“Lo amo, aunque me tarde 76 años en decirlo”: Ofelia Medina rompe su silencio en una entrevista íntima, revela que su corazón ha pertenecido siempre al mismo hombre y destapa una historia de amor silencioso que nadie imaginaba
El teatro no estaba lleno de efectos especiales ni pantallas gigantes. No hacía falta.
Bastaba con el escenario desnudo, una silla, una mesa con un vaso de agua y el peso de un nombre: Ofelia Medina.
A sus 76 años, la actriz subió al foro con la misma presencia que tenía cuando empezó: espalda recta, mirada firme, ese aire de mujer que ha visto demasiado como para espantarse por cualquier cosa. La cita no era para una obra, ni para un homenaje formal. Era algo más íntimo: una charla pública, un encuentro con preguntas abiertas, un “dialogo sin guion”, como habían anunciado.
El público esperaba escuchar historias de rodajes, de personajes, de directores, de momentos políticos, de su activismo, de sus batallas. Nadie imaginaba que esa noche, en medio de anécdotas y risas, iba a abrir la puerta más celosamente guardada de todas: su corazón.
La escena clave llegó sin anuncios.
Sin rótulos, sin redobles, sin iluminación especial.
Llegó con dos palabras:
—Lo amo.
Y después, con una frase que pareció detener el aire en la sala:
—Lo amo desde hace años. Y es la primera vez que lo digo así, en voz alta, frente a todos.

Del personaje a la persona: la pregunta que lo cambió todo
La conversación, al principio, seguía coordenadas conocidas. El entrevistador —un periodista cultural respetado, lejos del tono de chisme— le preguntó por sus inicios, por el miedo al primer casting, por las veces que pensó en dejarlo todo, por los papeles que más la han marcado.
Ofelia respondía con soltura.
Tenía recuerdos para todo: rodajes en condiciones precarias, compañeros que ya no están, directores que la exigieron al límite, escenas memorables que casi no se logran, compromisos políticos que le costaron trabajos, pero no el sueño.
La charla avanzaba como un viaje por décadas de trabajo. Hasta que, en un giro casi imperceptible, el entrevistador hizo la pregunta que rara vez se le hace a ella con seriedad y sin morbo:
—Ofelia… has hablado de luchas, de causas, de arte, de personajes. Pero muy poco de algo tan simple como esto: ¿has estado enamorada de verdad?
Hubo un murmullo leve, discreto, en el público. No era una pregunta escandalosa, pero sí delicada.
La mayoría de las veces, cuando se le preguntaba algo así en televisión, ella salía al paso con humor, ironía o elegancia. Esta vez no.
Se quedó callada.
Miró al periodista.
Luego al público.
Luego, al suelo.
Y entonces, lo dijo:
—Lo amo.
Sin reír.
Sin protegerse con una broma.
Sin cambiar de tema.
“Lo he amado casi toda mi vida de adulta”
El entrevistador no se apresuró a llenar el silencio. Esperó.
Ofelia tomó el vaso de agua, bebió despacio, volvió a colocar el vaso en la mesa y, solo entonces, continuó:
—Lo he amado casi toda mi vida de adulta —dijo—. Pero siempre encontré una excusa para no decirlo así.
La frase cayó como piedra en agua quieta.
En la primera fila, algunas personas se incorporaron en su asiento. Otras cruzaron los brazos, como quien se prepara para escuchar una confesión larga.
—No voy a decir su nombre —advirtió, con una media sonrisa—. No porque sea un secreto vergonzoso, sino porque él ha elegido vivir en otra zona, lejos de los reflectores. Y lo respeto. Pero sí puedo decirles que esta historia no empezó hace poco. Empezó cuando yo creía que el amor era algo que se vivía después de todo lo demás.
El entrevistador preguntó, con cautela:
—¿Después de qué?
—Después del trabajo, de la lucha, de las causas, de los compromisos —respondió ella—. Me convencí de que primero se resolvía el mundo… y luego una misma. Ya se imaginarán que esa receta no funciona.
Un encuentro sin glamour y una conversación que no se olvidó
La versión oficial hubiera querido que su gran amor apareciera en un set, en un ensayo, en un foro, en un viaje glamoroso. Pero la versión real —al menos en esta ficción— era mucho más sencilla.
—Lo conocí en una biblioteca —relató—. No en una fiesta, no en una entrega de premios, no en un cóctel de gente importante. En una biblioteca vieja, con olor a papel húmedo y sillas incómodas.
Aquella tarde, ella buscaba material para un proyecto. Él consultaba unos libros en la misma mesa.
Hubo un roce de cuadernos, un “perdón”, un intercambio de títulos.
—Me llamó la atención que no me reconoció —dijo, no con soberbia, sino con alivio—. O, si me reconoció, lo disimuló muy bien. Me habló como si yo fuera simplemente una mujer que necesitaba espacio en la mesa.
Empezaron a hablar de libros.
Luego de cine.
Luego de cosas que no tenían que ver con el espectáculo: la familia, la infancia, la ciudad. Nadie estaba posando. Nadie estaba armando una anécdota para contarla después.
—Cuando me despedí ese día —añadió—, pensé: “Qué hombre tan claro, tan tranquilo”. Y me dio miedo. Porque yo vivía en turbulencia. Todo el tiempo.
Se volvieron a encontrar, por casualidad, días después.
Otro “hola”, otra conversación, otro pretexto para quedarse un poco más.
—Años más tarde —confesó—, me dijo que aquel segundo encuentro no fue tan casual… que sí me buscó un poco. Y que tuvo miedo de estar cruzando una línea que no sabía si yo quería cruzar.
El amor en segundo plano: “Siempre había algo más urgente”
El periodista quiso saber cómo fue posible que un amor tan fuerte permaneciera tanto tiempo sin ser mencionado.
—Porque siempre había algo más urgente —respondió ella, sin dudar—. Un ensayo, una grabación, un viaje, una marcha, una causa, un escándalo, una polémica, una agenda. Yo vivía con la sensación de que había fuego en todas partes y que era mi deber ir a apagarlo.
Él, en cambio, representaba otra cosa: una opción de calma. De quietud. De intimidad.
—Me decía: “No tienes que ir a todas partes al mismo tiempo”. Yo le contestaba: “No entiendes, es que justo a eso me he dedicado toda la vida”. Y ahí chocábamos.
No fue una relación idílica, de cuento.
Fue una historia llena de tiempos cruzados.
—Nos quisimos en los intermedios —explicó—. En los ratos de café, en las noches donde el teléfono no sonaba, en los domingos en que me atrevía a no abrir la computadora.
A veces ella se iba de viaje por semanas o meses.
A veces él tenía obligaciones de otro tipo, compromisos que la dejaban a ella en un segundo plano.
—Yo no estaba dispuesta a dejar mi vida de lucha —aclaró—. Y él nunca quiso convertirse en “el hombre de la actriz”, cargando con ese molde. Entonces lo fuimos haciendo… a nuestra manera. Raro para muchos, muy verdadero para nosotros.
La pregunta que la persiguió décadas: “¿Y si hubiera elegido distinto?”
La sala escuchaba en absoluto silencio.
El entrevistador hizo la pregunta inevitable:
—¿Te arrepientes de no haberlo dicho antes? ¿De no haberlo hecho público? ¿De no haber elegido ese amor por encima de todo?
Ofelia no respondió de inmediato. Cerró los ojos un instante, como quien mide las palabras.
—He pasado muchas noches preguntándome eso —admitió—. “¿Y si hubiera elegido distinto?”. Es una pregunta peligrosa. Porque uno puede quedarse a vivir ahí, en el “y si”, sin avanzar.
Contó que hubo momentos en que estuvieron a punto de apostar por una vida más compartida, más “normativa”:
—Hubo una vez —dijo— que me propuso que nos fuéramos a vivir a otra ciudad. Que empezáramos casi desde cero. Que yo trabajara menos, que tuviéramos una casa con patio, un par de perros, una vida más… cotidiana. Yo lo quería. Lo quería con todo mi ser. Pero no fui capaz de soltar lo que ya había construido acá.
No supo si llamar a eso cobardía o consecuencia.
—Elegí —resumió—. Elegí seguir siendo muchas cosas para mucha gente… y, en ese proceso, fui poco a poco postergando la posibilidad de ser solo una mujer al lado de un hombre que la amaba sin necesidad de aplauso.
Lo que sí dejó claro es que él nunca le exigió renunciar a lo que era.
—Nunca me dijo “o tu carrera o yo” —aclaró—. Esa frase la inventan los que no conocen lo que es amar de veras. Lo que sí me dijo fue: “No te olvides de ti, dentro de todo lo que haces”.
El momento de decir “Lo amo” sin máscara
El entrevistador volvió al presente:
—¿Por qué entonces, a los 76 años, decides decir “Lo amo” de esta manera? ¿Qué cambió?
Ofelia dio una pequeña risa, mezcla de ironía y ternura.
—Que me cansé de callar lo que sí ha sido cierto, mientras otros inventan lo que no —respondió—. Sobre mí se han dicho tantas cosas: que si esto, que si lo otro, que si fulano, que si mengano. Y mientras tanto, la verdad estaba ahí, viviendo en voz baja.
Hace poco —contó—, tuvo un susto de salud. Nada definitivo, nada terminal, pero sí lo suficientemente serio como para obligarla a detenerse.
—Estuve en una cama de hospital —relató—, mirando el techo blanco, escuchando el ruido de las máquinas. Entraba gente, salía gente. Y, de todas esas personas, la que yo quería que estuviera ahí, sentado, leyendo, era él.
Estuvo.
En silencio, sin fotos, sin comunicados.
—Me tomó la mano —dijo—, y me dijo: “No hemos tenido una vida convencional. Pero ha sido nuestra”. Y en ese momento pensé: “¿Cuánto tiempo más voy a dejar que esta historia se cuente solo en susurros?”.
Al salir de ese episodio, tomó una decisión íntima: si tenía la oportunidad de hablar desde un lugar de calma, lo haría. Sin nombres, sin detalles que comprometieran a nadie, pero con lo único que ella sentía que le debía a ese hombre:
La verdad.
—Por eso hoy digo “Lo amo” —añadió—. Porque no quiero que el día que me toque despedirme de este escenario, él se quede con la duda de si lo supe, si lo reconocí, si lo honré.
Lo que el público nunca vio… y ahora imagina
El entrevistador, casi con pudor, preguntó:
—¿Sabemos quién es? ¿Lo hemos visto alguna vez? ¿Ha estado entre nosotros?
Ella sonrió, misteriosa.
—Lo han visto más veces de las que creen —respondió—. Pero no como creen.
Contó que muchas veces estuvo entre el público, ocupando un asiento común y corriente. Sin traje especial, sin letrero, sin acreditación de “pareja de”.
—Mientras la atención estaba en el escenario —dijo—, él estaba ahí. Aplaudiendo, criticando, emocionándose, desesperándose a ratos, como cualquier espectador.
Hubo ocasiones en las que coincidió con la prensa y nadie lo notó.
—No era el hombre que se queda en la puerta esperando —explicó—. Era el que estaba sentado conmigo en la mesa de café, después de la función, diciéndome: “Hoy no estuviste tan presente en esta escena”, o “Hoy brillaste de otra manera”.
Ese tipo de comentarios, dolorosos a veces, siempre honestos, habían sido decisivos para su crecimiento como actriz… y como persona.
—No necesito que lo identifiquen —aclaró—. Solo necesito que sepan que, si alguna vez me vieron más completa en escena, probablemente fue porque, en algún lugar del teatro, él estaba ahí.
“¿Es demasiado tarde?”: la pregunta que ya no quiere hacerse
Hacia el final de la charla, el entrevistador se arriesgó con una pregunta que flota inevitablemente:
—¿Sientes que es demasiado tarde para vivir ese amor como te hubiera gustado?
Ofelia se tomó su tiempo.
No había prisa. Esa era, tal vez, la primera vez en mucho tiempo en que no corría contra el reloj.
—No sé cuánto tiempo me quede —dijo—. Pero eso no lo sabe nadie, tenga la edad que tenga. Lo que sí sé es que lo que hemos vivido, aunque a ratos se haya quedado entre líneas, ha sido real. De una realidad que no depende de una foto ni de una columna.
Reconoció que le dolía haber relegado su historia al plano de lo no dicho.
—Me hubiera gustado —admitió— tener más días sin agenda, más domingos de mercado, más viajes sin prensa, más despertares donde el primer pendiente no fuera una llamada, sino una charla con él.
Sin embargo, no se permitió instalarse en el arrepentimiento permanente.
—Es fácil castigarse con el “demasiado tarde” —reflexionó—. Yo prefiero quedarme con otra frase: “A tiempo para decir lo que siento”. Y hoy estoy haciendo eso.
El mensaje para quienes creen que el amor ya no les toca
Antes de despedirse, el entrevistador le pidió un mensaje para esas personas que, como ella alguna vez, sienten que el amor ya no está en su menú de posibilidades.
Ofelia miró a la gente que llenaba el teatro: rostros jóvenes, maduros, mayores. Miradas atentas, algunas con brillo de lágrimas, otras con sonrisa.
—Si algo puedo decirles —empezó— es que el amor no tiene obligación de parecerse a lo que nos vendieron. No tiene que llegar a los 20, casarse a los 30, estabilizarse a los 40 y retirarse a los 50. A veces llega en formas raras, en tiempos incómodos, en espacios que no estaban diseñados para eso.
Hizo una pausa, como quien apuesta por una frase sencilla más que por un gran discurso.
—No cierren esa puerta por miedo a hacer el ridículo —añadió—. El ridículo es otra cosa: vivir toda una vida sin atreverse a sentir a fondo por cuidar la fachada.
El periodista casi no tuvo tiempo de reaccionar. Los aplausos estallaron antes de que pudiera agradecer.
Ella, modestamente, inclinó la cabeza.
—No hablo de príncipes azules ni de cuentos de hadas —aclaró—. Hablo de encontrar, aunque sea una vez en la vida, a alguien a quien puedas mirar y decir, con todo lo que eres: “Lo amo”. Y saber que, al menos, no te guardaste esas palabras.
Cuando las luces se apagaron, el encuentro terminó y la gente empezó a salir del teatro en voz baja, muchos llevaban algo que no habían ido a buscar:
La idea de que una mujer de 76 años, con toda una carrera, con toda una historia, con toda una vida de lucha, puede pararse frente a un foro y confesar, sin temblar y sin pedir disculpas:
“Lo amo.
Lo he amado mucho tiempo.
Y no pienso seguir fingiendo que eso no es parte de quién soy.”
En un mundo donde se aplaude la juventud estridente, esa frase, dicha despacio, sonó más revolucionaria que cualquier escándalo.
Y, al salir, más de uno se preguntó, en silencio:
“¿A quién podría decirle hoy, sin miedo, esas mismas palabras?”
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