La noche en que un vagabundo pidió una habitación de hotel y descubrió que la misericordia también tenía camas vacías

—Señorita, me gustaría alquilar una habitación en su hotel.

—Por supuesto, señor. Pase, siéntase como en casa.

—¿De verdad puedo entrar, señorita?

—Sí, sin ningún problema.

—Pero estoy todo roto, sucio…

—No importa, hermano, puede entrar.

—Gracias, señorita. Estaré aquí para que me ayude. De acuerdo… Qué hotel tan bonito. Ha pasado tanto tiempo desde que entré en un lugar como este. Esta noche, por fin, podré dormir. Tres noches en la calle ya… Dios mío, esta noche tendré una cama de verdad.

A mí me dicen Ángel, aunque de ángel hace mucho que no tengo nada.

Antes tenía nombre completo, apellidos, firma en nómina y hasta gafete con foto de empleado del mes: Ángel de Jesús Márquez Chávez, originario de Monterrey, soldador, casado, padre de familia. Ahora soy “el señor que pide monedas en la esquina de la farmacia”, “el don que huele a solvente”, “el viejo que se duerme en la banca”.

O era.
Hasta esa noche.

Afuera, la ciudad rugía.

Era diciembre, pero de esos diciembres norteños donde el viento Baja del Cerro de la Silla como cuchillo helado. Ya llevaba tres noches durmiendo donde me agarrara la madrugada: una en la banqueta de un Oxxo, otra debajo de un puente, y la tercera en una parada de camión donde los taxis me espantaron a patadas.

Traía la ropa pegada al cuerpo, el pantalón de mezclilla duro de mugre, una chamarra que alguna alma samaritana me dio el año anterior, rota del codo, y unos tenis sin agujetas. Las manos me olían a cartón viejo, a calle. Creo que hasta el alma me apestaba.

Iba caminando por la avenida Felix U. Gómez, encorvado, sin ver a nadie a los ojos, cuando vi el letrero:

“HOTEL SAN MIGUEL – HABITACIONES ECONÓMICAS”

Era un edificio viejo, de dos pisos, con fachada de ladrillo despintado. Una cruz pequeña, de metal, coronaba el techo. Eso me pareció raro: hoteles con cruz no se ven muchos. Pensé que quizá antes había sido convento, o que el dueño era de esos católicos tercos que ponen vírgenes hasta en la regadera.

Me detuve frente a la puerta de vidrio. Adentro, en recepción, se veía luz cálida. Una señora barría. Había sillones de vinil rojo, una televisión vieja colgada de la esquina, un par de macetas con plantas medio moribundas pero verdes al fin.

Tragué saliva.

Tenía dos monedas en la bolsa del pantalón. Sumaban ocho pesos. “Económico”, decía el anuncio. Económico no es gratis. Pero el hambre y el frío hacen cosas raras con la cabeza. Me acerqué como perro apaleado, empujé la puerta, que sonó con un timbrecito oxidado, y entré.

Detrás del mostrador estaba ella.

Una muchacha de ojos grandes, piel morena, cabello recogido en una coleta improvisada, con un suéter de lana color mostaza y un gafete de plástico que decía:

“KARINA PÉREZ – RECEPCIÓN”

Me miró de arriba abajo, sí, pero no con asco. Más bien con esa mezcla de sorpresa y curiosidad que uno le tiene a las cosas que no esperaba ver.

—Buenas noches —dijo.

Su “buenas noches” sonó tan normal que me dieron ganas de llorar.

—Señorita, me gustaría alquilar una habitación en su hotel —solté, antes de arrepentirme.

Ella parpadeó.

—Por supuesto, señor. Pase, siéntase como en casa.

Di un paso hacia adentro, inseguro.

—¿De verdad puedo entrar, señorita? —pregunté, bajando la voz—. Es que… mire cómo vengo. Estoy todo roto, sucio…

Karina dejó la escoba apoyada en la pared.

—No importa, hermano —dijo, con una sonrisa corta pero sincera—, puede entrar.

“Hermano”. Nadie me llamaba así desde hacía años.

—Gracias, señorita —murmuré—. Estaré aquí para que me ayude. De acuerdo… Qué hotel tan bonito. Ha pasado tanto tiempo desde que entré en un lugar como este. Esta noche, por fin, podré dormir. Tres noches en la calle ya… Dios mío, esta noche tendré una cama de verdad.

Sus ojos se suavizaron cuando dije “tres noches en la calle”.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Ángel —respondí—. Ángel Márquez.

—Bueno, don Ángel —dijo, rodeando el mostrador—. Venga, le enseño su cuarto.

La seguí, arrastrando los pies.

Subimos por unas escaleras de concreto. Las paredes estaban pintadas de blanco, con cuadros religiosos: un San Miguel Arcángel pisando un diablo, una Virgen de Guadalupe, un Cristo con ojos compasivos.

No olía a perfume caro ni a hotel de cuatro estrellas. Olía a cloro, a sopita de fideos, a cobija guardada. A hogar, pues.

Karina abrió la puerta de una habitación.

Adentro había una cama individual con colchón algo hundido pero con sábanas limpias, una cobija gruesa con florecitas, una mesita de noche con una lámpara, una silla, un crucifijo colgado en la pared y una ventana que daba a la calle lateral.

—Aquí va a dormir esta noche —dijo—. Si quiere bañarse, el baño está al fondo del pasillo, de lado derecho. Hay agua caliente si le mueve tantito a la llave.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Señorita… —me atoré—. No… no le he dicho… no traigo dinero. Nomás traigo esto —saqué las dos monedas—. Ocho pesos. Ni pa’ una cerveza alcanzan.

Karina sonrió de lado.

—Qué bueno que no alcanzan pa’ la cerveza —respondió—. Aquí no se cobra, don Ángel. No es un hotel de esos. Es un albergue.

—¿Albergue?

—Sí —asintió—. El edificio antes era un hotel, por eso se quedó el letrero. Pero ahora es el Albergue San Miguel, para gente que está en la calle. Yo trabajo aquí de voluntaria. Bueno, y nos dan una ayudita, pero más por amor al arte. Así que tranquilo, no le vamos a cobrar. Nomás le vamos a pedir tres cosas.

Tragué saliva.

—¿Cuáles?

—Una: nada de alcohol ni drogas aquí adentro —enumeró, levantando un dedo—. Dos: respeto para los otros huéspedes. Y tres: que trate de descansar. No tiene que demostrarle nada a nadie hoy.

No supe qué decir.

Una risa nerviosa se me escapó.

—¿Y dónde firmo? —pregunté, medio en broma.

—Abajo, en una hojita. Pero luego vemos eso. Primero báñese, por favor —dijo, arrugando un poco la nariz de manera juguetona—. No se ofenda, pero sí viene matón.

Solté una carcajada que me sorprendió a mí mismo.

—Sí, señorita, la verdad, ni yo me aguanto.

Tomé aire.

—Gracias —repetí—. De veras, gracias.

Karina asintió.

—Cuando termine, bájese al comedor. Hoy hay caldo de pollo. Si se apura, todavía le toca con pollo —guiñó un ojo—. Después ya nomás sale la pura verdura.


La regadera fue un bautizo.

Abrí la llave y salió un chorro frío al principio, luego templado, luego calentito. Me quité la ropa despacio, como si me fuera quitando años de encima. El pantalón se quedó de pie solo, de tanta mugre. La camisa olía a sudor rancio. Los calcetines parecían cartón. Todo lo aventé a una bolsa negra que había ahí, con un letrero: “Ropa sucia, se lava los jueves”.

Cuando el agua me cayó en la cabeza, no pude evitar gemir.

No de dolor. De alivio.

El agua bajaba negra al principio, luego gris, luego transparente. Me tallé con el jabón que encontré en un dispensador, me raspé la piel hasta dejarla roja. Lavé mi cabello, mi barba, mis pies. Sentí cada cicatriz, cada hueso. Me vi en el espejo empañado: un señor flaco, con la mirada cansada, pero por primera vez en mucho tiempo, limpio.

Me envolví en una toalla que encontré colgada en un gancho, con el nombre del albergue bordado en una esquina: “San Miguel”. Afuera, encima de una silla, había un pantalón de mezclilla y una playera limpia.

—Se las dejó la señorita Karina —dijo una voz desde el pasillo.

Era un señor gordito, de bigote blanco, con una gorra de los Tigres.

—Yo soy Chema —se presentó—. También vivo aquí. Dijo que se pusiera eso en lo que lavamos lo suyo. No tenga pena, hombre. Aquí casi todo es de segunda mano, pero limpio.

—Gracias, don Chema.

—Pos bienvenido al hotel cinco estrellas de los olvidados —dijo él, riéndose—. Ándele, bájale al caldo antes de que llegue el Chino y se acabe el pollo.


El comedor era un salón amplio, con mesas de plástico y sillas desparejadas. Las paredes estaban decoradas con dibujos hechos por niños: ángeles, casitas, corazones, frases como “Dios te ama” y “Aquí no se duerme en la calle”.

Un olor a caldo y tortillas recién hechas llenaba el ambiente.

En una esquina, una señora de pelo canoso, doña Remedios, servía platos con una rapidez que solo da la práctica.

—¿Nuevo? —preguntó, al verme.

—Sí, señora.

—Tome, mijo —me sirvió un plato hondo con caldo, un muslo de pollo gordito, verduras y arroz—. Si quiere más, hay más. Pero primero acábese eso. El pan está en la canasta. ¿Cómo se llama?

—Ángel.

—Mire, nomás —sonrió—. Nombre de ángel pero cara de diablillo. Siéntese ahí, con el Chema. Él le explica las reglas de la casa. Y si luego quiere hablar, pues aquí andamos.

Me senté junto a Chema, que ya hacía honor a su fama: tenía un plato igual de lleno y otro con puras verduras al lado.

—Es que hay que aprovechar, compa —dijo, viendo mi mirada—. Cuando yo andaba afuera, tres días comía, dos no. Aquí a veces siento que estoy robando. Pero luego veo a los morros y se me pasa.

A nuestro lado se sentó un joven flaco, ojos hundidos, tatuajes en los brazos. Era el famoso Chino, aunque no tenía nada de asiático; el apodo se lo habían puesto por los chinos del cabello de cuando estaba niño, según me contaron después.

—¿Qué onda, don? —me saludó—. ¿Ya lo bautizaron?

—¿Bautizado de qué?

—De pregunta —intervino Chema—: “¿Por qué llegó aquí?”. Todos, tarde o temprano, la sueltan. A veces llorando, a veces riéndose… pero la sueltan.

Yo bajé la mirada al plato.

El caldo estaba caliente, sabroso. Me quemé la lengua, pero no me importó. Hacía mucho que algo no me sabía a hogar. Me tomé un momento antes de contestar.

—Porque no tenía dónde dormir —dije—. Porque ya llevaba tres noches en la calle y sentí que si seguía una más… me iba a morir ahí, tirado como perro. Y porque vi el letrero de “Hotel San Miguel” y pensé que era un hotel de verdad.

Chino soltó una carcajada.

—No, pos entró por publicidad engañosa —dijo—. A mí me trajeron los de la parroquia “Santa María de no sé qué”. Ya ve cómo son. Primero te dan pan, luego te quieren salvar el alma.

Chema negó con la cabeza.

—Tú cállate, Chino —dijo, sin maldad—. Si no fuera por los de la parroquia, seguirías inhalando resistol ahí afuera, dormido en la banqueta.

Chino se encogió de hombros, con media sonrisa.

—Pues sí —admitió—. Pero mínimo nadie me quería convertir en santo.

Karina apareció con una jarra de agua fresca.

—¿Qué, ya están asustando al nuevo? —preguntó.

—Nomás contándole la historia de terror —dijo Chema—: que aquí la gente come tres veces al día y tiene cama.

—Uy, sí, qué horror —se rió Karina—. Bueno, don Ángel, cualquier cosa que necesite, aquí ando. A las diez cerramos la puerta. Hoy duermen veintisiete. Mañana seguro llega más gente. Ya ve cómo está la ciudad.

—¿Y cuántos caben? —pregunté.

—Treinta, bien acomodados —respondió—. Cuarenta, apretados. Más, ya no es digno. Y de eso se trata. No de hacinarlos, sino de que se sientan personas.

“Personas”.
La palabra me dolió bonito.


Esa noche dormí como no dormía desde hacía años.

El colchón no era nuevo, pero estaba suave. La cobija olía a jabón. Afuera, el ruido de la calle se escuchaba lejano, amortiguado por las paredes. No tenía que abrazar mi mochila por miedo a que me la robaran. No tenía que pensar dónde esconder los zapatos.

Antes de apagar la lámpara, me quedé viendo el crucifijo de la pared.

—Gracias —murmuré, sin saber si le hablaba al de la cruz, a Karina, al destino o a todos juntos—. Nomás por hoy. Mañana vemos.

Cerré los ojos… y me fui.


Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses.

El “hotel” se volvió rutina.

Ahí todo tenía su ritmo:
Desayuno a las siete, limpieza de cuartos a las ocho, búsqueda de chamba por parte de los que podían a partir de las nueve, comida a la una, siesta o taller de algo a las tres, cena a las ocho, oración voluntaria a las nueve y media, luces apagadas a las diez.

—No somos cárcel —explicaba Karina—. Pero si cada quien hace lo que quiere, esto se vuelve un desmadre. Y ya bastante desmadre hay allá afuera.

Yo, poco a poco, empecé a ayudar.

Primero lavando platos. Luego barriendo pasillos. Después, arreglando cosas.

—¿Usted es bueno con las manos, verdad? —me dijo un día padre Toño, el sacerdote gordito, siempre sudando, que administraba el albergue—. Nos urge alguien que le sepa a la soldadura, a ver si arregla esa reja antes de que se nos meta medio barrio.

—De eso vivía antes, padre —respondí—. Soldador industrial. También le sé tantito a la electricidad. O le sabía. Pero pues es como la bicicleta, ¿no? No se olvida.

—Aquí no pagamos mucho —advirtió el padre—. Pero podemos darle algo de cooperación para sus gastos, aparte de la cama y la comida.

—Con que me deje quedarme aquí y no me corra a la primera —dije—, yo le arreglo hasta el alma.

Él se rió.

—Esa parte déjemela a mí, compadre. Usted encárguese de que la puerta de la calle cierre, el boiler no explote y las camas no se caigan.

Me convertí, sin querer, en el “mantenimiento general del hotel de Dios”, como le decía Chema.

Había algo sanador en eso.

Arreglar algo afuera cuando por dentro uno se siente descompuesto.


No voy a mentir: no todo era bonito.

El Chino recaía seguido. Desaparecía dos o tres días y volvía con los ojos rojos, temblando. Mariana, que había salido de una relación violenta, de vez en cuando se encerraba en el baño a llorar. Don Lauro tosía cada vez más fuerte; la calle le había dejado pulmones de viejo minero.

Y la ciudad, esa bestia de concreto, no se detenía solo porque nosotros hubiéramos encontrado un refugio.

Un día hubo balazos en la esquina.
Otro día, llegó la policía municipal queriendo revisar “papeles”.
Otro, el sistema DIF nos mandó una inspección porque alguien se había quejado de “mal olor” en la cuadra.

Fue después de esa inspección cuando apareció él:

El inspector Barroso, de la Secretaría de Desarrollo Urbano y no sé qué tanto.

Traje gris barato, corbata chueca, maletín lleno de papeles, cara de pocos amigos.

Karina estaba en recepción cuando entró. Yo cambiaba un foco en el pasillo, pero alcancé a oír.

—Buenas tardes, joven —dijo él, ajustándose los lentes—. ¿La señorita Karina Pérez?

—Sí, soy yo —respondió ella—. ¿En qué le puedo ayudar?

—Vengo de parte del municipio —sacó una carpeta—. Hemos recibido varias quejas de vecinos por ruido, por personas en situación de calle deambulando, por inseguridad. Y, revisando nuestros registros, resulta que este edificio tiene permiso de uso de suelo como hotel, no como albergue.

La palabra cayó como piedra.

Karina frunció el ceño.

—Desde hace tres años funciona como albergue —explicó—. Tenemos un convenio con la parroquia y con el DIF. Se lo puedo mostrar.

—Podrá tener el convenio que quiera con la parroquia —replicó Barroso—, pero con el municipio no hay nada. Y eso es un problema. La ley es clara: no pueden operar como centro de acogida sin el cambio de uso de suelo, los dictámenes de Protección Civil actualizados y el visto bueno de salubridad. Y aquí —golpeó la carpeta— yo no veo esos documentos.

Karina tragó saliva.

—Estamos en trámite —dijo—. La arquitecta Méndez nos está ayudando. De hecho, metimos los papeles hace seis meses.

Barroso sonrió, pero sus ojos no.

—Entonces sabrá que los trámites tardan —dijo—. Y mientras tanto, legalmente están en falta. Así que… —sacó un formulario—, tengo que notificarles que tienen treinta días para regularizar su situación. Si no lo hacen, el albergue será clausurado.

Sentí como si me hubieran apagado la luz en la cabeza.

Treinta días.
Treinta días y otra vez la calle.

Karina se quedó helada unos segundos.

—¿Y… y mientras tanto? —preguntó—. ¿Podemos seguir operando?

—Legalmente, sí. Pero cualquier incidente, cualquier queja nueva, cualquier cosa, y esto se viene abajo —dijo Barroso—. Se lo digo como consejo, señorita: mejor vaya buscando otro lugar donde meter a esta gente.

“Esta gente”.

Me dieron ganas de romperle en la cara el foco que traía en la mano.

En lugar de eso, respiré.

Karina apretó los puños sobre el mostrador.

—No son “esta gente” —dijo, con la voz temblorosa—. Son personas. Personas con nombre. Con historia. Y sin este lugar, muchos se mueren en la calle.

Barroso se encogió de hombros.

—Yo no hago las leyes, señorita —dijo—. Solo las aplico. Y la ley dice que un hotel es un hotel. Si quieren ser otra cosa, que lo hagan por la vía correcta. Tiene treinta días. Que tenga buena tarde.

Tomó su maletín y se fue.

Yo bajé del banco, todavía con el foco en la mano.

—¿Escuchó todo, don Ángel? —preguntó Karina, sin verme.

—Sí —respondí.

—Nos quieren cerrar —dijo, más para sí que para mí—. Nos quieren cerrar el único lugar donde esta bola de enanos… —se corrigió—, donde nuestros huéspedes tienen cama. Y baño. Y sopa caliente.

La vi respirar hondo, con los ojos vidriosos.

—Pues no nos van a cerrar —solté, como si de mí dependiera el mundo—. Algo podemos hacer.

Karina me miró, entre rabia y esperanza.

—¿Qué? —preguntó.

No tenía idea.


Esa noche, la cena se sirvió en silencio.

Chema hacía chistes a medias. El Chino estaba más inquieto de lo normal. Algunos se enteraron de inmediato de la noticia. Otros no, pero olían el ambiente raro.

Al final, fue padre Toño el que lo dijo, de frente, en el pequeño salón donde a veces hacíamos oración.

—Hermanos —empezó, con su voz ronca—. Hoy vinieron del municipio. Nos dieron treinta días para regularizar los papeles del albergue. Si no, nos clausuran.

Un murmullo de preocupación recorrió el cuarto.

—¿Y eso qué significa, padre? —preguntó doña Remedios—. ¿Qué nos vamos a la calle otra vez?

—Significa que tenemos que movernos —dijo el padre—. Ir a hablar con la arquitecta, con el DIF, con quien haga falta. No es imposible, nomás es difícil. Como todo en este país.

Chino levantó la mano, sarcástico.

—¿Y si mejor les damos una mochada? —dijo—. Usted ve que aquí todo se arregla con un sobre.

Padre Toño lo miró serio.

—No voy a dar mordida para justificar la existencia del lugar donde predico contra la corrupción, Chino —respondió—. Sería hipócrita hasta para mí.

—Pues entonces nos van a cerrar —dijo alguien más, resignado.

Yo apreté los puños.

—¿Y si hacemos ruido? —propuse—. Si hablamos con la raza de la colonia, con la parroquia, con alguna reportera de esas que sacan notas de injusticias. Que sepan que aquí no somos un antro ni una bodega pirata. Que somos un refugio.

Todos se voltearon a verme.

—¿Y usted qué sabe de reporteras? —se burló Chino.

—Tengo una hija —solté, sin pensarlo—. Bueno, tenía. No la veo desde hace años. Estudió comunicación. Siempre decía que las historias de la calle merecían micrófono. Capaz un día, en algún lado, se topa con nuestra historia. Y si no… allá afuera debe haber más como ella.

Karina me miró con curiosidad.

—Nunca nos había contado que tenía hija, don Ángel —dijo.

Yo me encogí de hombros.

—Hay muchas cosas que nunca he contado —respondí—. Pero si este lugar me ha enseñado algo, es que las historias que no se cuentan… se pudren adentro.

Padre Toño se cruzó de brazos.

—Me gusta la idea —admitió—. Pero hay que hacerlo bien. Nada de politizar esto, porque luego todos quieren colgarse medallas. Vamos a empezar por la parroquia y por las redes. Karina, ¿usted le sabe al Facebook, verdad?

—Poquito —respondió ella—. Mi hermana me ayuda con eso. Podemos hacer una página, subir fotos, contar las historias de aquí… con permiso de todos, claro.

Se volteó hacia nosotros.

—¿Ustedes qué dicen? —preguntó—. ¿Nos atrevemos a que medio Monterrey se entere de que existimos?

Chema levantó la mano.

—Si van a subir fotos, que me agarren de mi lado bueno —dijo—. Del que todavía tiene pelo.

Las risas, aunque nerviosas, rompieron la tensión.

—Yo jalo —dijo Mariana—. Nomás no me pongan el nombre completo. Con “Mariana, 32” basta. No quiero que el tóxico me venga a buscar.

—Yo también —añadió doña Remedios—. Que vean que las viejas también terminamos en la calle, no nomás los borrachos.

Chino hizo una mueca.

—Yo paso —dijo—. No quiero salir en redes. Pero si necesitan que vaya a gritar a las oficinas, jalamos.

Poco a poco, la idea dejó de ser solo idea.

El Albergue San Miguel iba a contar su historia.

Y yo, por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi voz servía para algo más que pedir monedas.


Los siguientes días fueron un remolino.

Karina y su hermana abrieron una página en Facebook: “Hotel San Miguel – Un techo para los olvidados”. Subieron fotos del comedor, de las camas, de los dibujos en las paredes. Contaron cómo el viejo hotel se había convertido en refugio gracias a donaciones, al trabajo de voluntarios, al empuje del padre Toño.

Yo aparecía en una foto de espaldas, soldando una baranda.

—Este es don Ángel —escribió Karina—, quien llegó con tres noches sin dormir en la calle y ahora es nuestro encargado de mantenimiento. Como él, decenas de personas han encontrado aquí un lugar donde volver a sentirse humanos.

Las reacciones empezaron a llegar.

Likes, comentarios, compartidos.

—“Qué bonito proyecto, ¿cómo ayudamos?”
—“Mi tío fue alcohólico y un albergue le salvó la vida, Dios los bendiga”
—“Y el municipio los quiere cerrar, qué poca, etiqueten a tal periodista”

Una reportera de un medio local, Paola Ríos, mandó mensaje. Quería hacer una nota.

—Pero sin amarillismo —advirtió Karina—. No queremos salir como “el refugio de los vagabundos que casi explota” ni nada así.

Paola vino una mañana, con su camarógrafo.

Nos entrevistó.

A Chema, que contó chistes incluso frente a la cámara.
A Mariana, que habló de violencia doméstica con dignidad.
Al padre Toño, que soltó un sermón condensado en dos minutos sobre la responsabilidad del Estado y la indiferencia social.

Y a mí.

—¿Por qué llegó aquí, don Ángel? —preguntó Paola, poniendo el micrófono cerca.

Respiré.

—Porque la calle cansa —dije—. Cansa el frío, el hambre, las miradas. Cansa que te vean como estorbo, como mueble roto. Aquí, la primera noche, me ofrecieron cama sin preguntar cuánto traía en la bolsa. Nomás me preguntaron cómo me llamaba. Y eso, para alguien que lleva años siendo “¡eh, tú!”, es un milagro.

—¿Qué pasaría si cierran el albergue? —insistió.

Me quedé en silencio unos segundos.

—Pues que muchos nos vamos a morir más rápido —respondí—. Así, sin rodeos. Algunos allá afuera creen que somos desechables. Que uno más muerto no hace diferencia. Pero yo todavía quiero creer que Dios y unas cuantas personas terca piensan distinto.

Paola asintió, conmovida.

La nota salió esa misma semana.

En la televisión local, en la página web, en redes.

Albergue San Miguel: el hotel donde nadie paga con dinero, pero todos entran con su historia”, se titulaba.

El caso llegó a oídos de más gente: asociaciones civiles, activistas, incluso un par de regidores de oposición que vieron ahí oportunidad de atacar al gobierno en turno.

El municipio, por supuesto, se puso nervioso.

El inspector Barroso regresó, esta vez con cara menos dura.

—No era necesario hacer tanto ruido, señorita Karina —dijo, incómodo.

—Era necesario que supieran que no somos un problema, sino parte de la solución —respondió ella—. La ciudad tiene más gente en la calle de la que puede ver. Nosotros solo ponemos un techo.

Barroso suspiró.

—Mire —dijo—. Arriba me están apretando. Y también arriba les están preguntando por qué quieren cerrar un albergue que sale en las noticias como héroe. A nadie le gusta quedar como villano. Así que… el secretario revisó su expediente, habló con el DIF, con Protección Civil, y… —sacó un papel— vamos a extenderles el plazo.

—¿Cuánto? —preguntó Padre Toño.

—Seis meses —respondió—. Y ojo: no es un regalo. Es el tiempo que el comité consideró razonable para que cumplan con todos los requisitos. La arquitecta Méndez ya nos pasó avances del proyecto. Si en seis meses no tienen todo, ahí sí no habrá nota de Facebook que valga.

Padre Toño cruzó los brazos.

—Lo vamos a lograr —dijo.

Barroso asintió, pero antes de irse, se giró hacia mí, que estaba recargado en la pared.

—Vi la nota donde sale usted, don Ángel —dijo—. Tiene buen verbo. Cuídese. Hay gente a la que no le gusta que los que están abajo hablen fuerte.

—Si no les gusta, que se consigan tapones para los oídos —respondí.

Él sonrió, apenas, y se fue.


El albergue se llenó de vida y de trabajo.

Voluntarios nuevos llegaron. Unos pusieron talleres de carpintería, otros de lectura, otros de control de adicciones. Estudiantes de arquitectura ayudaron a medir, dibujar, planear cómo adaptar el viejo hotel a las nuevas normas.

Yo me pasaba el día entre tubos, cables, fugas y gritos.

Pero por dentro, algo más se movía.

La nota de la tele había llegado más lejos de lo que yo imaginaba.

Una tarde, mientras arreglaba una puerta atorada, Karina subió corriendo las escaleras.

—¡Don Ángel! —gritó—. ¡Teléfono para usted!

Me limpié las manos en el pantalón y bajé.

—¿Teléfono? —pregunté—. ¿Quién o qué?

Karina me extendió un celular.

—Dice que es su hija —susurró.

Sentí que el piso se abría.

—¿Mi… hija? —repetí.

—Sí. Que vio la nota en internet. Que quiere hablar con usted.

El corazón me golpeaba el pecho.

Tomé el teléfono con dedos torpes.

—¿Bueno? —dije, con la voz quebrada.

Del otro lado, una voz de mujer, joven aún, titubeante.

—¿Papá? —preguntó—. ¿Eres tú?

Era Lupita. Mi niña. La que yo había visto por última vez cuando tenía quince años y me gritó, entre lágrimas, que prefería no tener padre a tener un borracho en la casa.

—Sí… —susurré—. Soy yo, hija.

Hubo un silencio largo.

—Vi un video —dijo—. Saliste hablando de un albergue… de un hotel. Al principio pensé que era alguien que se parecía a ti. Pero luego dijiste que tenías una hija que estudiaba comunicación… y supe que eras tú.

Me apoyé en el mostrador.

—Perdóname —solté—. Perdóname, Lupita. Por todo. Por haberme ido. Por haberme quedado. Por haber preferido la botella a ustedes. Por…

Ella me interrumpió.

—No me digas eso por teléfono, papá —dijo—. Voy a Monterrey la próxima semana. Estoy en la Ciudad de México, pero conseguí ir comisionada unos días. ¿Puedo… ir a verte? ¿Ahí? ¿Al hotel ese donde vives?

Miré a Karina, que me observaba desde unos metros, conteniendo la respiración.

—Claro —dije, con el alma temblando—. Claro que sí. Aquí te espero. Este es mi… —dudé—. Este es mi casa ahora.

Ella suspiró al otro lado.

—Ok… —dijo—. Ok. Entonces… nos vemos pronto.

Colgó.

Me quedé con el celular en la mano, mirando la nada.

Karina se acercó, despacio.

—¿Todo bien? —preguntó.

Las lágrimas empezaron a caerme sin pedir permiso.

—Mi hija… —dije—. Mi hija va a venir.

Karina sonrió, emocionada.

—Pues entonces hay que arreglar su cuarto, ¿no? —dijo—. Digo, por si quiere presumirle dónde vive.

Solté una risa llorosa.

—¿Usted cree que se vaya a sentir orgullosa? —pregunté.

—Creo que se va a sentir orgullosa de que su papá no se murió en la calle —respondió—. Y de que, en lugar de eso, ayuda a que otros tampoco se mueran ahí.


La semana se hizo interminable.

Me puse nervioso como quinceañero.

Me rasuré la barba, me corté el pelo en la banqueta con un barbero ambulante, me puse la mejor ropa que tenía: una camisa limpia, un pantalón sin rotos, unos tenis que alguien había donado.

Chema me daba ánimos.

—Si se parece a la foto que trae usted en la cartera —decía—, su hija va a llegar hecha toda una señorita bien. A ver si no nos falta el respeto con tanto perfume.

Chino, más crudo, decía:

—Nomás no la espante, don. No se le vaya a hincar llorando desde que la vea, porque las morras no aguantan tanto drama.

Yo me reía, pero por dentro el miedo era grande.

¿Y si no venía?
¿Y si venía solo a reclamar?
¿Y si, después de verme, decidía que prefería seguir sin padre?

El día esperado, me paré desde temprano en recepción.

Cada vez que se abría la puerta, mi corazón se saltaba un latido.

A las once de la mañana, por fin, entró.

La reconocí aunque el tiempo la hubiera cambiado.

Lupita, ahora Guadalupe Márquez, estaba más alta, con el cabello recogido en una cola de caballo, lentes, una mochila colgando de un hombro y una libreta en la mano. Tenía ojeras de periodista, pero la misma boca terca de su madre.

Se detuvo al verme.

Yo estaba ahí, parado, con las manos temblorosas.

—Hola… —dijo ella.

—Hola, hija —respondí.

Nos quedamos unos segundos mirándonos, como midiéndonos, como tratando de averiguar cuánto del otro quedaba debajo de las cicatrices.

—Te ves… más flaco —dijo ella, intentando una sonrisa.

—Y tú… más mujer —respondí—. La última vez que te vi todavía traías brackets.

Ella bajó la mirada.

—Sí —dijo—. También traía mucho coraje.

Tragué saliva.

—Tenías razón —admití—. Tenías derecho de estar enojada. Yo… yo no supe ser papá. Me ganó la cerveza, me ganó la frustración, me ganó todo. No vine a justificarme. Nomás a decirte que, si algún día puedes… me perdones. Y si no, por lo menos que sepas que lo siento.

Ella apretó los labios.

—He trabajado en muchas historias, papá —dijo—. He entrevistado a mamás que buscan a sus hijos desaparecidos, a chavos que salieron del anexo, a señores que perdieron todo en una inundación. Siempre me preguntaba si tú estabas vivo. Si eras uno de esos de la calle que pasan detrás de las tomas. Cuando te vi en el video del albergue… me dio coraje. Y luego… no sé. Lloré mucho. No porque te estuviera yendo bien o mal. Sino porque… seguías aquí. Y con eso… con eso ya hay algo qué hacer.

Le temblaba la barbilla.

—No sé si ya te perdoné —dijo, honesta—. Creo que no totalmente. Pero… sí quiero conocerte otra vez. No al papá borracho que se peleaba con mamá, sino al señor que se metió a un fuego para salvar a su jefe y que ahora arregla camas para otros que podrían ser él.

Yo abrí los brazos, despacio.

—¿Te puedo abrazar? —pregunté.

Ella dudó un segundo… y luego se lanzó.

Nos abrazamos fuerte, como si quisiéramos recuperar en un segundo todos los años perdidos.

Olía a shampoo y a camión.
Yo olía a jabón barato y a sopa.
Me dio igual.

Karina, discreta, se había hecho a un lado.

Chema, desde el fondo, se secaba una lagrimita sin que nadie lo viera.

Chino, fingiendo desinterés, se asomó por la puerta del comedor y murmuró:

—Parece final de telenovela de las nueve, no mamen.


Lupita se quedó todo el día en el albergue.

Le enseñé el cuarto donde yo dormía, la regadera donde me había bañado por primera vez después de semanas en la calle, el comedor, el salón de oración, la azotea donde a veces Chema y yo veíamos las luces de la ciudad.

Ella hacía preguntas, tomaba notas, sacaba fotos.

—¿Vas a hacer una nota sobre esto? —pregunté.

—Tal vez —dijo—. Mi jefe siempre quiere historias de “superación” y “esperanza”. Pero tampoco quiero usar tu historia como mercancía. Primero necesito digerirla como hija, no como periodista.

Nos sentamos en la banqueta, con un café de olla en la mano.

—Papá —dijo, de pronto—. ¿Tú crees en Dios?

La pregunta me agarró de bajada.

—Antes creía y luego dejé de creer… o más bien me peleé con Él —respondí—. Le reclamé muchas cosas. La muerte de tu hermanito, la pobreza, el despido injusto, tu mamá yéndose… Todo. Después, en la calle, un día ya ni tenía fuerzas pa’ reclamar. Solo le dije: “si todavía estás, dame aunque sea un rinconcito donde dormir”. Y me trajo aquí. Entonces, pues… sí. Creo. Pero no como antes. Menos de estampita, más de gente.

—¿Gente? —frunció el ceño.

—Sí —asentí—. En Karina, en el padre, en doña Remedios, en el Chino, en Chema. En ti, que estás aquí. Si Dios anda en algún lado, es en la gente que no te cobra por ser buena onda.

Ella sonrió.

—En la universidad tenía un maestro que decía algo parecido —comentó—. Que si Dios existía, seguramente estaba más cómodo en un albergue que en una mansión en San Pedro.

Nos reímos.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Crees?

Lupita se quedó mirando el cielo, donde las nubes empezaban a teñirse de naranja.

—No sé —respondió—. Hay días que sí, días que no. Pero… si ser creyente es ser como la gente de aquí… igual me interesa.


Pasaron los meses.

El albergue siguió peleando por sus papeles, por sus donativos, por su espacio en la ciudad. El municipio terminó otorgando el cambio de uso de suelo, presionado por la opinión pública, por asociaciones y hasta por un par de campañas incómodas en redes.

Hotel San Miguel se queda”, decía un titular en un portal local.

No ganamos nada materialmente espectacular. El techo seguía goteando cuando llovía fuerte. Las camas seguían crujiendo. El caldo seguía siendo más agua que pollo muchos días. Pero ahora teníamos algo que antes no: legalidad.

Ya no éramos un hotel viejo con huéspedes raros.
Éramos un albergue reconocido.

Lupita regresaba cada vez que podía. A veces traía donativos de sus amigos de la ciudad: cobijas, ropa, libros. Otras, solo venía a platicar, a tomar café sentada en la banqueta, a escuchar historias.

—Quiero hacer un reportaje largo —me dijo un día—. No de “miren qué pobres”, sino de cómo un lugar así cambia a la gente. Pero todavía no sé cómo contarlo sin caer en clichés.

—Dile la verdad —respondí—. Que aquí no se salva nadie solo. Que los que llegamos rotos somos muchos, y que el pegamento, aunque se llame Dios, amor, comunidad o como quieras, se parece mucho.

Ella anotó la frase en su libreta.

—Te voy a citar —rió.

—Pero ponme guapo en la foto —pedí—. No vayas a usar la del día que me encontraron con la camisa rota y los pelos parados.


Una noche, casi dos años después de aquella primera vez que entré preguntando por una habitación, me tocó quedarme de guardia en recepción.

Karina había tenido que irse temprano, su mamá estaba enferma. Padre Toño andaba en un retiro. Yo me ofrecí para cuidar la puerta, repartir cobijas a los que llegaran tarde, vigilar que nadie se metiera borracho.

A las once y media, cuando ya casi todos dormían, alguien tocó.

—¿Sí? —pregunté, asomándome.

Era un muchacho joven, de rostro cansado, barba incipiente, una mochila al hombro. Tenía la mirada que yo reconocía demasiado bien: mezcla de vergüenza, frío y desesperación.

—Disculpe… —dijo—. Me dijeron en la parroquia que aquí… que aquí dan cama. No traigo nada de dinero. Tres noches que llevo durmiendo en la calle. ¿Creé que haya chance de… de una habitación?

Lo miré.

Me vi.

Sonreí.

—Por supuesto, hermano —dije, abriendo la puerta—. Pase, siéntase como en casa.

Él dudó en el umbral.

—¿De verdad puedo entrar, señor? —preguntó—. Vengo todo sucio…

—No importa, hermano —repetí las mismas palabras que un día me dijeron—. Puede entrar. Lo único que no puede entrar aquí son las ganas de morirse. Todo lo demás, lo arreglamos.

El muchacho dio un paso adentro.

Sus ojos se iluminaron al ver los sillones, la tele vieja, el comedor al fondo.

—Qué hotel tan bonito —murmuró—. Ha pasado tanto tiempo desde que entré en un lugar como este… Esta noche, por fin, podré dormir…

Lo llevé a la escalera.

—Se llama Hotel San Miguel —le dije—. Pero no cobramos. Bueno, sí: una sonrisa al entrar, otra al salir, y que algún día, cuando puedas, le pases el favor a alguien más.

Él asintió, con la voz quebrada.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—Luis —dijo—. Luis Fernando.

—Pues bienvenido, Luis Fernando —respondí—. Yo soy Ángel. Ángel Márquez. Uno de los huéspedes más viejos del hotel.

Subimos.

El edificio olía a cloro, a sopa, a cobija guardada. A hogar.

Mientras le enseñaba su cuarto, escuché en mi cabeza la voz de Karina, de Chema, de padre Toño, de Lupita, de todos los que habían hecho de ese lugar algo más que cuatro paredes.

Pensé en la primera vez que llegué, roto, sucio, con el alma en pedazos.

Pensé en todas las veces que Dios, o quien sea que se encarga de estas cosas, me había repetido: “Pasa, siéntete como en casa”.

Y entendí algo:

El verdadero lujo de un hotel no son las estrellas, ni las sábanas nuevas, ni la tele con Netflix.
El verdadero lujo es que haya alguien que, aun con el corazón cansado, todavía tenga fuerzas para abrir la puerta.

Aquella noche, cuando finalmente cerré la recepción, subí a mi cuarto, me arrodillé junto a la cama y murmuré:

—Gracias por esta habitación de hotel, Señor. La que me prestaste cuando ya nadie me rentaba ni un pedacito de banqueta.

Apagué la luz.

No sé cuánto tiempo más viviré. Los años en la calle dejaron huella en mis pulmones, en mi hígado, en mis huesos. A veces me duelen las manos y la espalda como si hubiera cargado todo Monterrey en ellas.

Pero sé algo:

Si mañana me toca irme, no me iré como el vagabundo sin nombre que la gente esquivaba en la esquina.
Me iré como Ángel Márquez, huésped de un hotel para los que el mundo tiró, portero de un lugar donde la misericordia también tiene camas vacías.

Y eso, para alguien que se creyó desechable, es más que suficiente.

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