Se burlaron de su “piedra de cavernícola” y de su truco primitivo para lanzar rocas, pero aquel recluta mestizo con una resortera casera usó su misterioso canto y nueve japoneses tras ametralladoras quedaron fuera de combate en un solo día

En la isla, el calor se pegaba a la piel como una segunda camiseta que nadie había pedido.

El aire olía a sal, barro y pólvora vieja. Las palmeras parecían cansadas. Y los hombres, aún más.

El soldado de primera Diego Ramírez caminaba por la trinchera con la cabeza baja y el casco ladeado, intentando ignorar las risitas detrás de él.

—Mira, ahí va el cavernícola —murmuró uno de los marines, con el español aprendido a medias—. ¿Ya cantó a su piedra hoy?

—No la pierdas de vista, Ramirez —añadió otro, riéndose—. Sin esa roca mágica no le atinas ni al baño.

Diego apretó la mandíbula, pero no contestó. Caminaba con cuidado, como quien lleva algo frágil en los bolsillos.

En realidad, sí llevaba algo.

En la bolsa izquierda de su chaqueta, envuelta en un pedazo de tela, estaba su piedra.

No era una piedra cualquiera. Era lisa, del tamaño de una ciruela grande, con una hendidura suave en un costado. La había encontrado de niño, en el río cerca del rancho de su abuelo, en un pueblo de Michoacán.

“Es buena para volar”, había dicho el viejo, al verla. “Tiene ganas de cantar en el aire.”

Esa misma piedra lo había acompañado desde entonces. Primero como juguete, luego como herramienta de juego, luego como parte de un truco que nadie, fuera de su familia, había entendido nunca: la forma en que Diego usaba una resortera casera para hacerla viajar justo donde quería.

Cuando se enlistó en el ejército de Estados Unidos —la guerra no preguntaba nacionalidad para llevarse a los jóvenes—, la piedra cruzó el océano en el fondo de su mochila, envuelta entre calcetines.

Para sus compañeros, era superstición. Para él, era memoria… y algo más.


La compañía de Diego llevaba tres semanas atorada en aquella isla sin nombre para ellos, pero con demasiados nombres en los mapas y reportes. Oficialmente, era un punto más en la cadena del Pacífico. Extraoficialmente, era un pedazo de tierra donde los soldados japoneses se habían atrincherado con paciencia, conviertiéndolo en un infierno angosto.

La playa ya era de los aliados. El problema estaba más arriba, en una colina coronada por tres nidos de ametralladora que barrían cualquier intento de avance.

—Tres nidos —resumió el sargento Owen, señalando el mapa extendido sobre una caja de municiones—. Uno aquí, escondido entre rocas. Otro en esta loma, con troncos reforzando. El tercero justo detrás, en un pequeño búnker de concreto. Cada uno tiene de dos a tres hombres. Cada vez que alguien asoma la cabeza, nos la quieren volar.

—Y lo han logrado —añadió el teniente Miller, con la voz tensa—. Ya perdimos demasiados solo por probar suerte.

En la trinchera improvisada, Diego escuchaba en silencio.

Sabía que el mapa no mostraba todo. Las líneas que representaban la colina no incluían el eco de las balas, el silbido de los insectos, el miedo que se quedaba pegado en la garganta cuando uno miraba hacia arriba.

—Necesitamos fumarlos —continuó Miller—. Artillería, aviación, lo que sea. Un bombardeo decente y estos tipos desaparecen.

—Ya se pidió apoyo —respondió Owen—. Pero dicen que los cazas están ocupados más al norte. Y la artillería está lidiando con otro grupo de locos en la otra punta de la isla. Lo nuestro es “prioridad media”.

La expresión de Miller dijo todo lo que pensaba de esa clasificación.

—Entonces, ¿qué? —gruñó—. ¿Seguimos dejando que se rían de nosotros en esa colina?

Un silencio incómodo cayó sobre el grupo.

Diego sintió cómo la piedra, en su bolsillo, parecía más pesada. O tal vez era solo su corazón.

Respiró hondo, como había aprendido a hacer cuando su abuelo lo retaba a atinarle a una lata en la barda a veinte pasos.

—Señor —dijo, con cuidado—. Tal vez… puedo ayudar.

Las cabezas se giraron hacia él.

Miller lo miró con una mezcla de irritación y curiosidad.

—Ramírez, ¿no? —preguntó—. ¿El de la resortera?

Un par de marines soltaron una risita.

—Sí, señor —confirmó Diego, tragando saliva—. Yo… conozco una forma de hacerlos levantar la cabeza. Y de… bueno, de callar a los hombres detrás de las ametralladoras.

—¿Con piedras? —se burló un cabo, desde el fondo—. ¿Les vas a contar un chiste de cavernícolas hasta que se aburran?

Un murmullo de risa recorrió la trinchera.

Diego sintió el impulso de callarse para siempre. Pero pensó en las veces que había visto a un compañero caer por asomarse un centímetro de más. En las familias que tal vez esperaban cartas que no llegarían.

Se obligó a seguir.

—No solo con piedras, señor —dijo, mirando a Miller, no a los que se reían—. Con una distracción. Y con la información que nos da. Si sé desde dónde tiran, puedo indicar a los hombres del mortero dónde apuntar. Podríamos derribar sus posiciones una por una sin exponernos tanto.

Miller entrecerró los ojos.

—¿Y cómo piensas saber desde dónde tiran mejor de lo que ya lo sabemos? —preguntó—. Tenemos binoculares, observadores, mapas…

—Los tenemos, sí —admitió Diego—. Pero ellos están muy bien cubiertos. Usted mismo lo dijo: cuando asoman la cabeza, es por un segundo. Con su permiso, puedo hacer que asomen la cabeza más de la cuenta.

—¿Haciendo qué? —insistió Miller.

Diego metió la mano en su bolsillo y sacó la piedra envuelta.

Desdobló la tela con cuidado, como quien muestra un tesoro.

La piedra, lisa y gris, brilló un poco bajo el sol. Tenía marcas de uso, pequeños golpes, un borde un poco más gastado.

—Con esto —dijo—. Y mi resortera.

Hubo un momento de silencio… y luego una carcajada general.

—No, bueno, esto sí que no me lo esperaba —dijo Owen, llevándose una mano a la frente—. Trinchera del siglo XX, armas automáticas, explosivos… y el compañero propone guerra de piedritas.

—¿Vas a escribirle al general MacArthur para que te mande más cantos rodados? —añadió otro, entre risas.

Diego apretó la piedra entre el pulgar y el índice. No con rabia, sino con la concentración de siempre.

—Sé que suena ridículo —dijo—. Pero llevo toda la vida usando esto. Puedo lanzar esta piedra a cien pasos y acertar a una lata. Puedo pegarle a un casco asomado detrás de un tronco. Y más importante: puedo hacer que un hombre crea que lo atacan desde donde no lo atacan.

Eso último hizo que algunos se callaran.

Miller, al menos, dejó de sonreír.

—Explícate —pidió.

Diego respiró hondo.

—Si me posiciono en este flanco —señaló en el mapa—, a unos cincuenta metros de la línea de tiro de la ametralladora, puedo lanzar la piedra con la resortera para que caiga cerca del nido, pero desde un ángulo distinto. Ellos escuchan el golpe, sienten que algo pega en su tronera, piensan que viene de este lado. Se asoman, apuntan hacia donde creen que está el tirador, y…

Detuvo la frase, dejando que los demás la completaran.

—…y nuestros hombres, que están esperándolos desde enfrente, pueden verlos mejor —terminó Owen, despacio.

—Así es, sargento —confirmó Diego—. Incluso, podría rebotarla en una roca para que el sonido se multiplique. Mi abuelo me enseñó hacerlo en el río. La piedra canta diferente según dónde pegue.

—¿Y de qué sirve verlos un segundo más? —refunfuñó el cabo escéptico—. Igual disparan, igual nos tiran al piso.

—Ese segundo —intervino Diego, con calma— puede ser suficiente para que nuestro observador de mortero vea exactamente dónde está la tronera. Luego, no hace falta más que coordinar. Una piedra para provocar, un mortero para responder. Y así, nido por nido.

El silencio fue distinto esta vez: menos burlón, más tenso.

Miller miró a Owen.

—Podría funcionar —admitió el sargento, rascándose la barbilla—. Siempre y cuando tu truco de circo sea tan preciso como dices.

—Lo es —dijo Diego, con una seguridad que él mismo se sorprendió de sentir.

và cuộc tranh cãi trở nên nghiêm trọng và căng thẳng… — y la discusión se volvió seria y tensa de verdad.

—¿Y si fallas? —insistió Miller—. ¿Y si tu piedra se va a cualquier parte? ¿Y si asoman la cabeza hacia ti en lugar de hacia el frente? ¿Te das cuenta de que te estás ofreciendo como cebo?

—Ya lo soy —respondió Diego—. Todos lo somos, cada vez que nos mandan a asomar la cabeza. Al menos, así podríamos hacerlo con algo de ventaja.

—Esto no es un juego de rancho —replicó Miller, con un tono más duro—. Aquí no es tu abuelo gritando “¡bien hecho!” porque le pegaste a una botella. Aquí, si fallas, alguien muere.

—Ya lo sé, señor —dijo Diego, sin bajar la mirada. “Más razón, entonces”, pensó.

Owen intervino, tratando de calmar las aguas.

—Teniente, hasta ahora todo lo que hemos intentado ha terminado igual: con hombres arrastrándose de vuelta con menos de los que fueron —dijo—. Si seguimos haciendo lo mismo, vamos a obtener lo mismo. Si este muchacho tiene un truco, por loco que parezca, quizá vale la pena probarlo en pequeño. Un nido. Un intento. Si no sirve, no insistimos.

Miller apretó los labios.

Podía decir no. Podía ser el oficial sensato que no permitía “tonterías artesanales” en su operación.

Pero también podía ver, en las miradas alrededor de la caja-mapa, la mezcla de miedo, cansancio y deseo desesperado de que algo cambiara.

Suspiró.

—Un intento —concedió—. Solo uno. Nada de héroes. Nada de improvisar más de lo que ya estás improvisando. Owen, escoges a los hombres más calmados para el equipo de morteros. Ramírez, tú y tu piedra van a ese flanco. Si veo que esto se sale de control, lo cancelo. ¿Entendido?

Diego asintió.

—Sí, señor.

Los demás lo miraron. Algunos con burla, otros con curiosidad, unos pocos —los más viejos— con un atisbo de respeto.


La tarde cayó pesada sobre la colina.

Desde abajo, los nidos de ametralladora eran invisibles. Solo se veía la vegetación espesa, las rocas y, de vez en cuando, el destello de un fusil, el soplo de arena levantada por las balas.

Diego avanzó arrastrándose por el flanco izquierdo, con la piedra en su bolsillo y la resortera en el cinturón. Lo acompañaba un radio-operador, Thompson, que respiraba con dificultad, y un cabo con binoculares.

—No me digas que vamos a confiar en una gomita y una piedra —murmuró Thompson, tratando de aligerar el miedo.

—La gomita es nueva —respondió Diego, sin dejar de avanzar—. La piedra no me ha fallado en quince años.

—Qué consuelo —dijo Thompson—. Espero que haya estado practicando con japoneses imaginarios.

Llegaron a una posición protegida por un pequeño saliente de roca. Desde ahí, podían ver una parte de la ladera frente a ellos… y, con cuidado, una sección de la zona donde, según los informes, estaba el primer nido de ametralladora.

El cabo levantó los binoculares.

—Veo troncos apilados —susurró—. Y un pequeño hueco oscuro. Debe ser la tronera. No se ve movimiento.

—Espera que pase una patrulla de los nuestros —indicó Diego—. Cuando se asomen más abajo, ellos abrirán fuego. Yo lanzo la piedra justo antes, para que se confundan. Tú, cabo, me dices si se asoman más de lo usual y le pasas las coordenadas a Owen.

Thompson ajustó el radio, nervioso.

En la ladera opuesta, un pequeño grupo de marines comenzó a moverse, avanzando de roca en roca, como tantas veces antes.

El aire se tensó.

De pronto, el sonido familiar: el tableteo seco de la ametralladora, cortando el aire.

Tierra saltó cerca de los marines. Los hombres se pegan al suelo.

—Ahora, Ramírez —apremió el cabo.

Diego sacó la piedra. La sintió fría y familiar en la mano.

En su mente, no estaba en una isla del Pacífico, sino en la ribera del río de su pueblo. Su abuelo, detrás, le decía: “No mires la piedra. Mira el lugar donde quieres que esté.”

Colocó la piedra en la bolsita de cuero de la resortera, tensó la goma, calculó el ángulo.

El canto de la piedra comenzó antes de salir: un pequeño zumbido que solo él escuchaba, el que siempre precedía al disparo.

Soltó.

La piedra salió disparada describiendo una curva que, para ojos ajenos, era un simple arco. Para él, era una línea exacta.

Golpeó una roca cerca de la tronera con un “toc” seco y luego rebotó, golpeando un tronco. El sonido se amplificó en el interior del nido.

Desde afuera, parecía un impacto de bala.

—¡Lo logró! —exclamó Thompson, sorprendido.

Dentro del nido, los soldados japoneses, concentrados en disparar hacia la ladera de enfrente, escucharon el golpe inesperado a su lado. Uno de ellos se giró instintivamente, como buscando al invisible atacante.

Se asomó un poco más de lo usual, sacando medio rostro por la tronera.

El cabo, con los binoculares, vio ese gesto mínimo.

—¡Ahí! —susurró, excitado—. ¡Owen, coordenadas…!

Dictó las cifras por el radio: grados, distancia, referencia respecto a un árbol caído.

Al otro lado, Owen cayó sobre el mortero con sus hombres.

—Ajusten a dos grados al norte, tres metros menos —ordenó—. Carga lista. ¡Fuego!

El mortero soltó un “plop” grave. La granada describió su propio arco, invisible desde la posición de Diego.

Segundos después, un estruendo seco sacudió la ladera. La granada cayó a unos metros del nido, levantando tierra y astillas.

—¡Un poco corto! —gritó el cabo—. Ajusten veinte metros más.

Otra granada, otro “plop”, otro viaje.

Esta vez, el impacto fue casi sobre la tronera. El tronco protector se astilló, la entrada quedó semibloqueada.

El tableteo de la ametralladora cesó.

—Nido uno, silenciado —informó Owen, con la voz con la que uno anuncia algo importante sin querer sonar emocionado.

Diego exhaló el aire que no se había dado cuenta que retenía.

Una parte de él quería gritar de satisfacción. Otra sabía que no había tiempo.

—Vamos por el segundo —dijo, tensando otra vez la resortera.


El segundo nido estaba mejor camuflado, en una pequeña depresión del terreno.

El procedimiento se repitió, pero con variantes.

Esta vez, Diego apuntó un poco más alto, buscando que la piedra rebotara en la copa de un tronco antes de caer detrás del nido. Quería que el sonido llegara desde un ángulo aún más extraño.

—¿Puedes hacer que suene como si viniera del cielo? —bromeó Thompson.

—No tanto —murmuró Diego—. Pero sí como si viniera de donde no estamos.

La piedra voló, pegó en la rama, rebotó con un “clac” y luego golpeó el casco de alguien dentro del nido.

Un grito ahogado salió de la depresión.

El cabo vio claramente un cuerpo incorporarse, una mano y medio torso asomando.

—¡Ahora! —gritó, pasando los datos—. ¡Más a la derecha, Owen!

El mortero escupió fuego otra vez.

La granada explotó justo al borde de la depresión, lanzando tierra y troncos sobre la tronera.

El ruido de la ametralladora se hizo errático, luego se apagó.

—Segundo nido, fuera de combate —informó la radio.

Diego sentía que las manos le temblaban, pero no por miedo. Era la adrenalina. El cuerpo no sabía si quería pelear o dormir.

—¿Cuántos hombres habrá en cada nido? —preguntó Thompson, con la voz baja.

—Dos o tres —respondió Diego—. Tal vez más en el tercero, que es de concreto.

Hizo cuentas rápidas sin querer.

Si cada nido tenía tres hombres… eso significaba que, directa o indirectamente, estaba ayudando a neutralizar a varios. No le gustaba pensar en “número de bajas”. Pero tampoco podía ignorar que, hasta ese momento, al menos cuatro o cinco hombres al otro lado habían quedado fuera de combate gracias a su extraña combinación de resortera y mortero.


El tercer nido era el más difícil.

Estaba en un pequeño búnker de concreto, con una tronera estrecha y paredes reforzadas. Las granadas de mortero tendrían que entrar muy cerca para hacer daño real.

Diego se limpió el sudor de la frente, aunque ya no sabía si era sudor o humedad de la vegetación.

—Este va a ser duro —advirtió el cabo.

—No hay balas mágicas —murmuró Diego—. Tampoco piedras mágicas. Solo ángulos buenos.

Observó el entorno.

Había una roca grande a un lado del búnker, con una superficie inclinada.

En su mente, trazó líneas invisibles: si la piedra golpeaba justo ahí, rebotaría hacia la tronera. No con fuerza suficiente para lastimar, pero sí para hacer un sonido distintivo justo dentro del hueco.

Recordó las tardes de lluvia, de niño, lanzando piedras al río para hacerlas rebotar varias veces.

“Es igual,” se dijo. “Solo que ahora el agua es cemento y los patos disparan.”

Colocó la piedra. Tensó la goma. Calculó.

Soltó.

La piedra voló, pegó en la roca, rebotó con un “toc” claro y luego chocó con la parte superior de la tronera, produciendo un “clac” metálico justo donde quería.

Dentro del búnker, las cabezas se giraron.

El tirador principal de la ametralladora se encogió instintivamente, agachándose. El auxiliar, confundido, se acercó a la tronera, tratando de ver qué había golpeado.

Asomó más de lo prudente.

La ametralladora se detuvo un segundo.

El cabo, que esperábamos ese instante, cantó:

—¡Ahí! ¡Un poco más abajo que el anterior, Owen! ¡Coordena… ya!

El mortero respondió.

La primera granada cayó corta.

La segunda, un metro a la derecha.

La tercera impactó justo frente a la entrada del búnker, generando una onda que se coló por la tronera con la fuerza de un puñetazo gigante.

—Otra —pidió el cabo.

La cuarta granada, ajustada por milímetros, cayó casi encima del techo de concreto. No lo rompió, pero lo agrietó, lanzando cascotes dentro.

El tableteo de la ametralladora se volvió un ruido ahogado, luego nada.

Se hizo un silencio raro en la colina.

Solo se escuchaba el eco lejano del mar y el zumbido de los insectos.

—Tercer nido, aparentemente neutralizado —informó la radio de Owen—. No hay fuego proveniente de ahí.

Diego notó que tenía los nudillos blancos de tanto apretar la resortera.

Se dejó caer de espaldas un segundo, mirando el cielo gris-azulado.

En un solo día, con una piedra y una resortera, había ayudado a silenciar tres posiciones desde donde, antes, había visto caer a compañeros.

Si en cada nido había habido tres hombres, eso significaba que nueve soldados japoneses habían quedado fuera de combate, muertos o heridos.

No era un número que quisiera saborear. Pero tampoco podía ignorar lo que implicaba: nueve armas menos apuntando hacia sus amigos, nueve manos menos en la ametralladora.


El avance desde la playa fue casi increíble.

Sin las ametralladoras escupiendo fuego constante, los marines pudieron subir por la ladera, apoyados por un par de tanques ligeros.

Encontraron resistencia, sí: francotiradores, trincheras, un par de pequeños contraataques. Pero nada tan devastador como esos nidos que, durante semanas, habían convertido cada intento de avance en una carnicería.

En el primer nido, los cuerpos estaban parcialmente sepultados por tierra y troncos. En el segundo, habían quedado desordenados, como muñecos a los que se les hubiera acabado la cuerda. En el búnker, tres hombres yacían donde el aire comprimido y los cascotes los habían sorprendido.

Los marines los miraron en silencio.

No había burla en sus rostros ahora. Solo la seriedad de quien entiende que pudo haber sido al revés.

Uno de ellos, el cabo que se había reído más alto del “cavernícola”, dijo en voz baja:

—Lo que sea que haya hecho Ramírez… funcionó.


De regreso en la trinchera, al caer la tarde, el ambiente era distinto.

Los hombres estaban igual de sucios, igual de cansados. Pero caminaban un poco más erguidos.

El teniente Miller buscó a Diego cerca de la caja-mapa.

Lo encontró sentado, limpiando con un trapo la piedra, como si quisiera quitarle el polvo del día.

—Ramírez —dijo.

Diego se puso de pie de un salto.

—Señor.

Miller lo observó un momento.

—Informes preliminares dicen que, gracias a la información que sacamos con tu… experimento, se neutralizaron tres posiciones de ametralladora —dijo—. Los hombres del mortero dicen que fue la primera vez en semanas que sintieron que sus tiros eran realmente decisivos, y no solo ruido.

Diego no supo qué decir. Solo asintió.

—Nueve hombres fuera de combate —añadió Miller—. Tal vez más, si contamos a los que estaban cerca. Y eso sin que nosotros perdiéramos a nadie en el avance inicial.

“Lo sabe”, pensó Diego. “Sabe el número.”

—No fue solo por mí, señor —dijo—. Sin los hombres del mortero, la piedra no hubiera servido de nada. Sin el cabo con los binoculares, tampoco.

—Claro —admitió Miller—. Pero la idea empezó aquí.

Señaló la piedra.

—Y aquí —añadió, tocándose la sien.

Hubo un silencio.

Luego, inesperadamente, Miller sonrió.

—Cuando esto acabe, si alguna vez nos encontramos en un bar en San Diego, te invito una cerveza —dijo—. Y tú me enseñas a usar una de esas cosas.

Diego rió, sorprendido.

—Hecho, señor.

El sargento Owen se acercó por detrás, dándole una palmada en el hombro.

—Buen trabajo, troglodita —dijo, sin burla—. Parece que tu piedra tenía más ganas de guerra que varios de nosotros.

Otros marines, al pasar, levantaron la mano, en gesto de reconocimiento.

—Bien tirado, Ramírez.

—Ese canto que hiciste hoy valió por cien disparos.

Diego bajó la mirada, ruborizado.

No se sentía héroe. Se sentía… útil. Y eso, en medio del caos, era más valioso que cualquier medalla imaginaria.

Guardó la piedra en su tela, con cuidado.

Esa noche, antes de dormir, la sostuvo entre las manos y susurró, casi sin darse cuenta:

—No eras para esto… pero nos salvaste.

Quizá la piedra no respondía. Pero el murmullo del mar, a lo lejos, pareció acompañar sus palabras.


Años después, en un pueblo tranquilo muy lejos del Pacífico, un hombre de cabello entrecano se sentaba frente a un grupo de niños curiosos.

Sobre la mesa, entre tazas de café y pan dulce, había una pequeña piedra envuelta en tela.

—¿De verdad mataste a nueve japoneses con una piedra, abuelo? —preguntó el más atrevido, con los ojos abiertos como platos.

Diego, ya viejo, sonrió con tristeza y ternura.

—No, mijo —respondió—. A esos hombres los mató la guerra. Yo solo hice que asomaran la cabeza. Y otro hombre, con un mortero, hizo su parte. Yo… yo solo quería que mis amigos dejaran de caer.

El niño frunció el ceño, procesando.

—Pero se burlaban de ti —insistió—. De tu piedra. ¿Y luego ya no?

Diego rió bajo.

—Al principio, sí —dijo—. Me decían “cavernícola”, “troglodita”. Les parecía ridículo que alguien confiara en una herramienta tan simple en medio de armas tan modernas. Pero la guerra también enseña eso: a veces, lo más antiguo sirve cuando lo nuevo falla.

Tomó la piedra, la desenvolvió y la sostuvo a la luz de la tarde.

—Esto —continuó— no es mágica. No es un amuleto. Es solo una roca que aprendí a usar. Lo que hizo la diferencia ese día no fue la piedra… fue que me dejaron intentarlo.

Uno de los adultos que escuchaba, un vecino que había estado trabajando en Estados Unidos, añadió:

—Y que alguien en el mando se atrevió a decir “sí” a una idea loca. Eso también es raro.

Diego asintió.

—La discusión con mi teniente fue más dura que cualquier mortero —admitió—. Y tenía razón en dudar. No había garantías. Pero si no hubiera alzado la voz… y si él no hubiera aceptado el riesgo… puede que la historia en esa colina hubiera sido otra.

Los niños se miraron entre sí, como intentando imaginar al abuelo joven, arrastrándose por una ladera, tensando una resortera frente a ametralladoras.

Para ellos, la guerra era algo lejano, de libros y películas. La piedra, en cambio, era real. Podían tocarla.

—¿Nos enseñas a usarla? —pidió el más pequeño.

Diego sonrió.

—Solo si prometen que nunca van a apuntarle a una persona —dijo—. Hay suficientes cosas en este mundo que hieren. No hace falta que ustedes agreguen una más.

Los niños asintieron, serios.

En sus manos, la piedra se volvió, por fin, lo que siempre había debido ser: un juego, un reto, un pedazo de río en medio del patio.

Mientras los veía correr, Diego pensó, por un momento, en aquellos nueve hombres al otro lado del océano, detrás de las ametralladoras.

No los odiaba. Nunca los había conocido. Sabía que, en otro universo, quizá alguno de ellos estaría ahora contando su propia versión de la historia a niños en un porche japonés.

“Ellos tenían órdenes, igual que yo,” se dijo. “La diferencia estuvo en quién se atrevió a cambiar el guion.”

Al final, la piedra volvió a su tela, guardada en un cajón. No como trofeo, sino como recuerdo de una tarde donde algo tan simple como un canto en el aire y un plan improvisado habían hecho la diferencia entre vivir y no ver el siguiente amanecer.

Los hombres que se habían reído del “cavernícola” dejaron de hacerlo ese día en la isla.

Y, aunque la guerra borró muchos nombres, hubo uno que se quedó en la memoria de unos cuantos informes: “El soldado que usó una piedra para hacer que nueve gunners enemigos dejaran de disparar.”

No porque fuera una hazaña gloriosa.

Sino porque demostró que, incluso en la maquinaria gigantesca de la guerra, todavía había espacio para la mano de un abuelo, el juego de un niño y la terquedad de un hombre que se negó a creer que no podía intentar algo distinto.