Mi esposa se rió cuando le pedí el divorcio, un año después tuvo que enfrentar al hombre que perdió

Cuando Sofía se rió, su risa sonó a vasos de vidrio chocando en una cantina barata.

Estábamos sentados en la mesa de la cocina, en nuestro departamento de la colonia Narvarte, con el olor a café de olla mezclado con el de los chilaquiles que había preparado. Era domingo, pero se sentía como un lunes eterno. Esa clase de día en el que uno sabe que algo ya no da para más.

—A ver, repite eso —dijo, limpiándose una lágrima de risa con el dorso de la mano—. ¿Tú… tú quieres el divorcio?

La miré directo a los ojos.

—Sí, Sofía. Quiero el divorcio.

Soltó otra carcajada, más fuerte.

—Ay, Mateo, no manches. ¿Desde cuándo eres tan dramático? ¿Te peleaste con tu mamá o qué? Siempre que hablas así es porque tu mamá te metió ideas raras en la cabeza.

—No se trata de mi mamá —contesté, sintiendo cómo el coraje me subía del estómago al pecho—. Se trata de nosotros. De ti y de mí. De que ya no somos pareja, Sofía. Somos roommates que se toleran… a ratos.

Ella dejó la servilleta en la mesa, con brusquedad.

—¿Y tú qué esperabas, Mateo? —preguntó, entornando los ojos delineados—. ¿Qué la vida fuera como cuando teníamos veinte y nos escapábamos a Coyoacán a tomar café barato y besarnos en las bancas? ¡Crecimos! Yo trabajo, tengo metas. No puedo estar todo el día cuidando tus inseguridades.

—No necesito que me cuides —respondí, apretando los dientes—. Necesito que por lo menos respetes cuando te digo que estoy mal. Que no te burles, que no minimices todo.

—Ay, ya vas a empezar con que “me siento poco valorado” —dijo, imitando mi tono—. ¿Sabes qué? Si quieres el divorcio, adelante. Suerte encontrando a alguien que aguante tus silencios eternos y tus dramas internos.

Tomó su celular, lo desbloqueó y empezó a deslizar el dedo por la pantalla, como si la conversación hubiera terminado.

Yo me quedé ahí sentado, mirando el plato de chilaquiles que ya se estaban enfriando. Era absurdo lo que más me dolía en ese momento: no su risa, no sus palabras, sino el hecho de que esa comida la había preparado pensando en que hoy, por fin, hablaríamos bien.

Sofía se levantó, caminó hacia la recámara y, antes de desaparecer por el pasillo, lanzó la última estocada:

—Cuando se te pase el berrinche, me avisas. Yo no pienso firmar nada. No voy a tirar mi vida por el capricho de un señor que se siente filósofo nada más porque ya cumplió treinta y cinco.

La puerta se cerró de golpe.

Yo me quedé con el eco de su risa taladrándome la cabeza.


El chiste era que yo nunca había sido un hombre impulsivo.

De morro, mi mamá siempre decía que yo era “el tranquilo”. El que pensaba todo dos veces antes de hacer un desmadre. En la secundaria, mientras los otros se metían en peleas afuera de la escuela en Iztapalapa, yo prefería irme directo a mi casa a escuchar rock viejito con mi tío Chuy. En la universidad, en CU, mientras mis amigos se perdían en fiestas eternas, yo era el que terminaba cargando borrachos a sus casas.

Cuando conocí a Sofía, sentí que mi vida por fin se salía un poquito del guion.

Fue en una fiesta de un amigo en común, en un departamentito atascado en la colonia Roma. Ella llevaba un vestido amarillo, los labios rojos y una risa escandalosa que se escuchaba por encima de la música de Caifanes. Me pareció exagerada. Me pareció peligrosa. Me pareció irresistible.

—¿Tú quién eres? —me preguntó, acercándose sin pena, con una chela en la mano.

—Mateo —respondí, tratando de sonar menos nervioso de lo que estaba—. Soy amigo de Luis.

—Yo soy Sofía, amiga de todos —dijo, y soltó esa risa que después se volvería arma, bandera y espejo de todo lo que no queríamos ver.

Nos enamoramos rápido. Los primeros meses fueron como esos anuncios de cerveza en la playa: risas, fotos, besos, promesas. Caminatas por la Condesa, tacos al pastor a las tres de la mañana, peleas pequeñas que siempre terminaban en reconciliaciones intensas.

Con el tiempo, las reconciliaciones se hicieron más cortas y las peleas más largas.

Nos casamos por el civil en una oficina gris del Registro de la Ciudad, pero la fiesta fue un fiestón. Mariachi, banda, tequila, mis tías bailando cumbia descalzas, su papá llorando mientras la llevaba a la pista. En las fotos, se nos ve radiantes. Nadie hubiera apostado a que, cinco años después, esa misma mujer se burlaría en mi cara cuando le pidiera el divorcio.


La semana después de aquella conversación fue un desfile de silencios incómodos.

Sofía se comportó como si nada hubiera pasado. Salía al trabajo con sus tacones altos, su blazer perfectamente entallado, su maquillaje impecable. Volvía tarde, oliendo a perfume caro y a oficina de Polanco. Dejaba su bolsa en el sofá, se tiraba a ver series con el celular en la mano y, cuando yo intentaba sacar el tema, me lanzaba una mirada que decía: “No juegues, que hoy no tengo ganas”.

Yo, en cambio, sentía como si trajera una piedra en el estómago todo el tiempo.

No sabía si insistir, si callarme, si buscar a un abogado, si hacerme menso.

Hasta que una noche, mientras cenábamos tacos de suadero en el puesto de la esquina, ella hizo el comentario que me dio la respuesta.

—Mira nada más —dijo, enseñándome la pantalla del celular—. A Laura la dejaron por otra. Su ex ya anda subiendo fotos con la nueva en Tulum. Pobrecita, la neta.

—¿Y ella cómo está? —pregunté, por cortesía.

—Pues destrozada, ¿cómo quieres que esté? —contestó Sofía, dándole una mordida al taco—. Pero te digo algo: los hombres luego creen que se van a encontrar algo mejor y terminan con viejas que no les llegan ni a los talones. Por eso, cuando tú empezaste con tu discurso del divorcio, casi me hago pipí de la risa. ¿De verdad crees que vas a mejorar?

No hubo veneno en su voz. Eso fue lo que más me dolió. Lo dijo como quien comenta el clima. Convencida. Segura.

En ese momento entendí algo: Sofía no se resistía al divorcio porque quisiera salvar el matrimonio.

Se resistía porque, en el fondo, estaba convencida de que yo no iba a ningún lado.

Que yo era el que siempre se quedaba.

El que siempre perdonaba.

El que nunca se iba.

Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché su respiración tranquila a mi lado y decidí que, por primera vez en mi vida, iba a sorprenderla.

No con flores, no con una cena, no con un viaje.

Con mi ausencia.


Hablar con un abogado fue más fácil de lo que pensé.

Lo encontré por recomendación de un compañero del trabajo, un contador que había pasado por el mismo infierno unos meses antes. Se llamaba Ramiro, y tenía su despacho en un edificio viejo cerca del Metro Insurgentes, con paredes tapizadas de códigos civiles y fotografías de sus hijos recibiendo diplomas.

—Mira, Mateo —me dijo, después de escucharme durante media hora—, lo primero que te voy a pedir es que dejes de justificarla.

—No la estoy justificando —repliqué.

—Cada vez que me cuentas algo que ella hace, me dices “pero también hay que entender que ha trabajado mucho, que está cansada, que así es su carácter, que su papá era así” —enumeró, levantando los dedos—. Eso es justificar.

Me quedé callado.

—Si quieres divorciarte —siguió Ramiro—, lo hacemos. Están casados por bienes mancomunados, no hay hijos, ambos trabajan. Legalmente, es un divorcio sencillo. ¿Qué es lo que te da miedo?

Lo pensé un momento.

—Fracasar —respondí, al fin—. Ser “el divorciado” de la familia. De mis amigos. Ver a mi mamá con esa cara de “yo te lo dije”.

Ramiro se recargó en la silla.

—Te voy a decir algo que me dijo mi terapeuta cuando me divorcié —comentó—: no es fracasar. Es admitir que algo ya acabó. El verdadero fracaso es seguir en un lugar donde ya no hay respeto, sólo porque no quieres que hablen de ti.

Salí del despacho con un folder en la mano y un temblor en las piernas. Pero también con una sensación extraña: una especie de alivio oscuro, como cuando por fin te dicen un diagnóstico que temías, y aunque sea malo, por lo menos ya no estás en la incertidumbre.

Esa noche, mientras Sofía se desmaquillaba frente al espejo del baño, me acerqué a la puerta.

—Hablé con un abogado —dije, sin rodeos.

Ella se detuvo un segundo, con el algodón en la mejilla.

—¿Y? —preguntó, viéndome reflejado en el espejo—. ¿Ya te curó el berrinche?

—No es un berrinche, Sofía —respondí—. Voy en serio. Quiero el divorcio. Ya inicié el proceso. Vas a recibir la notificación en unos días.

Se quedó inmóvil.

Luego, como si alguien hubiera apretado “play”, soltó la carcajada más fuerte que le había escuchado en años.

—¡No lo puedo creer! —dijo, doblándose de la risa—. O sea, ¿fuiste con un abogado de verdad? ¡Ay, Mateo! ¿Y qué le dijiste? “Mi esposa ya no me abraza, me quiero divorciar”?

—Le dije que ya no hay respeto —contesté, sintiendo que la voz me temblaba—. Y eso es cierto. Así que sí, Sofía. Voy en serio.

Ella dejó el algodón sobre el lavabo, cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta.

—Haz lo que quieras —dijo, con una sonrisa fría—. Pero te lo juro, Mateo: cuando te vea rogándome que volvamos porque ninguna te aguantó, también me voy a reír.

—No voy a rogarte nada —respondí, esta vez con una calma que me sorprendió—. Lo único que te voy a pedir es que firmes cuando llegue el momento. Que no alargues algo que ya se rompió.

Nos quedamos mirándonos, con el eco de su risa todavía flotando en el baño.

Esa noche, dormimos en la misma cama, pero en mundos distintos.


El divorcio tardó meses.

No por los papeles. Esos, de hecho, avanzaron rápido. Lo que tardó fue que Sofía se tomara la situación en serio.

Primero lo ignoró.

Luego se enojó.

Después comenzó la etapa de “negociación”, como en los libros.

—Mira, ¿por qué no nos damos un tiempo mejor? —propuso un día, tomándose un vino tinto en la sala—. Yo me voy a casa de mis papás unas semanas, vemos cómo nos sentimos…

—No, Sofía —la interrumpí—. Esto no es un break. Es el final.

—¡No digas “el final” como si fuera una novela mala de Televisa! —contestó, irritada—. Además, ¿de verdad crees que vas a estar mejor sin mí?

Me quedé pensando.

No sabía si iba a estar mejor. Lo que sí sabía era que, si me quedaba, iba a estar peor.

Cuando por fin firmó los papeles, lo hizo con un gesto teatral.

—Ahí está —dijo, dejando la pluma sobre el escritorio de Ramiro—. Para que seas feliz, Mateo. Ojalá la encuentres, a esa mujer imaginaria que te va a entender mejor que yo.

—Ojalá tú también te encuentres a ti misma —respondí, sin ironía.

Ella volteó a verme, sorprendida, y por un segundo vi a la Sofía que conocí en aquella fiesta de la Roma. La de vestido amarillo y risa contagiosa.

Pero ese momento se fue, como se iba todo últimamente, demasiado rápido.

Salimos del edificio y cada quien tomó un camino distinto.


El primer mes después del divorcio fue un naufragio silencioso.

Me mudé a un departamentito más pequeño en la Santa María la Ribera, con una ventana que daba a un edificio viejo y un parque a unas cuadras, donde los niños jugaban a la pelota y los señores vendían nieves de limón. Traje conmigo sólo lo necesario: mis libros, mi ropa, la cafetera, un par de plantas maltratadas.

La soledad pesaba, pero no tanto como el ambiente enrarecido que se había instalado en la casa los últimos años.

Los fines de semana, en lugar de pelear por tonterías (“¿por qué no lavaste los trastes?”, “otra vez viendo fútbol”, “otra vez en el celular”), me encontraba a mí mismo lavando la loza sin que nadie me lo exigiera, y viendo fútbol con la única compañía de mi propia voz criticando al árbitro.

Empecé a ir al gimnasio de la esquina. Al principio, sólo para no quedarme en casa. Me veía ridículo frente al espejo, levantando pesas con cara de “¿qué hago aquí?”. Pero algo en esa rutina me ayudaba: el sudor, la música reguetón de fondo, los tipos que se miraban al espejo como si fueran a concursar.

Poco a poco, mi cuerpo comenzó a cambiar. No me convertí en modelo de revista, ni tenía el abdomen marcado. Pero mi espalda se enderezó, mis hombros se hicieron más firmes, mi cara se veía menos cansada.

También fui a terapia.

La psicóloga, una chilanga de voz suave llamada Mariela, me escuchó contar la historia una y otra vez, hasta que empezamos a desmontarla.

—No viniste aquí porque Sofía se rió de tu decisión —me dijo, una tarde—. Viniste porque tú nunca te habías tomado en serio a ti mismo. Tu vida la organizaste alrededor de ella, de sus logros, de su risa, de sus opiniones. Y ahora no sabes quién eres sin ese espejo.

—Entonces… ¿qué soy? —pregunté, medio en broma, medio en serio.

—Un hombre que está reaprendiendo a elegirse —contestó—. Y eso, en este país donde a los hombres sólo se les enseña a elegir trabajo y cerveza, ya es un montón.


Un año pasa más rápido de lo que uno piensa.

Cuando menos me di cuenta, ya tenía una rutina que de verdad me gustaba.

Me levantaba temprano, me preparaba mi café de olla con piloncillo, salía a correr al parque de la Morisco, saludaba al señor que sacaba a sus dos perritos todos los días a la misma hora. Iba a la oficina —yo trabajaba como ingeniero en una empresa de instalaciones eléctricas—, pero ya no me quedaba hasta tarde para demostrar nada a nadie. Empecé a decir que no, a poner límites, a organizar mi tiempo.

Los jueves por la noche, iba a un barcito de la Roma donde había noches de micrófono abierto. Al principio sólo iba a escuchar. Gente leyendo poemas, cantando rancheras, contando anécdotas. Un día me animé a subir.

Leí un texto que había escrito sobre el divorcio, pero sin decir “divorcio”. Hablé de terremotos internos, de edificios que se ven firmes por fuera pero por dentro ya están cuarteados. La gente aplaudió. Un chavo se acercó después a decirme que le había llegado. Una chica de cabello rizado me dijo que le gustaría escuchar más cosas mías.

Se llamaba Natalia.

No nos enamoramos de inmediato, ni fue un reemplazo de Sofía. Fue, más bien, una amistad que se fue cociendo a fuego lento. Cafés después de las lecturas, caminatas por la ciudad, pláticas sobre libros, cine, política, la vida. Ella trabajaba como diseñadora gráfica freelance, y se reía con los chistes que yo pensaba que sólo me hacían gracia a mí.

—Se nota que vienes de una relación donde te acostumbraste a quedarte callado —me dijo un día, mientras comíamos pozole en una fondita de la Doctores—. Tienes un chorro de cosas qué decir y las vas soltando de a poquito, como si te diera pena.

—Es que sí me da pena —admití—. Antes cada vez que hablaba me decían que dramatizaba.

—Pues aquí dramatiza lo que quieras —respondió—. Me gusta la gente que siente mucho.

Me di cuenta de que ya no pensaba en Sofía todos los días.

Y cuando pensaba en ella, no era con rencor. Era como ver una película que ya había terminado.


El reencuentro llegó un sábado, en el momento más mexicano posible: en una boda.

Mi primo Dani se casaba en una hacienda en las afueras de la Ciudad de México, camino a Cuernavaca. Mis tías, emocionadas, llevaban un mes hablando del evento como si fuera la coronación de un rey. Mi mamá se compró un vestido nuevo, azul, y se hizo un peinado que le quitó como diez años de encima.

—Va a estar Sofía —me dijo mi mamá, mientras nos acomodábamos en la mesa ocho—. Su mamá me escribió para preguntarme si ibas a ir.

—¿Y qué le dijiste? —pregunté, sintiendo que se me cerraba un poco la garganta.

—Que sí —contestó, encogiéndose de hombros—. No le voy a mentir a la señora. Además, ¿cuál es el problema? Ya pasó un año, mijo.

No hubo más tiempo para hablar, porque en ese momento los novios hicieron su entrada triunfal y el salón estalló en aplausos y gritos.

Yo aproveché el bullicio para respirar hondo.

Llevaba puesto un traje oscuro que me quedaba mejor que antes; gracias al gimnasio ya no se me veía colgando ni apretado. Me había arreglado la barba, me había puesto un poco de loción que me regaló Natalia en mi cumpleaños. No sabía si iba a ver a Sofía, pero tampoco quería esconderme.

La vi después de la cena.

Estaba en la barra, con un vestido color vino que le quedaba perfecto, como siempre. Su cabello caía en ondas suaves sobre los hombros. Reía con un grupo de amigas, una copa de vino blanco en la mano.

Por un segundo, se me detuvo el corazón.

No porque siguiera enamorado, sino porque enfrentar a tu pasado en carne y hueso siempre impone.

Como si hubiera sentido mis ojos, volteó.

Nuestra mirada se cruzó.

Fue un momento larguísimo y cortísimo a la vez.

Ella abrió un poco los labios, sorprendida.

Yo levanté ligeramente la cabeza, a modo de saludo.

Se quedó viéndome, de pies a cabeza, como si no estuviera segura de que yo era yo.

Y, entonces, lo vi.

Ese segundo exacto en el que su expresión cambió.

Sus cejas se arquearon. La sonrisa se le congeló apenas, nada más tantito. Sus ojos recorrieron mi cara, mi traje, mi postura, y luego regresaron a mis ojos.

No hubo risa esta vez.

No hubo burla.

Hubo algo que nunca antes le había visto: duda.


Se acercó cuando pusieron la primera balada.

Yo estaba en la mesa con mis primos, escuchando a Luis Miguel de fondo, cuando sentí su presencia detrás de mí.

—Hola, Mateo —dijo, en voz baja.

Sentí que varias tías pusieron oído, aunque fingían estar ocupadas con el pastel.

—Hola, Sofía —respondí, volteando hacia ella.

Estaba igual y distinta.

La misma boca, la misma nariz, los mismos ojos expresivos. Pero algo en su mirada había cambiado. Se veía más cansada. O quizá más consciente.

—Te ves… diferente —comentó, sin rodeos.

—Tú también —dije—. Bien.

—Gracias —sonrió, pero la sonrisa no le llegó del todo a los ojos.

Hubo un silencio incómodo.

—Te veía en las fotos que sube tu mamá —dijo—. Y luego te vi en una historia de Laura, creo, en un bar, leyendo algo. Pensé que… que no eras tú. Te ves más… no sé cómo decirlo… más tú.

—Supongo que es el efecto del divorcio —bromeé, para romper un poco el hielo—. Cambia más que una rutina de gimnasio.

Por primera vez, soltó una risa sincera.

—Nunca pensé que íbamos a llegar a vernos así —admitió—. Platicando como conocidos en la boda de tu primo, después de… todo.

—Yo tampoco —respondí—. Pero mira, aquí estamos.

Nos quedamos un rato de pie, viendo a la gente bailar.

Una de mis tías nos miraba con demasiada atención. Otra directamente se santiguaba, como si quisiera que regresáramos de la mano a la pista.

—¿Cómo estás? —pregunté, al fin.

Sofía respiró hondo.

—Chambeando mucho —contestó—. Me ascendieron en la agencia. Ahora tengo un equipo a mi cargo. Viajo más. Polanco, Monterrey, Guadalajara, Nueva York una vez. Muchas juntas, mucho estrés.

—Suena… intenso —dije.

—Y solitario —añadió ella, con una honestidad que no le conocía antes—. Lo admito.

Me miró de reojo.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Qué ha sido de tu vida después de mandar todo al carajo?

Sonreí.

—Trabajo menos horas —respondí—. Escribo más. Voy al gimnasio. Duermo mejor. Empecé terapia. Y… tengo amigos nuevos. Un círculo diferente.

—¿Tienes novia? —soltó, de golpe.

La pregunta no sonó celosa, sino curiosa. Como si necesitara completar una estadística.

—Estoy conociendo a alguien —admití—. Nada… nada raro. Vamos despacio.

Asintió, mirando al piso.

—Me dio gusto verte —dijo, al fin—. Te ves bien, Mateo. Mejor que cuando estabas conmigo.

La sinceridad de esa frase me golpeó más que cualquier reclamo.

—También me dio gusto verte —respondí—. Y escuchar eso de ti.

Se mordió el labio.

—Cuando me dijiste que querías el divorcio —confesó—, pensé de verdad que estabas loco. Que era un capricho, una etapa. Me reí, porque no te tomé en serio. Nunca creí que fueras capaz de irte. Ni tú ni nadie en tu familia.

—Ya vi —dije, con un dejo de ironía.

—Y luego, cuando vi las fotos —siguió, sin hacerme caso—, cuando supe que habías cambiado de departamento, que ibas al gimnasio, que leías tus textos en bares… no sé cómo explicarlo. Sentí como si hubiera perdido algo que creía tener asegurado. Como cuando te das cuenta de que vendiste barato algo que no supiste valorar.

Me quedé callado.

No porque quisiera que sufriera, sino porque nunca había escuchado una autocrítica tan clara de su parte.

—No te digo esto para que volvamos —añadió rápido—. No es eso. Sé que la cagamos los dos y sé que tú ya estás en otro camino. Sólo quería… no sé… decirte que lo veo. Que veo al hombre que no vi cuando lo tenía enfrente.

Volteó hacia el salón, hacia las luces, hacia los novios bailando un vals medio desafinado.

—Y que lo lamento —terminó.

Nos quedamos ahí, con esa palabra flotando entre los dos.

Lamento.

En otro tiempo, hubiera deseado escucharla. La hubiera usado como ancla para intentar salvar lo que ya estaba podrido. Hoy, en cambio, la escuché con una extraña paz.

—Yo también lamento cosas —dije—. No haber hablado antes. No haber puesto límites. No haberme elegido. No haber tenido el valor de irme cuando todavía me quedaba amor. Porque al final, cuando me fui, ya no me quedaba casi nada.

Ella asintió, con los ojos brillosos.

—Supongo que crecimos —dijo—. Cada quien por su lado.

—Supongo —respondí.

En ese momento sonó “Si nos dejan” y una de mis tías corrió a jalar a Sofía.

—¡Vente, Sofi! ¡A bailar! —gritó, sin darse cuenta de que interrumpía algo importante.

Sofía me miró.

—Cuídate, Mateo —dijo, dando un paso atrás—. Y… gracias por tomarte en serio. Aunque haya sido lejos de mí.

—Cuídate, Sofía —respondí—. De verdad espero que encuentres lo que buscabas.

Se fue hacia la pista, sus tacones sonando sobre el piso. La vi bailar, reír, alzar las manos. Una parte de mí recordó todo lo que habíamos vivido. Otra parte, más nueva, más firme, supo con certeza que yo ya no pertenecía a esa historia.


Esa noche, de regreso a la ciudad, mi mamá se quedó dormida en el asiento del copiloto mientras la carretera se iluminaba con los faros de los coches. En la radio sonaba un programa de música romántica y llamadas de gente que contaba sus penas.

En un alto, tomé el celular y le mandé un mensaje a Natalia:

“Sobreviví. Te cuento mañana con café.”

Ella respondió con un emoji de abrazo y un “Orgullo nivel dios”.

Sonreí.

No me sentía “mejor” que Sofía. No me sentía un ganador. Sólo me sentía distinto al hombre que, un año antes, temblaba en la cocina mientras escuchaba la risa de su esposa burlándose de su decisión.

Ese hombre había dudado de sí mismo, de su valor, de su capacidad de estar solo.

El de ahora seguía teniendo miedo, sí.

Pero ya no dejaba que ese miedo tomara las decisiones.

Apreté un poco más el volante, mientras la ciudad de México se abría frente a mí con sus luces, sus avenidas, su caos.

Un año después, ella por fin había visto al hombre que perdió.

Y yo, por fin, había visto al hombre que siempre había sido, debajo de todo.

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