Manuel Mijares confiesa por fin dónde se casó a los 67 años, revela los estrictos secretos alrededor del lugar elegido y el emotivo motivo por el que mantuvo oculta la ubicación de la boda hasta ahora
La sala estaba en penumbras, iluminada solo por unas cuantas luces cálidas. No era un concierto, no era un programa de televisión, no era una rueda de prensa multitudinaria. Era una conversación privada, grabada para salir al aire días después, con la condición de que nada se filtrara hasta el momento acordado.
Frente a la cámara, Manuel Mijares, 67 años, sonrisa serena y mirada que dejaba ver más historias de las que estaba dispuesto a contar. El periodista repasa tarjetas, pregunta por giras, discos, colaboraciones. Todo va por el camino de siempre… hasta que se atreve a cruzar la línea que todos han intentado tocar, pero que él ha esquivado con maestría durante meses:
—Manuel… se ha dicho de todo. ¿Es cierto que te casaste de nuevo?
El cantante se queda completamente quieto. No hace chistes, no canta una frase para distraer, no lanza la típica respuesta de evasión. Solo respira hondo, baja la mirada un segundo y dice:
—Sí. Me casé otra vez.
El periodista parpadea, incrédulo. Sabe que tiene en sus manos el titular que muchos buscaban. Pero todavía falta lo más delicado.
—¿Y… dónde fue esa boda?
Mijares sonríe, esta vez con un brillo entre travieso y nostálgico.
—Eso es lo que voy a decir hoy. Y te adelanto algo: no fue en México, no fue en una playa famosa, no fue en un salón de lujo. Fue en un lugar que nadie se imagina.
El misterio, por fin, estaba a punto de romperse.

A los 67, la boda que nadie vio venir
El rumor había empezado como empiezan casi todas las historias en la era digital: con una foto borrosa. Un usuario anónimo subió una imagen donde se veía a alguien muy parecido a Manuel Mijares, vestido de traje, caminando junto a una mujer elegante en lo que parecía ser un sitio antiguo, con muros de piedra y ventanas altas.
—“Se parece a Mijares, pero no puede ser él, ¿no?”— escribieron algunos.
—“Debe ser una sesión de fotos, no creo que sea boda”— respondían otros.
Luego llegaron los chismes de pasillo: que si un viaje repentino a Europa, que si una serie de reservas misteriosas a nombre de alguien del equipo, que si un comentario de un músico que se le escapó sin querer: “el jefe anda muy enamorado”.
Pero nada era concreto. No había confirmación oficial, no había fotos claras, no había declaración directa. Solo miradas cómplices y sonrisas que el cantante ponía cuando alguien le preguntaba:
—“¿Y el corazón, Manuel?”
Su respuesta solía ser la misma:
—“Cantando, como siempre.”
Nadie imaginaba que, detrás de esa broma, ya se escondía un “sí, acepto” pronunciado en un lugar tan inesperado como simbólico.
El origen del secreto: un lugar que marcó su vida mucho antes de la boda
Para entender por qué Mijares eligió ese lugar para casarse, hay que retroceder varias décadas, a una época en la que aún no llenaba escenarios, ni firmaba discos de oro, ni era la voz que acompaña tantas historias personales.
—La primera vez que pisé ese sitio —confiesa en la entrevista ficticia— fue cuando ni siquiera sabía si seguiría en la música.
Cuenta que, siendo muy joven, viajó a Europa acompañando a un pequeño grupo cultural. No era una gira formal, no había grandes contratos. Solo era un viaje con más ilusión que certezas.
En uno de esos recorridos, un guía local los llevó a una pequeña ciudad antigua, empedrada, silenciosa, de esas que parecen detenidas en el tiempo. Al final de una calle estrecha, apareció una construcción sencilla pero imponente: una capilla de piedra, casi escondida, con una campana diminuta y una puerta pesada de madera.
—Entré por curiosidad —recuerda—. No había nadie, ni misa, ni cantos. Solo silencio. Me senté en la última banca, cerré los ojos y me pregunté si de verdad valía la pena seguir intentando vivir de esto.
En ese momento, sin saberlo, dejó una parte de su historia personal anclada a ese lugar. No pasó nada extraordinario: no hubo visiones, no hubo voces del cielo. Pero él salió de ahí con una decisión clara:
—Cuando salí, supe que no iba a renunciar. Que iba a seguir intentando, aunque no saliera bien.
Desde entonces, esa pequeña capilla —perdida en una ciudad que pocos turistas visitan— se convirtió, en su mente, en una especie de punto de partida secreto.
Cuando el amor aparece tarde… pero a tiempo
A los 67 años, muchos pensarían que la vida sentimental ya está escrita. Que lo que no se hizo, no se hará. Que lo que no llegó, ya no llegará. Manuel, en esta historia, no pensaba muy distinto.
—Yo ya me veía terminando mi vida acompañado de mis canciones, mis giras, mi familia, mis recuerdos —admite—. No me sentía infeliz, pero tampoco imaginaba volver a casarme.
Y, sin embargo, ocurrió.
No fue una fan que se le acercó al final de un concierto. No fue una figura pública con la que compartió escenario. Fue alguien de la vida cotidiana, lejos de los reflectores.
—Ella no necesitaba que yo cantara para mirarme —cuenta—. De hecho, le daba igual si afinaba o no cuando estábamos solos. Lo que le importaba era si yo estaba en paz.
Las conversaciones se hicieron más largas, las risas más frecuentes, los silencios más cómodos. Y, poco a poco, él empezó a notar algo que no quería admitir:
A pesar de su edad, se estaba volviendo a enamorar.
—Al principio me resistí —confiesa—. Me decía: “No te metas en eso, Manuel. Ya pasaste por suficientes cosas. Mejor quédate como estás.”
Pero el corazón —y eso lo sabe mejor que nadie alguien que ha cantado sobre él toda la vida— no entiende de estrategias ni de manuales.
Una propuesta sin rodilla al piso, pero con una promesa intensa
La idea de casarse no vino enuna cena lujosa ni en un viaje exótico. Llegó en forma de conversación sincera, en casa, una noche cualquiera.
—Estábamos hablando de planes —recuerda—. De qué quería ella, de qué quería yo, de cómo veíamos los próximos años.
Ella, pragmática, le preguntó:
—“¿Te ves solo dentro de diez años?”
Él se quedó pensando. Pensó en escenarios, en aplausos, en hoteles, en aeropuertos. Y se dio cuenta de que, en todas esas imágenes, faltaba algo.
—“No” —respondió al fin—. No me veo solo. Me veo contigo.
Podría haberse quedado ahí, en una frase romántica más. Pero siguió:
—“Y si me voy a ver contigo… quiero que sea en serio. Quiero que nos casemos.”
No hubo anillo preparado, no hubo aplausos, no hubo música de fondo. Hubo, en cambio, una mirada que mezclaba alegría con susto.
—“¿A los 67… quieres casarte otra vez?” —preguntó ella, entre risa y sorpresa.
—“A los 67… quiero dejar de hacer como que ya se me acabaron las oportunidades” —respondió él—. Y si alguien merece que lo intente de nuevo, eres tú.
Ése fue el “sí” más importante, antes del que vendría en la ceremonia.
¿Por qué esa capilla, en ese rincón del mundo?
Cuando llegó el momento de pensar en la boda, aparecieron las ideas de siempre:
Un salón elegante.
Una hacienda mexicana.
Una playa privada.
Pero ninguna de esas opciones le terminaba de hacer sentido. Hasta que recordó la pequeña capilla de piedra donde, de joven, había decidido no abandonar la música.
—De golpe lo vi clarísimo —dice—: si esa capilla fue el lugar donde decidí no rendirme con mi vocación, ahora quería que fuera el lugar donde decidía no rendirme con el amor.
Le contó la idea a ella, medio en serio, medio midiendo su reacción.
—“Sé que suena loco, pero… ¿y si nos casamos allá?”
Ella no se rió. No lo tomó como un capricho.
—“Si para ti ese lugar fue el inicio de algo, quiero estar ahí cuando empiece esto nuevo” —respondió.
El plan empezaba a tomar forma. Solo quedaba un “pequeño” detalle: organizar todo sin que nadie se enterara.
La operación secreta: invitados contados, teléfonos guardados
Lo más complicado no fue reservar la capilla —un lugar humilde, olvidado por los grandes eventos— sino lograr que la boda transcurriera sin filtraciones.
—No quería hacer de mi boda un espectáculo —aclara—. Ya he estado toda la vida encima de escenarios. Esta vez quería algo que fuera solo nuestro.
La lista de invitados fue brutalmente corta. Familia cercanísima, unos pocos amigos de años, y ya. Nada de compromisos sociales, nada de “hay que invitar a…”. Quien estuviera allí, tenía que ser alguien que formaba parte de su vida real, no de la foto.
La regla fue clara:
Sin publicaciones en redes ese día.
Sin historias, sin videos, sin etiquetas.
Teléfonos guardados durante la ceremonia.
—No era por paranoia —explica—. Era porque quería ver ojos, no pantallas.
Uno de los invitados recuerda —en este relato ficticio— que, al entrar, no podía creer lo sencillo y simbólico del lugar:
“Paredes de piedra, bancos de madera gastada, una ventana alta por la que entraba la luz. Y, en medio de todo, él, nervioso como un muchacho.”
El momento exacto del “sí”: sin micrófono, sin eco electrónico
La ceremonia fue breve. Un oficiante local, acostumbrado a bodas pequeñas, guió las palabras solemnes. Pero lo que se dijo en voz baja entre ellos, eso no quedó en ningún documento.
—No escribimos votos largos —dice—. Cada uno dijo tres cosas: por qué elegía al otro, qué prometía cuidar y qué no estaba dispuesto a volver a permitir en su vida.
No hubo un coro profesional, pero sí una sorpresa: durante unos segundos, antes de firmar, él cantó a capela unas líneas. No de una canción famosa, sino de una melodía antigua que había aprendido de joven.
—Quería mezclar las dos cosas que más han definido mi historia —explica—: la música y el amor… esta vez, con nombre y apellido.
Los presentes —pocos, conmovidos— sabían que estaban viendo algo que jamás aparecería completo en ninguna pantalla: a un hombre acostumbrado a los reflectores, pero por primera vez expuesto sin personaje, sin show.
Por qué lo revela ahora: el peso de un secreto bonito
Pasó el tiempo. La boda ocurrió, las fotos quedaron guardadas en una carpeta que no tenía copia en la nube, los recuerdos se convirtieron en parte de las conversaciones íntimas de pareja.
Entonces, ¿por qué contarlo ahora?
—Al principio, el silencio fue protección —confiesa—. Queríamos tener un tiempo solo para nosotros, sin opiniones, sin juicios, sin especulaciones.
Pero, con los meses, el silencio empezó a tener otro efecto: se volvió peso.
—Me di cuenta de que no hacer pública la boda no era el problema —explica—. El problema era esquivar siempre el tema, incluso cuando la gente lo preguntaba desde el cariño.
Un día, su esposa —en esta ficción— le dijo algo que lo descolocó:
—“No tienes que mostrarme al mundo, pero tampoco quiero sentir que tienes que esconderte por estar conmigo.”
Esa frase fue suficiente.
—Ahí supe que no se trataba solo de privacidad —dice—. También se trataba de reconocer con la frente en alto que, a los 67, me di permiso de volver a amar y que no hay nada vergonzoso en eso.
La reacción del periodista: del dato al significado
Cuando, en la entrevista, Mijares termina de relatar todo el contexto, el periodista vuelve a la pregunta inicial:
—Entonces… ¿cuál es ese lugar? ¿Cómo se llama?
El cantante suelta el nombre de la pequeña ciudad y de la capilla, una combinación que suena a rincón escondido en un mapa que pocos han consultado. No es París, no es Roma, no es una playa famosa, no es una catedral turística. Es un punto casi anónimo en el mundo.
—Muchos van a buscar la foto en internet —bromea— y no van a encontrar casi nada. Me encanta eso.
El periodista insiste:
—¿Y no te hubiera gustado algo más grande, más visible, más “a tu altura”?
La respuesta es casi inmediata:
—He tenido toda una vida de grandeza hacia afuera —dice—. Esta vez quería grandeza hacia adentro. No necesitaba que la boda fuera espectacular, necesitaba que fuera verdadera.
Lo que queda después de revelar el secreto
Al terminar la entrevista, ya con las cámaras apagadas, el periodista le hace una última pregunta, más personal:
—¿Qué le dirías a alguien que piensa que, después de cierta edad, ya no vale la pena hablar de boda, de amor, de empezar de nuevo?
Mijares se queda pensando unos segundos. Mira hacia el techo, como buscando una nota precisa que todavía no ha cantado.
—Le diría que la vida no revisa tu credencial para darte oportunidades —responde—. Lo hacemos nosotros. Somos los que decimos “ya no tengo edad para esto” o “eso ya no me toca a mí”. Y te lo digo yo, que me casé a los 67… en la misma capilla donde un día casi renuncio a mi vocación.
Hace una pausa, y agrega:
—Si algo aprendí en esa boda es esto: no hay lugar pequeño si ahí decides algo grande. Y no hay edad tardía si lo que empieza es de verdad.
El periodista sonríe. Sabe que tiene no solo un titular, sino una historia que hará ruido no por el escándalo, sino por lo que deja pensando.
Porque, al final, más allá del nombre del lugar, de la ciudad remota, de los muros de piedra, lo verdaderamente impactante es la idea que se queda dando vueltas en la cabeza de quien escucha:
A veces, el sitio más inesperado para casarte no es una capilla perdida,
sino el propio corazón… cuando decides, sin excusas, darte otra oportunidad.
News
Casado a los 82 años, Julián Ferrera finalmente confiesa su matrimonio con su nueva pareja
A sus 82 años, el legendario actor Julián Ferrera admite por fin que se casó en secreto con su misteriosa…
“Ella aceptó mi propuesta”: A sus 71 años, Héctor Zurano rompe el silencio sobre su nueva pareja
A los 71 años, Héctor Zurano deja al público en shock al anunciar que su pareja especial aceptó su propuesta,…
“Nos casamos”: a sus 62 años, Adrián Águila por fin habla y confiesa sobre su pareja especial
A los 62 años, Adrián Águila sorprende al mundo al anunciar que se casó en secreto y revela por primera…
“El matrimonio del infierno”: Tras 25 años de matrimonio, Talia Herrera confesó lo que todos sospechábamos
Tras más de dos décadas de matrimonio, Talia Herrera admite que vivió un “infierno silencioso”, una confesión que sorprende al…
“Estoy embarazada”: Alina Jarabo finalmente revela quién es el padre de su hijo por nacer
A sus 37 años, Alina Jarabo rompe el silencio y confiesa quién es el padre de su bebé en camino,…
Recientemente divorciada: Ana Paulina Gómez ha confesado su nuevo amor y su hijo por nacer
“Sí, estoy enamorada… y voy a ser mamá otra vez”: Ana Paulina Gómez rompe el silencio tras su divorcio y…
End of content
No more pages to load






