Entre mensajes filtrados, pactos de camerino y oportunidades perdidas, Mauricio Medina revela por primera vez cómo sus vínculos con Guillermo Leyva y William Valera marcaron su carrera y casi destruyen su vida personal

A los 38 años, cuando muchos actores ya se han cansado de hablar de su pasado, Mauricio Medina decidió hacer exactamente lo contrario: sentarse frente a una cámara, mirar al público a los ojos y decir:

—Esta es la primera vez que voy a contar toda la verdad sobre mi relación con Guillermo Leyva y William Valera.

El estudio del programa nocturno “Cara a Cara” se quedó en silencio. El conductor, acostumbrado a respuestas evasivas y chistes fáciles, entendió que no estaba frente a una anécdota más de camerino, sino ante un momento que podía cambiar la forma en que el público veía a tres de los rostros más conocidos de la televisión.

Las redes, por supuesto, ya estaban listas. El anuncio del canal llevaba días calentando el ambiente: “Mauricio Medina rompe el silencio: lo dice todo sobre los ‘dos Williams’ de su vida”. Nadie sabía exactamente qué iba a confesar, pero todos intuían que no sería algo pequeño.

El actor respiró hondo, acomodó las manos sobre las piernas y lanzó la frase que encendería titulares, hilos de comentarios y teorías durante semanas:

—No voy a decir que fueron mis enemigos. Sería injusto. Pero tampoco voy a seguir fingiendo que siempre fuimos solo amigos.

El conductor sonrió con nervios.

—Empecemos por el principio —propuso—. ¿Cuándo aparecen Guillermo Leyva y William Valera en tu historia?

Mauricio miró hacia arriba, como si buscara la respuesta en los focos del estudio.

—Mucho antes de lo que la gente cree —dijo—. Y en lugares donde nadie nos estaba mirando.


El joven extra que miraba desde el fondo

Antes de ser portada de revistas, Mauricio era solo “ese chico del fondo”, el que aparecía desenfocado en las escenas de cafetería, el que caminaba detrás de los protagonistas con una bandeja en la mano.

Tenía 20 años, una maleta pequeña y un cuaderno lleno de sueños. Había llegado a la ciudad con la idea de que, si trabajaba lo suficiente, algún día tendría un papel con nombre propio.

El primer día que entró a un foro grande, escuchó dos nombres repetirse por todos lados:

—¿Ya llegó Guillermo?
—El coche de William está bloqueando la entrada de carga.
—Guillermo quiere repetir la escena, William dice que la toma está perfecta…

No tardó mucho en descubrir quiénes eran: Guillermo Leyva, el protagonista de moda en las telenovelas, y William Valera, conductor carismático de un programa matutino que se grababa en el mismo complejo.

—Lo curioso —recuerda Mauricio en la entrevista— es que al principio no me imponía el brillo de ellos… me imponía lo naturalmente seguros que parecían en su mundo. Yo apenas me atrevía a pedir café en la cafetería del canal, y ellos entraban como si el lugar les perteneciera desde siempre.

Un día, por azar, se cruzó con Guillermo en el pasillo. Llevaba demasiados guiones en las manos, tropezó y casi los deja caer.

—¿Vas a actuar tú o todos esos papeles juntos? —bromeó Guillermo, ayudándolo a sostener el montón.

Mauricio se rió, más por nervios que por el chiste.

—Soy extra —respondió—. Todavía no me alcanza para el papel completo.

Guillermo no se rió. Lo miró con una seriedad inesperada.

—Que seas extra no significa que seas menos actor —dijo—. Significa que todavía no te tocaron los créditos. Eso cambia. Si aguantas.

Aquella frase, simple, se le quedó grabada.

—Fue la primera vez que alguien importante en ese mundo me habló como si yo también pudiera pertenecer —cuenta Mauricio—. No como un fan, no como un número en una lista de extras.

Semanas después, el destino —o una mala planificación de horarios— quiso que coincidiera con William Valera en una sala de espera, los dos exhaustos, a las siete de la mañana.

William, con una taza de café enorme entre las manos, lo miró de arriba abajo.

—Tienes cara de no haber dormido —le dijo.

—Vengo de cerrar en un bar —contestó Mauricio—. Y ahora tengo llamado para hacer de mesero. Es como un mal chiste.

—Los mejores conductores que conozco —le respondió William— empezaron sirviendo café. A las cámaras no les importa lo que ibas a hacer antes de llegar. Solo lo que haces cuando ya estás aquí.

Fueron dos frases, en dos encuentros distintos. Pero para el juvenil Mauricio, sin apellido conocido, fueron dos salvavidas.

—Yo veía a Guillermo y a William como dos faros —explica—. Uno en la actuación, otro en la conducción. Jamás imaginé que un día estaríamos… digamos… en la misma tormenta.


El ascenso: de admirador a colega

Pasaron los años. Mauricio dejó de ser “ese chico del fondo” para convertirse en “ese chico nuevo que lo hace bien”. Empezó a recibir más líneas, luego personajes secundarios, finalmente un papel que aparecía en los promocionales.

Una tarde, después de grabar una escena especialmente intensa, lo llamaron a la oficina del productor.

—Siéntate, Mauricio —le dijo—. Quiero presentarte a alguien que vas a ver mucho a partir de ahora.

Cuando se giró, vio a Guillermo, sentado en una esquina, con los guiones del nuevo proyecto entre las manos.

—Él va a ser tu hermano mayor en la próxima telenovela —anunció el productor—. Y quiero que aprendas de él todo lo que puedas. Dentro y fuera del set.

Guillermo se levantó, extendió la mano.

—Te lo dije —sonrió—. A todos les llega el crédito.

El primer encuentro como colegas no fue sencillo. Para Mauricio, trabajar junto a él significaba luchar cada día contra la sensación constante de no estar a la altura. Para Guillermo, significaba aprender a compartir foco con alguien que, inevitablemente, empezaba a llamar la atención.

—Él estaba acostumbrado a ser el centro —admite Mauricio—. Y yo venía con el hambre de quien lleva años esperando la oportunidad. A veces esas dos energías chocan aunque se quieran.

Con William Valera la historia fue distinta. En plena promoción de la telenovela, lo invitaron al programa matutino del conductor. El equipo, por ahorrar tiempo, decidió que Mauricio se quedaría una semana completa como coanfitrión invitado.

—Creí que sería solo una experiencia más de prensa —dice—. Pero descubrí que estar en un programa en vivo tiene otro tipo de adrenalina. William lo dominaba como si estuviera en su salón de casa.

En esa semana, entre equivocaciones al leer el prompter y bromas improvisadas, nació una complicidad.

—Cuando terminamos el último programa —recuerda—, me dijo: “Tú tienes algo que no se aprende: escuchas, no solo hablas. Si algún día te hartas de las telenovelas, llámame”.

Parecía un comentario más, pero no lo fue.


El triángulo que nadie veía

Con el tiempo, las carreras de los tres empezaron a cruzarse más de lo que el público imaginaba.

Guillermo y Mauricio compartían proyectos de ficción; William y Mauricio coincidían cada vez más en programas especiales, eventos benéficos, transmisiones en vivo. A veces, los tres se encontraban en el mismo foro, cada uno con su propio equipo, su propio vestuario, su propia agenda… y, aun así, inevitablemente conectados.

—Hubo un momento —dice Mauricio en la entrevista— en el que me di cuenta de que mi vida profesional giraba, de una forma u otra, alrededor de ellos dos. Si no estaba preparando una escena con Guillermo, estaba ensayando un segmento con William. Era como vivir entre dos mundos que, al final, compartían mucho más de lo que parecía.

Lo que nadie sabía era que, fuera de cámaras, los tres habían construido algo parecido a un pacto de camaradería.

No era una amistad de cenas semanales y fotos en redes. Era más bien un acuerdo tácito: no competir destruyendo al otro. En un ambiente donde los rumores eran moneda corriente, decidieron ser, al menos entre ellos, algo parecido a un refugio.

—No fue que nos sentáramos a firmar nada —explica Mauricio—. Pero sí hubo una noche clave.

La recuerda bien: una entrega de premios, una fiesta posterior, un balcón apartado del ruido.

Los tres, con trajes formales y la corbata ya aflojada, miraban la ciudad desde lo alto.

—Estábamos hablando de las veces que nos habían intentado enfrentar —cuenta—. “Que si tú ganaste el papel que era para él”, “que si tú le robaste el rating al otro”. Y Guillermo dijo: “Si no tenemos claro entre nosotros qué somos, nos van a usar una y otra vez”.

Hablaron hasta que el DJ apagó la música.

—Esa noche, sin decirlo así, nos prometimos no tirar del otro para subir —resume Mauricio—. Lo irónico es que los problemas más serios no vinieron de fuera… sino de lo que cada uno empezó a cargar por dentro.


Mensajes filtrados y la herida que no cerró

El conductor de “Cara a Cara” hace una pausa dramática.

—Hablemos de los mensajes —dice—. Los que se filtraron. Los que muchos creen que acabaron con todo.

Mauricio baja la mirada, como si aún le pesara esa parte de la historia.

—Lo peor no fue que se filtraran —admite—. Lo peor fue reconocer que, aunque estaban sacados de contexto, sí los había escrito yo.

Hace unos años, en plena ola de proyectos para plataformas, Mauricio se quedó fuera de una serie importante. El personaje que él anhelaba fue a parar, una vez más, a manos de Guillermo.

—Me dolió —confiesa—. Y en vez de procesar ese dolor, lo guardé… hasta que un día explotó de la peor manera posible.

Una madrugada, en un grupo privado de amigos de confianza, escribió un mensaje largo, impulsivo, lleno de cansancio, en el que mezclaba frustraciones, comparaciones y frases que nunca habría dicho frente a una cámara.

—No insulté a nadie —aclara—. Pero sí puse en palabras cosas que deberían haber ido a terapia, no a un chat.

Alguien —hasta hoy no sabe exactamente quién— tomó capturas y las envió a una cuenta anónima que se dedicaba a difundir chismes del medio.

En cuestión de horas, su mensaje estaba editado, recortado, adornado con titulares como: “Mauricio destroza a Guillermo y William en grupo privado”.

—Lo leí y no me reconocía —dice—. Habían sacado partes, habían eliminado el contexto. Pero las frases eran mías. No podía decir que era inventado.

La llamada de Guillermo llegó primero.

—No me gritó —recuerda—. Eso fue lo peor. Me dijo: “Nunca te había visto como un enemigo. Hoy… no sé cómo verte”.

La de William fue más corta.

—Solo preguntó: “¿De verdad piensas eso de mí?”. Y yo no supe qué contestar.

Los titulares hicieron el resto. Programas de espectáculos, columnas de opinión, hilos interminables en redes: todos tenían una interpretación distinta de ese “triángulo”.

—Decían que los tenía envidia, que estaba resentido, que quería colgarme de ellos —enumera—. Lo cierto es que lo que tenía era una mezcla tóxica de inseguridad y orgullo herido.


El silencio que casi lo desaparece

Después del escándalo, el teléfono dejó de sonar con la frecuencia de antes. Algunos proyectos se “reprogramaron”, otros “cambiaron de dirección”. Nunca le dijeron directamente que estaba vetado, pero a veces el silencio grita más fuerte que cualquier comunicado.

—Fue un año muy difícil —admite—. Por primera vez consideré la idea de dejarlo todo. Pensé en volver a mi ciudad, en abrir un negocio cualquiera, en olvidarme de los foros.

Durante ese tiempo, no habló con ninguno de los dos “Williams”. Ni con Guillermo, ni con William. No porque no quisiera… sino porque no se sentía con derecho.

—Me sentía sucio —dice—. Aunque ellos también son humanos y tienen sus cosas, yo fui el que dejó por escrito lo que el mundo no necesitaba leer.

La entrevista se detiene unos segundos. El conductor le ofrece agua. Mauricio respira, como quien se prepara para el tramo final de una carrera larga.

—Entonces, ¿qué cambió? —pregunta el entrevistador—. Porque hoy estás aquí, hablando de una “relación especial”, no de una guerra abierta.

Mauricio esboza una sonrisa cansada.

—Cambió que, en medio de mi silencio, ellos sí aparecieron, uno por vez.


Dos mensajes, dos formas de volver

El primero en escribir fue William.

—Un día, sin previo aviso, me llegó un mensaje suyo —cuenta Mauricio—. No decía “hola”, ni “cómo estás”. Sólo decía: “Estoy conduciendo un programa nuevo. Hay una sección que, si no la haces tú, va a quedar en manos de alguien a quien no le importa. Tú decides”.

No era una súplica, pero tampoco una trampa. Era, más bien, una mano tendida a distancia.

—Le respondí: “¿Y la filtración?”. Me contestó: “Lo que escribiste habla de cómo estabas tú, no de quién soy yo. Si estás dispuesto a trabajar desde otro lugar, aquí estoy”.

Pasaron semanas antes de que se atreviera a pisar ese foro. El primer día, casi se le caen las tarjetas de los nervios. William lo miró, sonrió ante las cámaras y dijo:

—Miren quién regresó. Algunos se equivocan y se esconden. Otros se equivocan y vuelven más honestos. Adivinen cuál es él.

El público aplaudió. No sabían toda la historia, pero sentían la tensión liberarse en el ambiente.

—Ese día entendí —dice Mauricio— que nuestra relación especial no tenía que ver con ser “mejores amigos”. Tenía que ver con la capacidad de ver la humanidad del otro incluso cuando metió la pata.

Guillermo tardó más.

—Con él fue más complejo —admite—. Nos habíamos conocido cuando yo apenas empezaba. Él representaba todo lo que yo quería llegar a ser. Que se rompiera esa imagen me dolió mucho. Y sé que a él también.

El reencuentro fue menos cinematográfico de lo que muchos imaginarían. No hubo abrazo dramático en un set, sino un encuentro casual en el estacionamiento del canal.

—Yo salía, él llegaba —recuerda—. Nos miramos unos segundos. Pensé que iba a ignorarme o a darme un saludo frío.

Pero Guillermo se acercó, le dio una palmada en el hombro y dijo:

—¿Ya aprendiste que no somos personajes perfectos? Porque yo también he pensado cosas feas de muchos y no me han filtrado nada. Eso no te hace mejor ni peor. Solo te hace… tan humano como todos.

Mauricio no supo qué decir. Al final, sólo alcanzó a responder:

—Lo siento.

—Yo también —dijo Guillermo—. Lo siento por haber dejado que otros escribieran nuestra historia por nosotros.


¿Qué significa realmente “relación especial”?

El conductor de “Cara a Cara” retoma las riendas.

—Entonces, cuando hoy dices que tienes una “relación especial” con ellos —pregunta—, ¿de qué estás hablando exactamente?

Mauricio se toma unos segundos para responder.

—De que hemos visto lo peor y lo mejor del otro —dice—. Y aun así seguimos encontrando formas de trabajar juntos sin destruirnos.

Aclara que no se trata de una amistad idílica, sin conflictos.

—No somos un grupo perfecto que se va de vacaciones juntos —explica—. Nos hemos fallado, hemos sentido celos, nos hemos alejado. Pero también hemos aprendido a decir cosas que antes callábamos por miedo a romper la imagen de “compañeros ejemplares”.

Cuenta que, en una de las últimas producciones, se esforzó conscientemente por hacer algo que antes le habría resultado imposible: celebrar el éxito del otro sin medir su propio valor en esa balanza.

—Cuando Guillermo ganó un premio por una serie en la que yo también actuaba —relata—, la vieja versión de mí habría pensado: “otra vez él, nunca yo”. Esta vez, lo abracé y le dije: “te lo mereces”. Y lo sentí de verdad.

Con William, el cambio fue otro.

—Él tuvo problemas con el canal, con formatos que no le favorecían —dice—. Antes, tal vez habría pensado: “ahora me toca a mí su lugar”. Esta vez, lo que hice fue enviar un mensaje al productor diciendo: “si él no está, el programa pierde parte de su esencia. Busquemos un espacio donde podamos sumar los dos”.

El conductor lo mira, sorprendido.

—Eso no se ve mucho en este medio.

—Por eso lo llamo “relación especial” —responde Mauricio—. Porque va en contra de lo que el sistema nos enseña: competir, compararnos, reemplazarnos. Entre nosotros aún hay diferencias, egos, roces. Pero hay algo que no quiero perder: la certeza de que, cuando uno está a punto de caer, los otros dos al menos van a dudar antes de soltar la cuerda.


Lo que aprendió a los 38

La entrevista llega a su tramo final. El conductor hace la pregunta de cierre:

—Si pudieras hablarle al Mauricio de 20 años, el que miraba desde el fondo del set a los dos “Williams”, ¿qué le dirías?

Mauricio sonríe, con un brillo distinto en los ojos.

—Le diría que no idolatre a nadie, ni siquiera a quienes admira —responde—. Que los vea como personas, no como estatuas. Porque cuando descubres que las estatuas también sangran, el golpe duele más.

Hace una pausa.

—Y también le diría algo que quizás es lo más importante: que no deje que el miedo a quedarse atrás lo convierta en alguien que habla mal en secreto de quienes dice respetar en público. Si algo aprendí, es que la lealtad que te debes primero es a tu propia coherencia.

El conductor asiente, serio.

—¿Y a Guillermo y William? —pregunta—. Si te están viendo ahora, ¿qué les dirías?

Mauricio mira a la cámara, ya sin necesidad de respiro dramático.

—Que gracias —dice—. Por lo bueno, por lo malo, por lo que salió en los titulares y por lo que nadie sabe. Sin ustedes dos, mi carrera habría sido más sencilla en apariencia… pero mucho más vacía en realidad.

Se levanta el aplauso en el estudio. No es el aplauso eufórico de los chismes fáciles, sino uno más extraño, casi incómodo: el que aparece cuando el público se da cuenta de que ha sido invitado a mirar algo más íntimo que una simple pelea de egos.

Esa noche, las redes se llenan de comentarios. Algunos siguen buscando “pruebas” de quién fue más culpable en el drama de los mensajes filtrados. Otros se quedan con otra idea:

Que, a los 38 años, un actor que ya lo había perdido casi todo en términos de imagen se atrevió a decir que no está orgulloso de todo lo que hizo, pero sí de lo que eligió aprender.

Y, aunque muchos seguirán llamando a lo de Mauricio, Guillermo y William un “triángulo”, él prefiere otra metáfora:

—No fuimos un triángulo perfecto —dice al final, ya fuera del aire—. Fuimos más bien tres espejos. A veces nos devolvimos lo que no queríamos ver. Pero gracias a eso, hoy sé mejor quién soy cuando se apagan las cámaras.

Y quizá ahí esté, justamente, lo más “especial” de esa relación que ahora decide mostrar: que, en un mundo hecho de luces, tres hombres se permitieron, por un rato, mirarse también en la penumbra.