Cuando mi madrastra me obligó a casarme con un ciego pobre, jamás imaginó que él era un multimillonario oculto
Nunca olvidaré la primera vez que escuché el nombre de Sebastián.
No fue en una cena elegante, ni en una fiesta de pueblo. Fue en la cocina de la casa, mientras yo lavaba los platos con las manos todas arrugadas y mi madrastra, Graciela, contaba billetes sobre la mesa como si contara pecados ajenos.
—Alma, apúrate con esos trastes, por favor —ordenó sin mirarme—. Hoy viene una visita importante. Y ponte algo decente, no esa blusa que parece trapo de cantina.
Yo mordí la lengua. Desde que mi papá murió, esa casa en Puebla dejó de ser mi hogar y se convirtió en el reino chueco de Graciela. Todo era “suyo”: la sala, las recámaras, el coche, hasta la foto de boda donde mi papá sonreía con un traje que ya no existe. Solo quedaba mío mi cuarto chiquito en la azotea y algunas memorias tercas.
—¿Quién viene? —pregunté, secando un vaso—. ¿Otro compadre de esos que solo toman y hablan de negocios que nunca pasan?
Graciela levantó la mirada y me lanzó esa sonrisa suya que nunca llegaba a los ojos.
—Viene tu futuro —dijo, como si hiciera una gracia.
No alcancé a preguntar más porque en ese momento entró Sofi, mi hermanastra, con el celular en la mano y el uniforme del CCH arrugado.
—Mamá, ya vi el perfil del tipo en Facebook —dijo, emocionada—. No sale en ninguna foto, solo en una con lentes oscuros. Y ni se ve bien. ¿En serio está ciego?
—Eso dicen —respondió Graciela, encogiéndose de hombros—. Pero lo importante es que tiene quien lo mantenga. Su familia ya no lo quiere cargar. Y a nosotras nos va a convenir.
Sentí un escalofrío.

—¿De qué están hablando? —pregunté, dejando el vaso en el escurridor—. ¿Quién está ciego?
Graciela se acomodó el cabello teñido de rubio y me miró como quien mira un mueble al que por fin encontró dónde acomodar.
—De tu esposo, Alma —soltó, así nomás—. Tu futuro esposo.
Se me cayó la toalla al piso.
—¿Mi qué?
Sofi soltó una risita.
—Tranquila, hermanita, ni que fueras tan cotizada como para ponerte tus moños.
—Mamá… —balbuceé—. ¿De qué hablas? Yo no me voy a casar con nadie. Menos con un desconocido.
Graciela suspiró con exageración, como si yo fuera una niña caprichosa.
—Mira, Alma —dijo, levantándose despacio—. No estás en posición de escoger. Tu papá me dejó esta casa a mi nombre, las deudas, y a ti. Tú no estudiaste la uni, el “novio” ese que tenías te dejó, y el trabajo en la fonda apenas te da para tus chuchulucos. Yo llevo años manteniéndote. Ya es hora de que aportes algo.
—Yo sí aporto —repliqué, sintiendo que se me subía el calor a la cara—. Trabajo en la fonda, te doy lo que gano, hago el quehacer…
—Ay, no te hagas la mártir —me cortó—. Lo que tú ganas no alcanza ni para el gas. Este matrimonio es una oportunidad. La familia de ese muchacho quiere “colocarlo” en un buen hogar. Les da lástima. Van a apoyar económicamente a quien se haga cargo de él. Y tú, mi reina, vas a ser esa persona.
Me quedé helada.
—¿Quieres… venderme? —susurré.
Graciela chasqueó la lengua.
—No exageres, qué dramática. Es un matrimonio, no una venta. Él necesita una esposa que lo cuide porque no ve. Tú necesitas un futuro. Yo necesito dejar de preocuparme por ti. Todos ganan.
—Menos yo —dije.
—Tú también —insistió—. Tendrás techo, comida, algo de dinero. Mejor que seguir de criada aquí. ¿O piensas que algún día va a llegar un príncipe a tocarte la ventana de la azotea?
Me mordí el interior de la mejilla para no llorar enfrente de ella.
—No me puedes obligar —dije, más por dignidad que por convicción.
Su mirada cambió. Dejó de ser la de una señora cansada y se volvió fría, calculadora.
—Claro que puedo —respondió—. Eres mayor de edad, sí. Pero vives en mi casa, comes de mi mesa. Y si no cooperas, muy fácil: mañana mismo sacas tus cosas a la calle. A ver quién te recibe. La fonda no te va a dar cama, y tus tías se lavan las manos desde el funeral de tu papá. ¿Quieres probar suerte allá afuera? Órale, la puerta está abierta.
Se hizo un silencio pesado. Sofi bajó la mirada, incómoda por un segundo, pero no dijo nada.
Yo sentí el corazón como piedra.
Graciela se acercó y me tomó el rostro con una mano, fingiendo ternura.
—No te va a ir mal, Alma —susurró—. O sea, sí, el tipo está ciego y dicen que es pobre. Pero hay pobreza y pobreza. Al menos tendrás tu lugar. Y si lo haces bien, su familia nos va a ayudar. Ya hablé con su tía. Dice que es “un buen muchacho, nomás de mala suerte”. Y tú, pues, eres sencilla, calladita. Le vas a servir.
“Le vas a servir.”
Como si yo fuera un mueble más que acomodar.
En ese momento, por primera vez en mucho tiempo, odié a mi papá por haberse ido, por dejarme ahí, atrapada entre la necesidad y la humillación.
Sebastián llegó esa misma tarde.
No llegó en coche lujoso ni acompañado de nadie importante. Llegó en un taxi viejo, con la cajuela atada con un lazo. El taxista le abrió la puerta trasera y yo, que miraba desde la ventana de la cocina, vi la figura del hombre que, según Graciela, sería mi esposo.
Era alto, de espalda recta, con una camisa sencilla color crema y unos jeans gastados. Traía un bastón blanco plegable en una mano y unos lentes oscuros grandes. El taxista le acomodó una mochila en el hombro.
—Llegamos, jefe —dijo—. Aquí es.
Sebastián asintió, orientándose con el bastón, tanteando el piso.
—Gracias —respondió, con una voz grave pero tranquila.
Graciela casi salió corriendo a recibirlo, con una sonrisa de esas que solo usaba con los hombres que le convenían.
—Sebastián, ¿verdad? —dijo, tomándolo del brazo—. Soy Graciela, la madrastra de Alma. Bienvenido a tu casa.
“Tu casa”. Solo a él se lo decía así de suave.
Yo me quedé un segundo mirando por la ventana, luego me limpié las manos en el mandil y salí a la sala, con el corazón hecho un nudo.
—Buenas tardes —dije, quedándome cerca de la puerta.
Sebastián giró ligeramente la cabeza hacia donde yo estaba, como si pudiera sentir exactamente mi presencia.
—Buenas tardes —respondió—. ¿Alma?
—Sí —contesté, sorprendida.
Sonrió apenas.
—Mucho gusto —dijo—. Gracias por recibirme en su casa.
Su “su casa” no sonó falso. Sonó humilde, sincero. Y eso, no sé por qué, me molestó más. ¿Por qué él tenía que ser amable en medio de todo mi coraje?
Graciela lo sentó en el mejor sillón, ese donde ni yo me podía sentar.
—Alma, tráenos café, ¿no? —ordenó—. A tu futuro esposo le gusta con azúcar, ¿verdad, Sebastián?
—Como sea está bien —respondió él, con una sonrisa nerviosa—. No se molesten.
—Nada de molestia —dijo Graciela—. Tú aquí eres importante.
Sofi apareció con el celular en la mano, fingiendo timidez.
—Hola —dijo—. Yo soy Sofía, pero todos me dicen Sofi.
—Mucho gusto, Sofía —respondió Sebastián.
Mientras les llevaba el café, escuché cómo Graciela empezaba a hablar de “planes”, de “lo difícil que es la vida”, de “lo mucho que nos ayudaríamos mutuamente”. Yo me senté en la orilla de una silla, en silencio, observando.
—Entiendo que las cosas no han sido fáciles para usted —decía Graciela, dramática—. Su familia… es triste que lo hayan dejado solo.
Sebastián apretó el bastón.
—No me dejaron solo —respondió, con calma—. Solo tienen su vida. Yo decidí tomar la mía por mi cuenta. Ahora sobrevivo con lo que puedo, toco la guitarra en los camiones, vendo dulces en los cruceros. No es mucho, pero alcanza para comer. Y no quiero ser una carga… pero mi tía insiste en que busque una compañera.
Graciela casi hizo un puchero de lástima.
—Ay, mi vida, qué historia tan dura —dijo, exagerando la voz—. Pues mira, aquí está Alma. Es buena muchacha. Trabajadora, callada, muy de su casa. No es de lujos, ni de farras. Justo lo que tú necesitas.
Sentí que me presentaba como un electrodoméstico.
Sebastián guardó silencio unos segundos.
—Alma —dijo al fin, dirigiéndose a mí—. Sé que esto es raro. Que no crecimos soñando con casarnos así. Yo tampoco. No espero que me quieras, ni que me veas como algo más que un acuerdo al principio. Solo… prometo respetarte. No soy violento, no tomo. Solo quiero una oportunidad de formar algo. Si tú no quieres, lo entiendo. No quiero arruinarle la vida a nadie.
Sus palabras me golpearon porque fueron lo opuesto a lo que esperaba. Yo esperaba exigencias, condiciones, o al menos un aire de “agradece que te volteo a ver”. Pero no. Él parecía más preocupado por mí que por sí mismo.
Graciela me clavó la mirada. Había un mensaje claro ahí: “Ni se te ocurra decir que no”.
Tragué saliva.
—Yo… —empecé.
Y ahí fue cuando la discusión se volvió grave.
—Yo no quiero casarme —solté, con la voz temblorosa pero firme—. No así. No por necesidad. No con alguien que acabo de conocer.
El silencio cayó sobre la sala. Sofi dejó de textear. Graciela apretó el vaso de café.
—Alma… —dijo con los dientes apretados—. No es momento de hacer berrinche.
—No es berrinche —contesté, sintiendo que por fin se rompía algo dentro de mí—. Es mi vida. Tú ya viviste la tuya. Te casaste, tuviste a Sofi, reh hiciste tu mundo. ¿Por qué tengo yo que cargar con tus tratos?
Graciela se levantó de golpe.
—¡Porque yo te he mantenido desde que tu papá se murió! —gritó—. ¡Porque si fuera por ti, estarías en la calle! ¡Porque ya estoy harta de que seas un estorbo!
Sebastián se puso rígido, confundido.
—Graciela… —murmuró—. Tranquila.
Pero ella ya no escuchaba.
—¿Sabes qué, Alma? —escupió—. Si no te casas, hoy mismo sacas tus cosas de mi casa. ¿Quieres seguir fregada, sola, trabajando como burra toda tu vida? Perfecto. Pero no será bajo mi techo. No voy a cargar con una adulta inútil que no sabe aprovechar una oportunidad.
Sentí que la cara me ardía de vergüenza. No solo por sus palabras, sino porque las decía delante de Sebastián, como si yo fuera basura.
—No soy inútil —dije, con la voz baja pero clavándole los ojos—. Solo quiero decidir por mí.
—¡Pues decide! —respondió—. O te casas con él y ayudas a todos, o te largas. Nada de puntos medios. Ya estuvo suave.
Miré a Sebastián. Él, con los ojos ocultos tras los lentes, no podía verme, pero parecía sentir el caos. Tenía la mandíbula apretada.
—Si esto la afecta tanto… —dijo—. Podemos cancelar todo. No quiero ser causa de problemas.
Graciela casi se ríe.
—¿Cancelar? —dijo—. ¿Y quién va a pagar las deudas? ¿Quién va a ayudarnos con la remodelación que tu tía prometió apoyar? ¿Quién va a hacer que Alma deje de vivir de mí?
Ahí lo entendí todo: había dinero prometido. Ayuda para la casa, quizá para el localito que Graciela siempre soñaba. Yo no era más que el puente de ese trato.
Sofi, desde el sofá, murmuró:
—Alma, ya. No seas tonta. Nadie más te va a querer. Agradece que alguien te acepta como esposa aunque seas… como eres.
—¿Como soy qué? —pregunté, dolida.
—Simple —dijo, encogiéndose de hombros—. Sin estudios, sin nada. Ni estás tan bonita.
Respiré hondo. Miré mis manos, gastadas por la fonda, por el jabón, por la vida. Miré a Graciela, con su cara maquillada, con su ambición brillándole en los ojos. Miré a Sebastián, sentado recto, como un árbol que aguanta el viento.
Había dos opciones: la calle… o el matrimonio. No era una elección real. Era una trampa.
Sentí algo helado, como resignación, recorrerme el cuerpo.
—Está bien —dije al fin—. Me casaré.
Graciela sonrió, victoriosa.
—Así se habla —dijo—. Van a ser felices, ya verás. Uno se acostumbra a todo. Hasta a la buena vida.
Yo no le respondí. Pero por dentro me prometí una cosa: si ya me iban a vender, al menos iba a encontrar la forma de no perderme a mí misma en el trato.
La boda fue una burla.
Ni iglesia, ni vestido blanco, ni vals. Solo un civil en una oficina gris del Registro Civil, un jueves por la mañana. Graciela firmó como testigo, Sofi tomó fotos para “el recuerdo” que seguro usaría después para chismosear, y la tía de Sebastián, una señora gorda de sonrisa dulce, lloró más que nadie.
—Ay, mi niño —decía, abrazándolo—. Al fin no vas a estar solo.
Yo llevaba un vestido azul prestado y el cabello en una trenza apresurada. Sebastián, una camisa blanca bien planchada. Cuando el juez dijo “puede besar a la novia”, él se acercó despacio, buscando mi rostro con cuidado.
—Solo si tú quieres —susurró, tan bajito que solo yo lo escuché.
Asentí apenas.
El beso fue corto, respetuoso, casi tímido. Nada que ver con las escenas de telenovela. Pero algo, un calor raro, me subió al pecho.
Después del trámite, Graciela se acercó a la tía de Sebastián.
—Pues ya está, comadrita —dijo—. Lo prometido es deuda. Ya con el acta de matrimonio podemos empezar a ver lo de la ayuda para la casa, ¿no?
La tía sonrió, apenada.
—Claro, claro —respondió—. Mi sobrino… pues no tiene mucho, pero yo sí puedo apoyarlas algo. Él es todo lo que tengo.
Yo las miré con una mezcla de rabia y tristeza. Todo alrededor parecía un mercado donde yo era el producto ya vendido.
Sebastián tomó mi mano.
—¿Lista? —preguntó.
—Para lo que sigue —respondí—. No tengo más opción.
Él apretó suavemente mis dedos.
—Siempre hay opciones —dijo—. A veces solo son más difíciles de ver.
Lo miré, pensando en la ironía de sus palabras.
Nos fuimos a vivir a un cuartito en la colonia humilde de la ciudad, cerca del mercado. No era una mansión, pero tampoco un basurero. Había una cama matrimonial, una estufa vieja, una mesa de plástico y dos sillas. Las paredes descascaradas dejaban ver capas de pintura vieja, como vidas pasadas.
—Perdón si no es lo que esperabas —dijo Sebastián, mientras dejábamos las bolsas en el piso—. No tengo mucho.
—Yo nunca esperé nada —respondí, sincera—. Solo… paz.
Él sonrió.
—Esa sí puedo intentar dártela.
Los primeros días fueron extraños, como vivir con un desconocido que sabía cosas de mí que yo no le había contado. Sebastián era ordenado, se movía por la casa como si la memoria del espacio fuera su mapa. Contaba los pasos, tocaba las paredes, se aprendía los sonidos.
Yo lo observaba, en silencio, acompañando sus movimientos. A veces me adelantaba a cosas: le acercaba un vaso de agua antes de que lo pidiera, lo guiaba cuando salíamos a la calle, agarrándolo del brazo.
—No tienes que tratarme como porcelana —me dijo un día—. Estoy acostumbrado a moverme solo.
—Es costumbre —respondí—. En la fonda cuido que los viejitos no se tropiecen.
Se rió.
—¿Entonces soy tu viejito?
—Eres mi… esposo —dije, probando la palabra en la boca como si fuera algo extraño.
Él se quedó callado un segundo.
—Si en algún momento te sientes incómoda —dijo—. Si quieres irte. Solo dímelo. No voy a retenerte. No soy tu dueño.
—No tengo adónde ir —repliqué—. Y aunque lo tuviera… —lo miré—. No eres tú lo que me incomoda. Es todo lo demás.
Asintió, como si entendiera más de lo que decía.
Sebastián salía en las mañanas con una mochila, su bastón y una guitarra. Iba a los camiones a tocar, a los parques a vender dulces, al centro a buscar “lo que cayera”. Volvía con billetes arrugados, monedas y una sonrisa cansada.
—Rascando el día, pero rascándolo bien —decía—. Mañana será mejor.
Yo empecé a trabajar en una tortillería cerca de la casa. Las doñas eran chismosas pero buenas, y en el barrio se corría rápido la voz: “La esposa del ciego es trabajadora, no como otras”.
Las noches eran tranquilas, llenas de sonidos de la colonia: perros ladrando, reguetón de algún vecino, el silbido del camotero.
Dormíamos en la misma cama. Al principio, pegados a orillas opuestas, como dos islas que no se querían tocar. Con el tiempo, el espacio se fue acortando. Una noche, sin querer, mi pie rozó el suyo. No lo quitó. Solo se quedó ahí, cálido.
No hubo pasión desbordada, no al principio. Hubo paciencia, respeto, pláticas largas en la oscuridad.
—¿Siempre fuiste ciego? —le pregunté una noche.
—No —respondió—. Empecé a perder la vista a los dieciséis, por una enfermedad. Para los veinte, ya veía solo sombras. A los veintidós, nada.
—¿Te dio coraje?
—Mucho —dijo—. Más que coraje, miedo. Antes pensaba que mi vida se había acabado. Pero luego entendí algo: que ver no solo depende de los ojos.
—Suena bonito —murmuré—. Pero debe doler.
—Duele —admitió—. Pero duele menos que vivir sin intentar nada.
Yo me quedé pensando en eso mientras escuchaba su respiración hacerse lenta.
La primera vez que sospeché que algo no cuadraba con Sebastián fue una tarde de domingo.
Yo regresaba de la tortillería con una bolsa de mandado cuando vi, a media cuadra de la casa, una camioneta negra de esas grandes, con vidrios polarizados, estacionada junto a la banqueta. Un hombre trajeado, con auricular en la oreja, hablaba por teléfono.
“Se perdió el narco del barrio”, pensé de inmediato, acostumbrada a las historias de Puebla, a las noticias de ejecutados, a los chismes.
Di la vuelta para rodear la cuadra cuando vi que el hombre se acercaba a nuestra puerta. Mi puerta. La de Sebastián y mía.
Me escondí detrás de un poste, con el corazón acelerado.
La puerta se abrió un poco y escuché la voz de Sebastián.
—Te dije que no vinieras aquí —dijo, tenso.
—Sebastián, esto ya se está saliendo de control —respondió el hombre trajeado—. No puedes estar viviendo así. La junta del consejo quiere que regreses. Los accionistas…
—No me importa el consejo —lo interrumpió—. Y te dije que no me llames por ese nombre aquí. Aquí soy solo Sebastián. Nada más.
El tipo soltó un suspiro desesperado.
—Tú no eres “solo” nada —dijo—. Eres el dueño del emporio, el heredero de todo el grupo. Tu papá no se mató trabajando para que tú te fueras a tocar guitarra a los camiones como si fueras…
—¿Como si fuera qué? —lo retó Sebastián.
—Como si fueras cualquier pobre ciego más —terminó el otro, casi en susurro.
Se me heló la sangre.
Dueño. Emporio. Grupo. Accionistas.
Me asomé un poco. Alcancé a ver a Sebastián en la puerta, con la playera sencilla de siempre, el bastón recargado en la pared, los lentes oscuros. Se veía molesto, pero firme.
—Justo por eso me fui —dijo—. Porque todos me veían como “el dueño”, “el heredero”, “el patrón”. Nadie como el hombre. Nadie como Sebastián. Ahí todo era interés. Aquí, con Alma… —hizo una pausa—. Aquí, al menos, sé que si se queda, no es por mis cuentas en el banco.
El tipo miró alrededor, incómodo.
—¿Y ella sabe quién eres? —preguntó.
—No —respondió Sebastián—. Y no quiero que lo sepa. No todavía.
La bolsa del mandado se me resbaló de las manos. Un limón rodó por la banqueta.
El hombre trajeado se giró hacia la calle.
—¿Oíste eso? —murmuró.
Yo di un paso atrás, el corazón a mil, y preferí no seguir escuchando. Caminé en dirección contraria, dando la vuelta larga, tratando de ordenar la avalancha de información en mi cabeza.
Sebastián… ¿millonario? ¿Dueño de un “grupo”? ¿Herencia? Todo lo que había dicho de la familia que “no quería cargar con él”… ¿era mentira?
Sentí una punzada de enojo.
“Se está haciendo pasar por pobre”, pensé. “Se está haciendo pasar por igual que yo”.
Cuando volví a la casa, la camioneta ya no estaba. El tipo trajeado tampoco. Sebastián estaba sentado en la cama, quitándose los lentes y masajeándose el puente de la nariz.
—¿Todo bien? —preguntó, en cuanto me oyó entrar—. Tardaste más.
—Había tráfico —respondí, dejando la bolsa en la mesa con más fuerza de la necesaria.
—¿Tráfico… caminando? —dijo, con una sonrisa ligera.
—Había… gente —repliqué, sin ganas de seguirle el juego.
No le dije nada de lo que había escuchado. No esa noche. Ni la siguiente. Ni las otras.
Me limité a observar.
Empecé a notar detalles que antes no veía: la forma en que, cuando contaba el dinero que traía de la calle, siempre había billetes más grandes escondidos en un bolsillo interno de la mochila. El celular, que siempre mantenía en modo de voz, pero con un modelo más caro de lo normal para alguien “pobre”. Las llamadas en las que hablaba de “acciones”, “proyectos”, “firmas” y “reuniones”, cuando yo pensaba que solo se relacionaba con músicos y vendedores ambulantes.
Un jueves, mientras lavaba los platos, escuché que decía al teléfono:
—No, no voy a aceptar esa inversión si implica despedir a la mitad del personal. La empresa se hizo grande porque respetamos a la gente, no porque la pisoteamos.
“¿La empresa?”
Me hervía la cabeza. Cada vez estaba más claro que Sebastián no era quien decía ser. O no del todo.
Pero, al mismo tiempo, no podía negar algo: él era el hombre más respetuoso, sencillo y atento que había conocido. No me trataba como criada, ni como mueble, ni como trofeo. Me preguntaba qué pensaba de las cosas, escuchaba mis respuestas, se preocupaba por cómo me había ido en la tortillería, se ofrecía a ayudar con lo que podía, incluso con cosas simples como doblar ropa.
Entonces, ¿quién era el verdadero Sebastián? ¿El pobre ciego que tocaba la guitarra en el camión, o el millonario heredero que no quería su dinero?
Y, más importante, ¿por qué me lo ocultaba?
La respuesta llegó en forma de llamada… de Graciela.
Un mes y medio después de la boda, mi madrastra no había dejado de molestar por teléfono. Me llamaba para pedir dinero, para que “no me olvidara de quien me había criado”, para decirme que la casa necesitaba pintura, que Sofi quería un curso de inglés, que la vida era cara.
—No me has mandado nada, Alma —decía, con tono de víctima—. Yo pensé que con tu marido al menos nos echarías la mano. Pero veo que el interés dura lo que dura la novedad.
Yo apretaba el celular con tanta fuerza que sentía que lo iba a partir.
—Graciela, Sebastián apenas saca para la renta y la comida —le respondí—. Yo también me estoy partiendo el lomo en la tortillería. No puedo mandarte lo que no tengo.
—Qué conveniente —replicaba—. Para vivir gratis cuando estabas en mi casa sí tenías. Pero para ayudar, ya no. Igualita que tu papá: mucho hablar de “honestidad” y a la hora de la hora, nada.
Aquella tarde, después de descubrir lo de la camioneta, su voz sonó distinta en el teléfono: más aguda, ansiosa.
—Almita —empezó, fingiendo dulzura—. ¿Es verdad lo que escuché?
—¿Qué cosa? —pregunté, a la defensiva.
—Que tu marido no es cualquier muerto de hambre —dijo—. Que es rico. Que tiene empresas. Que se está haciendo el humilde.
Me quedé helada.
—¿Quién te dijo eso?
—Ay, mijita, Puebla es un rancho grande —respondió—. Las cosas se saben. Dicen que lo vieron salir de un edificio de esos de Polanco, con traje caro, escoltas y todo. Que nomás se pone los lentes y agarra el bastón cuando viene para acá. ¿Es cierto?
Me mordí el labio.
—No sé de qué hablas —mentí.
Graciela chasqueó la lengua.
—No me veas la cara, Alma —dijo—. ¿También me vas a ocultar cosas a mí, que te crié? Si ese hombre es millonario y tú calladita, eres más tonta de lo que pensaba. Esta es tu oportunidad de sacar a todos de pobres. A mí, a Sofi, a ti. Y tú ahí, de tortillera.
Sentí que la sangre me hervía.
—Graciela, tú jamás me criaste por amor —solté—. Siempre fue por conveniencia. Y si Sebastián tuviera dinero, sería suyo. No tuyo. Ni mío.
—¡Claro que sería tuyo! —gritó—. ¡Eres su esposa! ¡Metad de bienes, mensa! ¿O qué, no sabes ni eso?
—No me casé por dinero.
—Te casaste por necesidad —me corrigió—. Y la necesidad se aprovecha. Escúchame bien, Alma: si ese hombre está fingiendo ser pobre, hay gato encerrado. Capaz que te quiere sacar algo, o esconder otra cosa. No seas ingenua. Más te vale que te asegures tu parte. O mínimo, la nuestra.
—¿La “nuestra”? —pregunté—. ¿Ahora somos socias?
—Limpia esos oídos: si tú no lo presionas para que “responda” con dinero, voy a ir yo a su casa a partirle la cara y a decirle sus verdades. ¿Oíste? No voy a permitir que se burle de mí. Yo fui la que aceptó ese matrimonio, la que firmó, la que lo recibió en mi sala. Algo me debe.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—No te atrevas a venir aquí —dije, apretando los dientes—. Esta es mi casa. Mi vida.
—Tu vida siempre va a estar debajo de la mía mientras me debas algo —respondió, venenosa—. Tienes hasta el domingo para decirme la verdad. O voy y le hago un escándalo en plena calle, aunque esté ciego. A mí no me asusta nadie.
Colgó.
Me quedé con el celular pegado a la oreja, escuchando el tono muerto, como si ahí pudiera encontrar una salida.
Pero no había salida. Solo decisiones.
No pude dormir esa noche.
Sebastián, a mi lado, respiraba profundo. O fingía. Porque de repente, cuando pensaba que ya se había ido, decía cosas.
—Tu corazón late muy rápido —murmuró, sin abrir los ojos—. ¿Pasa algo?
—No —mentí—. Solo… pienso mucho.
—Eso siempre es peligroso —dijo, con una media sonrisa—. Uno empieza a pensar y termina haciendo locuras.
—¿Tú has hecho locuras? —pregunté.
—La más grande —respondió—. Salirme de mi mundo para venir a vivir aquí, contigo.
Sus palabras me pegaron más de lo que debían.
—¿Te arrepientes? —solté, antes de poder detenerme.
Guardó silencio.
—No —dijo al fin—. No me arrepiento de venir contigo. Me arrepiento de no haberte dicho toda la verdad.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Cuál verdad? —pregunté, conteniendo el aliento.
Se volteó hacia mí, aunque sus ojos ciegos no podían verme.
—Alma —dijo despacio—. Hay cosas que necesito que sepas. Pero… no sé por dónde empezar.
—Por el principio —respondí—. Por quién eres de verdad.
Se quedó callado un momento, como si pesara las palabras.
—Lo que soy de verdad —dijo— es esto: un hombre que perdió la vista y que, a pesar del dinero, se sintió invisible toda su vida.
Esa parte me golpeó en un lugar que no esperaba.
—Pero sí es cierto… lo del dinero, ¿no? —insistí—. Lo escuché. Hablabas con un hombre fuera de la casa. Dijiste que eras dueño de empresas, que tenías un consejo, acciones. Que te fuiste porque todos te veían como “el patrón”.
Sebastián se incorporó un poco, recargándose en la pared.
—Nunca fuiste chismosa —dijo, con humor triste—. Para una vez que escuchas, escuchas justo lo que no quería que oyeras.
Sentí vergüenza.
—No fue a propósito —expliqué—. Venía de la tienda. Vi la camioneta, me asusté. Me escondí. Y… te escuché.
Asintió.
—Está bien —dijo—. Tal vez era necesario.
Soltó el aire lentamente.
—Sí —continuó—. Nací en una familia rica. Muy rica. Mi papá fundó una empresa de logística que creció tanto que empezó a tener contratos con medio país. Para cuando yo tenía diez años, ya éramos “de esos” que salen en revistas de negocios. Casas grandes, escuelas privadas, viajes. Todo eso.
Yo lo escuchaba con la boca seca.
—Cuando perdí la vista —siguió—, mi papá se partió en mil tratando de encontrar médicos, tratamientos, lo que fuera. Me llevó a Houston, a España, a donde le dijeron. Pero nada funcionó. Yo me hundí. Sentía que, si no podía ver, no podía dirigir nada. ¿Cómo iba a ser jefe de una empresa si ni siquiera podía cruzar la calle solo?
Hizo una pausa.
—Mi papá nunca dudó de mí —dijo—. Pero los socios sí. Empezaron a decir que yo no era “apto”. Que mejor buscáramos un gerente general, que yo me quedara como “figura” mientras alguien más manejaba las cosas. Sentí que me querían como adorno. Como alguien que firma papeles pero no decide. Eso me mató más que la ceguera.
Se acomodó los lentes, aunque no los necesitaba ahí, en la oscuridad.
—Cuando mi papá murió, hace dos años, me encontré con un mundo de buitres disfrazados de abogados, primos, socios, amigos. Todos queriendo su pedazo. Todos diciéndome qué hacer, a quién despedir, con quién casarme. “Cásate con la hija de tal empresario para reforzar la alianza”, “relaciónate con fulanita que sale en la tele”. Nunca se trató de mí. Se trató de lo que representaba.
—¿Y entonces… te fuiste? —pregunté.
—Sí —respondió—. Vendí una parte de mis acciones, dejé todo en manos de un consejo que ni quería, pero que sabía manejar la empresa. Me quedé con suficiente para vivir bien… y me fui. Quería saber cómo era el mundo sin apellidos, sin chófer, sin escoltas. Sin gente que me hablara bonito por interés. Quería saber quién era yo… sin todo eso.
—Te fuiste a tocar a los camiones —dije, casi para mí misma.
—Y a vender dulces, y a equivocarme de calle, y a caerme del camellón —sonrió—. A aprender que la gente te trata igual de mal seas rico o pobre… pero que también hay personas que te ayudan sin pedir nada a cambio. Conocí a mi tía, de parte de mamá, que vive aquí en Puebla, en una casita como la de tu Graciela. Ella me trató como sobrino, no como cheque con patas. Y fue ella la que me habló de ti.
Abrí los ojos, sorprendida.
—¿De mí?
—La tía es clienta de la fonda donde trabajabas —explicó—. Me decía: “Hay una muchachita que siempre está sonriendo aunque se nota que carga el mundo encima. Se llama Alma. Es como su nombre”. Un día, te describió tanto que sentí curiosidad por conocerte. Pero no sabía cómo acercarme sin que sonara raro. “Hola, soy un ciego que se inventó una vida nueva y quiere ver si tú eres también de verdad”.
No pude evitar reír un poquito.
—Suena raro —admití.
—Lo sé —dijo—. Después, mi tía habló con tu madrastra. Yo no sabía cómo era ella. Solo sabía que eras huérfana de papá, que vivías con la esposa que él dejó, que trabajabas y que te pagaban poco. Mi tía hizo el trato pensando que te ayudaba. Yo confié en su juicio.
—Y dejaste que mi madrastra me vendiera —dije, dolida.
Agachó la cabeza.
—No sabía que iba a ser tan cruel —respondió, sincero—. La primera vez que fui a tu casa y escuché cómo te hablaba… me dieron ganas de irme. De decirte: “vámonos ahorita mismo, sola tú y yo, que le den a tu madrastra y a todos”. Pero vi el miedo en tus ojos. El miedo de no tener adónde ir. Y pensé que, aunque fuera por un mal camino, esto te daba opción de salir de ahí.
—A cambio de que yo creyera que estabas igual de jodido que yo —dije.
—No quería engañarte —dijo, con la voz tensa—. Solo… no sabía cómo decirte: “Oye, también tengo dinero, pero no quiero que eso sea parte de la ecuación”. Quería que me conocieras como hombre, no como cuenta bancaria. Y después… después ya fue pasando el tiempo y cada día se volvió más difícil confesarte. Tenía miedo de que pensaras que todo era una manipulación.
Nos quedamos en silencio un rato.
—¿Y lo era? —pregunté, al fin—. ¿Era una manipulación?
Pensó largo.
—Al principio… sí —admitió—. Al principio quería probar si alguien podía ver al hombre detrás del apellido. Pero luego… luego te vi despertarte temprano, hacer tu trenza a medias con sueño, salir a trabajar, regresar cansada, reírte con mis tonterías, compartir tu comida, poner tu pie junto al mío en la cama. Y ahí… se me olvidó el experimento. Solo eras tú. Y me daba más miedo perderte que cualquier otra cosa.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Mi madrastra ya sabe —dije, al fin—. O cree saber. Alguien te vio subir a un edificio elegante. Te vio con traje, con escoltas. Ella está furiosa. Dice que si yo no te saco dinero, va a venir a reclamarte a ti. O a ventilarlo todo.
—Que ventile lo que quiera —dijo, con una calma inesperada—. No me da miedo que se sepa quién soy. Me da miedo lo que eso te haga a ti.
—¿Qué me puede hacer? —pregunté, cansada—. Ya me hizo todo. Me humilló, me corrió, me vendió. Lo único que le queda es gritar más fuerte.
Sebastián sonrió, sin alegría.
—Alma —dijo—. Ya es hora de que esta historia deje de ser solo ella decidiendo por ti. Mañana, vamos a invitarla a hablar. Pero en mi terreno. No en el suyo.
—¿En tu terreno? —repetí.
—Sí —asintió—. Es hora de que vean al hombre completo. Al pobre, al ciego, al rico, al que ya se cansó de esconderse. Es hora de que tú veas todo, para que decidas con la verdad y no desde una esquina.
Algo en su voz me dio miedo… y esperanza a la vez.
La cita fue el domingo, como Graciela había amenazado.
La diferencia es que no fue en la colonia, ni en nuestra casita. Fue en la entrada de un edificio moderno, de cristal y acero, en la zona más fresa de Puebla. De esas torres donde las camionetas de lujo entran como si tragaran oro y cagaran cadenas.
—¿Estás segura? —pregunté, mientras bajábamos del taxi.
Sebastián tomó mi mano.
—No hay vuelta atrás —dijo—. Y ya es hora.
Llevaba un traje gris oscuro que le quedaba perfecto. Su bastón, sí, pero distinto: más elegante, como de fibra de carbono. Sus lentes también eran otros, más discretos.
Yo traía mi vestido azul —sí, el de la boda— y unos zapatos que me apretaban, prestados por la vecina. Me sentía como si hubiera entrado sin permiso al set de una serie donde no pertenecía.
Graciela llegó veinte minutos tarde, con Sofi pegada al celular.
—Ya era hora —dijo, acercándose—. Pensé que me citarían en un café, no en un edificio de ricos. ¿Qué onda, Alma? ¿Te olvidaste de tus raíces o qué?
Sofi miraba alrededor, impresionada.
—Mamá, aquí vive la gente que sale en TikTok —decía—. Los que tienen departamentos con alberca en el piso veinte.
Sebastián se adelantó un paso.
—Buenos días, Graciela —saludó, con voz calmada—. Gracias por venir.
Ella lo miró de arriba abajo.
—Órale —dijo—. Te ves diferente con traje. Ya no pareces el muertito de hambre que llegó a mi sala.
—El hambre enseña muchas cosas —respondió él—. Una de ellas, a reconocer quién se sienta contigo por conveniencia y quién por cariño.
—Ay, no vengas con discursos —lo cortó—. Vamos al grano. ¿Por qué no me dijiste que eras rico? ¿Te dio gusto ver cómo te trataba como pobre? ¿Te divertiste? ¿O querías ver cuánto aguantaba mi hijastra viviendo así?
Sebastián no se inmutó.
—No te dije porque nunca ha sido asunto tuyo cuánto dinero tengo —contestó—. Tú aceptaste este matrimonio porque creías que te convenía, no porque te importaran ni Alma ni yo. Te molestaste únicamente cuando pensaste que te estabas perdiendo una tajada más grande.
Graciela abrió la boca, ofendida.
—Yo acepté este matrimonio por ayudar —dijo—. Esa niña no tenía futuro. Yo le di uno.
—Tú la sacaste de tu casa —replicó él—. Yo le di un hogar. No confundas las cosas.
Suspiró.
—Pero tienes razón en algo —continuó—. Ya es momento de que todo esté claro. No solo para ti, sino para Alma.
Volteó ligeramente hacia mí.
—Alma —dijo—. Voy a mostrarte una parte de mi vida que escondí, por miedo y por cobarde. No quiero que te quedes conmigo por lo que veas hoy. Quiero que decidas con calma después. Pase lo que pase, respetaré tu decisión.
Mi corazón latía tan fuerte que me costaba respirar.
Entramos al edificio. El lobby era enorme, con un piso que brillaba como espejo. El guardia de seguridad, al vernos, se enderezó.
—Buenos días, ingeniero —saludó a Sebastián, inclinando ligeramente la cabeza.
“Ingeniero”.
Subimos en elevador hasta el piso veinte. Las puertas se abrieron a un pasillo alfombrado y, al final, una puerta doble. Sebastián sacó una tarjeta magnética de la bolsa del saco —¿cuándo la sacó?— y la acercó a un lector.
—Bienvenidos —dijo—. A la otra versión de mi vida.
La puerta se abrió.
El departamento era enorme. Sala con ventanales del piso al techo, vista a toda la ciudad. Cocina moderna, isla grande. Muebles elegantes. En una esquina, una guitarra apoyada en una silla, la única cosa que reconocí como “suya” de todos los días.
Sofi soltó un grito.
—No mames —murmuró—. Está más grande que la casa de la tía Lety y la de la abuela juntas.
Graciela se quedó parada en la entrada, con la boca abierta.
—¿Es… tuyo? —preguntó, mirando alrededor como si buscara cámaras.
—Sí —respondió Sebastián—. Es uno de los inmuebles que tengo a mi nombre.
Se encaminó hacia la sala con la seguridad de quien se sabe el camino.
—¿Cómo sabes exactamente dónde está todo? —preguntó Sofi, con curiosidad genuina.
—Porque la memoria también ve —dijo él—. Solo hay que practicar.
Nos sentamos. Bueno, ellas se dejaron caer en los sillones como si temieran que desaparecieran. Yo me quedé de pie, al lado del ventanal, mirando la ciudad chiquita desde esa altura.
—¿Eres millonario, entonces? —soltó Graciela—. ¿Así, nivel novela de Televisa?
Sebastián soltó una carcajada corta.
—No sé de niveles —dijo—. Pero tengo lo suficiente para no preocuparme por el gas ni por la renta. Lo suficiente para que mucha gente me haya tratado como si yo fuera una tarjeta de crédito andante.
Graciela frunció el ceño.
—¿Y por qué carajos te fuiste a tocar guitarra a los camiones? —preguntó—. ¿Es algún fetiche raro o qué?
—Es libertad —respondió—. La primera vez que gané cien pesos por tocar una canción que nadie me había pedido fue la primera vez que sentí que valía algo por mí mismo, no por el apellido. Y sí, también fue un capricho. Uno caro, pero mío.
Graciela se acomodó en el sillón.
—Y mi hijastra, ¿qué? —dijo—. ¿También fue un capricho?
La pregunta quedó flotando en el aire.
Sebastián volteó hacia donde yo estaba.
—No —respondió, despacio—. Alma fue… la primera persona que conocí en este tiempo nuevo que no me miró con lástima, ni con interés, ni con miedo. Me miró con coraje, sí. Con dignidad. Me gritó en la sala de su casa que no quería casarse conmigo. Y aun así, se casó, no por mí, sino por necesidad. Que se quedara después… que me pusiera el pie en la cama, que riera conmigo, que trabajara a la par… eso ya no fue parte del trato. Eso fue decisión. Suya.
Me temblaron las manos.
—Yo no sabía quién eras —dije, por fin—. Me sentí usada. Pensé que eras pobre como yo. Que… que éramos iguales en la desgracia.
—Nos iguala la vida, no la cuenta del banco —respondió—. Pero entiéndeme tú también: si te lo hubiera dicho al principio, ¿me habrías tratado igual? ¿Me habrías creído cuando te dije que te respetaría? ¿O habrías pensando “ya chingué”, como seguramente lo hizo tu madrastra?
Graciela se ofendió.
—Oye, tampoco —protestó—. Yo no sabía que eras rico. Si lo hubiera sabido, hubiera hecho una boda en grande. Hubiera invitado a todo el pueblo, no esas cosas discretas.
—Justo lo que quería evitar —dijo él.
Se volvió hacia ella.
—Graciela —dijo, serio—. Te llamé hoy aquí por dos razones. Una, para que dejaras de fantasear con que puedes chantajearme. No puedes. Si quieres ir a gritar al pueblo, grita. Si quieres ir a los medios, ve. No tengo nada que esconder. Cualquiera puede investigar y ver que, mientras tú vendías a tu hijastra, yo estaba tratando de encontrar una persona que me viera como algo más que una chequera. A quien van a señalar es a ti.
Graciela abrió la boca, pero no le salió nada.
—Y dos —continuó—. Para dejar claro que cualquier ayuda económica que yo decida dar será decisión mía. No una obligación. Y definitivamente no irá a manos de quien ha humillado, manipulado y maltratado a la mujer con la que me casé.
—¿Me estás llamando maltratadora? —gritó Graciela—. ¿Malagradecido! Yo acepté ese matrimonio cuando nadie más lo hubiera hecho. Yo le di a Alma techo, comida, cama.
Me cansé.
—Me diste techo para recordarme todos los días que me la podías quitar —dije—. Me diste comida para decirme que te la debía. Me diste cama para poder intentar venderme al mejor postor.
Sofi me miró, incómoda.
—No exageres, Alma —murmuró—. Mamá también la ha pasado mal.
—Sí —dije—. Pero no me uses de pretexto para sus decisiones. Yo siempre fui para ella un gasto, una carga. Nunca familia.
Graciela se levantó, furiosa.
—Pues si tanto te maltraté, quédate con tu millonario ciego —escupió—. Ya veré cómo le hago sin ustedes. Pero que no se les ocurra buscarme cuando las cosas se pongan feas. Yo ya hice mi parte.
—¿Cuál parte? —preguntó Sebastián—. ¿La de cobrar por una hijastra que nunca quisiste?
—La de soportar a una niña ajena en mi casa —respondió—. No todas lo hubieran hecho. Yo sí.
Se encaminó a la puerta.
—Vámonos, Sofi —ordenó.
Sofi se levantó a medias, pero dudó. Me miró a mí, luego a Sebastián, luego a su mamá.
—Mamá… —dijo—. ¿Y si…?
—¿Y si qué? —la cortó Graciela—. ¿También quieres quedarte aquí, de gata?
Sofi tragó saliva.
—No —dijo, recogiéndose el cabello—. Solo… nada. Vámonos.
Salieron dando portazos.
El silencio que se quedó atrás fue tan grande como el departamento.
Me volteé hacia Sebastián.
—Entonces… —dije, con voz baja—. ¿Ahora qué?
Él se quitó los lentes. Sus ojos, aunque nublados, parecían buscarme.
—Ahora decides tú —dijo—. Ya sabes quién soy. Lo bueno, lo malo, lo cobarde. Puedes irte si no quieres estar con alguien que te ocultó algo así. Puedo darte dinero para que empieces de cero lejos de aquí. O puedes quedarte… pero no por este departamento, ni por la empresa, ni por nada de eso. Quedarte por mí. Por el idiota que toca guitarra en los camiones y que aprendió a contar tus pasos cuando entras a la casa.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Eres un idiota muy raro —murmuré—. Millonario, pero viviendo como pobre. Ciego, pero viendo más que muchos.
Sonrió apenas.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Qué eres?
Lo miré.
—Soy Alma —respondí—. La hija de nadie, la hijastra de una bruja, la esposa de un ciego loco. Y… una mujer que está harta de que otros decidan por ella.
Di un paso hacia él.
—Te debí haber reclamado antes —dije—. Me dolió que me ocultaras esto. Me sentí usada, probada, examinada. Pero también sé que, si te fueras mañana y te quitaran todo, seguirías siendo el hombre que lava los trastes conmigo, que ríe con mis chistes malos, que me pregunta cómo estuvo mi día. Y ese hombre… ya se me metió bajo la piel.
Él tragó saliva.
—Entonces… —susurró—. ¿Qué decides?
Me acerqué tanto que pude oler su loción, distinta a la de todos los días.
—Decido que te odio un poquito —dije—. Pero que te quiero más.
Lo abracé.
Durante unos segundos, solo nos quedamos así, pegados, respirando.
—Con una condición —añadí, separándome apenas para mirarlo aunque él no me viera—. No quiero vivir encerrada aquí, como señora de novela, cuidando plantas y uñas. Quiero seguir trabajando, en la tortillería o donde sea. Quiero estudiar. Siempre quise ser maestra. Quiero vida, no solo lujos.
—Hecho —dijo, sin pensarlo—. Te acompaño a inscribirte donde quieras. Solo prométeme algo tú.
—¿Qué?
—Que nunca dejes que nadie, ni tu madrastra, ni mi consejo, ni yo, te diga cuánto vales. Eso lo decides tú.
Sonreí, con lágrimas corriendo sin pena.
—Trato hecho, ingeniero —dije.
—Ingeniero no —respondió—. Para ti, siempre seré el ciego del camión.
Reí.
—Está bien, ciego millonario —corregí—. Vámonos a casa. A la de verdad.
Miró alrededor.
—¿A cuál? —preguntó—. ¿A la de la colonia o a esta?
Lo pensé un segundo.
—A la de la colonia —dije—. Ahí empezó todo. Esta la usamos de vez en cuando, para que Sofi se muera de envidia cuando la invite un día a tomar café como invitada, no como dueña de nada.
Sebastián rió, con ganas.
—Te estás volviendo malvada —dijo.
—Mexicana nada más —respondí—. Una hace lo que puede con lo que tiene.
Con el tiempo, las cosas no se volvieron perfectas, pero sí más nuestras.
Sebastián arregló lo necesario con su empresa. Volvió, sí, al consejo, pero con condiciones. Puso en orden las cosas, se rodeó de gente que lo respetaba, no de los que lo veían como adorno. Siguió viviendo en la colonia conmigo, al menos la mayor parte del tiempo. El departamento de lujo se convirtió en lugar de trabajo, de juntas, de poner cara de “ingeniero”. Nuestro hogar real siguió siendo el cuartito con paredes descarapeladas, la estufa vieja, la cama donde nuestros pies se buscaban cada noche.
Yo dejé la tortillería y empecé a estudiar la prepa abierta. Más tarde, con la ayuda —y sí, el dinero— de Sebastián, me inscribí en la normal para ser maestra de primaria. No para sentirme superior, sino para que ninguna niña como yo creciera creyendo que su única salida era casarse con lo que le pusieran enfrente.
Graciela, fiel a su drama, contó en el barrio que yo la había abandonado por un millonario. Me pintó de interesada, de malagradecida, de todo lo malo. Pero el pueblo es sabio. Con el tiempo, algunas cosas salieron a la luz: lo que decía de mí, lo que hacía con el dinero que sacaba de los maridos, cómo trataba a Sofi cuando nadie veía.
Un día, Sofi llegó a la tortillería donde yo trabajaba medio turno y me buscó.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó, con los ojos hinchados.
La llevé a la casa.
—Mamá me corrió —dijo, sin rodeos—. Dice que soy igual que tú, que solo le veo la cara. Pero yo solo le pregunté por qué no me dijo que tú estabas estudiando. Quiero estudiar también. No quiero vivir de lo que consiga en Tinder.
La miré, viendo por primera vez no a la hermanastra burlona, sino a una chava asustada.
—Aquí tienes un sillón y comida —le dije—. No te prometo lujos, pero sí respeto. Y si quieres estudiar, vemos cómo le hacemos. No eres mi hermana de sangre, pero… sangramos de la misma señora.
Sofi soltó una carcajada entre lágrimas.
—Eres una naca cursi —dijo.
—Y tú también, ya ves —respondí.
Sebastián la recibió con un “siéntete en tu casa”. Nunca le recriminó nada. Con el tiempo, ella también lo vio más allá del bastón y del dinero. Lo vio dándole croquetas al perro callejero de la esquina, riéndose cuando se equivocaba de puerta, maldiciendo cuando se quemaba con el aceite.
—No está tan mal tu millonario —me dijo un día, en corto—. Hasta da tantita envidia.
—Consíguete el tuyo —repliqué—. Pero uno que no se haga pasar por pobre, por favor. Ese truco ya me lo sé.
Cuando me gradué como maestra, años después, Sebastián llegó a la ceremonia con un traje sencillo y una sonrisa que se oía.
—La directora me dijo que pocas alumnas habían trabajado tanto como tú —me susurró, mientras me colgaban la medalla.
—Pues es que algunas tenían quien les pagara todo sin trabajar —respondí—. Yo tuve que aguantar tortillas, madrastra y ciegos caprichosos.
—Caprichoso tú —dijo—. Que me elegiste sabiéndolo todo.
Lo miré, con la toga chueca, el birrete mal puesto, y sentí un orgullo que no cabía en mí.
—Te elegí porque, aunque te escondiste, al final tuviste el valor de mostrarte completo —dije—. Y porque, rico o pobre, me enseñaste que la valentía no se compra en el Oxxo.
Él se rió.
—Y tú me enseñaste que una “simple” mujer puede poner de cabeza la vida de un hombre que se creía dueño de todo —dijo—. Resultó que lo que no tenía era… alma.
Me guiñó un ojo, aunque no me viera.
—Y el destino me dio la mejor Alma del mundo.
Le tomé la mano, sintiendo las cicatrices, la fuerza, la historia.
Ahí, en medio de una escuela pública, con mis padres ausentes, mi madrastra chismeando quién sabe dónde, Sofi grabando todo para subirlo a sus redes, y Sebastián de traje barato, entendí algo simple: la vida no se trataba de castillos, ni de camionetas, ni de cuentas secretas. Se trataba de quién estaba sentado contigo en la mesa, compartiendo los frijoles y los sueños.
Mi madrastra quiso obligar a una mujer “simple” a casarse con un ciego “pobre”, pensando que así resolvía sus problemas. Nunca imaginó que, en ese trato que hizo sin preguntarme, yo iba a encontrar algo que ni ella ni el dinero podían controlar: mi propia voz.
Y que ese ciego, en lugar de ser mi condena, se volvería el testigo —y cómplice— de cómo dejé de ser la hija que se aguantaba todo… para convertirme en la mujer que elige, que se equivoca por cuenta propia, que ama sin miedo al saldo bancario.
Una mujer mexicana más, con una historia que suena a telenovela… pero que, por primera vez, yo escribí con mis propias manos.
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