Entré a la cocina y vi a mi esposa coqueteando con otro, y desde entonces ya nada fue igual
Me llamo Diego, tengo treinta y cuatro años y hasta hace poco yo juraba que la vida era más o menos sencilla: trabajar en el taller, llegar a casa oliendo a aceite y gasolina, darle un beso en la frente a mi esposa, cenar lo que hubiera y dormirme con el rumor lejano de los camiones pasando por la avenida.
Vivimos en Iztapalapa, en un departamento viejo pero digno, con sus paredes descarapeladas y el tinaco medio roto en la azotea. Mi esposa se llama Karla, y durante años pensé que, aunque no lo teníamos todo, teníamos lo suficiente: amor, ganas y un montón de sueños que íbamos pateando para “cuando haya más lana”.
La noche en que todo cambió empezó como cualquier otra, con calor pegado a la piel y un montón de pendientes en la cabeza.
1. El regreso inesperado
Ese día salí temprano del taller porque el maestro Chuy cerró antes: no había tantas chambas y dijo que mejor nos fuéramos todos a descansar. Yo lo vi como una bendición; hacía semanas que casi no coincidía con Karla más que para decirnos “buenos días” y “buenas noches”.
En el camino compré unas chelas y unas papitas. Pensé en llegar con actitud buena onda, poner música, cocinar unos huevos con chorizo entre los dos y, ya entrados, quizá terminar la noche enredados en las sábanas como cuando recién nos casamos.
Subí las escaleras de siempre, mal iluminadas, con el eco de las peleas de la vecina del 302 y el llanto de un niño que nunca supe de dónde salía. Abrí la reja con cuidado, para no hacer ruido. La puerta del depa estaba entornada. Pensé que Karla se había olvidado de cerrarla bien y sonreí: “Qué confiada”.
Entré.
Desde la sala se escuchaba una carcajada que no reconocí. No era la risa de Karla, o al menos no como yo la conocía. Era más aguda, más… coqueta.
Se mezclaba con una voz masculina, suave, de esas que parecen venderte algo sin que tú te des cuenta.
Di unos pasos y lo vi.

Karla estaba sentada en la orilla del sillón, con el cabello suelto cayéndole por un hombro, la blusa ligeramente abierta de arriba —no vulgar, pero sí más de lo que se ponía cuando estaba sola en casa—. Frente a ella, en la silla de plástico blanca de la cocina que siempre se quejaba, estaba Óscar, el vecino del 401. Ese güey que siempre saludaba con demasiada sonrisa y demasiada confianza.
Él tenía el cuerpo inclinado hacia ella, el codo descansando en sus rodillas, la mirada fija en sus ojos.
Karla jugaba con una servilleta entre los dedos, sonriendo como si no tuviera ninguna preocupación en la vida.
—No manches, Karla —decía él—, ¿de verdad nunca te dijeron que tenías la sonrisa más bonita del edificio?
Ella se llevó una mano al cabello, lo acomodó detrás de la oreja, y soltó esa risa que acababa de escuchar.
—Ay, ya cállate, Óscar —dijo, pero el “cállate” sonaba más a “sígueme diciendo cosas”.
Yo me quedé congelado. Sentí el corazón golpeándome fuerte, como si alguien lo hubiera agarrado con la mano llena de grasa del taller. Las chelas y las papitas se me resbalaron; apenas alcancé a sujetar la bolsa antes de que hiciera ruido.
Óscar fue el primero en verme. Se acomodó en la silla, carraspeó y se puso serio, como chamaco que lo cachan haciendo travesuras.
Karla tardó un segundo más. Cuando volteó hacia la puerta y me vio ahí parado, con mi uniforme manchado y el sudor todavía en la frente, su sonrisa se borró de golpe.
Los ojos se le abrieron grandes, como si hubiera visto un fantasma. Luego bajó la mirada. No pudo sostener la mía ni dos segundos.
Y ahí entendí que lo que estaba viendo no era una plática cualquiera.
2. La mirada que no llegó
—¿Qué pedo? —pregunté, con la voz más fría de lo que me habría gustado—. ¿Interrumpo algo?
Óscar intentó reír, pero le salió un sonido ahogado.
—No, compa, para nada. Estábamos nomás platicando. Vine a dejarle un recibo que se equivocaron y…
—Ajá —dije—. ¿Y le estabas entregando el recibo con piropos incluidos o qué?
Karla seguía sin verme. Tenía la vista clavada en sus manos, en la servilleta hecha bola.
—Diego… —murmuró— llegaste temprano.
—Sí, sorpresa —respondí—. Se me ocurrió venir a mi propia casa.
El silencio se hizo pesado. Afuera, algún vendedor gritó “¡tamales oaxaqueños!” y me pareció tan absurdo que casi me río. Óscar se levantó, incómodo.
—Ya me voy, compa —dijo—. No quiero causar problemas.
—Ya causaste —respondí sin pensarlo—, pero sí, lárgate.
No le grité, no me le fui encima, no hice nada de lo que muchas veces se ve en las historias de vecinos. Pero lo miré con tanta rabia que el cabrón no dijo nada más. Cogió las llaves de la mesa y salió casi tropezándose.
La puerta se cerró.
Nos quedamos Karla y yo, con el aire caliente entre nosotros. Yo sentía que la sangre me hervía y al mismo tiempo estaba helado por dentro.
—¿Lo vas a mirar? —pregunté, sin moverme del marco de la puerta—. ¿O también te da pena verme a la cara?
Ella respiró hondo. Subió la vista apenas, lo suficiente para encontrar la mía un segundo… y se volvió a rendir.
—Diego, no es lo que piensas.
Reí. Esa frase, la maldita frase.
—¿Ah, no? Entonces explícame. Porque desde acá se ve como si mi esposa estuviera coqueteando con el vecino como si fuera una morrita soltera en la peda.
—No estaba… coqueteando. Sólo estábamos platicando.
—¿Platicando? —di un paso adelante—. Te vi, Karla. Lo vi cómo lo mirabas. Esa risa no la usas conmigo desde hace años.
Su rostro cambió. Primero vergüenza, luego enojo.
—¿Y de quién es la culpa? —disparó—. ¿Tú qué sabes cómo me río si siempre llegas muerto, oliendo a taller, tiras las botas y te duermes? Últimamente lo único que te importa es el pinche trabajo.
—Pues alguien tiene que pagar la renta, ¿no? —respondí—. Los chilaquiles no caen del cielo.
—No me uses de excusa. Yo también trabajo, y aun así tú siempre estás cansado, siempre estás de malas. Con Óscar… sólo estaba platicando, riéndome tantito, sintiéndome… no sé, viva.
La palabra me pegó más fuerte que cualquier cachetada.
—¿Viva? —repetí—. ¿Y conmigo qué estás, muerta o qué?
—No lo entiendes —dijo, levantándose del sillón por fin—. No lo entiendes porque hace mucho que dejaste de verme, Diego. Me ves, pero no me miras.
Quise decirle que sí la miraba, que cada mañana la veía con el cabello revuelto, que sabía de memoria el lunar que tenía en la nuca, que me sabía sus manías, sus gustos, todo. Pero algo en mí se cerró.
—Lo único que sé —dije— es que entré a mi casa y vi a mi esposa coqueteándole a otro cabrón. Y eso, Karla, no se borra con un “no lo entiendes”.
Ella apretó los labios. Las manos le temblaban.
—No lo besé, no me acosté con él —replicó—. No exageres.
—¿Y ya con eso debo aplaudirte?
—¡No me hables así! —alzando la voz—. No soy una niña.
—Pues no te comportes como si lo fueras.
Ahí explotó todo.
3. La pelea que encendió el barrio
Los gritos empezaron a subir de tono. Yo no me reconocía; cada palabra que soltaba tenía filo. Karla también, con esa mezcla de culpa y rabia que la hacía moverse de un lado a otro de la sala.
—¡Eres un controlador! —me gritó—. Todo te molesta: cómo me visto, con quién hablo, con quién me río. ¡No soy tu propiedad!
—¡Yo nunca dije que fueras mi propiedad! —repliqué—. Pero si estás casada conmigo, mínimo respeta la casa. ¿Por qué no se ríen así de tus chistes en el trabajo? ¿Por qué tiene que ser el pinche vecino?
—Porque el vecino me escucha —escupió—. Porque me pregunta cómo estoy. Porque cuando tú llegas y te cuento algo, lo único que dices es “luego platicamos, estoy cansado”.
Un golpe directo.
—¿Y crees que para mí es fácil? —respondí—. Me parto la madre todo el día con los coches, regresando con las manos rotas de tanto apretar llaves, para que tú me digas que un güey que no hace nada por la casa es mejor escuchando.
—No estoy diciendo que sea mejor —replicó—. ¡Sólo digo que estoy harta de sentirme sola dentro de este departamento!
Silencio de nuevo, pero uno distinto, más denso.
La vecina del 301 cerró su ventana de golpe. Seguro ya estaban oyendo todo. En ese edificio las tragedias ajenas eran entretenimiento gratis.
—¿Desde cuándo te sientes sola? —pregunté, esta vez más bajo—. Y no me salgas con que desde ayer.
Karla se cruzó de brazos, como protegiéndose.
—Desde hace… no sé —suspiró—. Desde que empezaste a rechazar todas las salidas, desde que ya no quisiste ir a bailar, desde que dijiste que mejor ahorráramos para un coche y a cambio nos encerramos en este depa todos los fines de semana.
—Creí que querías eso también —dije—. Me lo dijiste mil veces: “quiero estabilidad, Diego, ya me cansé de andar brincando de cuarto en cuarto”. Y ahora resulta que la estabilidad también es mi culpa.
Ella se sentó de nuevo.
—Quería estabilidad, sí —dijo—. No quería convertirme en mueble. Y últimamente eso siento, que soy un sillón más en esta sala. Con Óscar… —tragó saliva— fue bonito sentir que alguien se daba cuenta que existo.
No supe si quería romper algo o llorar. La imagen de él inclinado hacia ella, diciéndole que tenía la sonrisa más bonita, me atravesaba una y otra vez.
—¿Te gusta? —pregunté, directo.
Karla se quedó helada.
—¿Qué?
—¿Te gusta Óscar?
Un segundo. Dos. Tres. El silencio me dijo más que cualquier palabra.
—No… no es eso —balbuceó—. Me gusta sentirme deseada, nada más.
—Pues felicidades —respondí, con un tono que ni yo conocía—. Lo lograste.
Fui a la cocina, dejé las chelas en la barra con un golpe seco. De regreso tomé mis llaves y mi mochila.
—¿A dónde vas? —preguntó, asustada.
—A donde no tenga que ver al vecino en mi sillón.
—Diego, espérate, podemos hablarlo…
—Lo estamos hablando —la interrumpí—. Y cada cosa que dices me duele más. Necesito pensar. Porque si me quedo, voy a decir algo de lo que me voy a arrepentir.
Y no confiaba en mí mismo.
Salí del departamento y el pasillo olía a humedad y chisme recién destapado. Sentí las miradas detrás de las puertas. Bajé las escaleras casi corriendo.
No volteé atrás.
4. El taller, las chelas y los consejos de siempre
Terminé en la cantina de Don Polo, la de la esquina donde siempre van los choferes de micro y uno que otro policía. Me senté en una mesa pegada a la pared, pedí una cerveza bien fría y me quedé mirando las gotas que se formaban en el vidrio.
En mi mente, la escena se repetía una y otra vez: Karla riéndose, Óscar inclinándose, su mirada incapaz de encontrarse con la mía.
—No pones cara de que te haya ido muy chingón, carnal.
Levanté la vista. Mauro, mi mejor amigo desde la secundaria, estaba parado frente a mí, con el chaleco de repartidor todavía puesto.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—Lo mismo que todos: huir de la vida un ratito —se sentó sin pedir permiso—. Te vi desde la ventana cuando pasaste. Tenías cara de que te habían atropellado. ¿Qué pasó, güey?
Dudé. Nunca me había gustado ventilar mis broncas de pareja, pero sentía que si no lo sacaba me iba a pudrir por dentro.
Le conté todo.
Mauro se quedó callado un buen rato, dando tragos cortos a su cerveza, asintiendo de vez en cuando.
—Mira, viejo —dijo al final—. Lo que hizo Karla está culero. Una cosa es reírse, otra cosa es… eso que me cuentas. No te voy a decir que exageras. Pero también… tú mismo me has dicho que tienes meses apagado.
—¿Ahora resulta que es mi culpa? —fruncí el ceño.
—No es culpa de uno solo —aclaró—. Pero tú sabes cómo eres. Te clavas en el jale, te olvidas de que la vida es algo más que desarmar motores. Y Karla, pues, es una morra que siempre le gustó sentirse el centro de atención. ¿Te acuerdas en la prepa cómo era? Todo el mundo la seguía. No estoy justificando nada, nomás digo que tú la conocías así.
—Entonces, ¿qué? ¿Tengo que aplaudirle?
—No, Diego —dijo—. Pero tampoco llegues a la casa a hacerla de pedo al nivel de terminar todo. Habla con ella cuando se te baje el coraje. Pregúntale qué le falta. Dile lo que te duele. Y ya tú decides.
—¿Tú aguantarías ver a tu novia así? —le pregunté, retándolo.
Mauro se quedó pensando.
—No sé —admitió—. Creo que… si sólo fue coqueteo, la neta intentaría arreglarlo. Pero si veo que sigue igual, ya me largo. Porque uno no es payaso.
Sus palabras se me quedaron dando vueltas. “Si sólo fue coqueteo…”. Para mí el “sólo” pesaba demasiado.
Pedí otra chela, luego otra. No me emborraché, pero sí me dejé arrastrar por ese entumecimiento que te hace sentir que nada importa por un rato.
Al final, Mauro me acompañó a mi casa. Eran como las once de la noche. Las luces de la avenida parpadeaban y el calor había bajado, pero entre el pecho y el estómago yo seguía hirviendo.
—¿Seguro quieres subir? —preguntó—. Si quieres te quedas en mi depa hoy.
Negué con la cabeza.
—Es mi casa. No la voy a dejar sola toda la noche. No todavía.
Nos despedimos con un abrazo raro, medio torpe. Subí las escaleras con el corazón acelerado.
Cuando abrí la puerta, el departamento estaba en silencio. La luz de la cocina encendida. En la mesa había un plato tapado con una servilleta: chilaquiles rojos, todavía tibios.
Karla dormía en el sillón, hecha bolita, abrazando un cojín.
Por un momento pensé en despertarla, en decirle todo lo que había ensayado en la cantina, con palabras más calmadas. Pero la vi ahí, con los ojos hinchados, y algo en mí se encogió.
Fui al cuarto, me tiré en la cama sin bañarme. Me quedé mirando el techo.
Esa noche, aunque tenía a mi esposa a unos metros, jamás me sentí tan solo.
5. Las grietas se vuelven abismos
Los días siguientes no fueron explosivos. Fueron peores: fueron fríos.
Karla y yo hablábamos lo necesario. “¿Quieres café?” “Sí”. “Ya pagué el gas”. “Ok”.
La tensión se podía cortar con cuchillo. Yo evitaba volver temprano; me quedaba más tiempo en el taller, ayudando a Chuy con cualquier coche que se apareciera, aunque no me pagara horas extras.
Óscar desapareció del mapa. Dejó de salir al pasillo cuando yo estaba, dejó de bajar al mismo tiempo. Supongo que el cabrón tenía suficiente instinto de supervivencia.
Una noche, sin embargo, subiendo la escalera, me lo encontré. Venía bajando con una bolsa de basura. Nos quedamos enfrente, sin espacio para hacernos a un lado.
—Qué onda, Diego —dijo, incómodo.
Lo miré fijo. Podía ver el sudor en su frente, aunque no hacía tanto calor.
—Óscar —respondí.
—Mira, carnal, yo… quería decirte que… pues lo siento, la neta. No quise faltarte al respeto. Me dejé llevar. Karla es chida, y…
—Detente ahí —lo corté—. No me importa tu explicación. Lo que quería escuchar ya lo escuché ese día. Nada más quiero que tengas claro que no eres bienvenido en mi casa. Si necesitas algo de Karla, me lo dices a mí. ¿Va?
Él tragó saliva.
—Va. De verdad, no quiero problemas.
—Ya los tienes —dije—. Nomás no los hagas más grandes.
Pasé a su lado, empujando un poco, lo suficiente para que supiera que no éramos amigos. Subí.
Esa noche no hubo gritos. En cambio, hubo la conversación que había estado postergando.
6. Verdades sobre la mesa
Karla estaba sentada en la mesa del comedor, con una taza de café ya frío. Tenía el cabello recogido, la cara seria.
—Tenemos que hablar, ¿no? —dijo apenas entré.
—Supongo que sí —respondí, dejando las llaves.
Me senté frente a ella. La mesa nunca se me había hecho tan grande.
—He estado pensando mucho —comenzó—. Y sé que lo que pasó con Óscar estuvo mal. No… no hay excusa. Me dejé llevar por sentirme escuchada, vista, lo que quieras. Pero también me di cuenta de algo: no sé si tú y yo seguimos queriendo lo mismo.
Las palabras me taladraron.
—¿Qué se supone que quieres, Karla? —pregunté—. Porque yo… yo sigo queriendo lo mismo que cuando nos casamos: construir algo contigo, aunque sea a pasitos.
Ella suspiró.
—Quiero sentir que soy tu pareja, no tu compañera de renta —dijo—. Que te interesa lo que me pasa. Que me sigues deseando. Que no soy la señora que te sirve de cenar.
—Yo sí te deseo —reaccioné—. ¿Cómo crees que no?
—¿Cuándo fue la última vez que me miraste como a una mujer y no como parte del mobiliario? —preguntó, clavándome la vista—. Y no me vengas con “es que estoy cansado”, porque el cansancio no dura años.
Me quedé callado. En el fondo sabía que tenía razón en algo. Me había dejado tragar por la rutina, por el miedo a no tener suficiente dinero, por el estrés. Pero también me dolía que su forma de reaccionar fuera coquetear con otro.
—También yo quiero sentir cosas, Karla —dije—. No creas que a mí no me gustaría llegar y encontrar a una esposa que me pregunte cómo me fue y que no esté todo el tiempo con el celular o que no se la pase comparando nuestras vidas con las de Instagram.
—No te comparo —replicó—. Sólo… veo que la gente sale, viaja, disfruta, y nosotros siempre estamos esperando “el mejor momento”. Y nunca llega.
—Pues porque la vida no está como para andar tirando el dinero —contesté—. Tú sabes cómo está todo allá afuera. ¿O quieres que nos endeudemos nada más para subir una foto?
—No, no se trata de eso —negó—. Se trata de… no sé, ir al parque, tomar una cerveza juntos en la azotea, hacer algo que no sea solo sobrevivir.
Sentí un nudo en la garganta. Esa parte no la había visto.
—¿Y de eso a coquetear con el vecino hay un salto muy largo, no? —dije, más suave—. Hubieras hablado conmigo.
—Te lo intenté decir mil veces —respondió—. Pero estabas tan metido en tus pensamientos, en tu cansancio, que siempre era “luego”. Y un día… dejé de intentarlo.
Nos quedamos en silencio. La cafetera goteaba una gota atrasada.
—¿Y ahora qué? —pregunté, sin rodeos—. ¿Te quieres ir con él o qué?
Karla abrió los ojos, indignada.
—¡Claro que no! —exclamó—. Óscar solo fue un escape tonto, un espejo donde me vi bonita un segundo. Pero no quiero esa vida. Lo que no sé es si tú y yo todavía podemos arreglar esto.
Esa frase me taladró más que cualquier escena de celos.
—¿Quieres intentarlo? —pregunté, directo—. Porque yo… yo no quiero perderte por esa estupidez. Me dolió lo que hiciste, y me va a seguir doliendo un rato. Pero también sé que no he sido el esposo más atento. Si tú quieres intentarlo, yo también.
Ella bajó la mirada. Esta vez sí la sostuvo unos segundos cuando la volvió a subir.
—Quiero intentarlo —dijo, al fin—. Pero de verdad, no a medias.
Asentí.
—Entonces empecemos por algo —propuse—. Uno, el vecino no vuelve a sentarse en nuestro sillón. Dos, tú me dices cuando te sientas sola, aunque yo esté cansado. Prometo escucharte. Y tres… vamos a recuperar algo de lo que éramos. Poco a poco.
Karla respiró hondo.
—Y cuatro —añadió—: si en unos meses vemos que seguimos igual, tenemos que ser honestos. Aunque duela.
No era el final feliz de película que me hubiera gustado, pero era algo real.
—Trato —dije.
Nos dimos la mano sobre la mesa. Fue raro, como negociar un contrato. Pero en ese apretón había más verdad que en muchas de nuestras caricias recientes.
7. Intentos, recaídas y el fantasma del vecino
Los siguientes meses fueron una mezcla rara de esfuerzos y tropiezos.
Empezamos con cosas simples: los viernes eran “noche de nosotros”. Sin celulares, sin amigos, sin vecinos. Comprábamos unas cervezas, hacíamos quesadillas, poníamos música —a veces cumbias, a veces rock en español— y platicábamos.
Yo le contaba de los clientes del taller, de cómo un señor casi llora porque pensó que su coche ya no iba a servir. Ella me hablaba de su chamba en el call center, de las señoras que se quejaban de todo, de sus compañeras chismosas.
Al principio se sentía forzado, como un experimento. Pero poco a poco algo en nosotros se fue aflojando. Me di cuenta de que Karla seguía siendo graciosa, rápida para contestar, con esa manera de exagerar las anécdotas que siempre me había dado risa.
También volvimos a salir a la calle. Un domingo fuimos a Coyoacán, compramos esquites, nos reímos de un mimo. Otro día subimos al Cerro de la Estrella con unos amigos, llevamos tortas y nos regresamos cansados pero contentos.
Sin embargo, el fantasma de lo que pasó seguía ahí.
Había noches en que, sin avisar, la imagen de Óscar inclinado hacia ella regresaba a mi cabeza y me ponía de malas. Karla lo notaba.
—¿Estás pensando en eso otra vez, verdad? —preguntaba, con la voz baja.
Asentía, sin ganas de hablar.
—Diego, ya te pedí perdón mil veces —decía ella—. Estoy aquí, contigo. No he vuelto a hablar con él más que “buenos días” en el pasillo.
—Lo sé —respondía—. No es que no te crea. Solo… no sé cómo apagarlo.
Fue entonces cuando decidimos ir a terapia de pareja.
8. Terapia en la colonia
La palabra “terapia” nunca había pasado por mi mente. En mi casa, de niño, si tenías un problema, te aguantabas o ibas con el padre. Pero Karla insistió.
—No somos los únicos con broncas, Diego —me dijo—. Y no porque vayamos a terapia significa que estamos locos. Significa que queremos aprender a arreglarnos.
Encontramos un centro comunitario en la colonia donde daban terapia a bajo costo. La psicóloga se llamaba Mariana, una chava más joven que nosotros, de lentes grandes y voz tranquila.
La primera vez me sentí ridículo, sentado en un sillón viejo, contando mi vida a una desconocida. Pero poco a poco me fui soltando.
—¿Qué sentiste cuando viste a tu esposa coqueteando con alguien más? —preguntó Mariana.
—Sentí que… —busqué las palabras—. Que la vida que estaba construyendo se me resbalaba de las manos. Que yo era un pendejo. Que no era suficiente.
—¿Te enojaste con ella o contigo? —insistió.
—Con los dos —respondí—. Con ella por hacerlo. Conmigo por haberla descuidado. Y con el mundo por hacer todo tan difícil.
A Karla también le tocó lo suyo.
—Yo me sentía invisible —dijo, con los ojos brillosos—. Sabía que lo que hacía estaba mal, pero cuando Óscar me decía cosas bonitas, mi cuerpo reaccionaba, como si hubiera estado sediento mucho tiempo. No es excusa, es la verdad.
Mariana nos hizo ejercicios raros: mirarnos a los ojos durante un minuto sin hablar, escribir cartas que nunca enviaríamos, decir en voz alta tres cosas que agradecíamos del otro cada semana.
Al principio nos reíamos, pero con el tiempo empezó a hacer efecto. Descubrí que, debajo de todo, aún admiraba muchas cosas de Karla: su risa escandalosa, lo protectora que era con su hermana menor, su manera de arreglarse incluso para ir al Oxxo.
También nos hizo hablar de cosas que nunca tocábamos: nuestros miedos.
—Tengo miedo de que un día te hartes y te vayas —confesé yo—. De no ser suficiente, de seguir siendo “el del taller” toda la vida.
—Yo tengo miedo —dijo Karla— de despertar a los cuarenta y darme cuenta de que desperdicié mi vida esperando un momento que nunca llega. Y tengo miedo de que tú me odies para siempre por lo que hice, aunque sigamos juntos.
Esas palabras se quedaron flotando en el aire un buen rato.
Salíamos de las sesiones cansados, pero con una sensación rara, como después de hacer ejercicio. Nos agarrábamos de la mano en la calle, algo que habíamos dejado de hacer.
Sin embargo, la vida no es una línea recta hacia arriba.
9. La fiesta, la tentación y la decisión
Un sábado nos invitó Mauro a una fiesta en la casa de su primo en Neza. Música a todo volumen, carne asada, caguamas sobre la mesa, luces de colores.
Yo tenía ganas de relajarme y Karla, después de semanas de terapia y esfuerzos, también. Así que fuimos.
La fiesta se alargó. Karla bailaba con las amigas de la novia, yo con los compas. En algún momento, la vi reír con un tipo alto, de barba recortada, que la sacó a bailar una salsa.
Algo en mi pecho se tensó, pero esta vez respiré hondo. Me acerqué y, en un movimiento medio torpe, me planté a un lado.
—¿Me la prestas tantito? —le dije al tipo, sonriendo.
Él se hizo a un lado sin bronca. Karla me miró, sorprendida, y luego sonrió.
—Pensé que ya no te gustaba bailar —dijo.
—Pues hoy sí —respondí—. Aprovecha.
Bailamos. Al principio estuvimos descoordinados, pero luego nos fuimos encontrando. La música nos envolvía, la cerveza también. Por un rato me olvidé de todo.
Más tarde, ya avanzada la noche, salí a la calle a despejarme. El aire olía a humo y gasolina. Me recargué en un coche estacionado, viendo las luces de la avenida a lo lejos.
Ahí fue cuando se acercó Lupita, una vieja amiga de la prepa que resultó ser prima de la novia.
—No inventes, Diego, ¿tú eres? —se sorprendió—. Estás igualito, nomás más… adulto.
Nos reímos, platicamos de viejos tiempos. Ella siempre había sido coqueta, de sonrisa fácil. Me contó que estaba separada, que la vida la había tratado más o menos.
—Siempre me caíste bien —dijo de repente, acercándose un poco más—. Eras de los pocos que no eran culeros con las morras.
Yo reí, nervioso.
—Pues qué bueno haber pasado la prueba —contesté.
—Y ahora… —me miró directo—, ¿sigues igual de buena onda o ya te volviste aburrido de marido?
Sentí el golpe de la frase en el estómago. Era justo el tipo de comentario que le gustaba a Karla cuando se lo hacía alguien más.
Lupita dio un paso más. Pude oler su perfume.
—Podríamos ponernos al corriente de los años… —susurró.
Un lado de mí, el despechado, el lastimado por la escena con Óscar, susurró: “hazlo, para que sienta lo que tú sentiste”. Otro lado, ese que se había sentado en terapia a llorar frente a una desconocida, me jaló hacia atrás.
Imaginé la cara de Karla, su risa, sus lágrimas, sus miedos. Imaginé a Mariana, la psicóloga, preguntándome: “¿qué estás buscando realmente?”.
Y me vi a mí mismo, meses después, intentando justificar una venganza barata.
No.
Di un paso atrás.
—Lupita —dije, con la voz más firme que pude—, la neta me halaga lo que dices, pero estoy casado. Y sí, hemos tenido pedos, pero intento arreglarlo, no empeorarlo.
Ella me miró, sorprendida.
—Ay, cálmate, santo —bromeó—. Era un decir.
—Aunque fuera juego, sé que no estoy en un lugar donde eso sea juego para mí —respondí—. Prefiero verme aburrido que pendejo.
Nos reímos para suavizar el momento, pero la tensión se quedó flotando.
Regresé a la fiesta con el corazón agitado. Busqué a Karla. La encontré en la cocina, sirviéndose agua.
—¿Todo bien? —preguntó, al verme la cara.
La miré un segundo largo.
—Sí —respondí—. Solo quería decirte algo.
—¿Qué?
—Que hoy pude hacer una estupidez… y no la hice.
Karla frunció el ceño, confundida.
—¿Qué pasó?
Le conté lo de Lupita, sin adornar pero sin esconder. Vi cómo su cara cambiaba: primero sorpresa, luego culpa, luego algo que parecía… gratitud.
—Gracias por decírmelo —susurró—. Y… gracias por no hacerlo.
—No se siente chido estar al otro lado —admití—. Y no quiero que nuestra historia se convierta en una competencia de quién hiere más.
Karla me abrazó, fuerte, como hacía mucho no lo hacía.
—Yo tampoco —dijo—. No quiero que nuestra historia se rompa por orgullo.
10. Un final, aunque no perfecto, claro
No voy a mentir: no todo se arregló mágicamente después de esa noche. Todavía hubo días de malas caras, recuerdos que dolían, baches en la confianza.
Pero algo importante había cambiado: por primera vez en mucho tiempo, ambos estábamos eligiendo quedarnos, con todo y las grietas.
Meses después, en una de las últimas sesiones, Mariana nos preguntó:
—Si el Diego de hace un año entrara por esa puerta, ¿qué le dirían?
Me quedé pensando.
—Le diría que no ignore las señales —respondí—. Que deje de creer que el amor se mantiene solo y que el cansancio no es excusa para dejar de ver a la persona que tienes al lado. Y que, si un día siente que todo se derrumba, no salga corriendo sin antes hablar.
Karla sonrió.
—Yo le diría a la Karla de hace un año que no busque en otros lo que no se atreve a pedirle a su pareja —dijo—. Y que jugar con fuego hiere más de lo que emociona. Que es mejor enfrentar la soledad en pareja hablando, que sentirse acompañada por alguien que no es el tuyo.
Salimos de esa sesión tomadas nuestras manos. El sol pegaba fuerte en la calle. Los puestos de quesadillas echaban humo, un señor vendía globos con forma de corazón.
Karla me apretó la mano.
—¿Sabes qué? —dijo.
—¿Qué?
—Sigo sin saber si estaremos juntos toda la vida. Nadie lo sabe. Pero hoy… hoy sí quiero estar contigo.
La miré. Y esta vez fui yo el que no pudo sostenerle la mirada al principio, no porque no quisiera, sino porque el corazón se me puso blandito. Después respiré y la miré de frente.
—Yo también —respondí—. Y hoy es lo único que podemos prometer.
Esa noche, en la azotea del edificio, con dos sillas de plástico y una bocina vieja, bailamos una cumbia bajo las estrellas contaminadas de la ciudad.
Yo llevaba las manos en su cintura, ella se reía torpe cada vez que pisaba mis pies.
Por un momento, no hubo vecinos, no hubo fantasmas, no hubo culpas. Éramos solo Karla y Diego, dos morros de barrio intentando, una vez más, reconciliar el amor con la realidad.
No sé qué pasará mañana. Tal vez la vida nos separe, tal vez nos junte más.
Lo que sí sé es que aquella noche en que entré a la sala y vi a mi esposa coqueteando con otro fue una fractura, sí… pero también el golpe que nos obligó a ver las grietas que ya estaban desde antes.
Y a partir de ahí, por primera vez, empezamos de verdad a decidir si queríamos repararlas juntos.
Pin
News
La Trágica Despedida de Leonel Herrera Rojas: Su Hijo Lloró y Confirmó la Dolorosa Noticia
“El Fin de una Era: La Vida de Leonel Herrera Rojas y la Emotiva Despedida de su Hijo” La noticia…
Coco Legrand a los 78 Años: La Sorprendente Revelación de su Pareja Embarazada y la Llegada de su Hijo
“Coco Legrand a los 78: La Sorprendente Revelación de su Pareja Embarazada y la Llegada de su Hijo” Coco Legrand,…
César Antonio Santis a los 79 Años: La Sorprendente Revelación de Su Boda y Su Nueva Pareja
“César Antonio Santis Se Casa a los 79 Años: Revela a Su Pareja y el Destino Inesperado del Enlace Matrimonial”…
Alexis Sánchez Conmueve al Mundo a los 37 Años con los Primeros Pasos de su Hijo
“Alexis Sánchez Rompe en Lágrimas: Los Primeros Pasos de Su Hijo que Conmueven al Mundo a los 37 Años” En…
Paola Rey, Casada a los 46 Años: La Revelación de su Embarazo y Nueva Pareja que Sorprendió al Mundo
“¡Noticia Impactante! Paola Rey Anuncia su Boda a los 46 y la Esperada Llegada de su Hijo, Junto a su…
Artículo: Vahide Percin, Casada a los 60 Años: La Sorprendente Revelación de Su Nueva Pareja y el Anuncio de Su Boda
“Vahide Percin, Casada a los 60: La Revelación de Su Nueva Pareja y el Anuncio que Nadie Esperaba” Vahide Percin,…
End of content
No more pages to load






