Cuando mi hermana se burló de mi vientre vacío y mis papás rieron, entendí que mi soledad dolía menos que su burla

La primera vez que me preguntaron “¿y el novio?” yo tenía quince años y un grano enorme en la frente. Estábamos en la sala de mi casa en Puebla, era Navidad, y la tía Lety, con su típico vaso de Sidral Mundet en la mano, me miró de arriba abajo y soltó:

—Tú tan bonita, Marianita, ¿y el novio? No me digas que nadie te tira la onda.

Me puse roja, me reí nerviosa, miré el piso. Tenía más miedo a que descubrieran que nunca había besado a nadie que a mi calificación de matemáticas.

A los veinte, la pregunta evolucionó a: “¿y el novio formal?”.
A los veinticinco: “¿y para cuándo la boda?”.
A los treinta: “¿y el reloj biológico, mi’ja? Luego se arrepienten, eh”.

A los treinta y siete, lo que vino ya no fue pregunta. Fue tiro directo.


Me llamo Mariana. Tengo treinta y siete, vivo en la Ciudad de México, en la colonia Narvarte, trabajo como productora en una agencia creativa que hace comerciales para marcas de shampoo, cerveza y bancos que juran que “están contigo en cada paso de la vida”. No tengo marido, no tengo hijos. Tengo un balcón lleno de plantas, una gata llamada Frida y una vida que, hasta hace poco, me gustaba bastante.

El fin de semana del desastre era el cumpleaños sesenta de mi mamá, y mis papás decidieron hacer una comida grande en Puebla, en la casa donde crecimos. Esa casa de fachada amarilla, con reja blanca, donde aprendí a andar en bici y a odiar los domingos porque eran de misa y barbacoa obligatoria.

—No puedes faltar —me dijo mi mamá por teléfono, casi dos meses antes—. Van a venir tus tías de Veracruz, tus primos de Querétaro, tu abuela. Y tu hermana, claro.

“Tu hermana”.

Ahí empezó a apretárseme el estómago.

Mi hermana, Lucía, es dos años menor que yo pero siempre pareció mayor, por esa seguridad que tenía desde chiquita. Guapa, risueña, con el cabello lacio perfecto y pestañas de comercial de rímel, fue la primera en tener novio, en casarse, en tener casa propia, en embarazarse. Mis papás la presumían como si la hubieran mandado a la luna.

—Lucía sí nos dio nietos —decía mi mamá, a veces en broma, a veces no tanto.

Yo, en cambio, fui “la estudiosa”. La que se iba a la Ciudad de México, la que trabajaba hasta tarde, la que “anda muy ocupada con su carrera”, la que a veces llevaba novios raros a las comidas y a veces llegaba sola.

Había una especie de guion tacito: Lucía representaba la vida correcta; yo, la alternativa rara que ellos nunca entendieron del todo.

Aun así, dije que sí.
Claro que iba a ir.
Era el cumpleaños sesenta de mi mamá.


El sábado amaneció soleado y con ese viento ligero que en Puebla levanta polvo y olores de comida al mismo tiempo. Manejar desde la Ciudad de México siempre me daba una sensación extraña, como si hiciera un viaje en el tiempo cada vez que me acercaba a las calles donde había sido niña.

Llegué a la casa justo cuando mi tía Lety sacaba las primeras charolas de mole poblano. El olor a chocolate, chile y especias llenaba el patio. Mis primos ya estaban ahí, con chelas en la mano, hablando de fútbol y de la nueva tienda de Costco.

—¡Mira nada más la chilanga! —gritó mi primo Julio cuando me vio—. ¿Qué, ya se te olvidó cómo se come bien, o qué?

—Si vieras los tacos de pastor que me echo allá, no dirías eso —contesté, riendo.

Nos abrazamos, me dieron mi primer vaso de cerveza “para empezar”, y me perdí un rato entre saludos, besos, “no manches cuánto tiempo”, “ya estás grande, cabrón” y “ay, Marianita, cada vez más joven, ¿eh?”. Ese tipo de comentarios que en familia se dan así, como si fueran condimento.

Lucía llegó una hora después, haciendo entrada de telenovela.
Blusa blanca, jeans ajustados, tacones. El cabello recogido en una cola de caballo alta. Detrás de ella, su esposo, Alejandro, cargando al bebé de un año, y su hija de cinco jalándole la mano.

—¡Llegó la familia perfecta! —dijo mi tía Lety, medio en serio, medio en broma.

Lucía sonrió, acostumbrada.

La vi desde el patio mientras ella cruzaba la sala, recibiendo besos y elogios.

—Ay, comadre, qué guapa, ¿eh?
—Y los niños, ¡qué preciosos!
—Tú sí sabes hacer las cosas a tiempo.

No pude evitar sentir ese piquetito interno, ese pequeño celo mezclado con hartazgo. No porque yo quisiera esa vida, necesariamente, sino porque era la única que mi familia consideraba “graduación oficial”.

—Hermana —dijo Lucía cuando por fin llegó al patio—. ¡Mírate! Cada vez más flaca. Te odio.

Me abrazó, me dio dos besos ruidosos.

—Tú siempre igual —respondí—. Como si la maternidad te hubiera hecho más guapa. Injusto.

—Ay, no digas eso —rió—. Si vieras mis ojeras sin corrector…

En apariencia, todo estaba bien.
Y en apariencia, todas nos queríamos.


La comida empezó con un brindis. Mi papá, con su bigote de siempre y su camisa de cuadros, levantó el vaso de sidra.

—Por mi vieja —dijo, poniendo la mano en el hombro de mi mamá—. Sesenta años y sigue igual de mandona.

Todos rieron. Mi mamá se tapó la cara con las manos, fingiendo pena.

—Por la salud, por la familia y porque sigamos juntos muchos años más —añadió él.

—¡Salud! —contestamos, chocando vasos.

El mole estaba espectacular. El arroz, esponjoso. Las tortillas, hechas a mano. Mis tías habían sacado todo el armamento culinario para festejar a mi mamá.

Yo estaba sentada en una de las mesas largas, de plástico, junto a Lucía y mis primos. Mis papás en la cabecera de otra mesa, rodeados de tías y tíos. Los niños corrían alrededor, gritando, tirando globos.

En algún momento, mientras me servía otra pieza de pollo, mi tía Lety preguntó, como si nada:

—Oye, Mari, ¿y tú para cuándo?

Sentí el clásico escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Para cuándo qué, tía? —pregunté, intentando sonar casual, aunque ya sabía por dónde iba.

—Pues el marido, los chamacos —dijo ella, riendo—. Mira nomás a Lucía, ya con la parejita.

Todos miraron a Lucía, como si fuera un trofeo en exhibición. Ella sonrió, acostumbrada a ese foco.

—Ay, tía —intervine—. Ahorita estoy bien así, la verdad. Mucha chamba, muchos proyectos. No tengo prisa.

Fue entonces cuando Lucía soltó la frase.

Ni siquiera lo pensó demasiado. Le salió como resbalón, como reacción automática. Me miró con esa sonrisa medio burlona que le sale cuando se siente segura, tomó su vaso de refresco, dio un traguito, y dijo:

—¿Y dónde está tu marido y tus hijos, eh, hermana?
Hizo una pausa teatral, se inclinó hacia mí y añadió, con voz cantadita:
—Ah, cierto… no tienes.

Lo dijo con ese tonito de broma pesada, el que en la familia siempre se justificaba con un “ay, no aguantas nada”.

Mis papás se rieron.
No una carcajada malvada, pero sí una risa.
Esas risitas de “ay, qué ocurrencia la de Lu”.

Sentí como si alguien hubiera quitado el mantel de golpe, dejando todos mis platos al aire. Esa risa me dolió más que la frase. Porque no fue solo Lucía, fue el coro.

Los primos se quedaron callados. Algunos hicieron “uyyyyy” muy bajito. Mi primo Julio miró al plato. Mi tía Lety sonrió incómoda.

Yo me quedé congelada, con el tenedor en el aire y el trozo de pollo a medio camino.

Todo el aire se me fue a los pies.

—Lucía —dije al fin, poniendo el tenedor en el plato—, ¿te parece chistoso?

Ella se encogió de hombros.

—Ay, hermana, es una broma. No te piques.

—Pues no me dio risa —respondí—. Pero qué bueno que a ustedes sí.

Miré a mis papás. Mi mamá había dejado de reír y ahora tenía esa cara de “ya se ofendió, qué exagerada”. Mi papá bajó la mirada, incómodo.

—Ya va a empezar la dramática —murmuró alguien en la otra mesa. No supe quién.

Sentí cómo se me calentaban las orejas.

—No estoy siendo dramática —dije, esta vez más fuerte—. Solo digo que no está chido burlarse de eso.

Lucía rodó los ojos.

—Ay, Mari, siempre tan sensible. Nomás dije lo que es. No tienes marido, no tienes hijos. Eso no es insulto, es realidad.

—La forma en la que lo dijiste sí es insulto —contesté—. Como si fuera algo vergonzoso.

—Pues es raro, la neta —intervino mi papá, sin mirarme directamente—. A tu edad, lo normal es que ya tengas una familia.

Ahí fue cuando se rompió algo adentro de mí.


Pasé años tragándome comentarios así.
“A ver cuándo nos das la sorpresa.”
“Ya se te va a ir el tren.”
“Todas dicen que no quieren hijos y luego andan llorando porque ya no pueden.”

Siempre respondía con chistes, con evasivas, con frases como “mi proyecto ahorita soy yo”. Pero nunca había puesto un alto claro. Siempre pensé que era parte del paquete de ser mujer en una familia tradicional mexicana.

Ese día, con el sonido de la risa de mis papás todavía zumbándome en los oídos, algo cambió.

Me acomodé en la silla, respiré hondo y dije, en voz lo bastante alta como para que todos en la mesa lo escucharan:

—Pues sí, no tengo marido ni hijos. Y ¿saben qué? Estoy bien así. No soy una falla del sistema por eso.

Lucía soltó una risita nasal.

—Ay, ya va a salir el discurso feminista —dijo—. Solo dije una broma, relájate un chingo.

Se recargó en la silla, cruzando los brazos.

—No, no es un discurso feminista —respondí—. Es mi vida, Lucía. Esa de la que acabas de burlarte frente a toda la familia. Porque tú sí cumpliste el molde.

—¿El molde? —se ofendió—. Perdón por tener esposo que me quiere y dos hijos hermosos.

Su esposo, Alejandro, levantó las cejas, incómodo, mirando el celular como si no estuviera ahí.

Mi mamá intervino, con tono conciliador falso:

—Ya, ya, no peleen. Estamos de fiesta. Lu, hijita, no te burles. Mari, no te lo tomes tan a pecho. Siempre dices que eres fuerte.

—Ser fuerte no significa aguantar humillaciones —dije, mirándola—. Ni de mis papás ni de mi hermana.

Mi papá frunció el ceño.

—Humillación, humillación… tampoco exageres, Mariana. Nada más se rieron.

Ahí se me salió.

—¡Pues no se rían! —solté, golpeando la mesa con la mano—. ¡No es chistoso! ¿A poco si yo dijera “oye, Lucía, y tu carrera profesional, ah cierto, no tienes”, se reirían igual?

La mesa se quedó en silencio. Uno de los niños dejó caer su vaso. Mi abuela nos miraba desde la otra mesa, con expresión de susto.

Lucía abrió la boca, indignada.

—¿Qué tienes contra mí? —preguntó—. ¿Te choca que yo sí haya querido ser mamá?

—No tengo nada contra que seas mamá —contesté—. Lo que me choca es que uses eso para sentirte superior. Como si tener marido y chamacos fuera medallita para colgarte cada vez que puedes.

—Nadie se siente superior —se metió mi mamá—. Solamente nos preocupa que te vayas a quedar sola.

—¿Sola para quién, mamá? —pregunté, mirándola directo—. ¿Para ustedes, que quieren contar nietos? ¿Para las vecinas que te preguntan “y la otra hija pa’ cuándo”? Yo no me siento sola. Me siento sola ahorita, aquí, con mi familia riéndose de mí.

Mis palabras cayeron como piedra en el patio.

—No te pases —dijo mi papá—. Nadie se está “riéndose” de ti. Nomás hay convivio. Siempre sales con tus traumas de la ciudad.

—¿Traumas de la ciudad? —repetí, sin creerlo—. Papá, toda mi vida he escuchado que “lo normal” es casarse y tener hijos. Yo elegí otra cosa. ¿Cuántas veces me han preguntado si de verdad quiero eso? Nunca. Solo se burlan porque no cumplo el guion.

Lucía chasqueó la lengua.

—Ay, hermana, no hagas todo sobre ti. Hoy es el cumpleaños de mi mamá, no tu terapia.

Esa frase fue la gasolina al fuego.

—Mi mamá —dije, volteando hacia ella—, que se rió cuando te burlaste de mí.

Mi mamá abrió mucho los ojos, como si la hubiera abofeteado.

—Fue una risita, Mari —susurró—. No lo hice con mala intención.

—Las peores cosas casi nunca se hacen con “mala intención” —respondí—. Se hacen con costumbre.


La discusión empezó a subir de tono. Mis primos intentaron cambiar de tema, pero era como tratar de tapar un volcán con una servilleta.

—Mira, Marianita —dijo mi tía Lety, nerviosa—, todas tenemos diferentes caminos. Nadie te está juzgando. Es más, yo siempre he dicho que qué valiente tú, allá en la capital, viviendo sola.

—Pues no se nota —repliqué—. Porque cada vez que vengo aquí, tarde o temprano termina saliendo el comentario de “¿y el novio?”, “¿y los hijos?”. Es como si mi valor como persona estuviera medido por quién duerme conmigo y quién sale de mi útero.

—¡Ay, qué vulgar! —intervino otra tía—. No digas “útero” en la mesa.

Estuve a punto de reír, de lo absurdo.

Lucía se inclinó hacia mí, con esa mirada de hermana menor que cree saber más de la vida.

—Mira, te voy a decir algo —dijo, bajando un poco la voz, aunque todos la escucharon—. A lo mejor tú ahorita te sientes muy chingona con tu departamento, tu gato y tus viajes, pero un día vas a llegar a esa casa vacía y te va a doler. Y ahí no va a haber nadie que te traiga un vaso de agua cuando estés enferma. Tus amigos se casan, se van. Los papás se mueren. Y tú… sola. Es la verdad.

Cada palabra fue un golpe.

—Y tú, ¿crees que tus hijos están obligados a cuidarte solo porque los tuviste? —respondí—. ¿De verdad ese es el trato? ¿Parir para no estar sola? Qué egoísta.

—¡No es egoísmo! —gritó ella—. ¡Es la vida! Así ha sido siempre.

—Pues yo no quiero que “así sea siempre” —respondí—. Yo aprendí que uno puede elegir. Y elegí no tener hijos. No quiero. No me da la gana. No es falta de oportunidades, no es que nadie me quiera, no es que “no me ha llegado el indicado”. Simplemente no quiero. ¿Por qué carajos es tan difícil de entender?

Mis palabras resonaron contra las paredes.
El vecino de al lado apagó su música un segundo, como si estuviera escuchando el capítulo nuevo de una telenovela.

Mi papá golpeó la mesa con la palma.

—¡Ya estuvo! —tronó—. No vas a venir a gritarnos a nuestra casa.

—No estoy gritándoles —respondí, aunque sabía que sí había levantado la voz—. Estoy defendiendo mi derecho a no ser menos por no parecerme a Lucía.

Lucía se levantó de la silla de golpe, tirando la servilleta al piso.

—¿Sabes qué? —dijo, señalándome con el dedo—. Siempre fuiste la consentida porque eras la que sacaba dieces, la que se fue a la universidad, la que “tiene futuro”. Nadie me volteó a ver cuando yo dije que quería casarme joven. Me llamaron tonta. Me dijeron que iba a “desperdiciar mi potencial”. Y ahora resulta que tú eres la víctima solo porque te hice una broma.

No me esperaba esa salida.

—¿De qué hablas? —pregunté—. Si siempre te pusieron de ejemplo. “Lucía sí nos dio nietos”, “Lucía sí se vistió bonito para la fiesta”, “Lucía sí tiene novio formal”.

—Sí, para las cosas de la casa —respondió ella, con los ojos brillando—. Para lo demás, siempre eras tú. Tú, la inteligente. Tú, la independiente. Yo, la que “nada más se quería casar”.

Se le quebró la voz.

—¿Tú crees que es fácil? —continuó—. Levantarme a las cinco para hacer lonche, llevar niña al kínder, cuidar al bebé, hacer comida, ir al trabajo medio tiempo, regresar, hacer tarea con la niña, escuchar a Alejandro quejarse del tráfico… ¿Tú crees que mi vida es solo fotos de Instagram? También estoy cansada, también lloro. Pero al menos tengo algo que tú no.

—¿Qué? —pregunté, en automático.

—Familia —dijo, llevándose la mano al pecho—. Gente que depende de mí. Que me necesita. Tú solo te necesitas a ti, y eso, perdón, pero a mí me parece muy triste.

Silencio.

Sus palabras me atravesaron, pero detrás del dolor había algo: miedo. El miedo de ella. Y en el fondo, en uno de esos rincóncitos que una no quiere ver, un pedazo de verdad.

Tomé aire.

—Sí, Lucía —dije, más tranquila—. Tu familia te necesita. Y tú necesitas que te necesiten, para sentirte valiosa. Yo aprendí a sentirme valiosa sin que nadie dependa de mí. No es tristeza, es distinta forma de estar en el mundo. Y está igual de válida.

Mi mamá se masajeaba las sienes, como si tuviera migraña.

—No me gusta verlas así —dijo, con voz cansada—. Yo solo quería una fiesta tranquila.

—Y yo solo quería comer mole sin que se burlaran de mi vida —repliqué.


Alguien propuso cantar “Las mañanitas” para bajar la tensión. Mi tía sacó el pastel. Mis primos empezaron a aplaudir. El momento incómodo se intentó maquillar con velitas y betún.

Yo me quedé sentada, sintiendo una mezcla rara de culpa, rabia y alivio. Culpa por haber reventado la burbuja en pleno cumpleaños. Rabia por años de comentarios. Alivio porque, por primera vez, había dicho en voz alta lo que siempre pensaba callada.

Lucía se fue a su cuarto “a darle de comer al bebé”. Su esposo detrás, cargando a los niños. Yo aproveché para ir al baño y respirar.

En el espejo del baño, con los azulejos color crema de mi infancia detrás, me vi diferente. No era solo el maquillaje corrido por la emoción. Era la mirada. Había algo nuevo. Algo parecido a decisión.

Saqué el celular. Tenía mensajes de mis amigas de la CDMX en el grupo que se llamaba “La Junta de las Brujas”.

Mon: “¿Sobreviviste a la comida familiar?”
Fer: “Acuérdate de respirar cuando salga la tía de los comentarios.”
Vale: “Si te dicen algo de los hijos, acuérdate: tú no tienes, pero tienes nalgas y puedes irte cuando quieras 😂”.

No pude evitar sonreír.

Les escribí:

Yo: “Lucía se burló de que no tengo marido ni hijos. Mis papás se rieron. Acabo de armarles un numerito. Merezco chela y apapacho.”

Vale: “Bien hecho.”
Mon: “Ya era hora.”
Fer: “Te amo. No dejes que te hagan chiquita.”

Respiré hondo.
Sí.
No iba a dejar que me hicieran chiquita.

Cuando salí del baño, el “Feliz cumpleaños” ya estaba en la parte de “que los cumpla feliz”. Mi mamá soplaba las velitas, fingiendo que nada había pasado. Le di un abrazo, le susurré “feliz cumple” al oído.

—No te enojes conmigo, hija —me dijo bajito—. Yo solo quiero verte feliz.

—Yo también, mamá —respondí—. Solo que mi feliz se ve diferente al que tú tenías planeado.

Me apretó la mano, sin decir más.


El resto de la tarde fue como caminar sobre cáscaras de huevo. Todos se comportaron como si nada, pero había un silencio raro cada vez que yo entraba a una conversación. Lucía no volvió a sentarse a mi lado. Se quedaba con las tías que la rodeaban, haciéndole fiesta al bebé.

A las siete, dije que me regresaba a la Ciudad de México.

—Pero si pensabas quedarte a dormir —dijo mi papá—. Ya tomaste, ¿no?

—Ya se me bajó —mentí—. Prefiero manejar hoy.

En realidad, no quería pasar la noche bajo ese techo. La idea de dormir en mi cuarto de adolescencia, con posters viejos y recuerdos de cuando pensaba que a los treinta tendría “familia”, me apretaba el pecho.

Mi mamá me miró con ojos de súplica.

—Quédate, hija —dijo—. Mañana hacemos desayunito rico. Chilaquiles.

La palabra “hija” me jaló. Pero la incomodidad me jalaba más fuerte.

—No, má —dije, con ternura pero firme—. De verdad necesito irme.

Lucía salió al patio justo cuando estaba cargando mi mochila.

—¿Ya te vas? —preguntó, parada en la puerta.

—Sí.

Nos miramos un segundo. Entre nosotras había una distancia que iba más allá de los dos pasos de piso de cerámica.

—No quise hacerte sentir mal —dijo ella, finalmente—. De verdad fue broma.

—Pues te salió cara la broma —respondí—. A lo mejor la próxima vez piensas antes de usar mi vida como chiste.

Frunció los labios.

—Siempre has sido bien intensa —murmuró—. Nunca fue suficiente nada de lo que hacíamos.

—Nunca fue suficiente lo que YO hacía —repliqué—. Y aun así, aquí estamos.

No hubo abrazo. Solo un “nos vemos” flotando en el aire.

Subí al coche y salí de la calle donde había jugado a las escondidas de niña, sintiendo que ahora me escondía de otra cosa: de la expectativa ajena.


Esa noche llegué a mi departamento en la Narvarte con los ojos hinchados. Me recibieron las luces tibias, el olor de mi incienso de copal, el maullido de Frida. Puse una playlist de boleros tristes, me serví una copa de vino y me dejé caer en el sillón.

Lloré.

No por no tener marido ni hijos. Eso lo tenía bastante claro. Lloré porque mi propia familia usaba eso como arma. Lloré por la risa de mis papás. Lloré por Lucía, por su cansancio disfrazado de medalla. Lloré porque no quería sentirme culpable por haber defendido mi vida.

Al día siguiente, empecé a recibir mensajes.

De mi mamá:
“Buenos días, hija. Ya en la iglesia. Rezo por ti. Perdón si te ofendimos ayer. Te queremos.”

De mi papá:
“Llegaste bien? Mándame mensaje cuando puedas. No fue pa’ tanto, no exageres.”

De Lucía:
“Te pasaste. Elegiste arruinarle la fiesta a mi mamá porque no aguantaste una broma. Siempre ha sido así contigo. Todo gira alrededor de cómo te sientes.”

Leí el mensaje de Lucía varias veces. Sentí el viejo patrón queriendo activarse: el de mí pidiendo perdón por sentir. El de “bueno, sí exagere, mejor le bajo”.

Esta vez, algo distinto pasó.

En vez de disculparme, escribí:

“Lucía, lo que dijiste no fue una broma ligera. Te burlaste de algo que sabes que me han cuestionado toda la vida. Mis decisiones sobre no tener pareja ni hijos no están para que tú hagas chistes frente a todos. Y que mis papás se rieran me dolió un chingo. No arruiné la fiesta: puse un límite. Si eso para ti es un drama, no sé qué decirte.”

La vi escribiendo… y borrando. Escribiendo… y borrando. Finalmente, contestó:

“Ok. No lo vi así. Pero igual escogiste el peor momento. X.”

“La vida nunca escoge el ‘mejor momento’ para pegar donde duele”, pensé. Pero no lo escribí.

Guardé el cel. Me serví café. Abrí la ventana. La ciudad seguía, con sus ruidos de camiones, madres regañando niños en la calle, vendedores de tamales gritando por el altavoz.

Ese mismo lunes, en la agencia, mis compañeras me preguntaron cómo me había ido.

Les conté, con risas nerviosas, toda la escena: la burla, la risa, la pelea, el pastel entrando como actor secundario.

Cuando terminé, Mon, mi mejor amiga en la chamba, soltó:

—Güey, yo hubiera aventado el mole. Te contuviste un buen.

Reímos. Y reír de eso con ellas fue como ponerle pomada a la herida.


Las semanas siguientes fueron raras. Mis papás me escribían de vez en cuando, pero ya no sacaban el tema. Me mandaban fotos del jardín, de la nueva estufa, de mi abuela viendo la novela. Como si todo siguiera igual.

Con Lucía, en cambio, la cosa se enfrió. Respondía seco. Mandaba fotos de los niños al chat familiar, pero no me hablaba directamente. Yo, por primera vez, no corrí a arreglar las cosas. Dejé que el silencio existiera.

En ese tiempo, empecé terapia.

Siempre la había pospuesto. “Más adelante”, “cuando tenga tiempo”, “cuando baje la chamba”. Después de la pelea, supe que ya no podía seguir parchando con memes y vino lo que llevaba cargando años.

Mi terapeuta, una mujer oaxaqueña de hablar pausado llamada Alma, me escuchó desmenuzar todo: las preguntas de la tía, la burla de Lucía, la risa de mis papás, mi explosión.

—¿Qué fue lo que más te dolió? —preguntó, en una de esas sesiones.

Pensé un rato.

—Que mis papás se rieran —dije—. Uno espera que el mundo allá afuera juzgue, pero no tu casa. Sentí que se paraban en el mismo lugar que mi hermana: el que dice que mi vida está incompleta.

—¿Y tú crees que está incompleta? —preguntó.

Me quedé callada. En el fondo, había una vocecita que, a veces, cuando llegaba sola a mi depa después de una fiesta, susurraba “¿y si se equivocan, y sí te vas a arrepentir?”. Esa vocecita llevaba la voz de mi mamá, de las tías, incluso de Lucía.

—A veces —admití—. Pero luego me acuerdo de todos los momentos en los que elegí esto. El alivio que sentí cuando terminé con mi último ex que insistía en tener hijos cuando yo ya sabía que no quería. La paz de saber que mis decisiones son mías. Y se me pasa.

Alma asintió.

—Una cosa es dudar —dijo—. Otra muy distinta es dejar que el miedo de los otros defina tu vida.

Salí de esa sesión un poco más ligera.


Dos meses después de la pelea, un viernes por la noche, estaba en un bar en la Roma con mis amigas cuando me entró una llamada de mi mamá.

No suelo contestar en medio del ruido, pero insistió. Tercera llamada seguida. “Algo pasó”, pensé.

Salí a la banqueta, con el vaso de mezcal todavía en la mano.

—¿Má? —contesté—. ¿Todo bien?

Del otro lado, su voz sonó temblorosa.

—Es tu hermana.

Se me heló la espalda.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Alejandro… —respiró hondo—. Alejandro la engañó. Lucía encontró mensajes en su celular. De otra. Está hecha pedazos.

El universo, con su sentido del humor raro, se había cerrado en círculo. La perfecta familia, rota por algo que yo conocía bien: un celular lleno de mensajes ajenos.

—¿Dónde está? —pregunté.

—En la casa. Llorando. Tu papá está que echa lumbre, pero tú sabes cómo es, no sabe qué decir. Le dije que te iba a llamar. No quería, ya sabes cómo es de orgullosa, pero… eres su hermana.

Miré a la Roma viva, los coches pasando, la gente riendo en las terrazas, la música en las bocinas. Mi noche de mezcal y plática se había convertido, de pronto, en una puerta hacia el pasado.

—¿Puedes venir mañana? —preguntó mi mamá—. No quiero presionarte, hijita, pero creo que te necesita.

Tragué saliva.
Parte de mí quería decir “no es mi problema, que se las arregle”. Otra parte se acordó de la Lucía de cinco años que se colgaba de mi brazo para que la llevara a la primaria. De la Lucía que lloraba cuando le ponían vacuna y me apretaba la mano.

—Voy —dije—. Llego mañana al mediodía.


El sábado al mediodía estaba otra vez en la fachada amarilla de siempre, con mi mochila al hombro y un nudo en la garganta.

Mi mamá me abrió la puerta. Tenía la cara hinchada de tanto llorar.

—Está en su cuarto —dijo, señalando hacia la derecha—. No ha querido salir. Los niños están con los suegros. Alejandro… se fue.

—¿Se fue? —pregunté.

—Dice que necesita “tiempo” —respondió, con desprecio—. Tiempo mis huevos.

No pude evitar soltar una risa cortita. Mi mamá casi nunca decía groserías.

Toqué la puerta de la recámara de Lucía.

—¿Qué? —se escuchó una voz ronca, al otro lado.

—Soy yo —dije—. Mariana.

Silencio.

Por un momento, pensé que no abriría. Pero finalmente escuché el clic de la chapa. La puerta se abrió apenas unos centímetros.

Lucía estaba en pijama, el cabello hecho un desastre, los ojos rojos. Nada que ver con la versión perfectamente maquillada de la fiesta.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin mucha fuerza.

—Mi mamá me llamó —respondí—. ¿Puedo pasar?

Se hizo a un lado.

Su cuarto estaba desordenado: ropa en la silla, pañales en el piso, juguetes, cajas de zapatos. La cama deshecha. Encima del buró, un celular con la pantalla rota.

Nos sentamos en la orilla de la cama, sin mirarnos.

—Lo cachaste en el celular —dije, más afirmación que pregunta.

Lucía asintió, apretando los labios.

—Mensajes con una vieja del trabajo —dijo—. Fotos. “Te extraño”, “no puedo dejar de pensar en lo de ayer”, esas mamadas. Igualito que en las novelas. Yo, la estúpida, leyendo todo.

Su voz se quebró. Se tapó los ojos con las manos.

—Y yo burlándome de ti —añadió, casi en susurro—. Y diciéndote que al menos yo tengo familia.

Algo en mi pecho se ablandó.

—No estás recibiendo tu castigo, si eso estás pensando —dije—. No es karma. Es el mismo sistema jodido donde nos educaron a creer que valemos más si alguien nos elige. A ti te eligieron y te traicionaron. A mí no me eligieron y se burlan.

Lucía se dejó caer hacia atrás, mirando el techo.

—No sé qué hacer —dijo—. No sé si perdonarlo, mandarlo a la chingada, si decirles a los niños, si fingir que no sé nada. Mi cabeza es un desmadre.

—No voy a decirte qué hacer —respondí—. Bastante gente ya cree que puede opinar en nuestras vidas. Solo vine a decirte que aquí estoy. Si quieres llorar, gritar, mentar madres, lo que sea.

Se giró hacia mí, al fin mirándome directo.

—¿No me odias? —preguntó, con ojos de niña.

—Te odié un ratito —admití—. Ese día. Cuando dijiste lo del marido y los hijos y mis papás se rieron. Me dolió tanto que hubiera preferido que me abofetearas. Pero luego… te vi. Cansada. Y supe que tus palabras venían de tu propio miedo. No te justifico. Solo te entiendo un poco más.

Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas.

—Tenías razón —susurró—. Necesitaba que me necesitaran para sentir que valgo. Y ahora que el que se suponía que me elegía se fue con otra, siento que no valgo nada.

—Eso es mentira —dije, tomando su mano—. Valiste desde antes de casarte. Valiste cuando jugábamos a las escondidas, cuando hacías dibujos horribles y decías que eran perros, cuando te peinaba para la primaria. Valiste cuando quisiste casarte joven aunque todos te dijeran que no. Valiste cuando pariste a tu hija con miedo y sin epidural. Y vales ahorita, aunque Alejandro sea un imbécil.

Dejó escapar una carcajada llorosa.

—No digas epidural, que me acuerdo del dolor —dijo, limpiándose la nariz con la manga.

Nos quedamos un rato en silencio, solo respirando juntas.

—Perdóname —dijo, al fin—. No por lo de ahora. Por lo de antes. Por la burla. Por todos los chistes. Pensaba que no te afectaba. Siempre te vi tan… fuerte. Tan “yo puedo sola”.

—Ser fuerte está sobrevalorado —respondí—. A veces solo significa que nadie te da permiso de caerte.

Lucía asintió.

—No quiero ser como mamá —dijo—. Que se tragó mil cosas de mi papá por no quedarse sola. Pero tampoco quiero destruir a mis hijos sacando al papá de sus vidas. No sé dónde está el punto medio.

—Pues nadie nos enseñó —respondí—. Ni a ti ni a mí. Estamos improvisando.

—Tú lo hiciste mejor —dijo—. Tú sí supiste poner un límite.

La frase me sorprendió.

—¿Tú crees? —pregunté.

Asintió.

—Cuando te paraste allí, en la mesa, y dijiste que no estabas menos por no tener lo que yo tengo, me ardió. Mucho. Porque parte de mí sabe que tienes razón. Y otra parte… te envidió. Envidió tu libertad. Yo me sentí atrapada.

La confesión me cayó como vaso de agua fría.

—¿Envidias que llegue a una casa donde no hay nadie? —pregunté, con una sonrisa triste.

—Envidio que si quieres, puedes irte a Oaxaca el fin de semana sin pedir permiso, sin hacer malabares con las mochilas de los niños —respondió—. Envidio que tu valor no esté amarrado a si haces lonche o no. Aunque te jodan por no tener marido, tú antes que nada eres Mariana. Yo hace rato que deje de ser Lucía. Soy “la esposa de”, “la mamá de”.

La miré. Esa frase la había escuchado en otras bocas, pero nunca pensé que saldría de la de Lucía.

—Podemos aprender las dos —dije—. Yo, a dejar entrar a la gente sin miedo a perderme. Tú, a encontrarte más allá de ser esposa y mamá.

Sonrió entre lágrimas.

—Qué cursi eres —murmuró.

—Lo aprendí en terapia —contesté, y las dos reímos.


Ese día no arregló su matrimonio. No borró el engaño. No acabó la pelea de meses. Pero algo se movió entre nosotras.

Mis papás, mientras tanto, caminaban por la casa como fantasmas asustados. Mi papá quería ir a agarrar a golpes a Alejandro. Mi mamá alternaba entre “mi hija no se va a divorciar” y “si la engañó, que se vaya al demonio ese cabrón”.

En la noche, cuando por fin Lucía se quedó dormida, me senté con mis papás en la cocina. La misma cocina donde tantas veces me habían preguntado por el novio.

—Esto no es culpa tuya —me dijo mi mamá, de la nada—. Ni de ella. Es de él.

—Lo sé —respondí—. Pero todo lo que ustedes crecieron creyendo, lo crecimos creyendo también nosotras. Que una mujer necesita un hombre para estar completa. Que los hijos te salvan de la soledad. Que vale más la que se casa que la que no.

Mi papá suspiró.

—Así nos educaron —dijo—. A mí me dijeron que el hombre tenía que trabajar y la mujer cuidar la casa. No supe enseñarles otra cosa. A lo mejor la regué.

—No es “a lo mejor” —respondí, con cariño pero firme—. Sí la regaste. Pero también tienes chance de hacerlo diferente ahora. Con tus hijas, con tus nietas.

Me miró con tristeza.

—Cuando nos reímos el otro día… —empezó—. No fue por mala onda. Fue nervios. No sabemos cómo hablar de tu vida. No la entendemos. Pensamos que si lo hacíamos chiste era más ligero. Pero ya entendí que sí duele.

Lo escuché pedir perdón, con sus palabras torpes. Y sentí algo aflojarse en el pecho.

—Sí duele —dije—. Pero más duele que se queden callados ahora que a Lucía le pasa esto. No quiero que la presionen para quedarse “por la familia”. No la manden al sacrificio nomás por el “qué dirán”.

Mi mamá se secó una lágrima.

—No la vamos a obligar —dijo—. Solo… nos da miedo. Todo cambió tan rápido. Antes las cosas eran claras. Ahora no sabemos qué es lo correcto.

—Lo correcto —respondí—, es que las mujeres elijamos sin miedo. Casarnos, no casarnos, tener hijos, no tenerlos, perdonar, mandar a la chingada. Pero que sea elección, no condena.

Mi papá se quedó callado.
Luego, levantó su taza de café.

—Voy a hacer el intento —dijo—. Soy necio, pero aprendo, aunque sea tarde.

Chocamos tazas, como si selláramos un pacto.


Pasaron meses.

Lucía decidió, después de muchas lágrimas, terapias y pleitos, separarse de Alejandro. No fue fácil. Hubo idas y venidas, promesas de cambio, puertas que se azotaron. Al final, eligió la paz que viene con la certeza, aunque duela, en lugar de la incertidumbre constante.

Mis papás, después del shock inicial y del miedo a “lo que dirá la gente”, terminaron apoyándola. Más porque la vieron flaquear que por convicción ideológica, pero con el tiempo, incluso esa convicción empezó a cambiar.

Yo seguí con mi vida en la Ciudad de México. Hubo nuevos proyectos en la agencia, viajes cortitos, amores fugaces, noches de tacos al pastor a las dos de la mañana, domingos de películas con mi gata. Seguí yendo a terapia. Seguí contestando, con cada vez menos culpa, cuando alguien preguntaba “y el novio”.

La relación con Lucía se volvió otra cosa. No perfecta, no un cuento de hermanas inseparables, pero sí más honesta.

Una tarde de noviembre, casi un año después de la gran pelea, me mandó un mensaje:

“¿Vienes a Navidad?”

Sonreí, recordando mi última Navidad ahí. La comida, la risa, la pelea.

“Sí”, respondí. “Pero si alguien se burla de mi vientre vacío, le aviento el ponche encima.”

Me contestó con un emoji de risa llorando.

“Te prometo que nadie se va a burlar”, escribió. “Y si alguien lo hace, ahora yo le reviento la cazuela en la cabeza.”

Reí en voz alta.


La Navidad ese año fue distinta.

La casa era la misma: fachada amarilla, patio con mesas de plástico, piñatas colgando. Pero el ambiente había cambiado un poco, como si alguien hubiera abierto una ventana después de años de encierro.

Lucía estaba ahí, con sus dos niños, ahora más grandes, corriendo por todos lados. Sin Alejandro. Mi mamá hablaba de sus cursos de cocina y de un grupo de señoras con las que hacía yoga. Mi papá, increíblemente, había empezado terapia también. Lo decía en voz baja, pero lo decía.

En la comida, la tía Lety, fiel a su costumbre, soltó:

—¿Y tú, Marianita, sigues sin ganas de marido?

Se hizo un silencio breve. Antes de que yo respondiera, mi papá intervino.

—Si ella está bien así, déjala, Lety —dijo, sirviéndose más ponche—. Cada quien sus cosas. Ya no estamos pa’ estar chingando a las muchachas con lo que “deberían” hacer.

Yo tuve que tomar agua para no escupir la risa.

Lucía, desde la otra punta de la mesa, alzó su vaso hacia mí, como brindando a la distancia.

—Mariana tiene más vida que muchos casados que conozco —dijo—. Y quién sabe, igual un día se enamora… o igual no. Pero aunque se convierta en la señora de los gatos, la vamos a querer igual.

Todos rieron.
Yo también.
Esta vez, sí fue chistoso. Porque no dolía. Porque no venía de un lugar de burla, sino de cariño.

—Soy la tía cool, respétenme —dije, levantando mi vaso.

Mi sobrina, la mayor, una niña de seis años con ojos enormes, preguntó:

—Tía Mari, ¿por qué tú no tienes hijos?

El patio se quedó en suspenso, como si todos esperaran qué iba a decir.

La miré y sonreí.

—Porque no quise —respondí—. Porque no todas las mujeres queremos ser mamás. Y está bien. Yo prefiero ser tía. Puedo darte dulces y luego regresarte con tu mamá.

La niña se rió.

—Entonces yo cuando sea grande voy a ver si quiero o no —dijo, como quien decide si va a estudiar karate o ballet.

—Exacto —respondí—. Lo que tú quieras.

Mi mamá, escuchando desde la otra mesa, se limpió una lágrima discreta. Mi abuela, vieja escuela pero de corazón grande, murmuró:

—Mientras sean buenas personas, lo demás pasa.

Esa frase, viniendo de ella, era casi una revolución.


Esa noche, mientras el resto de la familia rompía la piñata al grito de “¡dale, dale, dale!”, Lucía y yo nos quedamos un momento en la cocina, sirviéndonos recalentado.

—Oye —dijo ella, tomando una tortilla—, gracias por haber venido ese día. Cuando lo de Alejandro.

—Era eso o mandar un mensaje de sticker —respondí—. No iba a dejar que solo los stickers te acompañaran.

Las dos reímos.

—Perdón —dijo, por enésima vez—. Ya sé que ya me perdonaste, pero igual lo digo.

—Yo también te debo perdón —respondí—. Por haberte visto solo como “la casada con hijos” y no como alguien con sus propios miedos.

Sirvió mole en mi plato.

—¿Sabes? —dijo—. A veces me da miedo que mis hijos crezcan y me digan “yo no quiero casarme ni tener hijos”. Antes, te juro, me hubiera muerto. Ahora… solo quiero poder decirles: “haz lo que te haga feliz”. Aunque me cueste.

—Ahí está el cambio —respondí—. No se trata de que todas queramos lo mismo. Se trata de que todas podamos elegir sin miedo.

Lucía asintió, pensativa.

—Tú fuiste la primera en elegir diferente —dijo—. Por eso te cayó tan duro el peso de ser la rara.

—La rara, la loca, la egoísta, la feminazi… tengo varios títulos —bromeé.

—Pues hoy, para mí —dijo ella, levantando su vaso—, eres la valiente.

Chocamos vasos, con mole, tortillas y risas de fondo.

En algún momento de la noche, mientras los cuetes tronaban en el cielo y los mariachis del vecino tocaban “Si nos dejan”, me di cuenta de algo simple y enorme al mismo tiempo: mi vida no era menos por no tener marido ni hijos. Tampoco era más por tener trabajo, libertad o depa en la ciudad. Era, simplemente, mía.

Y al final, eso era lo único que yo había querido desde siempre: que nadie, ni mi hermana, ni mis papás, ni las tías, ni el “qué dirán”, se sintiera con derecho de burlarse o decidir por mí.

“¿Dónde está tu marido y tus hijos?”, preguntaba la voz del pasado.

Mi respuesta, ahora, era distinta:

“Donde tengan que estar. Yo, mientras tanto, estoy aquí. Completa. Con todo y mis huecos.”

Y en esa mesa larga de Navidad, con mole, ponche, piñatas y chistes malos, por primera vez sentí que mi familia empezaba, poquito a poquito, a entenderlo.

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