En una entrevista íntima, cinco años después de separarse, Pamela Silva confiesa por fin lo que muchos sospechaban: el divorcio la derrumbó, fingió estar bien por su hijo y hoy admite errores, duelos y segundas oportunidades

Durante cinco años, cada vez que alguien mencionaba la palabra “divorcio” frente a ella, Pamela Silva sonreía con esa serenidad casi impecable que domina en pantalla. Respondía con elegancia: hablaba de aprendizaje, de nuevas etapas, de madurez, de enfocarse en el trabajo y en su hijo.

En redes sociales, las fotos mostraban viajes, proyectos, looks impecables, entrevistas, momentos entrañables como mamá. La narración parecía clara: mujer fuerte, profesional exitosa, madre dedicada, vida reordenada. “Pasó página”, decían algunos. “Ella puede con todo”, repetían otros.

Pero esa no era toda la verdad.

Cinco años después de aquel divorcio que ocupó titulares y conversaciones silenciosas, Pamela se sentó frente a una cámara —esta vez, no como presentadora, sino como invitada— y decidió soltar la frase que nadie esperaba escuchar de su boca:

—Yo no estaba bien. Fingí estarlo por demasiado tiempo… y hoy quiero admitirlo.

La entrevista que no iba a ser sobre ella

El programa se había anunciado como una conversación sobre maternidad, conciliación, trabajo, medios de comunicación. Un formato cuidado, con iluminación cálida, sillones cómodos y un público pequeño, casi íntimo. Para muchos, otra intervención más de Pamela en su faceta de periodista y madre.

Al principio, todo siguió el guion esperado. Habló de su carrera, de la responsabilidad de informar, del reto de criar a un hijo con una agenda apretada, de la vida en una ciudad que no se detiene.

—Uno aprende a organizarse —decía—. A priorizar, a pedir ayuda, a aceptar que no se puede con todo.

Pero el conductor, que la conocía desde hacía años, decidió ir un poco más allá. No desde el morbo, sino desde la confianza.

—Pamela —preguntó, con tono suave—, han pasado cinco años desde tu divorcio. En todo este tiempo se ha hablado mucho, se han hecho teorías, se han dicho cosas. Pero tú, en público, siempre has sonreído, siempre has dicho que todo “está bien”.

La miró a los ojos.

—¿De verdad estaba todo bien?

La pregunta quedó suspendida en el aire.

El segundo exacto en el que dejó caer la armadura

Pamela podría haber hecho lo que hacía siempre: responder con una frase pulida, girar el tema hacia otro lado, sonreír, cerrar el bloque. En lugar de eso, se quedó en silencio. Un silencio largo, incómodo… y, a la vez, cargado de algo nuevo.

—Te voy a ser honesta —dijo, al fin—. Hoy, cinco años después, ya no tengo ganas de seguir actuando.

Se acomodó en el sillón, cruzó las manos y miró directamente a la cámara, como si hablara con alguien al otro lado.

—No, no estaba bien. No al principio. No los primeros meses. No el primer año. Fingí. Fingí por mi hijo, por mi trabajo, por mi imagen, por orgullo. Y lo que todos pensaban —que por dentro estaba hecha pedazos— era verdad.

El público en el estudio reaccionó con un murmullo apenas audible. El conductor, visiblemente conmovido, optó por callar y dejarla seguir.

“Me creí mi propio personaje”

Pamela explicó que, durante años, se refugió en la imagen que ella misma ayudó a construir: la de la mujer que puede con todo.

—Yo misma armé ese personaje —admitió—. La periodista que no se quiebra, la mamá fuerte, la profesional que vuelve al estudio como si nada, la mujer que viaja, que se ve impecable, que sonríe siempre. Y me lo creí.

Contó que, tras el divorcio, se convenció de que la única forma “correcta” de atravesar esa etapa era demostrando que nada la afectaba demasiado.

—Tenía pánico de que me vieran vulnerable —dijo—. Pensaba que si lloraba en público, iban a decir “no puede con su vida”, “está desbordada”, “se derrumbó”. Así que empecé a trabajar el doble, a decir “sí” a todo, a llenar mi agenda de proyectos.

Pero por dentro, la historia era otra.

—Llegaba a casa, cerraba la puerta… y ahí sí me rompía —recordó—. Había noches en las que me quedaba despierta, mirando el techo, preguntándome en qué momento la vida dio ese giro. Y al día siguiente, me ponía el traje, el maquillaje, la sonrisa… y a cuadro.

Hizo una pausa y añadió una frase que se clavó en el ambiente:

—Me convertí en mi propia presentadora: informaba mi vida como si fuera de otra persona.

Lo que todos pensábamos… pero nadie había escuchado de su boca

El conductor retomó la pregunta inicial.

—Cuando dices “admitir lo que todos pensábamos”, ¿a qué te refieres exactamente?

Ella no esquivó.

—A que sí, me dolió el divorcio —respondió—. Mucho más de lo que dejé ver. A que no fui esa “mujer perfecta e intacta” que muchos querían ver. A que tuve miedo, que me sentí sola, que me pregunté mil veces si había fallado. Eso que la gente intuía cuando me miraba a los ojos, aunque yo sonriera… era real.

Contó que, en la calle, algunas personas se le acercaban y le decían en voz baja: “Te ves fuerte, pero se te nota el cansancio”, “Se te ve otra cosa en la mirada”.

—Yo respondía con un “estoy bien, gracias” —relató—. Pero por dentro pensaba: “Si supieran…”.

Hoy, ya entrada en otra etapa, decidió ponerle palabras.

—Lo que todos pensaban —reiteró— es que detrás de esa imagen pulida había una mujer en pleno duelo. Y sí. Lo había.

La presión de ser “ejemplo”

Otro de los puntos que Pamela abordó fue la presión de ser considerada “modelo” de algo.

—Cuando trabajas en medios —explicó—, la gente no sólo ve tu trabajo: también te observa como si fueras ejemplo de cómo hacer las cosas. Y eso pesa.

Después del divorcio, empezó a recibir mensajes cargados de expectativas:

“Eres inspiración, me encanta verte tan bien”.
“Te admiro, quisiera ser así de fuerte”.
“Gracias por demostrar que se puede salir adelante sin derrumbarse”.

—Y cada mensaje de esos, aunque venía de un lugar bonito, me ponía una losa más encima —confesó—. Porque yo sí me había derrumbado. Sólo que nadie lo había visto.

No se trata de que esos mensajes fueran malos, aclaró, sino de que reforzaban la idea de que no había espacio para mostrar fragilidad.

—Yo misma empecé a sentir que si admitía lo mal que lo estaba pasando, iba a decepcionar a todas esas personas que pensaban que yo era una especie de “mujer indestructible” —dijo—. Y eso me llevó a alargar un papel que ya no quería sostener.

El punto de quiebre: una pregunta incómoda

Hubo un momento clave, según relató, en el que todo este castillo empezó a resquebrajarse.

—Fue una noche cualquiera, en la cocina, preparando algo rápido —recordó—. Mi hijo me miró muy serio y me preguntó: “Mami, ¿tú siempre estás feliz o también te pones triste?”.

Ella, acostumbrada a responder rápido en televisión, tardó unos segundos en contestar.

—Me di cuenta de que, en casa, también estaba actuando —dijo—. Que evitaba llorar frente a él, que me tragaba muchas cosas para que me viera “siempre bien”. Y ahí me pregunté: “¿Qué ejemplo quiero darle? ¿El de alguien que nunca se permite sentir, o el de alguien que siente, pero sigue adelante?”.

Esa fue, para ella, la señal de que tenía que cambiar algo.

La ayuda que no quiso al principio… y terminó salvándola

Pamela admitió que, al principio, rechazó la idea de buscar ayuda profesional.

—Yo pensaba: “No necesito terapia, esto lo arreglo trabajando, cuidando a mi hijo, leyendo un libro, haciendo ejercicio” —contó—. Tenía esa idea terca de que pedir ayuda era admitir debilidad.

Pero, como ella misma dijo, la armadura empezó a agrietarse.

—Hubo un día —relató— en que llegué al canal, me senté frente al espejo del camerino y, por primera vez, no me reconocí. No por la edad, ni por el maquillaje, sino por la mirada. Pensé: “Esta no soy yo”. Y ahí dije: basta.

Tomó el teléfono, marcó un número que llevaba meses guardado y nunca se había atrevido a usar: el de una terapeuta recomendada por una amiga.

—Fue una de las llamadas más importantes de mi vida —aseguró—. Porque ahí empecé a quitarme la idea de que tenía que poder con todo sola.

La frase que hoy se atreve a decir en voz alta

En la entrevista, Pamela compartió algo que nunca había dicho públicamente:

—Yo no “superé” el divorcio de un día para otro. No fue un capítulo que se cerró con una firma. Fue un proceso. Lloré, me enojé, me culpé, me perdoné. Y repito: lo que toda la gente imaginaba, eso de “se ve que le dolió mucho”, era cierto.

Sin entrar en detalles íntimos ni hablar mal de nadie, se centró en su propia experiencia.

—Hoy entiendo algo —afirmó—: no fui una víctima, pero tampoco una super heroína. Fui, y soy, una mujer que atravesó una separación difícil y que, por fin, se permite decir: “Sí, me dolió. Sí, me afectó. Y sí, salí adelante… pero no sola, ni sin lágrimas”.

La nueva relación consigo misma

Cinco años después, la parte más inesperada de su testimonio no tuvo que ver con nuevas parejas ni con rumores románticos, sino con algo más sencillo y a la vez más complejo: el vínculo con ella misma.

—Durante mucho tiempo —confesó—, mi valor estaba ligado a dos cosas: mi carrera y mi vida personal “en orden” según el estándar de los demás. Cuando una de esas patas se quebró, sentí que yo también me iba al piso.

El proceso de reconstrucción no fue glamuroso. Fue lento, a veces aburrido, a veces doloroso.

—He aprendido a ser más compasiva conmigo —dijo—. A hablarme menos duro. A no exigirme perfección en todo. A entender que una persona puede ser buena madre aunque tenga días malos, buena profesional aunque pida un descanso, buena compañera aunque alguna vez haya decidido terminar una relación.

Hoy, afirmó, su definición de éxito es otra.

—Éxito, para mí, es poder acostarme por la noche sin sentir que me estoy traicionando —explicó—. Poder decir “no estoy bien” cuando no lo estoy. Pedir ayuda. Ser honesta con las personas que quiero.

¿Y el amor? La pregunta inevitable

El conductor, con cuidado, se atrevió a tocar un tema que el público siempre quiere conocer:

—Después de todo esto, ¿crees en el amor de pareja? ¿Te ves en otra relación?

Pamela sonrió, esta vez con una mezcla de humor y serenidad.

—Claro que creo en el amor —respondió—. Sería injusto decir lo contrario. El hecho de que una historia termine no invalida las cosas buenas que tuvo, ni la posibilidad de que algún día llegue alguien más.

Hizo una aclaración importante:

—Pero si algo cambió en estos cinco años, es que ya no me pienso a mí misma como “incompleta” por estar sola —añadió—. Hoy, si algún día llega alguien, no será para “salvarme”, sino para compartir camino. Y si no llega, también está bien.

La respuesta, lejos de sonar resignada, se sintió liberadora.

El mensaje para quienes están atravesando algo parecido

Antes de terminar el bloque, el conductor le pidió un mensaje para quienes, como ella hace cinco años, están en pleno duelo después de una separación.

Pamela se tomó un momento.

—Lo primero que diría —empezó— es: no tienen que seguir sonriendo todo el tiempo. No tienen que demostrarle a nadie que son de hierro. Está bien reconocer que duele. No los hace menos fuertes; los hace humanos.

Respiró profundo y continuó:

—Lo segundo: no se comparen con lo que ven en redes, en televisión, en historias ajenas. La felicidad aparente a veces es sólo eso: aparente. Cada proceso es distinto. No hay un “tiempo correcto” para estar bien.

Y, por último, añadió:

—Y lo tercero: pedir ayuda no es rendirse. Es todo lo contrario. Es decir: “Quiero salir de esto de la mejor forma posible”. Yo tardé mucho en admitirlo. Ojalá otros no tengan que esperar cinco años para hacerlo.

El verdadero titular

Cuando las cámaras se apagaron, el equipo del programa se acercó a abrazarla. Más de uno tenía los ojos vidriosos. No habían presenciado un escándalo ni una revelación morbosa. Habían visto algo, en cierto sentido, más raro: una figura pública reconociendo sus grietas sin vergüenza.

Al día siguiente, los titulares serían inevitables:

“Tras cinco años de divorcio, Pamela Silva admite que no estaba bien”.
“Pamela confiesa que fingió estar fuerte por su hijo y su carrera”.

Pero quienes vieron la entrevista completa supieron que la esencia iba más allá de esas frases. El verdadero “lo que todos pensábamos” no tenía que ver con culpas, ni con chismes, ni con detalles ocultos.

Tenía que ver con algo mucho más simple y profundo:
Que detrás de la presentadora impecable, siempre hubo —como muchos sospechaban— una mujer de carne y hueso que sufrió, calló, se sostuvo como pudo y que, por fin, se permitió decir en voz alta:

“No fui invencible. Tuve miedo. Me dolió.
Y aun así, aquí estoy. Distinta… pero de pie.”