“Nos trataron peor que a animales”: las francotiradoras soviéticas que cayeron prisioneras de los alemanes y sobrevivieron para contar años después los secretos más oscuros de aquel cautiverio que casi nadie quiso escuchar
El invierno en el frente oriental no se medía solo en grados bajo cero, sino en silencios.
Silencios entre disparo y disparo, silencios en las trincheras, silencios en las miradas de quienes sabían que cada amanecer podía ser el último.
Para Nadia Ivánovna, el silencio también era la antesala del trabajo. Acurrucada en el hueco de una casa en ruinas, con el fusil apoyado sobre un ladrillo, observaba a través de la mira fija, respirando despacio para que el pulso no le jugara una mala pasada. La nieve sucia se acumulaba a lo lejos sobre sacos de arena y cascos abandonados.
A su lado, un susurro.
—Te estás congelando —murmuró Katia, la otra francotiradora de su pequeña unidad femenina—. Cuando termines, cambia conmigo.
Nadia no apartó el ojo de la mira.
—Cuando “él” se asome, cambiamos lo que quieras —respondió, con esa mezcla de ironía y tensión que solo entendían quienes vivían al borde.
Eran parte de un grupo de francotiradoras entrenadas por el Ejército Rojo. Muchachas que habían aprendido a desmontar un fusil más rápido de lo que antes habían cosido un vestido. Habían dejado atrás escuelas, familias, sueños sencillos. A cambio, recibieron un uniforme, un arma y una consigna: detener al invasor, cueste lo que cueste.
Nada en su entrenamiento, sin embargo, hablaba de qué hacer cuando todo salía mal.

El día en que el disparo no bastó
A media tarde, el viento cambió. Empezó a soplar desde el oeste, llevando consigo un olor amargo a humo y gasolina. Nadia, desde su escondite, vio movimiento entre las casas destruidas. No eran siluetas dispersas, sino una columna compacta.
—Vienen —susurró.
Katia se tensó.
—¿Unidad de infantería?
—No. Vehículos… y banderas.
En cuestión de minutos, todo se volvió ruido. Artillería. Gritos. Órdenes en un idioma duro. La línea soviética, debilitada tras días de combate, comenzó a ceder. Los mandos gritaron órdenes de retirada, pero no todos las escucharon a tiempo.
Nadia disparó una, dos, tres veces. Vio caer a varios soldados enemigos, manchas oscuras sobre la nieve. Pero la marea parecía inagotable.
—¡Nadia, vámonos! —gritó Katia, tirando de su abrigo.
No alcanzaron a recorrer ni cincuenta metros antes de que un estallido cercano las lanzara al suelo. El mundo se llenó de polvo y ruido. El fusil de Nadia voló de sus manos.
Cuando intentó levantarse, sintió una bota en la espalda. Una voz gritó algo en alemán. Otra mano, áspera, la obligó a girar. Vio cascos, insignias, miradas que no la veían como persona, sino como trofeo.
Junto a ella, Katia yacía también inmovilizada, con la cara manchada de sangre seca.
—Papeles —escupió uno de los soldados, en un ruso mal pronunciado.
Nadia no respondió. No era necesario. El uniforme, la insignia de francotiradora en la manga, el fusil encontrado cerca… todo hablaba por ella.
Un oficial alemán se acercó, se agachó y la miró con una mezcla de curiosidad y desprecio.
—Francotiradora… y mujer —dijo, como si aquel detalle fuera una provocación personal—. Interesante.
Aquella fue la última vez, durante mucho tiempo, que Nadia vio el cielo sin rejas de por medio.
De soldados a “ejemplos”
Las trasladaron junto con otros prisioneros en un camión cubierto. El suelo estaba helado, y el aire, cargado de miedo. Algunos hombres, heridos, se quejaban en voz baja. Nadie se atrevía a hablar demasiado.
Nadia apretó la mano de Katia.
—Seguimos vivas —susurró—. Mientras sigamos vivas, no se ha acabado.
Katia asintió, pero sus ojos decían otra cosa. Sabían lo que se decía de las mujeres capturadas. Rumores entre sus propias filas, palabras medio dichas que nadie quería completar.
El destino final fue un campo de prisioneros improvisado en el patio de una antigua fábrica. Alambradas, torres de vigilancia, barracones de madera mal ajustada. El viento se colaba por cada rendija, y el olor a humedad y cuerpos hacinados lo impregnaba todo.
A las mujeres francotiradoras las separaron desde el principio. No eran “prisioneras normales”. Para la propaganda enemiga, su captura tenía valor simbólico. Debían ser mostradas como bestias vencidas, como monstruos con rostro humano.
En el primer interrogatorio, un oficial las miró como si fueran animales raros.
—¿Cuántos disparos? —preguntó, golpeando con el lápiz la mesa—. ¿Cuántos hombres alemanes han caído por tu culpa?
Nadia mantuvo la mirada fija en la pared. No iba a convertir su respuesta en un trofeo para nadie.
—Yo disparaba contra soldados —respondió, finalmente—. Igual que ellos lo hacían contra nosotros.
El oficial sonrió, sin humor.
—Soldados —repitió, saboreando la palabra—. Los soldados son hombres. Ustedes son otra cosa.
La frase se le quedó grabada a Nadia como una marca. “Ustedes son otra cosa.” A partir de entonces, lo comprobaría en cada gesto del día a día.
El nuevo “hogar”: un barracón y un número
Les arrancaron los nombres y les dieron un número. Cosieron en sus uniformes parches con cifras que las reducían a registros.
Nadia pasó a ser el 8472. Katia, el 8473. A veces los guardias las llamaban por esos números, otras ni siquiera; bastaba con un gesto, un silbido, una orden lanzada sin mirarlas.
El barracón al que las trasladaron estaba húmedo y mal ventilado. Literas de madera crujiente se apilaban contra las paredes. Los colchones eran sacos llenos de paja vieja, compartidos entre dos o tres cuerpos para ahorrar espacio.
—Por lo menos estamos juntas —murmuró Katia, la primera noche, acurrucada junto a Nadia bajo una manta demasiado fina—. Podría ser peor.
—Siempre puede ser peor —respondió Nadia, con una mueca—. Pero también… algún día puede ser mejor.
Una tercera mujer, que compartía con ellas el rincón de la litera, intervino. Se llamaba Irina, tenía el rostro afilado y los ojos de alguien que ya había visto más de una vida.
—No esperen justicia aquí —dijo—. Aquí solo hay fuerzas y debilidades. Nosotros, para ellos, somos las segundas.
—¿Cuánto tiempo llevas? —preguntó Nadia.
Irina miró el techo, como si buscara una respuesta escrita entre las tablas.
—He perdido la cuenta —admitió—. Basta con decir que ya he visto pasar dos inviernos desde este lado del alambre.
Se volvió hacia ellas.
—Los primeros días son los peores —continuó—. Querrán que olviden que fueron soldados. Que piensen de sí mismas como sombras. Que se acostumbren al hambre, a las órdenes, a no ser llamadas por su nombre.
Hizo una pausa.
—Si algo quieren conservar, háganlo aquí —se señaló la cabeza— y aquí —se llevó la mano al pecho—. Lo demás… se lo van a intentar quitar.
“Nos trataban peor que a animales”
Las tareas en el campo eran tan variadas como humillantes. A veces las obligaban a limpiar los barracones de los propios guardias, otras a cargar cajas, otras a permanecer de pie durante horas en formación, solo para recordarles quién mandaba.
La comida era escasa: una sopa aguada, un trozo de pan duro, de vez en cuando una patata mal cocida. Más de una prisionera se desmayaba por falta de fuerzas.
En el patio, los guardias paseaban con gestos despreocupados, como si la vida y la muerte a su alrededor fueran parte de un paisaje más.
—Mírense —se burló uno de ellos un día, señalando a las mujeres con el cañón del fusil, mientras pasaban en fila con cubos de agua—. Francotiradoras, dicen. Las hienas del frente. Y mírenlas ahora, arrastrando cubos como mulas.
Otro guardia rió.
—Las mulas sirven más —añadió—. Estas… ni para eso.
Nadia apretó la mandíbula. Sintió cómo la palabra “hienas” le quemaba por dentro. Katia, a su lado, bajó la mirada. Irina, en cambio, susurró:
—Camina. No les des lo que quieren.
Lo que más dolía no era solo el trabajo, el frío, la comida escasa. Era la manera constante en que las degradaban con palabras.
—No somos personas para ellos —diría años después Nadia—. Nos trataban peor que a animales. A un animal se le da de comer bien si lo necesitas. A nosotras, solo lo justo para no morir del todo.
Los animales, al menos, no entendían los insultos. Ellas sí. Cada burla, cada carcajada cuando alguna caía en el barro, cada empujón innecesario, formaba parte de un intento deliberado por borrarles la dignidad.
Pequeñas rebeliones invisibles
Y, sin embargo, incluso en ese entorno, surgieron espacios minúsculos de resistencia. No grandes gestos heroicos —el campo estaba diseñado para aplastar cualquier intento—, sino decisiones pequeñas, casi invisibles.
Una noche, mientras todas fingían dormir, Nadia sacó de un bolsillo oculto un botón pequeño de su antigua chaqueta de francotiradora. Lo había arrancado justo antes de que la registraran y lo había conservado como quien guarda un pedazo de pasado.
—Miren —susurró, mostrándoselo a Katia e Irina—. No es nada, pero… es mío.
Katia lo tocó con la punta de los dedos.
—Es suficiente —dijo—. Es la prueba de que existíamos antes de esto.
Otra vez, cuando lograron conseguir un trozo de carbón, Nadia dibujó en la pared interior de la litera una silueta mínima: una mujer con un fusil, de pie, mirando hacia delante. No era un dibujo perfecto, pero bastaba.
—Esa eres tú —bromeó Katia—. Solo te falta el cigarrillo.
—Y tú detrás, corrigiéndome la puntería —respondió Nadia.
Irina miró el pequeño graffiti y sonrió por primera vez en mucho tiempo.
—Si algún día alguien entra aquí y ve ese dibujo —dijo—, sabrá que no todas se rindieron.
Las historias también eran una forma de resistencia. Por las noches, cuando el frío apretaba y los cuerpos tiritaban bajo las mantas finas, se contaban entre ellas quiénes habían sido: estudiantes, campesinas, telefonistas, hermanas, hijas.
Recordaban chistes, canciones, olores. Un campo de girasoles, una cocina con pan recién hecho, la voz de una madre llamando para cenar.
—Mientras podamos hablar de otra cosa que no sea el hambre —murmuraba Irina—, no nos habrán ganado del todo.
El tiempo en el alambre
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. La guerra allá fuera seguía avanzando, pero para ellas, el tiempo era un círculo: despertar, formación, trabajo, sopa aguada, noche helada.
De vez en cuando llegaban nuevos prisioneros, otros eran trasladados o desaparecían sin explicación. Cada ausencia dejaba un hueco en los barracones y en las conversaciones.
Un día, Katia no se levantó. La fiebre la había ido debilitando durante días, pero insistía en seguir el ritmo para no llamar la atención.
—Estoy bien —decía siempre—. Solo un poco cansada.
Aquella mañana, en cambio, su cuerpo se negó. Nadia intentó despertarla, pero la piel de su amiga estaba demasiado fría.
Los guardias se llevaron el cuerpo envuelto en una manta, sin ceremonias. Para ellos, era solo un número menos.
—8473, eliminada —anotó alguien en un papel.
Para Nadia, en cambio, fue como si le arrancaran una parte de sí misma. Se sentó aquella noche en el borde de la litera y miró el hueco donde antes dormía su amiga.
—Te prometo que voy a salir de aquí —susurró—. Y voy a contar lo que hicieron. Por ti. Por todas.
Irina, a su lado, apretó su mano.
—Esa promesa —dijo— es lo único que todavía no han aprendido a quitarnos.
El ruido del final
El final no llegó con un gran anuncio, sino con cambios sutiles. Los guardias parecían más tensos, miraban más a menudo hacia el horizonte. Se escuchaban explosiones lejanas con otra cadencia.
Un día, el sonido del cañón cercano hizo vibrar las paredes del barracón. Las prisioneras se miraron entre sí. Nadie se atrevió a decir la palabra, pero todas la pensaron: “¿Liberación?”
Horas después, hubo un revuelo. Gritos en otro idioma, disparos aislados, órdenes confusas. Las puertas del campo se abrieron, algunas torres quedaron abandonadas. Finalmente, un grupo de soldados con uniformes distintos, con estrellas rojas y banderas conocidas, apareció en el patio.
—¡Nuestro ejército! —gritó alguien.
Nadia salió al exterior con las piernas temblorosas. El aire frío le golpeó el rostro como si fuera la primera vez que respiraba de verdad en meses. Vio a los soldados soviéticos mirar alrededor con una mezcla de horror y rabia.
Para muchos de ellos, aquel era el primer campo de prisioneros que veían de cerca. Para algunas prisioneras, era el último lugar en el que pensaron que volverían a ver una bandera conocida.
Un oficial del Ejército Rojo se acercó a las mujeres. Anotó nombres —para las que aún recordaban cómo pronunciarlos—, hizo preguntas.
—¿Francotiradoras? —repitió, sorprendido, cuando Nadia e Irina respondieron qué unidad habían integrado—. Pensábamos que…
No terminó la frase. Había demasiadas historias de prisioneros “que no volvían”.
—Ahora están libres —dijo—. Haremos un informe. Les tomarán declaración.
Nadia asintió. Se aferró a esa última frase como a un salvavidas: “Les tomarán declaración.”
Eso significaba, quizá, que por fin podría cumplir la promesa hecha junto a la litera vacía de Katia.
La segunda batalla: ser escuchadas
La guerra terminó. Las armas callaron. Los mapas se redibujaron. Pero para muchas de las que habían sobrevivido a los campos, una segunda batalla comenzaba en la retaguardia: convencer a otros de que lo que habían vivido merecía ser contado.
De vuelta en suelo soviético, Nadia e Irina pasaron por un proceso de “filtrado”. Las autoridades querían saber si, durante el cautiverio, habían colaborado, hablado de más, cedido información. No bastaba con haber sufrido; también debían demostrar que no se habían “quebrado”.
En una oficina con paredes grises, un funcionario de mirada cansada hojeó sus expedientes.
—Francotiradoras, capturadas, campo de prisioneros… —leyó en voz alta—. ¿Tienen algo que declarar?
Nadia sintió cómo la rabia y el cansancio se le mezclaban en la garganta.
—Nos trataron como a animales —dijo, conteniendo las lágrimas—. No. Peor que a animales. No les importaba si seguíamos vivas o no mientras pudiéramos cargar cubos o ser exhibidas como ejemplo de “fieras derrotadas”.
El funcionario la observó por encima de las gafas.
—No necesitamos dramatizaciones —replicó—. Solo hechos.
Irina intervino.
—Los hechos son esos —respondió—. Nos quitaron los nombres, nos dieron un número, nos obligaron a olvidarnos de que éramos soldados. Eso también es parte de la guerra.
El hombre suspiró. Tomó notas, marcó casillas.
—Habrá informes —dijo simplemente—. Tal vez algún día se publiquen.
“Tal vez algún día.”
Para Nadia, esa frase fue un nuevo tipo de cautiverio: el de una verdad encerrada en archivos.
Décadas después: la historia que por fin sale a la luz
Pasaron los años. La vida siguió. Nadia encontró trabajo en una pequeña fábrica, se casó, tuvo una hija. No hablaba mucho del campo. De vez en cuando, en reuniones de veteranos, relataba fragmentos. La mayoría prefería escuchar historias de batallas ganadas, de ofensivas exitosas, no de barracones y números cosidos a un uniforme raído.
Irina, por su parte, se convirtió en enfermera. Decía que, después de haber visto tanto sufrimiento inútil, lo único que quería era aliviar el que pudiera.
Fue solo cuando los documentos comenzaron a desclasificarse, cuando las grabaciones antiguas de testimonios empezaron a salir de los archivos, que la historia de aquellas mujeres cautivas comenzó a interesar a periodistas, historiadores y jóvenes curiosos.
Una tarde, una reportera se sentó frente a Nadia con una grabadora encendida y un cuaderno lleno de preguntas.
—En sus primeras declaraciones dijo que “las trataron peor que a animales” —recordó la periodista—. ¿Puede explicar qué quiso decir con eso?
Nadia la miró largamente. Había pasado tanto tiempo que las imágenes parecían pertenecer a otra vida, pero seguían ahí, intactas.
—Cuando cuidas de un animal —respondió despacio—, le das comida suficiente, lo proteges del frío, le hablas a veces. Nosotros no teníamos nada de eso. Éramos fuerza de trabajo, carne que se podía reemplazar, ruido al que se le ordenaba callar.
Guardó silencio unos segundos, luego añadió:
—Nos quitaban todo lo que podían: comida, ropa, descanso, respeto. Pero hubo algo que nunca lograron quitar del todo: la idea de que seguíamos siendo personas, aunque ellos insistieran en ver otra cosa.
La periodista anotaba cada palabra.
—¿Y por qué es importante contarlo ahora? —preguntó.
Nadia no dudó.
—Porque si solo hablamos de las batallas ganadas —dijo—, olvidamos el precio que pagaron quienes no tuvieron medallas ni desfiles. Porque otras mujeres, en otras guerras, siguen siendo tratadas así. Y porque Katia murió con fiebre en una litera sin nombre, pero su historia merece tener uno.
Tomó aire y repitió, con voz firme:
—Nos trataron peor que a animales. Pero no nos convirtieron en lo que querían. Eso es lo que quiero que quede claro.
Irina, que había venido a la entrevista y escuchaba en silencio, añadió:
—Y también quiero que se sepa que resistimos a nuestra manera. Con un botón escondido, con un dibujo en la pared, con historias susurradas por la noche. No fuimos solo víctimas, también fuimos testigos.
Más allá de los uniformes
Cuando el artículo se publicó, muchos se sorprendieron al leer que detrás de las cifras frías de prisioneros y bajas había rostros de mujeres con fusiles, con nombres, con sueños robados y palabras recobradas.
Algunos veteranos se acercaron a Nadia en actos conmemorativos.
—No sabíamos —decían— que en los campos habían tratado así a las francotiradoras.
Ella respondía siempre lo mismo:
—No se trata solo de francotiradoras. Se trata de entender que la guerra no termina cuando se deja de disparar. Sigue viviendo en las memorias de quienes la sobrevivieron.
Con el tiempo, en un pequeño museo local, una vitrina comenzó a exhibir un objeto aparentemente insignificante: un botón metálico, algo oxidado, junto a una fotografía antigua de tres mujeres con uniforme. En la placa podía leerse:
“Botón del uniforme de una francotiradora soviética, conservado durante su cautiverio en un campo enemigo como símbolo de resistencia íntima. Donado por Nadia Ivánovna.”
Al lado, una ampliación de un dibujo hecho con carbón en una tabla: la silueta de una mujer de pie, con un fusil, mirando hacia delante.
Quien se detenía a leer la explicación entendía que la historia no era solo de dolor, sino también de dignidad.
Porque, al final, lo que Nadia e Irina querían que se recordara no era solo la frase que un día pronunciaron frente a una grabadora —“nos trataron peor que a animales”—, sino lo que vino después: que sobrevivieron, que hablaron, que rompieron el silencio.
Y que, gracias a esa decisión, aquellas semanas eternas detrás del alambre no quedaron enterradas bajo la nieve del olvido, sino convertidas en advertencia y memoria.
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