conseguí trabajo en una empresa mediana de logística, en el área de administración.
Burocracia, juntas, Excel, café recalentado.
Nada glamuroso, pero era mío.
Mi papá y Iván levantaron, efectivamente, una empresa formal: “Construcciones Ramírez e Hijo S.A. de C.V.”.
El nombre me taladró la cabeza la primera vez que vi la tarjeta de presentación.
“E Hijo”. Singular.
Nunca “e Hijos”.
Cada vez que alguien, en reuniones familiares, decía:
—Qué orgullo, Roberto, que ya trabajes con tu hijo…
Yo sentía que me tragaba la lengua para no decir “hijos, plural”.
Mi papá empezó a presentarse como “empresario”.
La gente lo veía con respeto.
A Iván lo veían como “el joven talento”.
A mí me veían como “el que estudió”.
—Ah, tú eres el licenciado, ¿no? —me decían—. ¿Y no trabajas con tu papá?
Yo sonreía, tenso.
—No —contestaba—. Estoy en otra empresa.
—Ay, qué raro —comentaban—. Eso hacen mucho ahora los jóvenes, se separan.
“Nunca entendí por qué no te interesó el negocio”, me repetía mi papá, como si él no hubiera dicho “hazte a un lado”.
La tensión explotó de verdad cuando mi papá se enfermó.
Tenía cincuenta y ocho años cuando le encontraron diabetes y problemas del corazón.
No se cuidaba, obviamente. Comía garnachas, fumaba, tomaba refresco diario. Los doctores le dijeron que tenía que bajar el ritmo, dejar de subir a las obras, hacer menos corajes.
—Tiene que delegar, Don Roberto —le dijeron.
Y él, encantado, delegó más cosas en Iván.
—Tú te haces cargo de todo, hijo —le decía—. Yo ya viví lo que tenía que vivir. Nomás no me dejes morir viendo que el negocio se cae.
A mí me tocaba el rol de “el hijo que acompaña al doctor”, porque Iván estaba ocupado en la empresa.
Yo lo llevaba a las consultas, vete a hacerte análisis, ve al cardiólogo, cómprate tu medicina.
Era un papel raro: en la vida diaria
yo era el relegado, pero en la enfermedad me convertí en su bastón.
En una de esas idas al hospital, mientras esperábamos que le dieran unos resultados, se quedó callado mirando la pared.
—¿Qué piensas? —le pregunté, por compromiso.
—En la muerte —dijo, sin rodeos.
Tragué saliva.
—No digas eso.
Se rió sin humor.
—¿Qué tiene? —respondió—. La muerte es lo único seguro. Ya tengo que ir viendo qué voy a dejar, cómo lo voy a dejar.
Me preparé para escuchar otra vez la letanía de “todo es para Iván”.
Pero soltó algo diferente.
—Iván va a estar bien —dijo—. Tiene el negocio, tiene colmillo. El que me preocupa eres tú.
Me sorprendí.
—¿Yo? —pregunté—. ¿Por qué?
—Porque siempre te hiciste a un lado —dijo—. Porque siempre te sentiste… menos. Y eso también fue culpa mía.
Me quedé mudo.
—Nunca quise que crecieras pensando que valías menos —continuó—. Pero… siempre sentí que Iván me necesitaba más. Que tú ibas a poder solo. Que tú ibas a encontrar tu camino con o sin mi ayuda.
—Pues qué chido que confiaras tanto en mí —dije, con ironía—. Me aventaste al agua sin salvavidas.
Él suspiró.
—Sé que la cagué —dijo—. No soy pendejo. Me doy cuenta de cosas ahora que me duele la rodilla y el pecho. Veo cómo me miras. Veo cómo nos miran. Pero ya no sé cómo arreglarlo.
Me dieron ganas de decirle “hubieras empezado por no decirme que me hiciera a un lado”, pero me contuve.
—Puedes empezar por aceptar lo que hiciste —dije—. No como “decisión de padre sabio”, sino como lo que fue: favoritismo.
La palabra flotó en el aire, pesada.
Él no la negó.
Solo bajó la mirada.
—No sabía otra forma —susurró—. A mí me hicieron lo mismo. Mi papá tenía su hijo favorito. Y no era yo. Era uno que se murió chiquito. Yo siempre fui… el de sobra. Te juro que quise hacerlo distinto. Y mira.
Se rió, sin alegría.
—Repetí lo mismo.
Por primera vez, vi a mi papá no como el gigante al que yo odiaba a ratos, sino como un hombre viejo, con miedo, arrastrando cadenas ajenas.
Me dio algo que se parecía a lástima.
Pero el dolor no se fue.
—¿Y qué vas a hacer con eso? —pregunté—. Porque si te mueres hoy, la historia que queda es “Iván el heredero, David el estorboso”. ¿Te late?
Me miró, incómodo.
—Estoy hablando con el licenciado para ver lo del testamento —dijo—. Quiero dejar claro que la casa es para tu mamá. El terreno de Atlixco y la empresa, para Iván. Y…
—¿Y yo? —lo interrumpí—. ¿Otra vez nada?
Se mordió el labio.
—Y el local de la tlapalería de tu abuelo —añadió—. Pensé dejarte ese. Para que hagas algo. Que pongas tu despacho, una oficina, no sé.
Lo sentí como una limosna.
Una migaja cara, sí, pero migaja al fin.
—No quiero que me des “algo para que no diga que no me dejaste nada” —dije, la voz vibrando—. Quería que me vieras como alguien capaz de estar a la par. No como el que se conforma con lo que sobra.
Él cerró los ojos, cansado.
—No sé cómo darte más sin quitarle a tu hermano —murmuró—. Y no quiero que se peleen por tierra cuando yo me muera.
—Te da más miedo que Iván se enoje que aceptar que conmigo te pasaste —respondí.
No contestó.
Fue la última conversación sincera que tuvimos.
Un mes después, mi papá tuvo un infarto en la obra.
Se cayó en plena supervisión de una losa, con el casco puesto y gritando “aguas”.
Se lo llevó la ambulancia.
No llegó vivo al hospital.
La llamada me agarró en la oficina, entre facturas y hojas de cálculo.
Me sentí como si el tiempo se hubiera partido en dos.
El velorio fue en la funeraria del barrio.
Café aguado, pan dulce, rezos, gente entrando y saliendo, contando anécdotas de “el buen Roberto”.
—Un hombre chingón, trabajador, de los que ya no hay —decían.
Yo lo veía en su caja, con traje que nunca se ponía, y pensaba: “También fue un hombre que me pidió que me hiciera a un lado para dejarle paso al hijo que él necesitaba”.
Me dolía.
Pero también lloré.
Porque, aunque todo, era mi papá.
Iván estaba destruido.
No se separaba de la caja.
—¿Y ahora qué voy a hacer sin él? —repetía—. Todo lo del negocio lo veía con él. Todo lo cerrábamos juntos. Yo solo nunca he estado.
La ironía me quiso soltar una carcajada, pero me la tragué.
Karla, mi hermana, me apretó la mano.
—Tú también podrías ayudarle —me susurró—. Al final, es tu hermano.
Yo estaba demasiado confundido para adelantarme.
La bomba estalló al mes, cuando se abrió el testamento.
Estábamos en una oficina gris, con un licenciado viejo leyendo papeles con voz monótona.
Estábamos ahí mi mamá, Iván, yo y dos tías.
El licenciado empezó con lo esperado:
—La casa ubicada en… se deja en herencia a la señora Elena…
Mi mamá lloraba calladito.
—Los terrenos en Atlixco, así como la empresa “Construcciones Ramírez e Hijo S.A. de C.V.”, se dejan en su totalidad a Iván Ramírez…
Iván cerró los ojos, como si le doliera tanto como le aliviara.
Yo apreté los puños.
La siguiente parte me sorprendió.
—El local de la antigua tlapalería, así como la bodega contigua, se dejan a… —hizo una pausa— a partes iguales para mis hijos Iván Ramírez y David Ramírez.
Iván y yo nos miramos, confundidos.
—Eso no me había dicho —susurré.
El licenciado siguió leyendo.
Al final, agregó:
—Y hay una carta adjunta, escrita de puño y letra del señor Roberto, que pide sea leída en presencia de los herederos.
El silencio se hizo más pesado.
—Léala —dijo mi mamá, secándose las lágrimas.
El licenciado sacó una hoja arrugada.
Reconocí la letra de mi papá: chueca, con letras grandes y gordas.
“Si están escuchando esto, es que ya me cargó la chingada. Primero que nada, perdón por las groserías, licenciado.”
Un par de tías soltaron una risa nerviosa.
“Quise dejar esto escrito porque nunca supe decir las cosas en vida. Me costó mucho hablar de sentimientos, y ya me di cuenta tarde. A ver si así me explico mejor.”
Tragué saliva.
“Iván, hijo: el negocio es tuyo porque tú lo hiciste conmigo. Nadie se merece esa empresa más que tú. Confío en que la vas a sacar adelante. No me falles. Pero no vayas a creer que eso te hace mejor que tu hermano. No la vayas a cagar como yo, haciendo sentir menos al otro.”
Iván bajó la mirada.
“David, hijo: a ti te fallé de otra manera. A ti te pedí muchas veces que te hicieras a un lado. Pensé que lo hacías porque entendías que tu hermano necesitaba más ayuda. Nunca me imaginé que eso te hiciera sentir que valías menos. Perdón. De veras perdón. Si pudiera regresarme, lo haría diferente. Tal vez pondría ‘Construcciones Ramírez e Hijos’. Pero me ganó la vida, como siempre.”
Yo sentí que el corazón se me hacía nudo.
“El local viejo se los dejo a los dos a propósito. Para que se sienten a hablar algún día, así sea mentándome la madre, y decidan qué hacer. Si lo venden y se reparten, si ponen algo juntos, si uno se queda con una parte y le paga al otro. No quiero que sea una herencia muerta. Quiero que sea una oportunidad de que hagan algo que no hice yo: trabajar como hermanos, no como rivales. Si no lo hacen, pues ya ni modo. Uno hace lo que puede.”
El licenciado carraspeó y siguió.
“A su madre, Elena, le pido que ya no repita conmigo lo que pasó con sus papás. Que quiera a sus hijos sin compararlos tanto. Y que si un día tiene nietos, no diga ‘tú eres el fuerte, tú entiendes’ nomás para que aguanten chingaderas.”
Un par de tías se persignaron.
Mi mamá lloraba más.
“Ya me voy, porque seguro esto se está poniendo muy largo. Solo quiero que sepan que los quise a todos, aunque no supe demostrarlo bien. Si me van a recordar, que no sea solo por mis regaños, sino también por los chistes malos y las carnes asadas. Los quiere, su papá, Roberto.”
El licenciado dobló la hoja.
Nadie habló durante un buen rato.
Sentía una mezcla rara de coraje, alivio, tristeza y algo parecido a ternura.
—Siempre tan bruto para hablar —soltó una tía al fin—. Pero se le entendió.
Mi mamá se limpió las lágrimas.
Iván se recargó en la silla.
Yo respiré hondo.
El daño no desaparecía por una carta, pero se abría una rendija.
Los meses siguientes fueron una especie de posguerra emocional.
Iván se hundió en el trabajo.
Se la vivía en las obras, la oficina, las reuniones. Bajó de peso, se veía cansado, pero era como si tuviera que demostrarle al fantasma de mi papá que sí podía.
Yo seguí en mi trabajo de oficina, pero el tema del local empezó a rondarme la cabeza.
Un día, Iván me llamó.
—Güey —dijo, sin rodeos—. Tenemos que hablar del pinche local.
Nos citamos un sábado en el terreno de Atlixco primero.
Él quería enseñarme la obra nueva.
Llegué en camión, con gorra y tenis.
La obra era grande: un edificio de cinco pisos, con varillas, cimbras, albañiles trabajando, olor a mezcla fresca.
Iván caminaba por ahí como si fuera su reino.
—Aquí van a ir locales abajo, departamentos arriba —me explicó—. Ya están casi vendidos todos. El negocio jala, güey.
Lo vi dar órdenes, revisar planos, bromear con los albañiles.
Entendí por qué mi papá había dicho que “nació para esto”.
Luego fuimos al local viejo, el de la tlapalería.
Estaba cerrado, con una cortina oxidada y grafiteada a medias.
Al abrirla, el olor a polvo y madera vieja nos golpeó.
El espacio no era grande, pero tenía potencial: piso de cemento, paredes despintadas, un pequeño cuarto al fondo que podía ser oficina o bodeguita.
Nos quedamos en medio, mirando alrededor.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté.
Iván se encogió de hombros.
—Podríamos venderlo —dijo—. Nos toca la mitad a cada uno. Es buena lana. O tú te lo quedas y me pagas mi parte en abonos. O hacemos algo juntos, no sé.
Me sorprendió que mencionara la opción “hacer algo juntos” sin burlarse.
—¿Te gustaría? —pregunté—. ¿Hacer algo conmigo?
Se quedó pensando.
—No sé —admitió—. La neta, nunca hemos hecho nada en serio juntos. Pero… la carta del jefe… me dejó pensando. No quiero que, el día que me toque a mí, mis hijos estén peleados porque uno fue el favorito.
La frase me movió algo.
—¿Tú también sientes que fuiste el favorito? —le pregunté.
Sonrió, triste.
—Claro —dijo—. Y a veces pesa. Te conté una vez, pero estabas muy encabronado conmigo. Siempre sentí que si yo fallaba, se caía todo. A ti te exigía menos, pero también te daba menos. Conmigo… siempre había una deuda. Un papel que cumplir. Ser el “hijo que necesitaba”.
Nos sentamos en unos botes viejos de pintura.
—¿Sabes qué me emputa? —dije—. Que esta plática la estamos teniendo cuando él ya no está. Que nunca se atrevió a poner las cartas sobre la mesa en vida. Siempre a medias.
—Era cobarde para esas cosas —asintió Iván—. Pero al menos dejó la carta. Mis cuates me dicen que su papá ni testamento hizo y ahora traen una guerra campal por un pinche terreno con un jacal cayéndose. Nosotros… pues, sí quedó chueco, pero pudo ser peor.
Reí, a pesar de todo.
—Siempre minimizando el drama —dije—. Igualitos.
Nos miramos.
Había cariño debajo de todas las capas de resentimiento.
—¿Qué quieres tú, neta? —me preguntó Iván.
Miré el local.
Pensé en mi trabajo de oficina, gris, en mi título colgado en la pared del cuarto. Pensé en todas las veces que había soñado con tener algo propio.
—Quiero… —dije, despacio—, por primera vez en mi vida, no hacerme a un lado. Quiero hacer algo que sea mío. No vivir siempre como “el hijo que se conformó con lo que quedó”.
Iván asintió.
—Va —dijo—. Entonces hagamos esto: te quedas con el local. Pero no como limosna. Pon algo chingón. Si necesitas lana para arreglarlo, igual puedo prestarte. Tú me vas pagando mi parte despacito. Sin prisa. No quiero que sientas que te lo estoy dando, quiero que sientas que lo estás agarrando tú.
Me sorprendió.
—¿Segura que no prefieres vender y ya? —pregunté—. Te iría mejor.
Se rió.
—Yo ya tengo demasiado de lo del jefe —dijo, señalando hacia la obra—. Tengo suficiente para ahogarme en juntas. Me conviene más que tú tengas algo que te haga sentir que no estás afuera de todo. Además, quién sabe, igual hasta hacemos algo juntos: tú llevas la administración, yo te ayudo con la remodelación. Nomás me pagas si te va bien. Si te va mal, ya veré cómo fregados te cobro —bromeó.
Sentí algo en el pecho.
No era solo el local.
Era la primera vez que veía a mi hermano no como “el favorito”, sino como alguien que me hacía espacio voluntariamente.
No como mi papá ordenándole al mundo que yo me hiciera a un lado.
Sino como él, Iván, haciéndose un lado también para dejarme entrar.
—¿De verdad? —pregunté.
—De verdad —respondió—. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que no vuelvas a decir que no vales madre —dijo—. Que cuando pienses en la frase “hazte a un lado”, te acuerdes que ya se murió el único cabrón que tenía permiso de decirla. Y que si alguien más te la quiere aplicar, sea el espejo y seas tú.
Reí.
Reí de verdad.
—Trato —dije, extendiéndole la mano.
Él la estrechó.
Arreglar el local fue más terapéutico de lo que esperaba.
Tiramos estantes viejos, raspamos paredes, pintamos, metimos cableado nuevo. Iván se encargaba de los albañiles, yo de la parte de permisos y cuentas.
Mi mamá venía a vernos de vez en cuando, con tortas o agua de horchata.
—Se ve bonito, hijos —decía—. Su papá estaría orgulloso.
A mí ya no me dolía tanto esa frase.
Porque ahora no era “orgulloso de Iván”.
Era “orgulloso de los hijos”.
Con el tiempo, abrí ahí un pequeño despacho de asesoría contable y administrativa para pequeños negocios.
Algo modesto: un letrero en la puerta, una computadora, una impresora, un escritorio grande, dos sillas para clientes.
Poco a poco empezaron a llegar comerciantes del barrio: la dueña de la papelería, el señor de las carnitas, la señora de la estética, un chavo que tenía una tienda en línea y no entendía las facturas electrónicas.
Les ayudaba a organizar sus cuentas, a hacer trámites, a no dejar que Hacienda se los comiera vivos.
Descubrí que sí, que todo lo que había estudiado servía para algo.
Un día, un cliente nuevo llegó, miró el letrero y dijo:
—¿Usted es de los Ramírez de la constructora?
Asentí, un poco a la defensiva.
—Sí, soy hijo de Don Roberto.
El señor sonrió.
—Ah, con razón —dijo—. Pues mire, yo trabajé con su papá en una obra. Gran señor. Y me da gusto ver que ahora sus hijos andan haciendo cosas en grande. Uno con los edificios, otro con los números. Así sí.
No sé por qué, pero esa frase me hizo un nudo en la garganta.
“Sus hijos”.
Plural.
Por primera vez, no me ardió.
Me dio paz.
El camino con mi mamá tampoco fue fácil.
Ella tenía sus propias culpas.
—A ti siempre te dije que “tú podías solo” —me confesó un día, mientras cosía—. Porque te veía más… centrado. A Iván lo veía más desmadroso, y sentía que tenía que estar encima. No pensé que eso te hiciera sentir que no merecías mi apoyo.
—Pues sí me hizo sentir así —le respondí—. Pero también entiendo que tú venías de otra historia. Tus papás también tenían su favorito, ¿no?
Ella suspiró.
—Mi hermano Toño —dijo—. Él era el rey. A mí casi ni me volteaban a ver. Yo pensé que, si no te exigía, te estaba queriendo más. Pero parece que solo repetí cosas.
No le quité la responsabilidad.
Pero tampoco la crucifiqué.
Ya tenía suficiente con lo suyo.
—Podemos intentar hacerlo distinto con los que siguen —le dije.
—¿Cuáles siguen? —preguntó.
—Mis primos pequeños, los hijos de Karla, los que vengan —respondí—. A tus nietos, si es que algún día tengo. No les digas “tú eres el fuerte, tú entiendes”. No los uses como esponjas.
Ella asintió.
—Trato —dijo.
No voy a mentir:
Mi relación con mi papá nunca se arregló por completo.
Murió sin verme realmente como yo quería que me viera.
Pero su muerte abrió espacios para hablar con los vivos.
Con Iván.
Con mi mamá.
Conmigo mismo.
Alguna vez, en terapia —sí, terminé yendo, a insistencia de Karla—, la psicóloga me dijo algo que me hizo rabia y sentido al mismo tiempo:
—David —dijo—, tu papá no tenía derecho a decirte “hazte a un lado” en tantas formas. Pero ahora él ya no está. Y tú sigues usando su voz para sacarte de tu propia vida. ¿Hasta cuándo vas a seguir obedeciendo una orden que ya no tiene quién la dé?
Me reí, con lágrimas.
—Nunca me había dado cuenta de cuánto me la creí —dije.
—Pues ve acostumbrándote a otra frase —respondió ella—: “Hazte a un lado… pero para avanzar, no para desaparecer. Hazte lugar”.
Hoy, cuando me paro frente a mi despacho con el letrero de “Ramírez Consultores”, veo pasar la camioneta de la empresa de Iván con el logo de “Construcciones Ramírez e Hijo”, y ya no siento la puñalada.
Siento una historia.
La de un padre que no supo hacerlo mejor, pero al menos lo intentó al final.
La de un hermano que fue favorito a costa de sí mismo.
La de otro hermano que aprendió a dejar de hacerse a un lado cuando entendió que nadie más iba a hacerle lugar.
A veces, en las noches, cuando cierro el local y me quedo solo, imagino a mi papá recargado en la puerta, con su gorra y su olor a mezcla.
—Mira nada más —me lo imagino diciendo—. Sí te sirvieron tus papelitos.
Y yo, en mi fantasía, le contesto:
—Sí, pa. Me sirvieron. Y también me sirvió darme cuenta de que no necesito que nadie me deje pasar. Yo puedo también pedirle a otros que se hagan tantito a un lado… si se atraviesan en mi camino.
Luego río solo.
La gente pensará que estoy loco.
Pero es que, en el fondo, a veces uno necesita reescribir los diálogos que nunca tuvo.
Mi historia no es la de la gran venganza ni la del hijo que se queda con todo.
Es la de alguien que se cansó de vivir reducido al huequito que otros le apartaron.
No logré cambiar a mi papá.
No pude convencerlo en vida de que pusiera “e Hijos” en el logo.
Pero logré algo que, para mí, vale más:
Dejé de ser el hijo que se hace a un lado por sistema.
Y cada vez que escucho a alguien decirle a un niño “déjalo pasar, él es más chiquito” o “tú eres el fuerte, tú entiendes”, se me prende una alarma.
A veces intervengo.
A veces no.
Pero al menos, cuando me toca a mí decidir, elijo otra cosa.
Elijo decir:
—Aquí cabemos todos. Nadie tiene que desaparecer para que el otro exista.
Y me lo digo, sobre todo, a mí mismo.
Porque a mí, un día, mi padre me dijo que me hiciera a un lado para dejar pasar a su hijo favorito, “el que necesitaba”.
Y lo que pasó después —la enfermedad, la muerte, la carta, el local, la empresa, las conversaciones— nos voló la cabeza a todos.
Nos obligó a mirar de frente el favoritismo que traíamos pegado como herencia.
Y nos dio, a Iván y a mí, algo que nunca pensamos que tendríamos:
Una segunda oportunidad para ser hermanos, no solo “el favorito y el sobrante”.
Lo demás, lo sigo construyendo día a día.
Sin hacerme a un lado.
Sin pedir permiso.
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