Mi esposa infiel se burló de su “inocente” aventura de una noche y pensó que yo nunca lo sabría, pero la forma en que preparé mi venganza elegante la hizo arrepentirse de cada palabra que dijo sobre mí


Si alguien me hubiera dicho hace tres años que un día estaría agradecido de que mi esposa me engañara, le habría soltado una carcajada en la cara.

Yo era de los que decían frases tipo “a mí no me pasaría” o “si me engañan, me entero al minuto”. Vivía con esa mezcla de confianza y arrogancia de quien cree conocer perfectamente a la persona que duerme a su lado.

Mi nombre es Marcos. Tenía once años de casado con Laura, dos gatos, una hipoteca y una cafetera que hacía un ruido infernal cada mañana. Nada extraordinario, pero era nuestra vida, y yo la quería.

Al menos, así lo veía yo.


Laura y yo nos conocimos en la universidad. Ella estudiaba Marketing, yo Ingeniería. Nos cruzamos en una fiesta cutre de primer curso, ella derramó cerveza sobre mis apuntes, y yo dije algo sarcástico sobre que el alcohol y la termodinámica no combinaban.

Se rió.

Yo también.

Y desde entonces, casi todo fue fácil.

Éramos de esas parejas que todo el mundo ponía de ejemplo: “son muy distintos, pero se complementan”. Yo era más serio, más de rutinas; ella era espontánea, social, con esa risa que llenaba un cuarto.

Nos casamos jóvenes, sin mucho dinero pero con muchas ganas. Trabajamos duro, ahorramos, compramos el piso pequeño al que volvía todos los días con la sensación de estar exactamente donde quería estar.

Nunca fuimos ricos ni especialmente exitosos a ojos del mundo, pero teníamos lo que, para mí, era éxito auténtico: complicidad, proyectos, la sensación de que mirábamos hacia el mismo lado.

Hasta que un día, sin darme cuenta, empecé a ser el único que miraba allí.


El principio del final llegó disfrazado de una cosa tonta: un ascenso.

El ascenso no era mío, sino de ella.

Laura llevaba años en una agencia de publicidad, de esas donde la gente va en vaqueros, se toma cafés carísimos y se cree muy creativa. Era buena en lo que hacía, muy buena. Yo siempre lo dije.

Un día llegó a casa con los ojos brillantes y una sonrisa que casi no le cabía en la cara.

—Marcos —entró diciendo, tirando el bolso al sofá—, ¡me han ascendido!

La abracé, de verdad feliz.

—¡Lo sabía! —le dije—. Te lo mereces. ¿Qué implica? ¿Más sueldo? ¿Más responsabilidad?

—Las dos cosas —respondió—. Voy a ser jefa de cuentas de uno de los clientes grandes. Es una locura. Viajes, reuniones importantes, cenas con ellos… —se le escapó una risita nerviosa—. Me han dicho que confían mucho en mi criterio.

Brindamos con vino barato. Esa noche, ella hablaba sin parar de su nueva jefa, del cliente, de ideas para campañas. Yo la escuchaba, orgulloso, disfrutando de verla tan viva.

Lo que no vi entonces fue el precio que ella estaba dispuesta a pagar por esa nueva vida.


Con el ascenso, vinieron los cambios.

Primero fue el horario.

—Hoy llego tarde —decía, casi todas las semanas—. Tenemos que presentar un pitch. No me esperes para cenar.

Yo aprendí a comer solo, con Netflix como compañía.

Luego vinieron los viajes cortos. “Solo una noche, vuelvo mañana, es con el cliente X, vamos varios de la agencia, no es gran cosa”.

Yo le creí.

Y, a veces, sí era verdad.

Otras, no.

También llegó un nuevo nombre a nuestras conversaciones: “Iván”.

—El nuevo director creativo es un crack —me decía—. Iván tiene un talento… Y además es supermajo. De esos tipos que hacen que quieras currar más.

Yo asentía.

No soy celoso por defecto. O, al menos, no lo era. Siempre he creído que si tienes que andar revisando el móvil de tu pareja, la relación está enferma.

Spoiler: la relación estaba enferma.

Pero yo aún no lo sabía.


Todo explotó un domingo cualquiera. De esos días que parecen hechos de sofá, pijama y comida recalentada.

Laura estaba en la ducha.

Yo, en la cocina, preparándole el café (el ruido infernal habitual), cuando su móvil vibró sobre la mesa del comedor.

Normalmente no lo habría tocado. Pero la pantalla se encendió y vi un nombre que, aunque no era nuevo, empezó a tener un sabor amargo:

“Iván”.

Y debajo, un mensaje, la vista previa suficiente para hacer que mi estómago se tensara:

“Anoche no fue tan inocente como dices… aún estoy pensando en…”

El resto del texto desapareció cuando el móvil se bloqueó otra vez.

Pude haber mirado hacia otro lado.

Pude haberme dicho “seguro es una broma”.

En cambio, hice lo que hasta ese momento me habría parecido una traición: desbloqueé el teléfono.

No tenía código. Nunca lo tuvo. Nunca lo necesitó. Éramos “transparentes”, ya saben.

Abrí la conversación.

No voy a describir palabra por palabra lo que leí, no por prudencia, sino porque todavía hoy me remueve algo en el estómago.

Pero sí les diré lo suficiente:

Mensajes de ida y vuelta, llenos de insinuaciones, de recuerdos de “aquella noche en el hotel de Valencia”, de risas sobre “qué inocente te crees, diciendo que fue solo una vez”.

Aparecían fechas.

Fechas que coincidían con “viajes de trabajo”.

Había fotos. Nada explícito, pero no necesitaban serlo para entender el tono. Selfies con demasiada cercanía, manos donde no tenían que estar, frases sobre “lo bien que lo pasamos” y “tu marido ni se enteró, pobrecito”.

La frase “pobrecito” fue un puñetazo.

Sentí culpa por mirar, sí.

Pero la culpa se disolvió rápidamente bajo una ola mucho más grande: traición.

Apagué la pantalla justo cuando escuché el agua de la ducha cesar.

Dejé el móvil exactamente donde estaba.

Me quedé de pie en la cocina, con la cafetera chirriando y el corazón golpeando contra las costillas.

Tenía dos opciones:

Entrar al baño, armar un escándalo, gritar, llorar, exigir explicaciones en ese mismo momento, desnudos, vulnerables, bajo el ruido de las gotas todavía cayendo.

Respirar. Esperar. Pensar.

Sorprendentemente, elegí la segunda.

No tanto por sabiduría, sino porque el shock me dejó congelado.

Cuando Laura salió, envuelta en una toalla, con el pelo mojado, me sonrió como siempre.

—¿Hay café? —preguntó.

—Sí —respondí, sin mirarla mucho—. En la encimera.

Se sirvió, tarareando una canción. Se sentó en la mesa, desbloqueó el móvil y empezó a leer mensajes. Durante un segundo, vi pasar en su cara algo parecido al pánico. Debió notar que la última conversación abierta era la de Iván.

—¿Todo bien? —pregunté, intentando que sonara casual.

—Sí, sí —dijo demasiado rápido—. Es… una tontería del curro.

Y cambió de tema.

Habló del tiempo, de la serie que estábamos viendo, de la planta del salón que se estaba muriendo.

Yo la miraba y pensaba: “Hace dos días estabas escribiendo que esa noche ‘inocente’ fue de todo menos inocente. Y ahora me hablas de la planta”.

La distancia entre nosotros, en esa mesa, era de un metro.

Por dentro, era de kilómetros.


Esa tarde, ella salió a “tomar algo con unas amigas”.

Yo inventé que tenía trabajo atrasado.

En realidad, lo que tenía era un plan empiezando a cocinarse.

No soy hombre de venganzas. O, al menos, no lo era. Siempre pensé que eso era cosa de películas baratas y de gente que no sabe soltar.

Pero cuando escuchas a tu esposa referirse a una aventura como “inocente” mientras se burla con su amante de lo tonto que eres, te cambia algo el esquema mental.

No quería pegar a nadie, ni destruir carreras, ni convertirme en un villano.

Quería recuperar algo que sentía que me habían robado: el control de mi propia historia.

Lo primero que hice fue algo muy sencillo: dejar de suponer y empezar a confirmar.

Esa misma noche, cuando Laura llegó algo más alegre de la cuenta, hablando de lo bien que lo había pasado, esperé a que se durmiera y revisé de nuevo el móvil.

No solo era Iván.

Había un chat con una amiga suya, Paula, en el que comentaba, casi como quien cuenta un chisme:

“Jajajaja te lo juro, fue solo una noche. Y encima el muy ‘inocente’ se lo creyó. Ni que no supiera lo que estaba haciendo. Estos tíos… Y Marcos ni sospecha. A veces me da pena, pero luego se me pasa”.

A veces me da pena, pero luego se me pasa.

Le saqué capturas a todo.

No por morbo.

Por protección.

Sabía que, cuando llegara el momento, ella iba a intentar minimizar, negar, manipular. Y yo ya no podía permitirme dudar de mí mismo.

Guardé las capturas en mi correo personal, en una carpeta con un nombre anodino.

Luego, hice algo que nunca pensé que haría: pedí cita con un abogado especializado en derecho de familia.


La abogada se llamaba Lucía. Tenía unos cuarenta, el pelo rizado recogido en un moño y unos ojos que mezclaban firmeza y compasión a partes iguales.

Le expuse la situación sin adornos. Le mostré las capturas. Hablé de mi salario, del de ella, de los bienes que teníamos, de la hipoteca.

Lucía me escuchó sin interrumpir.

Cuando terminé, respiró hondo.

—Lo primero —dijo—: lamento que estés pasando por esto. Nadie se casa pensando en venir a verme a mí.

Asentí, casi riendo.

—Lo segundo —continuó—: legalmente, la infidelidad en sí misma ya no tiene el peso que tenía hace décadas en temas de divorcio. No vas a conseguir “castigos ejemplares” por eso. Pero sí puede ser relevante si hablamos de ciertas decisiones, y desde luego es relevante para ti, emocionalmente.

—No quiero arruinarla —dije—. No quiero guerra. Solo… no quiero sentir que encima de engañarme, me tengo que ir yo, dejarle el piso, pedir perdón, lo que sea.

Lucía asintió.

—Perfecto. Entonces, hablemos de protegerte —dijo—. Una opción es que esperes a encontrarla en flagrante, hacer más drama del necesario… No te lo recomiendo. Otra es que, con esta información, prepares una demanda de divorcio amistoso, con unas condiciones razonables para ambos, y se la presentes cuando estés listo. Si ella la acepta, esto puede ser relativamente rápido y sin demasiada sangre. Si no… tendremos que ir a juicio.

La idea de un juicio me daba náuseas.

—Quiero lo primero —respondí—. Amistoso. Dentro de lo que cabe.

Lucía tomó notas.

—¿La casa? —preguntó—. Está a nombre de los dos, con hipoteca. Tú ganas un poco más que ella, pero tienen más o menos las mismas posibilidades de asumir el pago.

Pensé en ella, en el “ascenso”, en las cenas con clientes.

Pensé en mí, en mi trabajo estable pero no millonario, en lo que habíamos construido juntos.

—No quiero echarla a la calle —dije—. Pero tampoco quiero ser yo el que salga con una mano delante y otra detrás. ¿Podemos negociar que ella se quede con el piso y asuma la hipoteca, y yo recibo compensación por lo ya pagado? O vendemos y dividimos.

Lucía sonrió, leve.

—Veo que has pensado —comentó—. Sí, se puede. Mi consejo: proponle vender y repartir. Si ella insiste en quedarse, negocia la compensación.

Salí de ese despacho con una carpeta llena de papeles, un nudo en el estómago y una idea clara: la venganza que quería no era escándalo.

Era dignidad.


El momento “espectáculo” llegó dos semanas después.

No lo planeé con precisión milimétrica, pero cuando uno arde por dentro, el ritmo de la vida parece conducirlo hacia escenarios casi perfectos.

Era viernes.

Laura me había dicho que, ese día, la agencia organizaba una cena con el cliente “para celebrar el cierre de un gran contrato”.

Yo asentí, como siempre.

—Diviértete —le dije—. Mándame fotos.

Ella sonrió.

—Es trabajo, no diversión —respondió—. Pero sí, algo caerá.

Se arregló más de lo habitual.

Vestido negro que yo no le había visto en casa, perfume nuevo, maquillaje cuidado.

La vi salir por la puerta y pensé: “así salió aquel día al hotel de Valencia”.

Cuando se fue, en lugar de quedarme en el sofá con una pizza, hice algo diferente: cogí mi chaqueta, mi cartera, la carpeta de Lucía y mi móvil.

Y salí también.

No fui a espiarla.

No fui al restaurante.

Fui al bar de siempre, donde trabajaba uno de mis mejores amigos, Dani.

—Hoy no vengo a hacer turno —le dije, sentándome en la barra—. Vengo a ser cliente.

—Entonces te va a salir caro —bromeó él—. ¿Qué pasa, cara de funeral?

—Hoy… voy a terminar mi matrimonio —solté.

Me miró en silencio.

Sabía algo. Le había contado una versión reducida, sin detalles.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Estoy seguro de que como estamos no podemos seguir —respondí—. Y estoy seguro de que no merezco ser el monigote de nadie.

Me puso una cerveza.

—Entonces, a por ello —dijo—. Pero sin quemar todo a tu paso. No eres así.

—Tranquilo —respondí—. Mi fuego va a ser otra cosa.

Cuando el reloj marcó las once, le mandé un mensaje a Laura:

“¿Cómo va la cena? Espero que bien. Te amo.”

Quería comprobar algo.

Tardó diez minutos en contestar.

“Muy bien, amor. Un poco de vino y risas. Te llamo cuando vaya de camino, ¿vale?”

Guardé el móvil.

El problema no era solo Iván.

Era la mentira tranquila, cotidiana, sin temblor.

Pagué la cerveza, me despedí de Dani y volví a casa.

Cuando entré, el piso estaba oscuro, silencioso.

Encendí una lámpara pequeña en el salón, puse la carpeta sobre la mesa, preparé dos vasos con agua. No quería que el escenario pareciera un tribunal, pero sí un lugar serio.

Me senté a esperar.

Ella llegó a las doce y media.

Entró con el típico torpe sigilo de quien ha bebido más de la cuenta pero quiere fingir sobriedad. Cerró la puerta despacio, se quitó los tacones, dejó las llaves en la bandeja.

Y entonces me vio.

Sentado en el sofá, con la lámpara encendida.

Se sobresaltó.

—¡Jo, qué susto! —dijo—. Pensé que estarías dormi…

Se calló.

Algo en mi cara debió decirle que esa noche no era como las otras.

—Tenemos que hablar —dije.

Ella dejó el bolso en el sillón, miró de reojo la carpeta sobre la mesa.

—¿Pasa algo? —preguntó, intentando sonreír.

—Sí —respondí—. Pasa que sé lo de Iván.

El color se le fue del rostro.

—¿Qué… qué cosa de Iván? —balbuceó.

Saqué el móvil.

Abrí una de las capturas.

La puse frente a ella.

El mensaje de Iván: “Anoche no fue tan inocente como dices…” y sus respuestas.

No hizo falta leer más.

Ella se llevó la mano a la boca.

—Marcos, yo…

—Por favor —la interrumpí—. No empieces con “no es lo que parece”, porque no soy idiota. Ni con “solo fue una vez”, porque tengo fechas que dicen lo contrario.

Se sentó en el borde del sofá, las manos temblando.

—¿Desde cuándo lo sabes? —susurró.

—Desde hace dos semanas —respondí—. Desde que vi ese mensaje en la mesa, un domingo cualquiera. Desde que abrí el chat con Iván. Desde que leí cómo te reías de mí con él. Desde que vi cómo llamabas “inocente” a lo que hiciste y te burlabas del tipo. Y de mí.

Cerró los ojos.

—No… no pensé que lo verías —murmuró, con una sinceridad torpe que dolía.

—Lo sé —dije—. Nunca piensan que los demás se van a enterar.

Hubo un silencio.

—¿Te vas a divorciar? —preguntó, al fin, mirándome a los ojos.

—Sí —respondí, sin rodeos—. No quiero seguir casado con alguien que, en lugar de venir a mí cuando está infeliz, se va a una cama ajena y luego vuelve a nuestra mesa a reírse de “su noche inocente”.

Empezó a llorar.

—Marcos, por favor —sollozó—. Fue un error. Una estupidez. No sé en qué estaba pensando. Me sentía vacía, sola, tú siempre estabas cansado…

—Yo también me sentía solo a veces —la interrumpí—. Y no fui a acostarme con nadie. Pero mira, no quiero entrar en el juego de “quién estaba más solo” como excusa para hacer daño. Lo que hiciste, lo hiciste. Lo que dijiste, lo dijiste.

Se secó las lágrimas con brusquedad.

—Pensé que podríamos… superarlo —dijo—. Ir a terapia, hablarlo, no sé.

—¿Superar qué? —pregunté—. ¿El engaño, la mentira, o el hecho de que me llamaras “pobrecito” con tu amante? Porque a mí lo que más me rompió no fue imaginarte con él en un hotel. Fue leer cómo te burlabas. Cómo decías que te daba pena, pero se te pasaba.

Bajó la cabeza.

—No tengo excusa —susurró.

—Lo sé —dije—. Y por primera vez en todo esto, estoy de acuerdo contigo.

Abrí la carpeta.

Saqué el borrador de la demanda de divorcio amistoso.

Lo puse sobre la mesa.

—Hablé con una abogada —le expliqué—. Esto es una propuesta. Dividimos bienes, vendemos el piso y repartimos. Cada uno se queda con sus cosas. No habrá guerra, no voy a hablar de esto con medio mundo, no voy a hacer un show. Solo quiero salir de aquí con la conciencia tranquila de que no me convertí en una versión peor de mí mismo por culpa de lo que tú elegiste.

Lo tomó con manos temblorosas.

Leyó unas líneas.

Las lágrimas caían sobre el papel.

—¿De verdad no hay otra opción? —murmuró—. Yo… te amo.

—Puede que me ames —respondí—. Pero no me respetas. Y sin respeto, tu amor no me alcanza.

Se mordió el labio.

—Podrías… podríamos… —buscaba palabras—. Puedo dejar el trabajo, si hace falta. Cambiar de agencia. Cortar con Iván. Hacer lo que sea.

—Ese es el problema —dije—. Que ahora, cuando hay consecuencias, estás dispuesta a “hacer lo que sea”. Antes, cuando estabas decidiendo, no pensaste en eso. Y yo no quiero ser el castigo que te obliga a comportarte bien. Quiero ser la elección de alguien que ya sabe respetar.

Se quedó en silencio largo rato.

Por un momento, pensé que iba a explotar, a gritar, a culparme.

Pero no.

Solo lloró.

—Está bien —dijo, al fin, con la voz rota—. Si esto es lo que quieres… lo firmaré.

—No es lo que quiero —respondí—. Es lo que necesito.


Y aquí viene la parte en la que muchos me dijeron “yo la habría destrozado”.

No lo hice.

No llamé a Iván para insultarlo. No mandé capturas a su novia (supe que tenía una, por cierto). No le conté a sus jefes. No dejé comentarios anónimos en redes.

No conté la historia en el grupo de amigos de ella. No fui a su madre con un “mire lo que hizo su hija”.

Claro que lo pensé.

Había noches en las que imaginaba titulares dramáticos, caras de vergüenza, carreras arruinadas.

Pero cada vez que me recreaba en eso, me veía a mí mismo como un personaje de esos vídeos baratos que consumen morbo y producen basura.

Y decidí que no.

Mi venganza iba a ser otra:

Salir de allí con la cabeza alta.

No ser el hombre que suplica.

No ser el hombre que se queda “por los viejos tiempos”.

No ser el hombre que se rebaja a su nivel de burla.

En los meses que siguieron, hubo negociación, papeles, reuniones en casa de la abogada. Laura cumplió lo que dijo: firmó, colaboró, no hizo escenas.

Hubo momentos en los que intentó reabrir la puerta.

Un mensaje a las dos de la madrugada.

Una llamada un domingo por la tarde.

Un “¿te acuerdas cuando…?”.

Yo fui cortés.

No cruel, no hostil.

Cortés.

—Sí, me acuerdo —decía—. Y también me acuerdo de aquel “pobrecito”.

La conversación terminaba sola.


Un año después de firmar, yo ya vivía en un piso pequeño, alquilado, con menos metros cuadrados pero más paz mental. Había decorado las paredes con algunas de mis fotos favoritas: paisajes, retratos, momentos robados de bodas ajenas.

El estudio funcionaba mejor de lo que imaginé.

No me hizo millonario, pero me dio algo más valioso: autonomía.

Mis días tenían estructura propia. Mis noches eran mías. Mis fines de semana se llenaban de trabajos, sí, pero también de tiempo con amigos, de lecturas, de música sin pausas incómodas.

Un sábado, mientras tomaba un café en la cafetería que se había convertido en mi oficina improvisada, sonó mi móvil.

Número desconocido.

—¿Sí? —contesté.

—¿Marcos? —una voz de hombre.

—Sí.

—Soy Rubén, el novio de Paula —dijo.

Paula.

La amiga de Laura.

La del famoso chat.

—Ah —respondí, cauteloso—. Hola.

—Perdona que te llame así, de la nada —dijo—. Me dio tu número una vez que coincidimos en casa de Laura. No sé si te acuerdas.

Me acordaba vagamente de un tipo alto, con gafas.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Rubén respiró hondo.

—Te llamo porque… —dudó—. Porque me he enterado de lo que pasó contigo y Laura. Bueno, tarde, pero me enteré. No por ella, sino porque… —tosió—. Porque mi vida parece una copia mala de la tuya.

Entendí.

—¿Te engañaron? —pregunté, sin adornos.

—Sí —respondió—. Y Paula se reía con sus amigas, escribiendo cosas tipo “solo fue una noche, el inocente se lo cree todo”. Vi el chat. Fue… como un déjà vu de algo que ni siquiera había vivido.

Sentí una mezcla extraña de alivio de no ser el único y de pena por él.

—Lo siento —dije—. De verdad.

—No te llamo por lástima —respondió—. Te llamo porque… porque al principio, yo solo quería hacerla sufrir, arruinarle la vida. Pensaba en enviar todo a todo el mundo, como un loco. Y entonces Héctor —sí, TU exsuegro— me contó cómo lo manejaste tú. Que no armaste un escándalo, que no fuiste por ahí contando la historia como si fuera una serie. Que simplemente… te fuiste.

Sonreí, sorprendido.

—No sabía que Héctor hablaba de mí —comenté.

—Hace poco estuvo en casa de mis padres —explicó Rubén—. Son clientes. Contó, sin muchos detalles, que había sido “testigo de cómo un hombre puede elegir la dignidad en vez del circo”. —Se rió, amargo—. Y me dijo: “Si puedes, aprende de ese tal Marcos. Yo tardé demasiado en entenderlo”.

Me quedé callado unos segundos.

—No sé qué decir —admití—. No me siento ejemplo de nada.

—Yo sí —dijo Rubén—. Me ayudó a no convertirme en un monstruo. A irme de casa de Paula con la cabeza alta, como hiciste tú. Solo quería… agradecerte, aunque tú no supieras que estabas ayudando a nadie.

Colgamos después de un rato hablando de cosas más ligeras.

Me quedé mirando mi taza.

Y fue ahí, en esa cafetería cualquiera, donde entendí de verdad cuál había sido mi venganza.

No fue verla llorar.

No fue que Laura perdiera su piso (no lo perdió, de hecho; vendimos y ambos salimos con algo de dinero).

No fue que Iván quedara como un canalla ante alguien (no sé qué fue de él, ni me importa).

Mi venganza fue esta:

Que cada vez que Laura recordara lo que hizo, no pudiera refugiarse en la imagen de un Marcos loco, vengativo y destructivo.

Que la única respuesta ante su traición fuera mi calma.

Mi decisión de irme.

Mi silencio donde ella quería ruido.

Que supiera que no la odiaba, pero tampoco la quería ya.

Que entendiera que, el día que hizo burla de su “inocente” aventura, perdió a un hombre que, con todos sus defectos, jamás la habría puesto en el papel ridículo en que ella misma se puso.

Y que otra gente —como Rubén— pudiera ver en esa historia no solo el dolor, sino una alternativa al rencor eterno.


Hace poco, me encontré con Laura en la calle.

Yo iba con una cámara colgada al cuello, ella con una carpeta de trabajo.

Nos detuvimos.

—Hola —dijo.

—Hola.

Nos sonreímos con esa sonrisa educada de quienes comparten pasado pero no presente.

—He visto tus fotos —me dijo—. Me alegra que te vaya bien.

—Gracias —respondí—. Me alegra que ya no trabajes con Iván.

Abrió mucho los ojos.

—¿Cómo sabes que…?

Me encogí de hombros.

—No lo sé —dije—. Lo supongo. Leí hace tiempo en redes que había dejado la agencia. Y tú eres demasiado lista como para seguir siendo su sombra.

Se rió, leve.

—Tardé, pero sí —respondió—. No solo lo dejé a él. Dejé muchas cosas. Terapia, cambios, créditos, ya sabes. No es fácil.

—Nada importante lo es —contesté.

Nos miramos un segundo más.

—Sabes —dijo, al fin—, a veces me pregunto cómo habría sido todo si no hubiera hecho… todo lo que hice.

—Yo también —admití—. Pero ya no tanto como antes.

—¿Me odias? —preguntó, de repente.

Sonreí.

—No —respondí—. Odio el daño que hicimos. Tú a mí, yo a ti quedándome más tiempo del que debía. Pero a ti… no.

Se le humedecieron los ojos.

—Eso es peor que si me odiaras —dijo, medio en broma, medio en serio.

Reímos los dos.

Nos despedimos con un gesto.

Cada uno siguió su camino.

Y mientras caminaba, con la cámara golpeando contra mi pecho, pensé:

“Al final, sí la hice arrepentirse. No con gritos, ni con escenas, ni con humillaciones públicas. Sino con algo que no esperaba: demostrando que sin ella también puedo construir, también puedo querer y quererme, también puedo ser exitoso. Y no en la forma que se imagina el mundo, sino en la mía”.

Mi exesposa hizo burla de su “inocente” aventura de una noche.

Yo hice algo mejor:

Aprendí a no vivir eternamente en esa noche.

Y ese fue, sin duda, mi mejor acto de venganza.