A los 44 años, Jomar Goysa sorprende al anunciar “Nos vamos a casar”, admite que lleva años ocultando a su pareja y desata una tormenta de rumores, miradas incómodas y preguntas sobre cómo logró mantener el amor lejos de las cámaras.

La frase cayó como un rayo en mitad de un set acostumbrado al drama, pero no a la verdad desnuda de sus conductores.

Nos vamos a casar.

No fue un juego, ni un reto del programa, ni una broma de mal gusto. Fue una confesión en toda regla.
El autor: Jomar Goysa, 44 años, estilista, comentarista de moda y figura mediática tan querida como criticada.

Lo dijo con voz firme, sin filtros, mirando a cámara.
Y, en cuestión de segundos, el ambiente se transformó.

El público en el estudio pasó de la risa fácil a una mezcla de gritos, aplausos y caras de incredulidad.
Los compañeros de panel se quedaron congelados.
El director, detrás del cristal, solo alcanzó a decir por el intercomunicador:

—Sigan. No corten.

Porque lo que estaba pasando era oro televisivo… pero también algo más:
el momento en que un hombre que durante años opinó de todos por fin decidió hablar de sí mismo.


Un programa aparentemente normal

El día había empezado como cualquier otro en el show de las tardes:
bloques de chismes, análisis de alfombras rojas, críticas de vestuario, risas, bromas internas, desafíos de redes sociales.

Jomar, como siempre, llegaba impecable:
traje entallado, zapatos brillantes, joyería discreta pero calculada, barba perfecta, mirada entre irónica y juguetona.
El personaje que el público ya conocía al dedillo.

Durante años, su rol era claro:
él analizaba a los otros.
Él opinaba del look ajeno, del romance ajeno, de las decisiones ajenas.

Cuando la conversación quería girar hacia su vida privada, hacía lo mismo que tantos otros en televisión:
sonreír, esquivar, cambiar de tema con un chiste bien colocado.

—Tú no te escapas, ¿eh? —le repetían sus compañeras—. ¿Y tu corazón?

Él se refugiaba en el libreto habitual:

—Mi corazón está casado con el rating, cariño.

Y todos reían.
Y el tema moría ahí.

Hasta ese día.


La pregunta que lo cambió todo

El detonante no fue un escándalo, ni una filtración, ni una foto comprometedora.
Fue una simple dinámica del programa.

Era la sección final:
un juego de “preguntas rápidas” donde todos debían responder en menos de cinco segundos.
Si no contestaban, debían cumplir un reto ridículo: bailar, cantar, maquillarse a ciegas.

Todo marchaba según el plan:
—¿Quién se viste peor en la farándula?
—¿A qué famoso no invitarías a tu fiesta?
—¿Qué tendencia de moda te parece un horror?

Risas, gritos, chistes.
Hasta que llegó el turno de Jomar.

La conductora tomó una tarjeta, la miró, sonrió con una picardía que delataba lo que venía y disparó:

—Jomar, responde sin pensar: ¿estás enamorado ahora mismo?

El público en el foro gritó.
El panel completo volteó a verlo.
La producción enfocó su cara en primer plano.

Todo el mundo esperaba otra broma.

Pero esa vez no hubo chiste.

Hubo un silencio raro.
Un silencio que, viniendo de él, decía mucho más que cien frases posibles.

Sus ojos no buscaron la salida fácil.
No se rió.
No levantó las cejas con ironía.

Respiró.
Y dijo:

—Sí.

El estudio entero se quedó helado.

La conductora, que claramente no esperaba esa respuesta, insistió:

—¿Cómo que “sí”? ¿En serio?

Y ahí fue cuando él, en vez de huir, decidió cruzar el puente:

—Sí. Y nos vamos a casar.


El rostro detrás del personaje

Quien haya seguido la carrera de Jomar Goysa sabe que, detrás del personaje exagerado, hay un hombre que creció entre cámaras, luces y juicios.

Desde joven, aprendió que en el mundo del espectáculo se mira a los demás como si fueran vitrinas:
todo se opina, todo se analiza, todo se critica.

Él mismo se convirtió en experto en ese idioma.
Su talento para detectar errores de estilo, para construir frases afiladas y memorables, lo llevó a la pantalla. Lo transformó en figura.

Pero su vida personal fue siempre una caja cerrada.

Rumores no faltaban:

—Que si tenía pareja.
—Que si no.
—Que si era demasiado exigente.
—Que si tenía el corazón roto.

Él nunca confirmaba, nunca negaba del todo.
Lo máximo que concedía era algún comentario vago:

—Yo he amado, he llorado, he aprendido, y hasta ahí llego.

En un mundo donde muchos usan su vida privada como contenido, su silencio era extraño.
Y, justo por eso, intrigante.

Por eso, cuando dijo “nos vamos a casar”, el impacto fue tan grande.
Porque, por primera vez, el chismoso profesional se convertía en protagonista de la historia.


¿Quién es la persona que conquistó a Jomar?

La pregunta explotó instantáneamente.

Sus compañeros aprovecharon la única ventana posible:

—¿Cómo que “nos vamos a casar”?
—¿Desde cuándo?
—¿Quién es?
—¿Lo conocemos?

Jomar podía haber frenado ahí.
Podía haberse echado para atrás, convertido todo en una especie de juego.
Pero no lo hizo.

Se acomodó en la silla, miró al público y dijo:

—Se van a enterar de algo que solo mi familia y mis amigos más cercanos saben. No lo quise hacer antes porque sentía que no estaba listo. Hoy sí.

El programa, que estaba pensado para terminar en pocos minutos, se extendió.
La producción tiró el libreto al basurero.
El director hizo un gesto claro: “Déjenlo hablar”.

Y habló.


Una historia que no nació ayer

Lo primero que Jomar quiso dejar claro fue que no se trataba de una aventura reciente.

—La gente va a pensar que conocí a alguien la semana pasada y ya anuncié boda —dijo—. Pero la realidad es que esta historia lleva tiempo cocinándose en silencio.

Contó que conoció a su pareja en el lugar menos glamuroso posible:
un pasillo de camerinos.

—Un día llegué furioso al canal —relató—. Todo me parecía mal: la ropa, el guion, las luces, todo. Y en medio de mi mal humor casi choco con alguien en el pasillo. Literalmente chocamos hombro con hombro.

Esa persona —a la que llamó simplemente “Él” durante un rato— no se disculpó de forma servil.
No se impresionó por el “famoso” que tenía enfrente.
Solo dijo:

—Si vas a caminar como tormenta, al menos avisa.

Jomar, acostumbrado a intimidar, se quedó sin respuesta.
Y ese fue el primer indicio de que algo diferente estaba por empezar.

Más adelante se enteraría de que no era una estrella, sino parte del equipo técnico.
Alguien que vivía detrás de las cámaras, no delante de ellas.

—Eso me encantó —confesó—. Que no le importaba el show. Le importaba hacer bien su trabajo… y que yo no le reventara el día con mis berrinches.


Del pasillo a la confianza

La historia se fue construyendo con cosas pequeñas.

Coincidencias de horario.
Cafés improvisados en la cafetería del canal.
Mensajes de “¿Llegaste bien a casa?” después de noches de grabación.

—Él fue la primera persona en mucho tiempo con la que podía hablar sin que la conversación terminara girando alrededor de mi vida pública —contó Jomar—. Con él yo no era “el del programa”. Era un tipo que se cansaba, que tenía dudas, que a veces llegaba roto.

Eso lo descolocó.

—Yo estaba acostumbrado a provocar admiración o rechazo —dijo—. Pero él me trató como si fuera… normal. Y, aunque suene raro, eso me enamoró.

No hubo un “día de flechazo” claro.
Fue más bien una suma de gestos:

Un mensaje alentador cuando las redes ardían criticándolo.

Un termo con café caliente en una madrugada de grabación.

Un silencio cómodo en un coche, camino al trabajo.

Hasta que un día, Él dijo una frase que le dio un giro a todo:

—Me preocupa que te pases la vida arreglando a otros y nunca te preguntes quién te sostiene a ti.

Jomar sintió el golpe.
Y ahí entendió que la relación ya no era solo amistad.


El miedo a hacerlo público

¿Por qué no lo había dicho antes?

Esa fue la gran pregunta.

—Porque tenía miedo —admitió—. No miedo de que se supiera que tengo pareja. Miedo de que lo destruyeran a él por estar conmigo.

Explicó que, en la televisión, mucha gente ama y odia con la misma intensidad.
Que los comentarios pasan de “te adoramos” a “te cancelamos” en segundos.
Que él había aprendido a vivir con eso… pero no quería que su pareja tuviera que aprender lo mismo.

—Yo ya tengo corazas —dijo—. Él no las pidió ni las necesitaba.

Además, estaba el temor a la etiqueta.

—Sabía que, en cuanto lo dijera, muchos iban a reducirlo todo a un titular: “Jomar y su nuevo novio”, como si fuera un accesorio más en mi look. Y él merece más que eso.

Por eso, durante un tiempo, tomaron una decisión:
lo que ocurría entre ellos se quedaba entre ellos.

Sin fotos de redes.
Sin apariciones en eventos.
Sin nombres.

Hasta que, como pasa en todas las historias importantes, el silencio empezó a pesar demasiado.


La conversación que lo cambió todo

Jomar contó que la decisión de hablar no vino de una estrategia, sino de una conversación íntima.

—Hace unos meses —dijo—, estábamos cenando en casa. Un día tranquilo. Yo llegué agotado, saturado de críticas, de cámaras, de pantallas. Y en medio de todo eso, Él me dijo algo que me atravesó:

—“Yo sé quién eres cuando llegas a casa.
El problema es que el mundo solo conoce al personaje.
Y a veces siento que soy un fantasma en tu vida pública.”

Esa palabra, “fantasma”, no se le fue de la cabeza.

—No supe qué responder —admitió—. Porque tenía razón. Llevábamos tiempo juntos, compartiendo lo mejor y lo peor… y sin embargo, en el programa yo seguía actuando como si estuviera solo, como si mi corazón fuera un chiste recurrente.

Pasaron días.
Jomar intentó esconder el conflicto bajo más trabajo, más rutinas, más ruido.

Pero el peso de esa verdad seguía ahí.

—Cuando me propusieron el juego de “preguntas rápidas” —relató—, yo pensé: “Bueno, me reiré, diré alguna tontería, todo normal”. Lo que no sabía es que mi propia boca me iba a traicionar para bien.


El momento de decir “nos vamos a casar”

Volvamos al estudio.

Después de admitir que estaba enamorado, la conductora, medio en serio, medio en broma, lanzó la pregunta:

—¿Y qué tan enamorado estás, de uno a “nos vamos a casar”?

El público rió.
El chiste estaba servido para que Jomar tomara la salida fácil.

Pero no lo hizo.

Se quedó callado un segundo.
La sonrisa se le volvió más suave, más real.

Y entonces dijo:

—Es que… justo eso.
Nos vamos a casar.

No era un show.
No era un sketch.
Era la respuesta que había estado negando, incluso ante sí mismo, durante meses.

Sus compañeros se taparon la boca.
La conductora dejó escapar un “¡Nooo, en serio!” que sonó más a emoción que a incredulidad.

Y Jomar, por primera vez, explicó ante millones lo que ya había dicho en privado:

—Le pedí matrimonio hace unas semanas —contó—. No en un megaevento, no en un restaurante caro, no con cámaras escondidas. En la sala de la casa, con los dos de sudadera, comiendo pizza fría y riéndonos de algo tonto. Saqué el anillo temblando más que cuando me dieron mi primer programa.

Él, según relató, se quedó en shock.
Se rió.
Lloró.

Y dijo que sí.


La boda que no será un espectáculo

Una vez lanzada la bomba, quedaron las preguntas prácticas:

—¿Cuándo?
—¿Dónde?
—¿Invitados famosos?
—¿Portada exclusiva?

Jomar fue claro:

—No sé todos los detalles —dijo—, pero sé algo: no quiero que mi boda sea un circo.

Aclaró que no planea vender la ceremonia, ni hacer un “reality del amor”, ni convertir el día en contenido.

—Toda mi vida he trabajado frente a una cámara —explicó—. Ese día quiero trabajar solo para mi corazón. Si algún día comparto fotos, serán pocas, después, cuando ya hayamos vivido el momento como lo que es: nuestro.

Sus compañeros lo entendieron.
El público, en general, también.

Porque, aunque muchos quieran detalles, la mayoría sabe que hay cosas que se viven mejor fuera del guion.


La reacción de la familia

Lo que más curiosidad despertó fuera de cámaras fue cómo había reaccionado la familia de ambos.

—¿Lo saben todos? —le preguntaron.

—Sí —respondió—. Antes de decirlo aquí, ya lo sabían quienes tenían que saberlo: nuestros padres, hermanos, esos amigos que son como familia. No podía cometer el error de que se enteraran por la televisión.

Contó, entre risas, que su madre solo dijo:

—“¿Por qué tardaste tanto en decirlo, hijo?”

Y que el padre de su pareja, después de un silencio largo al enterarse de la boda, lo miró y soltó:

—“Mientras lo hagas feliz y lo cuides, lo demás lo arreglo yo con mi cabeza.”

Pequeñas frases que, para Jomar, valieron oro.


El impacto fuera de la pantalla

Tras el programa, los clips se viralizaron.

Fragmentos de Jomar diciendo “sí, estoy enamorado” y “nos vamos a casar” inundaron redes sociales.
Hubo críticas, por supuesto.
Pero también hubo algo inesperado: muchos mensajes de personas que se sintieron identificadas.

Mensajes como:

“Yo también llevo años ocultando a mi pareja por miedo.”
“Yo también quiero decir ‘nos vamos a casar’ sin sentir vergüenza.”
“Me hizo bien verlo hablar así, sin chiste de por medio.”

Porque, más allá del personaje de televisión, lo que había quedado en el aire era otra cosa:
la imagen de un hombre de 44 años reconociendo que también tiene derecho a cambiar, a soltar el miedo, a aceptar que su futuro no tiene por qué ser una repetición de su pasado.


El verdadero titular

Los portales se apresuraron a resumirlo todo con frases llamativas:

“Jomar Goysa anuncia boda en vivo.”
“El estilista más crítico confiesa que se casa.”
“Después de años de misterio, al fin revela que tiene pareja.”

Pero hubo un detalle que pocos resaltaron:
no fue solo un anuncio de boda.
Fue una declaración de reconciliación con su propia vulnerabilidad.

En un momento del programa, casi al final, la conductora le preguntó:

—¿Te arrepientes de no haberlo dicho antes?

Jomar se quedó pensando y respondió:

—Creo que lo dije cuando pude, no cuando debí. Me habría gustado ser más valiente antes, sí. Pero también sé que, si lo estoy diciendo ahora, es porque hoy ya no quiero esconder la parte de mí que más felicidad me da.

Y remató con una frase que podría ser la síntesis de todo:

—Antes pensaba que mostrar a quien amo me hacía débil.
Hoy sé que haber encontrado a alguien con quien quiero casarme
es lo más fuerte que me ha pasado en la vida.


A sus 44 años,
Jomar Goysa, el hombre que se ganaba la vida juzgando lo que otros se ponen y lo que otros hacen,
por fin dejó de usar el humor como escudo
y se permitió decir dos cosas sencillas, pero enormes:

“Estoy enamorado.”
“Nos vamos a casar.”

Y tal vez, en un mundo donde todo se convierte en espectáculo,
que alguien decida amar en serio y en voz alta,
sin cinismo,
sea la noticia más sorprendente de todas.