“Era una mañana helada cuando le dio refugio a una mujer y su hijo sin hogar. Pero al volver del campo y asomarse por la ventana, William descubrió algo tan impactante que se quedó paralizado… preguntándose si había abierto su hogar o la puerta a una pesadilla.”

William repasó la habitación con la vista. Una vez más, se prometió que algún día la ordenaría. Siempre lo pensaba por las mañanas, antes de ir al trabajo, pero al llegar la noche… la rutina se repetía: entraba a casa con una botella de whisky, la vaciaba sin ceremonias y se desplomaba en la cama.

Así había vivido durante más de un año. Quizá un poco más. Exactamente desde que Natalie lo había dejado, marchándose a la ciudad en busca de “una vida mejor”.

Aquella mañana el frío le mordía la nariz. Tendría que pelear de nuevo con su tractor, que se negaba a arrancar. Y seguramente discutir con su jefe por enésima vez sobre el guardia que nunca encendía la estufa del garaje.

—¡Disculpe! —la voz lo sobresaltó.

El sol aún no salía y no esperaba oír a nadie en su patio a esas horas. Se giró bruscamente.

Frente a él había una mujer —quizá joven, quizá no tanto— con un abrigo raído. Detrás, un niño se escondía, tiritando.

—¿Pero qué hacen aquí con este frío? ¡Y con un niño! —preguntó William, confundido.

La mujer se encogió de hombros.
—Así han salido las cosas… ¿Sabe si alguien podría darnos un lugar para pasar la noche? Johnny está agotado. No tenemos dinero.

William la observó detenidamente. Sus mejillas estaban enrojecidas por el viento, y el niño apenas levantaba la mirada.

—Vayan a mi casa —dijo al fin—. Volveré después de las seis. Está calentita; si hace falta, enciendan la estufa.

No sintió temor de que fueran desconocidos ni pensó en que pudieran robarle. Solo vio dos personas que necesitaban ayuda.

El día pasó rápido en el campo. Al acercarse la tarde, cuando normalmente habría parado en la tienda a comprar su botella, dudó… pero siguió conduciendo.

Finalmente, entró y compró el whisky de siempre, aunque esta vez añadió unas golosinas. No estaba seguro de que la mujer y el niño siguieran en su casa; tal vez solo se habrían calentado y seguido su camino.

Al llegar a su propiedad, notó que las cortinas del salón estaban ligeramente abiertas. La luz amarillenta iluminaba la nieve del porche. William sintió un extraño nerviosismo.

Se acercó sin hacer ruido y, antes de abrir, se asomó por la ventana.

Lo que vio le detuvo en seco.

La mujer estaba de pie, junto a la mesa, con una caja de madera abierta frente a ella. Dentro, William guardaba sus pocos objetos de valor: las fotos de su infancia, el reloj de bolsillo de su padre, y una carta doblada que había pertenecido a Natalie.

El niño, sentado en una silla, lo miraba directamente a través del cristal, sin sorpresa, como si lo hubiera estado esperando.

William sintió un nudo en el estómago. No era solo el temor a perder sus cosas… era la sensación de que algo extraño, algo que no entendía, estaba ocurriendo.

Empujó la puerta y entró.
—¿Qué están haciendo? —preguntó, intentando mantener la calma.

La mujer levantó la vista. No parecía asustada, sino… triste.
—No íbamos a robar nada. Johnny quería mostrarle algo que encontró en su caja.

El niño se levantó, caminó hasta él y le entregó la carta.
—Es de la señora Natalie —dijo con voz baja—. La encontramos cuando buscábamos galletas.

William la tomó con manos temblorosas. Era la misma carta que Natalie le había dejado antes de marcharse… pero había algo nuevo escrito al dorso.

Unas líneas en tinta fresca:
“William, no todo está perdido. Volveré cuando la nieve se derrita. —N.”

Su corazón se aceleró. Miró a la mujer y al niño, buscando respuestas.

—¿Cómo…?

La mujer sonrió apenas.
—Digamos que Natalie me pidió que cuidara de usted hasta que llegue el momento.

El whisky en su mano le pareció de repente insignificante. Afuera, la noche era gélida, pero en el interior, una tibieza desconocida empezó a crecer.

Y por primera vez en mucho tiempo, William sintió que quizá… el invierno no duraría para siempre.