A los 59 años, entre rumores, críticas y miradas incrédulas, Fernando Carrillo finalmente dice “Nos casamos”, revela cómo conoció a su pareja, por qué decidió casarse a esta edad y confiesa secretos de una historia de amor que nadie imaginaba así
El plan era simple: una entrevista más para hablar de proyectos, recordar telenovelas, anécdotas de rodajes, viajes, amores del pasado “a medias” y esa eterna etiqueta de galán que lo ha seguido durante décadas.
Los productores querían nostalgia, un poco de controversia, algo de humor.
Lo que nadie esperaba era que, en cuestión de minutos, Fernando Carrillo, a sus 59 años, soltara dos palabras que cambiarían por completo el tono de la conversación:
—Nos casamos.
Sin risita nerviosa.
Sin “es broma”.
Sin posibilidad de que se interpretara como un malentendido.
La conductora se quedó con los ojos abiertos, la boca entreabierta, las tarjetas en el aire. El público, tanto en el foro como del otro lado de la pantalla, se inclinó instintivamente hacia adelante, como si acercarse unos centímetros a la televisión ayudara a escuchar mejor.
Porque si algo ha sabido hacer Fernando Carrillo toda la vida es acaparar miradas.
Pero esta vez lo hacía no con una escena de ficción, sino con una confesión personal.

El momento exacto: “Antes de que me lo pregunten, se los digo yo”
La entrevista había empezado en piloto automático.
Luces, música de entrada, una breve presentación:
—Con nosotros, un rostro que marcó una época en la televisión, un hombre que ha dado de qué hablar dentro y fuera de la pantalla… ¡Fernando Carrillo!
Él entró sonriente, relajado, saludando como si estuviera en una reunión entre amigos. Abrazo rápido a la conductora, un par de gestos al público, chiste ligero sobre la edad.
—Dicen que tengo 59 —bromeó—, pero yo sigo esperando que cambien el número.
Las primeras preguntas fueron las de siempre: recuerdos de sus primeros protagónicos, la presión de la fama, la vida entre dos países, las polémicas de otros tiempos. Él respondía como quien ha contado esas historias tantas veces que ya les puso ritmo, remate y gesto.
Pero en un punto, la conductora decidió entrar en el terreno que siempre genera chispas:
—Fernando, tú fuiste el galán de muchas historias en la pantalla… y también de muchas fuera de ella. Hoy, casi a los 60, ¿cómo está tu corazón?
Pudo haber salido del paso con la clásica frase de “estoy tranquilo”, “enfocado”, “trabajando en mí”.
Pero en lugar de eso, sonrió de lado, se acomodó en el sillón y dijo:
—Voy a hacer algo que casi nunca hago: adelantarme a la prensa. Antes de que me lo pregunten, se los digo yo… nos casamos.
Silencio.
Segundos que parecieron minutos.
—¿Cómo que “nos casamos”? —alcanzó a decir la conductora—. ¿De verdad… te casaste?
—De verdad —confirmó él—. Sin cámaras, sin alfombra roja, sin venta de exclusiva. Y hoy, por primera vez, voy a hablar de eso.
Rumores, fotos borrosas y un “algo hay” que nadie confirmaba
Desde hacía meses, el nombre de Fernando venía apareciendo ligado a un “amor misterioso”.
Fotos mal enfocadas en aeropuertos, imágenes lejanas en restaurantes, siluetas a su lado en playas, mensajes en redes donde se veía “una mano” o “una sombra” que no coincidía con ninguna persona conocida del medio.
En los programas de farándula, el tema era recurrente:
—“Se ve muy bien acompañado.”
—“¿Quién será?”
—“¿Ya tendrá nuevo amor?”
Pero él nunca confirmaba nada.
Se reía, desviaba, cambiaba de tema, lanzaba una broma rápida. Esa misma actitud que le ha servido como escudo durante años.
Por eso, escuchar de su propia boca un “nos casamos” no era solo una noticia sentimental. Era derribar un muro que se había mantenido en pie por muchísimo tiempo.
La conductora, con una mezcla de periodista curiosa y amiga sorprendida, le dijo:
—A ver, vamos por partes. ¿Cuándo pasó esto? ¿Dónde? ¿Cómo que te casaste y nadie se enteró?
Él se recargó en el respaldo, miró un segundo al techo del foro, como buscándose a sí mismo, y comenzó.
Un amor que no nació en una alfombra roja
—La gente cree —empezó— que uno solo puede enamorarse en sets, eventos o fiestas llenas de famosos. Que el amor de un actor tiene que parecer capítulo de novela. Y no.
La conoció, según relató, en un lugar tan poco glamuroso como inesperado: una fila de banco.
—Yo estaba de malas —confesó—, con prisa, fastidiado, tenía mil cosas que hacer y todo se retrasaba. Ella estaba delante de mí, con un formulario lleno de tachones, nerviosa, preguntando a cada rato si lo había llenado bien.
En algún momento, soltó un comentario buscando complicidad:
—“Estas filas deberían venir con terapia incluida.”
Él se rió.
Ella volteó.
—Nos pusimos a hablar —recordó—. Primero de la fila, luego de la ciudad, luego de lo absurdo que es que en pleno siglo XXI sigamos perdiendo horas en cosas así.
Cuando terminaron los trámites, ya habían intercambiado algo más que quejas: sonrisas, un par de miradas largas, una sensación extraña de haber compartido algo con un desconocido.
—Al salir, ella dijo: “Bueno… espero no volver a verte en una fila de banco, pero sí en algún lugar con mejor música”. Y se fue.
Esa frase se le quedó en la cabeza.
—Yo pensé: “¿Y si ahora que no hay fila, no la vuelvo a ver nunca?”. Y ahí fue donde dije: “No, Fernando, ya estás grande para dejar pasar estas cosas”.
La alcanzó en la calle, a unos metros.
—“Perdona que sea así de directo —le dije—, pero me encantaría invitarte un café algún día… con buena música, como tú dices.”
Ella dudó un segundo y luego sonrió:
—“Solo si prometes no quejarte tanto como en la fila.”
Trato hecho.
Diez cafés después, ya no era una desconocida
Lo que vino después no fue un romance explosivo de película, sino algo mucho más silencioso: diez cafés, diez conversaciones, diez maneras de irse conociendo.
—Primero nos veíamos cada tanto —contó—. Cuando las agendas lo permitían, sin presión. Ella no vive en el mundo del espectáculo, y eso, aunque al principio me daba miedo, terminó siendo un regalo.
Él estaba acostumbrado a que, tarde o temprano, cualquier conversación acabara girando alrededor de “sus años de galán”, “sus novelas”, “sus escándalos”. Con ella no.
—Claro que sabía quién era yo —admitió—. Pero no parecía impresionada por eso. Le interesaba saber otras cosas: qué me hacía reír de verdad, qué me daba miedo, qué cosas de mi vida cambiaría si pudiera volver atrás.
Con el tiempo, esas citas informales se volvieron parte estable de su calendario emocional.
—Me di cuenta de que estaba pendiente de cuándo volveríamos a vernos —confesó—. Y empecé a cuidar esos espacios como cuido un llamado importante: no se cancela por cualquier cosa.
El miedo a empezar otra vez… y la decisión de no huir
Después de varios meses, la relación dejó de ser “solo cafés”.
—Hubo un día —recordó— en que me di cuenta de que ya no me daba igual si me contestaba un mensaje. Me importaba. Y mucho. Y ahí vino el miedo.
A los 59 —o casi—, enfrentarse al inicio de una relación da vértigo.
No por falta de experiencia, sino por exceso de cicatrices.
—Uno llega con equipaje —dijo—. Historias, culpas, momentos donde metiste la pata, expectativas de otros, etiquetas. Y siempre está la voz que te dice: “¿Otra vez? ¿Para qué?”.
Ella, según contó, fue quien le puso las cosas en claro.
—Me dijo: “Si te da miedo, dilo. Pero no te vayas corriendo sin avisar. Yo también me estoy arriesgando”.
Ese “yo también” fue clave.
—Ahí entendí —dijo— que no era el único con cosas que perder o ganar. Que no era “el actor con su vida complicada y la persona que viene a ver qué pasa”. No. Éramos dos personas, con pasados distintos, tratando de ver si podían caminar juntas.
¿Por qué casarse a los 59?
La conductora, haciendo la pregunta que muchos se hacían, lanzó:
—¿En qué momento pasaron de “nos estamos dando una oportunidad” a “nos casamos”? ¿Por qué casarse a esta edad y no quedarse como pareja sin papeles?
Fernando no esquivó.
—Porque me cansé de vivir a medias —respondió—. Ya había tenido relaciones donde no terminaba de comprometerme del todo, o donde el compromiso se daba más hacia afuera que hacia adentro. Esta vez no quería hacer lo mismo.
Contó que la idea del matrimonio salió en una conversación que ni siquiera era sobre eso.
—Estábamos hablando de cosas prácticas —recordó—. Documentos, salud, decisiones importantes. En un momento, ella dijo: “Es raro, ¿no? Tomamos decisiones como pareja, pero en el papel seguimos siendo dos individuos sin vínculo formal. A veces siento que soy una especie de invitada de lujo en tu vida.”
La frase lo atravesó.
—No me lo dijo llorando, ni haciendo drama —aclaró—. Me lo dijo con calma. Y creo que esa calma fue lo que más me pegó. Porque era verdad.
Pasó semanas dándole vueltas.
Hasta que un día, sin planes grandiosos, decidió dar el paso.
La propuesta menos espectacular… y más sincera
No hubo un avión con una manta, ni una cena en un restaurante de moda, ni un anillo dentro de un postre.
—Fue en la cocina —contó, sonriendo—. Ella estaba cocinando algo sencillo, yo estaba lavando platos. Y de pronto pensé: “Este es el lugar exacto donde quiero estar los próximos años”.
Se secó las manos, se acercó, se apoyó en la barra y le dijo:
—“Tengo una pregunta. Y no es para un programa, ni para una escena.”
Ella lo miró, entre intrigada y divertida.
—“¿Qué pasa ahora, actor?” —le respondió.
Él, entonces, soltó:
—“¿Te quieres casar conmigo? No para hacer un escándalo, no para salir en portadas, no para demostrar nada. Solo para dejar claro que, de todas las cosas que pude elegir a esta edad, te elegí a ti.”
Hubo unos segundos de silencio.
Después, una respuesta que él no olvidará:
—“Sí. Pero prométeme que nos casamos para vivir tranquilos… no para empezar a vivir como en una novela.”
Trato hecho.
La boda que nadie vio… porque no estaba invitada la prensa
—Cuando empezó el rumor de que me había casado —relató—, me dio risa. Porque lo único que tenían eran pistas sueltas: una foto de alguien con un vestido claro, una mesa decorada, un pastel. No había contexto, no había historia.
Se casaron en una casa con jardín.
Invitados contados: familia cercana, amigos de verdad, esos que no necesitan etiqueta para saber dónde sentarse.
—No quería un salón lleno de gente que solo me ha visto en la televisión —explicó—. Quería caras que me han visto en momentos buenos y en los que no quise que nadie me viera.
No hubo maestro de ceremonias famoso, sino un oficiante sencillo, que respetó los silencios tanto como las palabras.
—En los votos —recordó—, me di cuenta de que podía decir muchas frases elaboradas. Pero lo único que me salió fue: “Gracias por darme un ‘sí’ cuando yo mismo dudaba si todavía tenía derecho a pedirlo”.
Ella, a su vez, dijo algo que lo marcó:
—“No quiero ser tu final feliz. Quiero ser tu presente en paz.”
¿Por qué contarlo ahora?
La conductora volvió al punto central:
—Si cuidaste esto tanto, si lo viviste en privado, si evitaste confirmarlo cuando todos preguntaban… ¿por qué contarlo ahora?
La respuesta fue, quizás, la más madura de la noche.
—Porque esconderlo ya no era una forma de cuidarlo —respondió—. Empezó a convertirse en una forma de negarlo. Y eso me parecía injusto… para ella.
Aceptó que al principio sintió que revelar el matrimonio era exponerla a un foco que ella nunca pidió. Pero con el tiempo, entendió que el silencio absoluto también tenía un peso.
—Me di cuenta de que, mientras el mundo seguía hablando de “las viejas historias” de Fernando Carrillo, de lo que fui a los 20, a los 30, a los 40, yo estaba viviendo el capítulo más sereno y bonito de mi vida a los 59… y nadie lo sabía.
No quería reconocimiento, quería coherencia.
—Si les canto al amor, si hablo de segundas oportunidades, si digo que siempre se puede empezar de nuevo, lo mínimo que puedo hacer es ser honesto sobre el hecho de que yo también lo estoy haciendo.
¿Cómo es la vida ahora?
La parte que más curiosidad generaba era esa: cómo se vive un matrimonio a los 59, después de tanta exposición, tanto ruido, tanto pasado.
—Es mucho más simple de lo que imaginan —dijo—. No vivimos montados en un escándalo permanente. Vivimos con cosas tan comunes como “¿qué vamos a cenar?”, “¿pagaste la luz?”, “¿vamos a ver una serie o prefieres leer?”.
Aseguró que no se trata de una relación “perfecta”, sino de una en la que se atreven a hablar.
—Nos peleamos —admitió—. Como todos. Pero la diferencia es que ya no peleo para ganar. Peleo para entender. Suena cursi, pero a mi edad ya no tengo energía para ver quién tiene la razón en cada cosa. Me interesa más que los dos encontremos paz.
También habló del futuro sin dramatismo.
—No sé cuánto tiempo voy a estar aquí —dijo—. Pero sé que el tiempo que me toque lo quiero vivir así: sabiendo que cuando llego a casa, hay alguien con quien puedo ser yo… no “el actor”.
El mensaje que deja su “Nos casamos”
Hacia el final, la conductora le dio la palabra para cerrar.
Fernando miró a la cámara como si hablara con alguien específico.
—Si hay alguien del otro lado —dijo— que está pensando “ya se me pasó la edad para enamorarme”, le diría algo: yo también lo pensé. Y me equivoqué. No hay una edad exacta para casarse, para convivir, para formalizar. Lo que sí hay es una edad para dejar de ponerse trampas a uno mismo. Y esa es cualquiera en la que te des cuenta de que todavía te late el corazón cuando ves a alguien.
No prometió finales de cuento.
No vendió el matrimonio como fórmula mágica.
—No me crean porque soy actor —concluyó—. Créanle a esa vocecita que les dice que todavía pueden elegir. Yo, a los 59, elegí. Y por eso hoy digo con todas sus letras: nos casamos… y estoy agradecido de haber llegado vivo a este capítulo.
El aplauso fue largo, cálido, sin gritos estridentes.
Un aplauso más de respeto que de sorpresa.
La noticia ya corría en todas partes.
Los titulares escribirían:
“A los 59 años, Fernando Carrillo confiesa que se casó y habla de su pareja.”
Pero los que vieron la entrevista completa sabrían que, detrás de ese titular, lo que realmente se había contado era otra cosa:
La historia de un hombre que, después de muchas vidas interpretadas, por fin se atrevió a vivir la propia… sin miedo a decirlo.
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