A sus 72 años y tras décadas haciendo reír a millones, Fernando Arau deja boquiabiertos a fans y familia al anunciar “nos casamos” y confesar cómo conquistó a la misteriosa mujer mucho menor que él en secreto
“Nos casamos”.
Dos palabras, una sonrisa nerviosa y un silencio que duró apenas un segundo, pero que pareció detener el tiempo en el estudio y en miles de salas de estar.
Fernando Arau, a sus 72 años, estaba sentado frente a la cámara de un programa especial que prometía ser una simple entrevista sobre su trayectoria. Hablaba de anécdotas, de sus inicios, de la comedia, de la televisión de antes, cuando de pronto el conductor lanzó la pregunta que, en otras ocasiones, él esquivaba con chistes:
—Fernando, ¿el corazón cómo anda? ¿Solo, acompañado, resignado…?
Esta vez no hubo chiste.
No hubo remate cómico.
No hubo salida fácil.
Fernando bajó la mirada unos segundos, como si repasara mentalmente décadas de respuestas evasivas, y entonces decidió que ya era hora de decir lo que llevaba mucho tiempo guardando.
—Te voy a responder en serio —dijo—. El corazón anda tan contento… que ya hasta se comprometió. Nos casamos.
El conductor abrió los ojos como platos. El público en el foro soltó una mezcla de risas y exclamaciones.
Y las redes sociales, en cuestión de minutos, comenzaron a arder.
¿Nos casamos?
¿Con quién?
¿Desde cuándo?
¿Y esa “joven pareja” de la que algunos susurraban, pero que nadie conocía bien?
Por primera vez, Fernando estaba dispuesto a contarlo todo.

Un comediante acostumbrado a reírse de todo… menos de su intimidad
Durante décadas, Fernando Arau fue sinónimo de risa. Sketches, programas de variedades, personajes entrañables: el público lo conocía como el hombre capaz de ponerle humor incluso a los días más grises.
Sin embargo, detrás del escenario, había un tema que él se tomaba muy en serio: su vida sentimental.
En otras entrevistas, cuando le preguntaban por amores, relaciones, matrimonio, siempre respondía con bromas:
—Yo ya estoy casado con el público.
—Mi pareja es la comedia, y esa señora es muy celosa.
—A mi edad solo me pide matrimonio la almohada.
Todo el mundo tenía claro que era parte del juego. Pero, poco a poco, esa costumbre de esconderse detrás del chiste fue construyendo un misterio involuntario. Mientras las nuevas generaciones de artistas mostraban cada detalle de su vida en redes, él parecía pertenecer a otro tiempo, uno en el que los sentimientos se vivían hacia adentro, sin notificación ni transmisión en vivo.
Se sabía que tenía amistades cercanas, que no era un hombre solitario. Se le veía de vez en cuando acompañado a algún evento, siempre con discreción, siempre con personas del medio. Pero nada más.
Por eso, la frase “nos casamos” no solo sorprendió: sacudió todo lo que el público creía saber de él.
La aparición silenciosa de ella
En este relato, la mujer de la que todos hablarían después se llama Abril.
Treinta y muchos, sonrisa luminosa, mirada firme. No era actriz, ni presentadora, ni influencer. No era un rostro que el público pudiera reconocer al instante. Y quizá por eso el vínculo entre ambos pudo crecer lejos del ruido.
Abril trabajaba en producción, el territorio donde se cocina lo que el espectador ve ya listo: escaletas, tiempos, luces, llamados, retrasos, soluciones de último minuto. Llegó a un proyecto en el que, casualmente, Fernando era invitado recurrente.
El primer encuentro no tuvo nada de épico.
Él llegaba al foro, cargando su libreta de apuntes, revisando mentalmente chistes, gestos, improvisaciones posibles. Ella estaba del otro lado del caos, con audífonos puestos y una carpeta en la mano.
—Fernando, buenos días —dijo ella, sin titubeo, extendiéndole la mano—. Soy Abril, estoy en producción. Si se le ofrece algo, me dice.
Él la miró con curiosidad. No por su edad, ni por su apariencia, sino por el tono. No le habló como a una “estrella”, ni como a un señor mayor, ni como a una leyenda. Le habló simplemente como a una persona más del equipo.
—Entonces empiezo por pedirte paciencia —bromeó él—. A veces se me olvida todo.
Ella se rió, pero no exageró la risa. No buscó caerle bien; simplemente estaba siendo ella.
Ese pequeño detalle fue el inicio silencioso de algo mucho más grande.
El cariño que nació detrás de cámaras
Con el paso de las semanas, los encuentros se volvieron rutina.
Abril coordinaba horarios, ajustaba tiempos. Fernando llegaba un poco antes, se sentaba en una esquina del foro, observaba el movimiento. Y, en ese ir y venir, comenzaron a hablar.
Al principio, cosas sencillas: el frío del estudio, el café demasiado cargado, el tráfico de la ciudad.
Después, temas más personales: la familia, los miedos, las etapas de la vida.
—A veces siento que el mundo va demasiado rápido —le confesó él una tarde—. Como si todo tuviera que ser inmediato, viral, todo documentado. Y yo sigo creyendo en las cosas que se cocinan lento.
—Yo también —respondió ella—. Tal vez por eso trabajo detrás de cámaras y no delante.
Esa afinidad los unió más que cualquier chiste.
No hubo iluminación romántica, ni música de fondo. Solo conversaciones que, sin que ninguno de los dos pudiera señalar el momento exacto, se fueron cargando de algo distinto.
Abril, a pesar de ser mucho menor, no lo trataba como “abuelito” ni como monumento histórico. Lo trataba con la mezcla exacta de respeto y confianza. Podía admirar su trayectoria y, al mismo tiempo, decirle:
—Ese chiste es muy malo, no lo diga al aire.
Él, por su parte, empezó a descubrir que, con ella, podía hablar sin necesidad de rematar cada frase con una broma. Podía decir “me siento cansado” sin disfrazarlo de chiste. Podía contarle una preocupación sin que ella sintiera la necesidad de grabarlo todo como una anécdota graciosa.
Fue en uno de esos días comunes cuando se dio cuenta de algo que lo sorprendió incluso a él: la esperaba. Esperaba esos minutos de charla tanto como el aplauso del público.
El miedo más grande no era la edad
Cuando el cariño se convirtió en algo más evidente, el primer obstáculo no fue la sociedad, ni la prensa, ni los comentarios malintencionados. El primer obstáculo fue él mismo.
—Tengo 72 años —le dijo a un amigo de confianza—. No quiero que nadie piense que estoy jugando con la vida de alguien.
La diferencia de edad estaba ahí, imposible de ignorar. No era un detalle menor, ni un tema que se pudiera barrer debajo de la alfombra. Pero a medida que se acercaba a Abril, comprendía que reducirla solo a números era injusto.
Ella no buscaba un salto a la fama. No le pedía fotos, no insistía en aparecer en el escenario. No filtraba mensajes. Todo lo contrario: lo animaba a cuidar su salud, a descansar, a priorizar lo que de verdad importaba.
—Si tú no te cuidas, no sirve de nada que hagamos planes —le dijo una noche, con seriedad cariñosa.
Los dos sabían que muchos, afuera, hablarían de la diferencia de edad como si fuera un escándalo automático. Pero ellos, adentro, la vivían como un desafío que se podía enfrentar con honestidad.
El verdadero miedo de Fernando no era lo que dirían los demás, sino una pregunta que lo perseguía en silencio:
“¿Seré capaz de acompañarla con la misma energía con la que ella me acompaña a mí?”
La conversación decisiva
Hubo una noche que marcó el antes y el después.
No fue la primera cita, ni el primer beso, ni el primer “te quiero”. Fue una noche de dudas, de esas en las que el futuro pesa más que el presente.
Estaban en casa, lejos de cámaras, sentados frente a frente. Él había estado especialmente callado. Ella lo conocía ya lo suficiente como para notar que algo le daba vueltas por dentro.
—¿Estás arrepentido de algo? —preguntó, sin rodeos.
Fernando respiró hondo.
—Tengo miedo —admitió—. No de lo que siento, no de lo que tú sientes… sino de no darte la vida que mereces. Tú tienes planes, proyectos, tiempo por delante. Yo ya recorrí muchos caminos. No quiero que un día sientas que te frené.
Abril lo escuchó sin interrumpirlo. Cuando terminó, se acercó, le tomó las manos y dijo algo que él nunca olvidaría:
—Fernando, yo no te conocí por tu fecha de nacimiento. Te conocí por cómo eres conmigo. Si me enamoré, no fue de tu edad, fue de tu forma de estar. Y si elegí estar contigo, lo hice sabiendo quién eres, no engañada.
Fue la primera vez que él sintió que el miedo, sin desaparecer, se hacía más pequeño frente a la claridad de sus palabras.
Ahí, en esa noche silenciosa, entendió que no bastaba con “ver qué pasaba”. Tenía que tomar una decisión: seguir escondiendo el vínculo detrás de bromas o abrazar de frente lo que estaban construyendo.
“Nos casamos”: la noticia primero fue para la familia
Mucho antes del anuncio televisivo, hubo una confesión aún más difícil: la que se hace en la mesa familiar.
Fernando decidió que no daría ningún paso importante sin antes hablar con las personas que conocían todas sus versiones: hijos, hermanos, amigos cercanos. Sabía que algunos lo entenderían de inmediato, otros necesitarían tiempo, otros tal vez nunca estarían del todo de acuerdo.
Los reunió una tarde de domingo. No dijo para qué. El ambiente era de comida normal, chistes de siempre, anécdotas repetidas. Hasta que, después del postre, se puso de pie.
—Antes de que se vayan —dijo—, necesito decirles algo.
Las miradas se giraron hacia él. Algunos bromeaban:
—¿Qué pasó, papá? ¿Te vas a ir de gira a Marte?
Él sonrió, pero esta vez no siguió el juego.
—No me voy a Marte —respondió—. Me voy a casar.
El silencio fue tan contundente como el anuncio.
Hubo quien se rió pensando que era otra de sus ocurrencias. Hubo quien lo miró con incredulidad. Hubo quien, simplemente, se quedó esperando la explicación.
Y la explicación llegó.
Fernando habló de Abril, de cómo se habían conocido, de la diferencia de edad, de sus miedos, de sus dudas. No la presentó como una aventura, ni como un impulso. La presentó como lo que era para él: una compañera de vida.
Algunas preguntas fueron directas:
—¿Estás seguro de esto?
—¿No lo haces por impulso?
—¿Ella qué busca?
Abril, que estaba allí, escuchándolo todo, no se escondió. Cuando le dieron la palabra, habló con calma, sin dramatismo:
—Yo no vengo a ocupar el lugar de nadie —dijo—. Vengo a caminar a su lado mientras los dos tengamos fuerza para hacerlo. Soy consciente de la edad, de lo que implica, de los comentarios que habrá. Pero prefiero eso a pasarme la vida preguntándome qué hubiera pasado si me hubiera atrevido.
No convencieron a todos en ese instante. Algunos necesitaron días, semanas, incluso meses para digerir la idea. Pero nadie pudo negar una cosa: lo que había entre ellos no era un capricho ligero. Era una decisión.
El acuerdo: nada de esconder, pero tampoco de exhibir
Cuando la familia supo la verdad, el siguiente paso era inevitable: ¿qué hacer con el resto del mundo?
Podían optar por una boda secreta, sin anuncios, sin fotos, sin prensa. Podían también, si quisieran, vender la exclusiva, hacer del matrimonio un evento mediático.
Eligieron un camino intermedio:
no esconder la realidad, pero tampoco convertirla en espectáculo.
—No quiero salir en portadas dramáticas, pero tampoco quiero que parezca que me avergüenzo de ti —le dijo Fernando a Abril.
—Entonces contemos nuestra versión antes de que alguien invente otra —respondió ella.
Así nació la idea del anuncio en televisión, en un programa especial donde él pudiera hablar no solo del “nos casamos”, sino de todo lo que había detrás: el amor inesperado, el miedo a la diferencia de edad, la decisión madura, la realidad de envejecer y, aun así, elegir construir algo nuevo.
Reacciones: entre la sorpresa y la curiosidad
Tras el “nos casamos” en el programa, las redes se inundaron de mensajes.
Algunos eran de pura sorpresa:
—¡¿Cómo que se casa a los 72?!
—¿Quién es ella? ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
Otros, de ternura:
—Qué bonito que todavía se atreva a amar.
—El amor no tiene fecha de caducidad.
Y, por supuesto, no faltaron los comentarios que se centraban en la diferencia de edad, a veces con malicia, a veces con genuina preocupación. Pero frente a todos ellos, había una sensación clara: la historia no se sentía falsa, ni forzada. Se sentía humana.
Al día siguiente, en una entrevista más extensa, Fernando aclaró:
—No quiero convencer a nadie. Solo quiero ser honesto. Sé que algunos no lo van a entender, y está bien. Pero este paso lo doy con los ojos abiertos, no por capricho ni por capricho de nadie más.
Habló de doctores, de chequeos, de planes a futuro pensados con realismo. No prometió eternidades imposibles. Prometió algo más valioso: presencia mientras la vida se lo permita.
La voz de Abril: “No soy un premio, soy una persona”
En un momento poco habitual, Abril aceptó dar unas breves declaraciones. No lo hizo en un programa de chismes, sino en una charla sencilla, grabada en el mismo foro donde se habían conocido.
—No soy un premio que se gana ni un trofeo que se presume —dijo—. Soy una persona que eligió a otra, sabiendo todo lo que eso implica. Y sí, sé que es mayor que yo, no necesito que nadie me lo recuerde. Pero también sé que nuestra vida la vamos a vivir nosotros, no los comentarios.
No pidió que la admiraran, ni que la defendieran. Solo pidió algo básico:
—Respeto. No a nosotros como pareja famosa, sino como seres humanos.
Esas palabras, simples pero firmes, desarmaron a más de un crítico. Porque detrás de la etiqueta “joven pareja” había una historia personal que no cabía en un renglón.
Más allá del titular: un “sí” contra el reloj
El anuncio de “nos casamos” no es, en este relato, un intento de desafiar al mundo, ni de demostrar nada. Es, más bien, la decisión de dos personas que saben que el tiempo es finito y que, precisamente por eso, vale la pena elegir cuidadosamente con quién quieres compartirlo.
A sus 72 años, Fernando no se presenta como un héroe romántico, ni como un rebelde. Se presenta como alguien que ha aprendido, después de muchas etapas, que el amor no siempre llega cuando la sociedad lo considera “adecuado”.
Abril, mucho menor, no actúa como si estuviera en un cuento de hadas. Sabe que el camino incluirá consultas médicas, días de poca energía, ajustes constantes. Pero también sabe que la risa, la complicidad y las pequeñas rutinas pueden pesar más que cualquier cifra en el acta de nacimiento.
La boda, según cuentan en este relato, será íntima. No habrá cientos de cámaras, ni transmisiones en vivo. Habrá música, familia, amigos, promesas pronunciadas con calma. Y, sobre todo, habrá algo que no se puede comprar ni simular:
Dos personas mirándose a los ojos y diciendo “sí” sabiendo exactamente qué están diciendo.
Lo demás —los titulares, las opiniones, los rumores— se quedará afuera.
Porque, aunque el mundo entero repita “nos casamos” con sorpresa, solo ellos saben todo lo que esas dos palabras cargan detrás: dudas, valentía, tiempo, heridas, risa, paciencia, segundas oportunidades y la decisión, nada joven pero muy lúcida, de no renunciar al amor solo porque el calendario marque un número alto.
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