“Se tambaleaba al dejar el entierro de su esposa, hasta que una niña mendiga lo detuvo con un secreto aterrador: ‘Sígueme, tu mujer vive’. Entre incredulidad y miedo, él la sigue… sin saber que cada paso lo adentra en un laberinto de verdades que jamás habría querido conocer.”
Alex sentía que el suelo se hundía bajo sus pies. No en sentido figurado: literalmente, sus rodillas temblaban, manchas oscuras le nublaban la vista y un pitido agudo le perforaba los oídos. El calor, la tensión y las noches sin dormir lo estaban derrumbando.
Era el funeral de Olivia, su esposa, y cada palabra que pronunciaban los familiares caía sobre él como una losa más en su pecho. “Tengo que salir de aquí”, murmuró a su cuñada Mary, mientras otro pariente relataba con voz quebrada cómo Olivia había sido el pilar en los momentos difíciles.
—Claro, ve —respondió Mary, notando su rostro pálido—. Nosotros terminamos aquí.
Alex se levantó lentamente y comenzó el camino hacia la salida del cementerio. No quiso mirar atrás. El adiós estaba dicho, aunque el vacío que dejaba era infinito.
Caminaba cabizbajo cuando, justo al llegar a la reja de hierro, una voz suave lo detuvo.
—Señor… ¿podría ayudarme?
Frente a él, una niña de unos diez años, con un vestido desgastado y el cabello revuelto, extendía la mano. Sin pensarlo demasiado, Alex palpó sus bolsillos y encontró las últimas monedas que llevaba. Se las entregó.
La niña cerró la mano sobre el dinero, pero no se apartó. Lo miró fijamente y dijo algo que le heló la sangre:
—Tío, su esposa está viva. Pero eso no va a mejorar su vida. Sígame.
Alex sintió un latigazo en el corazón. Quiso reír, gritar, preguntar. ¿Una broma cruel? ¿Un delirio? Pero había algo en los ojos de la niña, una seriedad demasiado adulta, que lo hizo vacilar.
—Niña, eso no es gracioso… —murmuró.
—No es una broma —dijo ella con voz firme—. Si quiere la verdad, tiene que venir ahora.
Su instinto le gritaba que se marchara, que aquello era absurdo. Pero sus pies, como si ya no le pertenecieran, la siguieron. Salieron del cementerio y tomaron una calle lateral, oscura y desierta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Alex, intentando mantener el control.
—Clara —respondió sin girarse—. Y no tenemos mucho tiempo.
—¿Dónde está Olivia?
Clara no contestó de inmediato. Se detuvo frente a una verja oxidada que daba a un edificio abandonado. La puerta cedió con un chirrido. Dentro, el olor a humedad y polvo era sofocante.
—Está aquí —susurró Clara—. Pero antes de verla, tiene que saber algo: no es la misma persona.
Alex sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Qué demonios significa eso?
Clara se encogió de hombros.
—Que a veces, cuando la gente vuelve… no vuelve como era.
Subieron por una escalera de metal que se retorcía bajo su peso. Cada paso resonaba como un golpe de martillo en el silencio del lugar. Finalmente, llegaron a una puerta entreabierta. Clara la empujó.
La habitación estaba apenas iluminada por una bombilla desnuda. En el centro, sentada en una silla, estaba Olivia.
Alex sintió que el corazón se le salía del pecho.
—¡Olivia! —corrió hacia ella.
Ella levantó la cabeza lentamente. Sus ojos… eran los mismos, pero había en ellos una frialdad extraña, como si lo miraran desde una distancia infinita.
—Hola, Alex —dijo, con una voz que sonaba exactamente igual… y al mismo tiempo, distinta.
Él se arrodilló frente a ella, sin saber si abrazarla o retroceder.
—¿Cómo…?
—No deberías haber venido —interrumpió ella, sin emoción—. No es seguro para ti.
Clara, detrás de él, habló con un tono casi mecánico:
—Se lo advertí.
Alex giró hacia la niña, confundido, pero cuando volvió la vista a Olivia, ella ya estaba de pie, a pocos centímetros de su rostro. Su expresión era inescrutable.
—Ahora que me encontraste, no puedes irte —susurró.
En ese momento, las luces parpadearon, y un ruido metálico reverberó en el edificio. Alex sintió una presión en el pecho, una mezcla de terror y amor imposible de separar.
No sabía si aquello era un milagro o una condena. Solo entendía una cosa: la Olivia que tenía frente a él no pertenecía al mundo que había dejado en el cementerio.
Y él… tampoco volvería a él.
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