Cada noche mi esposa pone un vaso de agua en mi buró y me dice “no tomes esta agua”… la vez que desobedecí descubrí el secreto que mi familia llevaba años callando

La primera noche pensé que era una ternura.

—Te traje agüita, Luis —dijo Paola, mi esposa, entrando al cuarto con dos vasos de cristal—. A veces te levantas a media madrugada a buscar agua en la cocina y luego ya no te vuelves a dormir.

Dejó un vaso en mi buró, del lado donde siempre tengo mi cartera, mi cargador y el control de la tele. Luego dejó otro vaso en su buró, a su lado. Nomás que, después de poner el mío, me miró a los ojos y soltó:

—Pero esta… —tocó el borde con los dedos— no te la vayas a tomar, ¿sí? Te puedes enfermar. Si te da sed, me despiertas y yo te traigo agua de la cocina. Esta no.

Solté una risa floja.

—¿Entonces pa’ qué la pones, mujer? —bromeé—. Parece truco de película de terror.

—Hazme caso —insistió, y me dio un beso rápido—. Buenas noches.

Se acostó, apagó la luz. El vaso se quedó ahí, silencioso, reflejando la luz azul del cargador, como un ojo.

No lo tomé.

Me dormí pensando que Paola andaba en sus dramas de siempre. Somos de Guadalajara, barrio de Oblatos, gente de carácter. Paola y yo nos conocimos en la prepa, cuadro de honor los dos, aunque luego yo acabé de mecánico y ella de recepcionista en una clínica.

Nos casamos a los veinticuatro, tuvimos a Sofi a los veintisiete, tuvimos problemas, deudas, algo de amor, algo de costumbre. Matemáticas simples de la clase media.

Esa noche, sin embargo, también fue la primera vez que me desperté a las tres de la mañana, la boca seca como desierto. Me incorporé, medio dormido, vi el vaso en la penumbra.

Casi sin pensarlo, mi mano se extendió.

Y ahí, desde el otro lado de la cama, en la oscuridad, Paola dijo, en voz baja pero clara:

—No, Luis. Esa no.

Me detuve.

—¿Cómo supiste que…? —empecé.

—Te escuché —respondió—. Te dije que si querías agua me despertaras.

Suspiré.

—Me daba cosa despertarte.

—Pues despiértame —dijo, volteándose al otro lado.

En ese momento me dio más flojera discutir que sed. Me volví a acostar. Pensé en ir a la cocina, pero el sueño me ganó.


A la tercera noche, ya no me dio risa.

La rutina se estaba volviendo rara: Paola se metía a bañar, salía en bata, se iba a la cocina, llenaba dos vasos de agua, regresaba al cuarto, dejaba uno en mi buró, otro en el suyo, me repetía:

—No tomes esa agua, Luis. Te puede caer mal.

Yo le pregunté, a la segunda:

—¿Por qué me va a caer mal? ¿Qué le echaste?

—Nada —sonrió—. Pero esa es agua filtrada de la jarra que tengo para mí. Tú ya sabes que tu estómago es bien delicado, te hace daño todo. Mejor de la llave, como siempre.

—¿Y entonces por qué no traes agua de la llave desde la cocina? —insistí.

No me contestó. Se hizo la que estaba viendo una cosa en el celular.

Paola siempre había sido medio maniática con lo que comía. Cuando Sofi era bebé, hervía hasta el agua de la misa. Pero esto… esto era distinto. No quería que me tomara un vaso que ella misma me ponía al alcance. No tenía lógica.

—¿Y si le pongo etiqueta? —intenté reír—. “Vaso de Paola: veneno para Luis”.

Me lanzó una almohada.

—Ay, ya, cállate y duérmete.

Lo dejé pasar. Por esas fechas, Sofi estaba con problemas en la escuela. Se peleaba con una niña que la molestaba por no traer tenis de marca. Paola también traía cargando la muerte de su mamá, hacía poco; Doña Leti murió de la nada, infarto fulminante, y desde entonces Paola estaba… rara. Más ansiosa. Más callada.

Pensé que lo del vaso era una manía nueva. Como cuando le dio por poner sal de grano en montoncitos en las esquinas “para las malas vibras”.

Pero el vaso se convirtió en personaje fijo de mis noches.

Ahí estaba, esperándome, brillante, prohibido.


La primera en decir que era una red flag fue mi sobrina.

—Tío, eso no está normal —soltó Mariana, hija de mi hermana, dieciséis años, pelo azul en las puntas, uñas de acrílico que parecían armas—. Suena a capítulo de “La Rosa de Guadalupe”.

Estábamos en la cochera del taller donde trabajo, un domingo, echando aire. Ella había venido con mi hermana a traerme comida y chisme.

—La neta, Majo, tu tía Paola siempre ha sido dramática —me encogí de hombros—. A lo mejor es un juego mental.

—¿Juego de qué? —levantó la ceja—. ¿De ver si te atreves a desobedecerla? ¿Y si le echó algo? ¿No has visto todos esos casos en TikTok de gente que los van envenenando poquito?

Me reí, nervioso.

—No digas mamadas.

—No digo, existen —insistió—. ¿Usted vio cómo se puso cuando se enteró de que Sofi le mandaba mensajes a su papá por Facebook? Ah, no, espera, ese es usted.

Mariana era bocona, pero a veces decía cosas.

—¿Has notado algo raro en Paola últimamente? —me preguntó—. Además del vaso, digo.

Pensé. Paola se quedaba más tiempo en el celular, sí. Se iba los viernes en la tarde con las “amigas de la clínica” y regresaba más tarde. Se compró un perfume nuevo, caro. Se ponía lipstick cuando iba al Oxxo. Pero yo no estaba en posición de reclamarle nada. Yo… yo también tenía mis cosas. Había estado texteando a Gabriela, una excompañera de la prepa, justo antes de que se nos muriera Doña Leti. Nada pasó, pero la intención… ahí estaba.

—Son ideas tuyas —zanjé—. Paola puede ser muchas cosas, pero no asesina. Y si me quisiera envenenar, me haría chilaquiles verdes todos los días. Sabes que con eso me muero.

Mariana bufó.

—Luego no diga que no le avisaron —dijo—. En serio, tío. Haga la prueba. Cambie los vasos. O diga que ya se tomó el agua y a ver qué cara pone.

La idea se me quedó pegada.


Esa noche, Paola puso el vaso con la misma ceremonia de siempre.

—Ahí está tu agüita —dijo—. Pero ya sabes, esa no te la tomas.

—¿Por qué no traes tres vasos? —pregunté—. Uno para Sofi.

Puso cara de “no me eches a perder mi ritual”.

—Sofi ya se durmió —dijo—. Y no quiero que haga pipí en la cama.

Se metió a la cama. Yo seguí sentado, viendo el vaso.

Cuando escuché que su respiración se hacía más profunda, como de sueño, me levanté despacio. Tomé el vaso de MI buró. Lo cambié por el de ELLA. Mismo tipo, mismos rayoncitos.

Me acosté de nuevo, el corazón latiéndome un poco más rápido.

Esperé.

No pasó nada.

Después de diez minutos, Paola se volteó hacia mí, medio dormida.

—¿Ya te dio sed? —murmuró.

—No —mentí.

—Bueno —se acomodó—. No tomes esa agua.

Me dormí con la culpa tonta de haber cambiado los vasos. Como niño que roba galletas.

Al amanecer, me despertó el sonido de vidrio siendo movido.

Abrí los ojos.

Paola estaba sentada en la orilla de la cama, con su vaso en la mano. Lo había agarrado de MI buró.

Tomó un trago largo, sin saber que ese era, según mi truco, el “suyo”.

Luego llevó el vaso a la cocina.

Nada.

No se desmayó, no vomitó, no se murió.

—¿Ya ves? —le conté a Mariana después, por mensaje—. Cambié los vasos y no pasó nada. Si quería envenenarme, ya se habría ido con su “polvo para cucarachas” al cielo.

Mariana no se convenció.

—O no le echó nada esa noche —insistió—. Tío, no juegue con eso. En todo caso, algo trae esa señora. ¿No ha pensado en que más bien está loca?

Yo ya había pensado en eso. Paola empezó terapia después de la muerte de su mamá. Decía que se sentía “desbordada”. Yo todavía recuerdo verla en la cocina, con un cuchillo en la mano, picando jitomate y llorando.

—¿No te da miedo que me pase algo? —me confesó una vez, entre lágrimas—. A veces siento que no controlo mi cabeza.

—Ve a terapia —le dije—. Yo te apoyo.

Eso fue antes de que empezara con lo del vaso.


El vaso se convirtió en nuestro secreto sucio.

Yo no se lo conté a Sofi, no se lo conté a mis papás, no se lo conté a mis cuates del taller. La única que sabía era Mariana, mi sobrina chismosa.

Cada noche, las palabras “no tomes esa agua” sonaban como hechizo.

Yo empecé a tener sueño más pesado. No sé si su gestión de dosis de pastillas para dormir influía. Tomaba unas pastillas blancas que el psiquiatra le recetó, y a veces me daba media.

—Te las dejé en el buró —me decía—. Si te cuesta dormir, te tomas media. Pero no te vayas a tomar dos. Te puedes pasar.

Yo le hacía caso.

Una noche, sin embargo, pasó algo raro.

Estaba dormido, soñando con que estaba manejando en la carretera a Tepic, cuando de pronto sentí que me faltaba el aire. Abrí los ojos. Era la madrugada. Paola estaba sentada en la cama, mi vaso en la mano, su mano temblando.

—¿Qué haces? —pregunté, medio dormido.

Ella dio un brinco.

—Nada —dijo—. Te vi sudando y pensé que te había dado sed.

El vaso estaba lleno.

—¿Por qué lo traes en la mano? —insistí.

No contestó. Dejó el vaso en el buró y se tapó la cara con las manos. Vi que lloraba.

—¿Qué tienes? —me incorporé, preocupado.

—No sé —sollozó—. No sé qué tengo. A veces me dan ganas de… —se interrumpió—. De hacer cosas horribles. A ti. A mí. A todos. Me da miedo.

Se me heló la sangre.

—Paola… —le tomé las muñecas—. Nunca has… ¿hecho algo?

Negó, desesperada.

—No —dijo—. Por eso te digo que no tomes esa agua. Porque a veces… pienso cosas. Y luego me arrepiento. Y no quiero que te pase nada.

La miré, sin entender.

—¿Qué cosas? —pregunté.

—No sé —lloró—. Que si te mato te dejo de sufrir. Que si nos morimos todos se acaba el dolor. Cosas así. No quiero. Voy a terapia. Tomo las pastillas. Pero no se me quita. Y luego… me veo llevándote agua y pienso “y si…”. Y por eso te digo que no la tomes. Porque me da miedo de mí misma.

Nunca me habían dicho algo tan terrorífico y tan triste a la vez.

Antes de enojarme, antes de sentirme traicionado, vi a la mujer con la que me casé, sentada en nuestra cama, confesando que su cabeza era un lugar peligroso.

Al día siguiente, sin embargo, el miedo se transformó.


—¿Te das cuenta de lo que te dijo? —me dijo Mariana, cuando se lo conté—. Tío, búsquenle ayuda más seria. Eso no es ansiedad nomás.

—Ya está con un psiquiatra —respondí—. Le cambió las pastillas hace poco. Dice que son efectos secundarios.

—¿Efectos secundarios de querer matar a tu marido? —se indignó—. ¡No mames! Esa excusa sí no venía en los folletos.

Lo dijo en broma, pero a mí me cayó como cubetada.

Empecé a notar otras cosas: cuchillos que aparecían en lugares raros, como la mesa de centro; gas abierto en la cocina sin que nadie hubiera cocinado; puertas sin seguro cuando yo juraba que las había cerrado.

—Es la cabeza que me juega chueco —decía Paola—. Te juro que no me acuerdo.

—¿Y qué te dice tu doctor? —le pregunté.

—Que es duelo… más ansiedad… más trauma —enumeró—. Que no soy peligrosa. Que mientras sea consciente y lo hable, no pasa nada.

No confiaba del todo en el “no pasa nada”.

Un viernes, el psiquiatra me citó conmigo solo.

—Luis —me dijo, serio, en su consultorio lleno de diplomas—. Paola me autorizó a hablar contigo. Me preocupa. No tanto por ella, que sí, pero también por ustedes.

Tragué saliva.

—¿Qué tan… peligrosa es? —solté, sin filtro.

Él se acomodó los lentes.

—Paola está pasando por un episodio depresivo grave, con ideas suicidas y homicidas de tipo… intrusivo —explicó—. Son pensamientos que no quiere tener. Eso es importante distinguirlo. No hay un plan. No hay un deseo real de dañar. Hay miedo. Pero cuando alguien me dice que fantasea con dañar a su familia, yo no puedo tomarlo a la ligera.

—¿Y lo del vaso? —pregunté.

Él se tensó.

—¿Te lo contó? —preguntó.

Asentí.

—Trae un tema de control —dijo—. Quiere controlar la posibilidad de daño. Por eso pone el vaso, por eso te dice que no lo tomes. Es como si le dijera al monstruo de su cabeza “yo mando”. El problema es que, en el proceso, te mete a ti en su ritual. Y eso… puede ser peligroso si un día pierde la delgada línea entre pensamiento y acción.

—¿Qué hacemos? —pregunté—. ¿La encierro? ¿La saco de la casa?

Sentí que traicionaba cada promesa de “en la salud y en la enfermedad”.

El doctor negó.

—No estoy diciendo eso —aclaró—. Pero sí… tal vez sea momento de considerar una hospitalización breve. Un ingreso. Para estabilizarla con supervisión. No es un manicomio. Es un hospital. Yo puedo gestionar algo en una clínica de la ciudad. Pero necesito que tú estés de acuerdo. Y que ella… no lo vea como castigo.

Me quedé callado.

Pensé en Sofi. En mi mamá. En los chismes. En el taller. En el dinero.

—No sé si puedo pagar una clínica —admití—. Apenas me alcanza para el consultorio.

—Hay opciones en el seguro —dijo—. No son bonitas, pero son seguras. Piénsalo. Habla con ella. Pero no ignores las señales.

Las señales.

El vaso.


La noche que todo explotó, la luz se fue en la colonia.

Era agosto. Lluvias fuertes. Cayó un truenazo, se apagó todo. Yo estaba en la sala viendo un partido del Atlas. Paola estaba en la cocina. Sofi, en su cuarto, haciendo tarea.

—¡Se fue la luz! —gritó Sofi, como si no lo notáramos.

—Ahorita regresa, mi amor —le dije—. No te asustes.

Encendí la linterna del celular. Vi cómo la cocina quedaba solo iluminada por la pantalla del de Paola.

Fui. Paola estaba parada frente a la estufa, con una olla, como zombie, con el celular en la mano, la luz azul iluminándole la cara. No se había dado cuenta de que el caldo de pollo estaba hirviendo de más.

—Paola —llamé—. ¿Estás bien?

Ella levantó la vista, como quien regresa de muy lejos.

—Se le fue la luz a la ciudad —dijo, sin emoción.

—Sólo a la colonia —respondí—. ¿Qué haces?

Me fijé. En el fregadero, un vaso. Igualito al de las noches. Dentro… un polvo. No supe cuál. No olía a nada. Ella lo miraba como hipnotizada.

—Estaba… —tronó la voz—. Estaba pensando que si le echo esto al caldo… se acaban los problemas.

El mundo se me detuvo.

—¿Qué es “esto”? —pregunté.

—Pastillas —respondió—. De las mías. Machacadas. El doctor dice que si tomo más me puede dar algo. Igual a todos. Una dormidita… larga.

Se le quebró la voz.

—Paola —me acerqué, despacio—. Dame el vaso.

Ella apretó el vaso.

—No —susurró—. Ya estoy cansada. Dice mi mamá que Dios no te da más de lo que puedes cargar. Pero yo ya… ya no puedo.

Sus ojos estaban vacíos.

De pronto, en la oscuridad, oí la voz de Sofi.

—¿Mami?

Estaba en el marco de la puerta, con una linterna en forma de unicornio.

Paola se sobresaltó. Miró a nuestra hija. Miró el vaso. Miró el caldo.

La mano le tembló. El vaso cayó al fregadero.

Se hizo añicos.

El ruido nos sobresaltó a los tres.

Sofi gritó.

Paola se puso las manos en la cabeza.

—No puedo —lloró—. No puedo. No puedo hacerles esto.

Me lancé hacia ella, la abracé por detrás, le sujeté los brazos.

—No estás sola —le susurré—. No tienes que hacer nada. Nada. Veremos qué hacemos. Pero esto no.

Sofi lloraba. No entendía, pero el ruido la había asustado.

En la penumbra, yo sentí que ahí estaban todos los fantasmas: Doña Leti, Mariana, las pacientes de la clínica, las mujeres que habían pasado por el consultorio del doctor. Todas gritándonos: “No lo dejen pasar”.

Esa misma noche, llamé al psiquiatra. Le conté todo.

—Hay que internarla —dijo, firme—. Hoy. Ya no mañana. Ya no “pensarlo”.

Mi mamá vino a cuidar a Sofi. La llevamos a la clínica de salud mental del Seguro. Paola entró llorando, pero no pataleando. En el fondo, creo que sabía que necesitaba ese freno.

—Perdóname —me dijo, antes de pasar la puerta de cristal—. Perdóname por el vaso. Por las ideas. Por todo.

—Perdóname tú por no haber visto antes —respondí.

Seis semanas estuvo internada.

Seis semanas con llamadas, con visitas, con Sofi preguntando “¿cuándo viene mamá?”, con mi mamá diciendo “yo siempre supe que algo traía esa muchacha”, con compañeros de trabajo diciendo “qué valiente eres, cabrón”, como si yo fuera el enfermo.

Seis semanas en que el vaso desapareció de la rutina.


Cuando Paola regresó, era otra.

No en esencia, pero sí en mirada. Traía los ojos claros, sin esa nube. Había subido un poco de peso. El cabello lo traía corto, por las rutinas del hospital. Hablaba más lento. Respiraba distinto.

—Me da miedo volver —confesó, entrando a la casa—. Y que todo sea igual. Que yo sea igual.

No fue igual.

Tiramos los vasos viejos. Compré otros, de plástico, de colores, con popote.

Paola siguió en terapia. Empezó a ir a grupos. Leyó libros. Habló con otras mujeres que también tenían pensamientos intrusivos. Dejó de poner sal en las esquinas.

La primera noche en casa después del hospital, entró al cuarto con dos botellitas de agua.

Dejó una en su buró, otra en el mío.

Me miró.

Yo la miré.

Ella sonrió, con algo de vergüenza.

—Esto… —dijo— es de verdad. Sin nada raro. Pero si no quieres tomarla, no pasa nada. Ya… no necesito rituales. Nada más… quiero que tengas agua si te da sed.

Me reí, nervioso.

—¿Y no me vas a decir que no la tome? —pregunté.

Negó, con firmeza.

—No —respondió—. Ya no quiero tener poder sobre lo que haces. Me di cuenta en el hospital… de que el control es una ilusión. Yo sólo puedo controlar qué hago con mis ideas. Y ahorita… quiero construir, no destruir.

Me tomé un trago largo de la botella, mirándola a los ojos.

Tenía miedo, sí. No voy a fingir. Pero había algo diferente. No era una apuesta rusa. Era… una nueva fase.

Sofi tocó la puerta.

—¿Puedo dormir con ustedes? —preguntó—. Es que… todavía me da miedo cuando se apaga la luz.

Paola la invitó a la cama. Ella se metió en medio, abrazándonos a los dos.

—¿Te acuerdas, papi —dijo—, cuando la abuela se enojó porque trajimos a Reina?

—Sí, mi amor —respondí.

—Y ahora tú trajiste a mamá al hospital —continuó—. Y no te enojaste.

La lógica de los niños a veces es asombrosa.

—La gente que se está ahogando a veces no puede pedir ayuda sola —le dije—. A veces necesita que alguien la vea. Como tú viste a Reina. Como yo vi a mamá.

Sofi se quedó pensando.

—Entonces… —dijo—. Está bien ayudar. Aunque te regañen.

—A veces sí —sonrió Paola, acariciándole el cabello—. Pero también hay que saber pedir ayuda. Como yo. Que ya no me voy a guardar lo que me pasa.

Nos abrazamos, los tres.

No fue el final feliz de telenovela. No lo es. Paola todavía tiene días malos. Yo todavía tengo días de miedo. Sofi todavía tiene preguntas. Mi mamá todavía hace comentarios de “en mis tiempos, a las locas las amarraban”.

Pero ahora, cuando alguien cuenta en una reunión el chiste de la esposa que pone algo en la comida, yo ya no me río igual. Pienso en el vaso. En la gente que ignora señales. En los hombres que dicen “está loca” como excusa para no ver.

Pienso en ese primer “no tomes esta agua” y en todo lo que escondía detrás.

Y me acuerdo de algo que Paola me dijo, ya de salida del hospital:

—El problema no era el vaso, Luis… era todo lo que nadie nos enseñó a hablar.

Hoy, si Paola me pone un vaso de agua, lo tomo. No por necedad, no por reto, sino porque confío en el trabajo que ha hecho. Y si un día siento miedo, lo diré. No me lo guardaré hasta que huela a pastillas.

Porque, al final, una familia no se mide por las veces que se rompe, sino por las veces que decide no hacer como que no pasa nada.

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