Del cuento de hadas televisivo a la realidad oculta: Eduardo Capetillo confiesa que su vida con Bibi Gaytán tuvo celos, pleitos silenciosos y renuncias dolorosas, y cuenta qué milagro impidió un divorcio devastador
El set estaba preparado para un programa nostálgico: fotos de los noventa, fragmentos de novelas, pedazos de videoclips donde un Eduardo Capetillo joven, con flequillo perfecto, cantaba y miraba a cámara como si todo el mundo fuera un escenario sólo para él. A su lado, en muchas de esas imágenes, aparecía Bibi Gaytán: sonrisa luminosa, ojos enormes, el símbolo de la novia ideal de toda una generación.
El especial se llamaba “30 años después” y, en teoría, iba a ser un viaje por la historia de amor más mediática de la televisión mexicana. Matrimonio televisado, hijos, ranchos, proyectos en familia, fotos perfectas en redes. El guion era conocido.
Pero a los pocos minutos de comenzar la entrevista, quedó claro que esa noche Eduardo no pensaba repetir el libreto de siempre.
—Cuando la gente dice que tenemos un matrimonio perfecto —soltó, mirando al conductor—, yo sonrío… pero por dentro pienso: si supieran el infierno que hemos atravesado juntos.

El conductor parpadeó, sorprendido.
—¿Infierno… con Bibi? —se atrevió a preguntar.
Eduardo respiró hondo.
—Sí. Con Bibi, conmigo, con nuestras sombras. Hoy, después de 30 años, creo que ya es momento de dejar de fingir que todo fue color de rosa.
La frase corrió como pólvora en redes antes de que el programa terminara.
La pareja que parecía salida de una telenovela… porque lo estaba
Para muchos, la historia de Eduardo y Bibi es parte de su propia memoria sentimental. Se conocieron trabajando, se enamoraron con cámaras apuntándoles, protagonizaron besos de ficción que acabaron siendo besos reales. Después vino la boda televisada, los trajes impecables, las lágrimas de emoción de los fans pegados a la pantalla. La promesa de “hasta que la muerte nos separe” fue casi un evento nacional.
Durante años, cada aparición juntos reforzaba la misma narrativa:
“Ellos sí lo lograron”.
En una industria de separaciones ruidosas, rumores de traición y romances fugaces, ellos eran el contraejemplo: casa en el campo, hijos guapos, apariciones medidas, cero escándalos fuertes.
En entrevistas, respondían con paciencia las mismas preguntas:
—¿Cuál es el secreto?
—¿Nunca discuten?
—¿Cómo se mantienen tan enamorados?
Sonreían, hablaban de Dios, de la familia, de la comunicación, del respeto. Y todo eso, en parte, era verdad. Pero no era toda la verdad.
—Construimos, sin darnos cuenta, una jaula dorada —reconocería Eduardo años después—. La jaula del “ejemplo”. Y cuando eres “ejemplo”, sientes que no tienes derecho a equivocarte.
La otra cara del paraíso: celos, presiones y silencios que queman
En el programa, el conductor se atrevió a ir directo al centro del asunto:
—Cuando dices “matrimonio casi infernal”, ¿de qué hablas? ¿De peleas, de rutina, de qué?
Eduardo no echó mano de frases bonitas.
No habló de traiciones espectaculares ni de dramas dignos de reality show. Habló de algo mucho más cotidiano… y doloroso.
—De los celos tontos al principio —contó—. De no saber manejar que los dos éramos figuras públicas, que a ella la admiraran otros hombres, que a mí me gritaran cosas otras mujeres. De la inseguridad maquillada de chistes.
Recordó noches en las que volvía a casa después de una escena de beso y encontraba a Bibi con una sonrisa torcida, preguntando:
—¿Y qué tal la química con tu compañera hoy?
A veces era broma.
A veces no.
Recordó también sus propios comentarios cuando ella tenía propuestas de trabajo:
—¿Otra novela? ¿Otro proyecto? ¿Y los niños? ¿Y la casa?
—Sin darme cuenta —admitió—, empecé a pedirle que frenara sin decirlo directamente. Ella empezó a renunciar, poco a poco, “por la familia”. Y eso, en lugar de agradecérselo, lo di por hecho.
Los años trajeron otra clase de infierno: el de la presión económica, la necesidad de mantenerse vigentes, el miedo a fallar como proveedor, el peso de ser “la pareja intocable”.
Cada discusión pequeña se cargaba de cosas no dichas:
—No peleábamos sólo por quién sacó la basura —explicó—. Peleábamos por las renuncias, por los sueños pospuestos, por los días en que uno necesitaba al otro y el otro estaba agotado.
No había golpes, pero sí palabras que dolían.
No había titulares de escándalo, pero sí silencios que hacían más daño que cualquier grito.
—El infierno —dijo— era darnos cuenta de que estábamos viviendo uno al lado del otro, pero no juntos. Y aun así, seguir sonriendo para la foto.
“Yo también fui parte del problema”: el ego, la culpa y la vergüenza
Lo más inesperado de la confesión no fue que admitiera crisis. Fue que se señalara a sí mismo.
—Yo crecí en una cultura donde al hombre se le aplaude ser celoso, controlador, “cabeza de familia” —reconoció—. Y me costó muchos años entender que eso no me hacía fuerte, me hacía injusto.
Recordó momentos muy concretos:
Veces en que se enfadó porque ella quería salir sola con amigas.
Veces en que menospreció un proyecto de ella porque “no pagaba tanto como uno mío”.
Veces en que decidió cosas importantes sin consultarla “porque yo soy el hombre de la casa”.
—Eso también fue infierno —confesó—. El de ver, con el tiempo, cómo la mujer fuerte y talentosa de la que me enamoré se iba apagando en algunos aspectos… y darme cuenta de que yo había ayudado a apagarla.
La vergüenza no llegó de un titular, sino de una conversación que no estaba planeada.
Un día, uno de sus hijos le dijo, en plena comida:
—Papá, ¿por qué cuando mamá habla de algo que le ilusiona, tú cambias de tema?
Fue un golpe seco al orgullo.
—Ahí entendí —dijo Eduardo— que el infierno no estaba sólo en las peleas grandes, sino en esos pequeños gestos que le decían: “Lo tuyo no importa tanto”.
La crisis máxima: cuando la palabra “divorcio” dejó de ser tabú
El conductor quiso saber si alguna vez estuvo realmente en la mesa la idea de separarse.
—Sí —respondió, sin rodeos—. Dos veces. Y muy en serio.
Contó que hubo una etapa especialmente dura: hijos adolescentes, proyectos que no salían como esperaban, presiones económicas, cansancio acumulado, heridas antiguas que nunca sanaron del todo.
—Vivíamos en un modo de “sobrevivencia” —relató—. Hacíamos lo que había que hacer, pero ya no hablábamos de lo que sentíamos.
Las discusiones se volvieron más frecuentes, más largas, más hirientes.
—Hubo un día —recordó— en que Bibi me dijo: “Te quiero, pero así no quiero seguir. Ni tú, ni yo, ni los niños merecemos esta guerra fría”.
Él, por primera vez, no respondió con un “no exageres”.
—Yo también estaba harto —confesó—. Harto de sentir que en mi propia casa caminábamos de puntitas para no encender la dinamita.
Se sentaron, solos, sin abogados, sin familia, sin cámaras, y pusieron la palabra sobre la mesa:
“Divorcio”.
—Fue la noche más larga de mi vida —dijo—. No por miedo al qué dirán, sino por miedo a imaginar mi vida sin ella después de todo lo que habíamos construido.
Terapia, fe y un acuerdo radical: “no vamos a fingir más”
Contrario a lo que muchos esperaban, no firmaron papeles al día siguiente.
Tomaron otra decisión igual de difícil: pedir ayuda profesional.
—Fuimos a terapia de pareja —contó Eduardo—. Y no para salvar la imagen, sino para ver si todavía había algo qué salvar entre nosotros.
Las primeras sesiones fueron incómodas: reproches, lágrimas, silencios.
Por primera vez, con alguien guiando, pudieron decirse cosas que llevaban años atoradas:
—Ella me dijo: “Te tuve miedo, pero no por violencia, sino por tu cara cuando te molestabas. Por tu silencio, por tu manera de castigarme sin una palabra”.
—Yo le dije: “Me sentí a veces en segundo lugar cuando el mundo te miraba y yo tenía que esperar en la fila para que me escucharas”.
Después llegó la parte más complicada: reconocer su propio papel, no sólo el del otro.
—Aprendimos a decir “yo hice”, no sólo “tú me hiciste” —explicó.
No fue magia.
Fue un trabajo largo, a veces brutal, a veces esperanzador.
En paralelo, su fe —algo que siempre habían mencionado— dejó de ser un discurso y se convirtió en una especie de red:
—Reaprender a rezar juntos, a pedir perdón, a pedir guía… eso también nos sostuvo —admitió—. No hablo de religión como show, hablo de tener algo más grande que nosotros diciéndonos: “Esto se puede limpiar si quieren”.
El acuerdo que hicieron al final de ese proceso fue tan simple como contundente:
“Si nos quedamos juntos, será porque queremos, no porque debemos. Y no vamos a fingir más que todo es perfecto.”
El “matrimonio infernal” que se transformó en algo distinto
Cuando el conductor le pidió que definiera hoy, después de todo, su relación con Bibi, Eduardo sonrió distinto.
—Sigue siendo intensa —dijo—. Seguimos discutiendo, seguimos teniendo diferencias. Pero ya no vivimos en el infierno que creamos con silencios, orgullo y miedo.
Aclaró algo importante:
—Cuando digo “matrimonio infernal” no estoy diciendo que ella fue un demonio ni que yo fui un santo. Estoy diciendo que hubo etapas en las que entre los dos convertimos la casa en un lugar donde nadie respiraba en paz. Y eso ya no lo queremos repetir.
Contó que parte de la sanación fue que Bibi retomara proyectos propios, que se diera permiso de volver al escenario, de brillar sin sentir que traicionaba a la familia.
—Yo tuve que aprender a aplaudirla desde el público —confesó—. A ser el que se queda con los niños mientras ella se va a trabajar. Y descubrí que eso no me quita hombría, me da humanidad.
Hoy, según esta historia, su matrimonio no es el cuento de hadas inicial ni una tragedia. Es otra cosa: una construcción diaria donde el mito del “ejemplo perfecto” quedó atrás.
—No somos la pareja ideal —dijo—. Somos dos personas que eligieron no rendirse, pero tampoco seguir como si nada. Y eso, a estas alturas, para mí vale más que cualquier imagen de revista.
El mensaje para quienes viven su propio “matrimonio infernal” en silencio
Al final del programa, el conductor le pidió a Eduardo un mensaje para quienes, desde casa, se ven reflejados en parte de su relato.
Él se quedó callado unos segundos, como si pensara en todas las parejas que lo han tenido como referente de “amor perfecto”.
—Les diría que no crean lo que ven en la foto —respondió—. Ni la mía ni la de nadie. Detrás de cada imagen hay una historia, buena, mala, difícil, compleja. Si hoy sienten que viven en un “matrimonio infernal”, no se queden solos con eso.
No habló de recetas mágicas, ni de fórmulas infalibles.
Habló de tres cosas:
Hablar
—Aunque dé miedo. Aunque creas que vas a romperlo todo. El silencio prolonga el infierno, no lo apaga.
Pedir ayuda
—No sólo divina, también humana: terapia, consejería, alguien preparado para escuchar sin juzgar.
Elegir honestamente
—Quedarse por amor y voluntad, no por apariencia, por miedo al qué dirán o por obligación.
—Yo no sé qué habría pasado si no hubiéramos pedido ayuda —dijo—. Tal vez hoy estaríamos divorciados. Tal vez seguiríamos juntos, pero amargados. Lo que sí sé es que fingir que todo estaba bien nos estaba destruyendo más que cualquier pelea.
Las luces bajaron, el programa terminó, las redes siguieron explotando con opiniones.
Unos lo criticaron por “exponer demasiado”.
Otros, por fin, pudieron ver en esa “pareja perfecta” algo mucho más útil que un ideal inalcanzable:
la prueba —aunque sea en este relato de ficción— de que incluso los matrimonios que parece que lo tienen todo pueden vivir etapas infernales…
y que salir de ellas no siempre significa separarse, sino atreverse a mirarse de frente, sin cámaras, sin personajes, sin filtros.
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