Entre el viento gélido y las aguas congeladas, una mujer cometió el acto más terrible: lanzó a un niño al lago helado. Creyó que el silencio lo borraría todo… pero las últimas palabras que él pronunció antes de desaparecer bajo el hielo la persiguen sin descanso hasta el día de hoy.

El viento aullaba sobre el lago helado, arrastrando la penumbra sobre el pequeño pueblo como un sudario de lana vieja. Las ramas desnudas de los árboles se mecían como esqueletos, cubiertas de cristales de hielo que destellaban a la última luz del día.

En la orilla, una figura solitaria permanecía inmóvil. Alta, delgada, envuelta en una capa negra que se agitaba como si cobrara vida, observaba el horizonte. Sus ojos, oscuros y fijos, parecían medir cada respiración del aire cortante.

Frente a ella, un niño de no más de ocho años temblaba. Su aliento salía en nubes blancas, su rostro estaba enrojecido por el frío y sus manos pequeñas buscaban calor en vano.

—No tienes por qué hacerlo… —dijo él, con la voz quebrada.

La mujer no respondió. Sus dedos se cerraron alrededor de los hombros del niño, guiándolo hacia el hielo agrietado que se extendía más allá de la orilla. Cada paso resonaba con un crujido inquietante.

El momento fatal

Cuando llegaron al centro del lago, donde el hielo era más delgado, el niño miró hacia abajo. Una sombra oscura se movía bajo la superficie congelada, como si el lago mismo respirara.

Ella lo empujó. Fue un solo movimiento, seco y calculado. El hielo cedió con un chasquido agudo y el agua negra se abrió como una boca hambrienta.

El niño cayó, y el grito que escapó de sus labios se ahogó casi al instante.

Las palabras que no mueren

Mientras luchaba por mantenerse a flote, sus ojos se fijaron en los de ella. Entre jadeos y temblores, pronunció unas palabras que, aunque suaves, se clavaron como cuchillas en la mente de la mujer:

—Yo te perdono.

Fue entonces cuando el viento pareció detenerse. El eco de esa frase resonó más fuerte que el crujir del hielo o el rugido del agua. La mujer retrocedió un paso, pero no se acercó para ayudarlo.

En cuestión de segundos, la superficie se cerró, ocultando al niño bajo una capa helada que no dejaba rastro alguno, salvo unas burbujas que se desvanecieron rápidamente.

El regreso al pueblo

Con pasos pesados, la mujer volvió a la orilla. El manto negro envolvía su cuerpo, ocultando el temblor que no provenía del frío. En el pueblo, las luces comenzaban a encenderse; las chimeneas exhalaban columnas de humo que se elevaban hacia el cielo azul oscuro.

Nadie la vio llegar. Nadie hizo preguntas. En ese lugar, el silencio era costumbre y el miedo, un viejo vecino.

Las noches interminables

Esa noche, y cada noche desde entonces, la mujer despertó sobresaltada. El susurro del viento le traía la misma frase, repetida una y otra vez:
—Yo te perdono… yo te perdono…

Al principio pensó que era su conciencia, pero pronto comenzó a escuchar la voz con claridad, como si el niño estuviera junto a su cama.

Los días se volvieron más cortos, las noches más largas. El lago helado seguía ahí, inmóvil, como un espejo que esperaba su regreso.

El lago y el rumor

Con el tiempo, algunos vecinos comenzaron a hablar de apariciones: una figura pequeña que se veía bajo el hielo, siguiendo a cualquiera que se atreviera a cruzar el lago. Otros juraban que, en las noches más frías, podían escuchar una voz infantil que decía esas mismas palabras, flotando sobre el agua congelada.

La mujer nunca volvió al lago. Pero sabía que, aunque huyera, el eco la alcanzaría donde fuera.

La última caminata

Un invierno, años después, desapareció. Solo encontraron su capa negra en la orilla del lago. Algunos dijeron que, al fin, había ido a buscar el perdón que nunca se concedió a sí misma. Otros aseguraron que había visto bajo el hielo la misma mirada que intentó olvidar… y que esta vez no retrocedió.

Epílogo

En el pueblo, la historia se convirtió en leyenda. El lago, cubierto por una capa de hielo quebradizo, sigue siendo evitado por los niños. Y en las noches en que el viento sopla fuerte, todavía hay quien asegura escuchar, mezclado con el crujir del hielo, el susurro de una voz infantil:

—Yo te perdono.