“Ella desapareció dos semanas para ‘explorarse’, volvió sonriendo… y preguntó si la mujer en mi sala era nuestra nueva empleada doméstica”

Me llamo Samuel Rivas, tengo treinta y cinco años y vivo en Mérida, Yucatán, donde el calor se pega a la piel como si quisiera quedarse a vivir contigo.

Mi esposa, Romina Castillo, siempre fue una mujer inquieta. Creativa, aventurera, impulsiva. Desde que la conocí, me enamoré de su libertad… sin imaginar que un día esa misma libertad se convertiría en una navaja que partiría nuestra vida en dos.

Todo comenzó un martes cualquiera.

Romina llegó a casa con una expresión ansiosa y un destello extraño en los ojos.

—Samuel… —dijo, sin rodeos— necesito un tiempo.

—¿Un tiempo para qué?

Ella respiró profundo.

—Para encontrarme. Para conocerme de verdad. Para… explorarme.

Me quedé helado.

—¿Explorarte? ¿Dónde?

—En Chiapas —respondió—. Un retiro espiritual, talleres, caminatas, silencio… lo necesito.

La palabra “necesito” cayó como un ladrillo.

Discutimos. No una vez. Varias.
Yo no entendía por qué necesitaba hacerlo sola.
Ella decía que si iba conmigo, no sería un viaje interior.

Al final, se fue.
Dos semanas enteras.

Catorce días sin mensajes claros, solo fotos de montañas, amaneceres y frases vagas como:

“Hoy entendí muchas cosas.”
“Estoy renaciendo.”
“Pronto estaré lista.”

Yo no sabía si sentir orgullo, miedo o abandono.

Pero lo que no sabía era esto:
cuando regresara, ya no volvería siendo la misma.


II. El Regreso y la Sonrisa Sospechosa

El día que volvió, la esperé en el aeropuerto de Mérida.
Ella bajó con una sonrisa enorme, demasiado luminosa, demasiado… distinta.

Parecía otra persona.

—¡Amor! —dijo, abrazándome con fuerza—. ¡Estoy llena de energía! ¡Llena de vida!

Yo la abracé, pero había algo en su forma de mirarme que no encontraba.
Una distancia disfrazada de amor.

—Me alegra que estés bien —dije, tratando de sonar sincero—. Te extrañé.

—Yo también —dijo.
Pero lo dijo mirando hacia la ventana, no hacia mí.

De camino a casa, me habló sin parar de su retiro:

—Que si conoció a gente maravillosa.
—Que si se había liberado de pesos emocionales.
—Que si la vida tenía otro propósito ahora.

Yo asentaba en silencio.

Cuando llegamos a la casa, ella se quedó sorprendida.

Porque en la sala estaba Alma, la mujer que venía a ayudarme algunas horas al día a limpiar y cocinar mientras Romina estaba fuera.

Una mujer de unos cuarenta años, morena, amable, con una sonrisa tímida y manos que trabajaban más rápido que cualquier ventilador en verano.

Romina se cruzó de brazos y dijo, con una ceja alzada:

—¿Y esta? ¿Es nuestra nueva empleada doméstica?

Ese tono.
Ese veneno.
Esa frialdad.

Yo no lo esperaba, no después de dos semanas de “sanación espiritual”.

—Es Alma —respondí, molesto—. Vino a ayudar mientras tú estabas fuera.

Romina sonrió, pero no era una sonrisa bonita.
Era una sonrisa torcida, afilada.

—Ah… qué conveniente.

Ahí fue cuando supe que algo estaba muy mal.


III. La Discusión que Se Volvió Seria y Tensa

Esa noche, después de que Alma se fue, Romina comenzó a caminar por la casa como una inspectora buscando pistas de un crimen.

—¿Siempre viene a esta hora?
—¿Y por qué sabía dónde estaban las sartenes?
—¿Y por qué te preparó sopa de lima?
—¿Te gustan las mujeres de cuarenta años ahora?

Yo apreté los dientes.

—¡Romina! Por favor, basta. Me estás acusando de algo absurdo.

—Solo digo que se te ve muy cómodo con ella —respondió, cruzándose de brazos—. Demasiado.

—Alma solo vino a ayudar. Tú fuiste la que desapareció dos semanas.

Ese comentario detonó todo.

Romina explotó.

—¡No desaparecí! ¡Estaba encontrándome! ¡Me estaba sanando! ¡Estaba aprendiendo a amarme!

—¿Y en ese proceso dejaste de amarme a mí? —pregunté.

Ella se quedó helada.
Su silencio fue una bala directa al pecho.

—No sé —susurró.

La discusión que siguió fue la más intensa que habíamos tenido en años.
Hubo gritos, lágrimas, acusaciones de ambos lados.
Ella decía que yo la tenía “atrapada en una vida monótona”.
Yo le recordé que fui yo quien sostuvo todo mientras ella buscaba respuestas en montañas, ceremonias y temazcales.

En medio del caos, Romina gritó:

—¡No quiero esta vida! ¡No quiero regresar a lo que era antes!

Ese fue el golpe final.

La mujer que volvió ya no era mi esposa.
Era alguien más.
Alguien que había decidido mudarse emocionalmente a otra existencia… pero pretendía que yo me quedara esperándola en la que dejamos atrás.


IV. Lo Que Descubrí Después

Esa noche no dormimos juntos.
Ella en la recámara.
Yo en la sala.

En la madrugada, mi celular vibró.
Era un mensaje de Lucía, una amiga cercana de Romina.

“Sam, necesito hablar contigo urgentemente. Algo pasó en Chiapas.”

Mi corazón se aceleró.

Le llamé.
Ella contestó de inmediato.

—Samuel… —dijo con voz temblorosa—. Creo que debes saber algo.

—¿Qué? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.

—Romina no solo fue a un retiro. Conoció a alguien allá.

Mi mundo se detuvo.

—¿A alguien?

—Un hombre. Un guía del retiro. Un tal Elías. Ella… habló mucho de él. De cómo la hacía sentir “vista”, “libre”, “única”.

Sentí náuseas.

—¿Estuvieron juntos? —pregunté.

Lucía no respondió de inmediato.

—No sé los detalles —dijo finalmente—. Pero sí sé que ella regresó pensando en él. No en ti.

Me derrumbé.


V. El Secreto del Que Ella Sonreía

A la mañana siguiente, confronté a Romina.

—¿Quién es Elías?

Ella dejó de preparar su café.
Su espalda se tensó.

—No es lo que piensas —dijo, sin voltear a verme.

—Entonces explícame —repliqué—. ¿Por qué volviste sonriendo como si hubieras encontrado un mundo sin mí dentro?

Romina finalmente volteó.

—Elías… fue parte del proceso. Me ayudó a sanar cosas que tú nunca entendiste.

—¿Sanar qué? —pregunté—. ¿Nuestro matrimonio?

Ella no dijo nada.

El silencio lo dijo todo.

—¿Te enamoraste de él? —pregunté.

Ella tragó saliva.

—Me enamoré de lo que sentí siendo otra persona —respondió—. Una persona que no sabía que existía.

—¿Y yo qué? —pregunté, con la voz rota.

—Tú… tú representas la vida que dejé atrás —susurró.

Esa fue la frase que me destruyó.


VI. La Decisión Más Dolorosa

Esa misma tarde, Romina anunció:

—Creo que necesito espacio. Aquí, en esta casa… no puedo respirar.

—¿Vas a irte? —pregunté.

—Solo mientras encuentro claridad.

Pero yo ya sabía lo que significaba.

Antes de salir, miró la sala y vio la mesa limpia, las cortinas recién lavadas, las plantas regadas.

—Veo que Alma hace un buen trabajo —dijo, con un toque de desprecio.

Yo la miré, cansado.

—Alma hace lo que tú dejaste de hacer hace mucho —respondí—: cuidar este hogar.

Ella se quedó helada.

—¿Me estás culpando?

—Te estoy diciendo la verdad.

Romina tomó sus maletas.

—No quiero que Alma esté aquí cuando yo regrese —dijo, como si aún tuviera autoridad.

—Romina… —suspiré— no sé si vayas a regresar.

Ella parpadeó, sorprendida por mi firmeza.

—¿Qué estás diciendo?

—Que tal vez el que necesita encontrarse soy yo.

Por primera vez desde que volvió, Romina perdió su sonrisa.


VII. La Consecuencia Final

Romina se fue a un pequeño departamento en el centro.
Durante semanas, mantuvo contacto mínimo.
Mensajes breves, vacíos, llenos de evasivas.

Mientras tanto, yo intenté reconstruir una normalidad.

Alma siguió viniendo.
A veces platicábamos.
A veces comíamos juntos.
Ella nunca opinó de mis problemas, pero siempre escuchó.

Un día, Romina apareció de sorpresa.

Entró sin tocar.
Visitó la casa como si aún fuera suya.

Cuando vio a Alma sirviéndome un café, se puso rígida.

—¿Sigues aquí? —escupió ella—. ¿Y ahora se sientan juntos a tomar café?

Yo iba a explicar, pero Alma se adelantó con calma:

—Señora Romina, yo solo hago mi trabajo. El señor Samuel ha sido muy respetuoso conmigo.

Romina la miró de arriba abajo.

—Claro… respetuoso.

Yo sentí el enojo crecer.

—¿Qué estás insinuando? —pregunté.

Ella me ignoró.

—Samuel —dijo—, vine a decirte que quiero que volvamos. Que ya entendí muchas cosas. Que quiero ser la mujer que mereces.

La miré.
Y en ese momento, supe la verdad:

No volvía por amor.
Volvía porque Elías no había sido más que un espejismo.
Porque la soledad duele cuando no se elige.
Porque creyó que podía ir y venir de mi vida como si yo fuera una estación de paso.

Respiré hondo.

—Romina —dije—. No vamos a volver.

Sus ojos se agrandaron.

—¿Qué?

—Te fuiste buscando una versión de ti que no incluía nuestro matrimonio. Y está bien. Pero no voy a esperar a que decidas si me quieres o no.

Romina tembló.

—¿Por ella? —gritó señalando a Alma.

—No —respondí, firme—. Por mí.

Ella se quebró.

—¿Te vas a divorciar de mí?

—Sí.

La palabra cayó como un trueno.

Ella lloró, gritó, insultó, suplicó.
Pasó por todas las fases de la pérdida en diez minutos.

Pero ya no había vuelta atrás.

Romina se fue.
Esta vez, sin maletas.
Solo con la carga de sus decisiones.


VIII. Un Nuevo Comienzo

El divorcio fue rápido.
Civilizado, a pesar del dolor.

Meses después, la vida tomó otro ritmo:

Volví a enfocarme en mi trabajo en arquitectura.

Retomé mis tardes de bicicleta en Paseo Montejo.

Aprendí a cocinar mejor.

Y sí, Alma seguía viniendo.
Y sí, las pláticas se hicieron más largas.
Más profundas.

Pero nunca la forcé a ocupar un espacio que no le pertenecía.

Un día, mientras yo arreglaba unas plantas, Alma dijo:

—Usted merece paz, don Samuel. Mucha paz.

La miré.

—Y tú mereces que alguien valore tu corazón.

Ella sonrió, tímida.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí algo parecido a esperanza.

No amor inmediato.
No sustitución.
Solo… posibilidad.

Y eso ya era mucho.


IX. Epílogo: Romina También Aprendió

Me enteré por Lucía que Romina siguió yendo a retiros.
Que dejó la relación con Elías.
Que buscaba reconstruirse.

Nunca volvimos a vernos.
Nunca volvimos a hablar.

Pero a veces pienso que, en su caos, ella también buscaba algo que jamás había entendido:

Que el amor no se construye en retiros.
Ni en viajes.
Ni en silencios espirituales.

Se construye todos los días.
En casa.
Con esfuerzo.
Con verdad.

Algo que ella no supo sostener.
Algo que yo aprendí a proteger.


Pin