Entre canicas, milagritos y secretos de barrio: la última gran travesura de Sara García, Abuelita de México

Dicen en la vecindad que cuando una abuelita se va, se apaga una estrellita en el cielo de México.
Pero con Sara García pasó al revés: el día que cumplió noventa y tres años, parecía que el cielo se había encendido completo nomás para ella.
La mañana empezó con olor a café de olla, pan dulce y tamales. En la vieja vecindad de la colonia Guerrero, en la Ciudad de México, todos andaban como hormigas alborotadas. Doña Lupita barría el pasillo con más fuerza de la necesaria, Don Chuy colgaba papel picado entre los balcones, y los chamacos corrían de arriba para abajo cargando globos, flores y guirnaldas de colores.
En el centro de todo, sentada en su sillón verde cojeando por una pata y con una cobijita de tigre sobre las rodillas, estaba ella: Sara García, la inolvidable Abuelita del Cine Mexicano —al menos así la llamaba todo el barrio, aunque ella nomás sonreía, se persignaba y decía:
—Ay, ya, chamacos, no estén de barberos. Abuelita sí, pero del cine quién sabe —y guiñaba un ojo.
Era menudita, de manos arrugadas y suaves como pan recién horneado, con ojos que todavía brillaban como si fueran dos focos recién cambiados. En las fotos amarillentas que colgaban en la sala, se veía su versión joven: con trenzas, vestidos de flores, rebozo en el brazo y esa sonrisa suya, entre traviesa y dulce, que había conquistado medio país en esas películas viejas que a veces pasaban en la tele abierta los domingos.
—Abue, hoy sí se van a llenar todos los departamentos —le dijo su nieta mayor, Marisol, mientras arreglaba el mantel de plástico floreado—. Va a venir hasta la señora de los chicharrones, la que ni vecina es.
—Pues que venga —respondió Sara—. Mientras traiga chicharrón y no nos cobre, aquí la recibimos con mariachi y todo.
Marisol rió. Tenía veintisiete años, cabello rizado recogido en una cola alta, aretes grandes que tintineaban al caminar, y una camiseta que decía “El barrio me respalda”. Ella era quien se encargaba de cuidar a la abuela, llevarla al doctor, darle sus medicinas y ponerle sus películas favoritas en el viejo reproductor de DVD que a veces se trababa.
—Abue, acuérdese de no comer tanto pastel —le susurró al oído—. Luego me regañan los doctores.
—Ay, mijita, ¿entonces pa’ qué vive una todos estos años si no puede una comerse su pedacito de pastel? —respondió Sara—. Además, hoy se me antojó uno que tenga mucha crema, así, mucha, como montañita de nieve. Total, si me muero, me muero feliz.
—¡Cállese, abue! —dijo Marisol, dándole un coscorrón cariñoso—. Ni lo diga.
Sara soltó una carcajada esa que hacía eco en todo el patio, como si las paredes de la vecindad estuvieran hechas para guardar sus risas.
El primero en llegar fue Toño, su nieto de veinte años, con una playera del Cruz Azul y una bocina colgando del hombro.
—¡Abueee! —gritó desde el pasillo—. Tienes el honor de recibir a tu nieto favorito.
—Cuál favorito, chamaco exagerado —dijo Sara, pero ya tenía los brazos abiertos.
Toño la abrazó con cuidado, como si fuera un tesoro frágil, y luego se dejó caer en el sillón de enfrente.
—Abue, hoy te traje algo chido —dijo, sacando de su mochila una cajita de metal con la tapa oxidada.
Sara entrecerró los ojos.
—¿Qué es eso? ¿Tus calificaciones? Porque esas sí han de estar bien enterradas.
—No, abue, es algo mejor —respondió Toño, ignorando la pedrada—. Lo encontré en el cuarto de las cosas viejas de Don Chuy, el de la tiendita. Dice que te pertenece.
Sara tomó la cajita con manos temblorosas. La miró largo rato, como si estuviera viendo a un fantasma conocido.
Era una caja de galletas de lata, de esas que siempre terminan guardando hilos, botones o fotos. Tenía un dibujo deslavado de una familia rubia sonriendo, irreconocible por los años.
—Dijo que la encontraste tú hace mucho —siguió Toño—. Y que la guardó porque tú le pediste que la escondiera hasta que llegara “el momento indicado”. No sé qué quiso decir con eso. Ya ves cómo es de dramático.
Sara se quedó callada. Por un momento, el ruido del patio se alejó. Solo existían ella, la cajita en sus manos y un recuerdo que regresaba como esos trenes que tardan años en pasar, pero cuando llegan hacen temblar todo.
—¿Me la abres, mijito? —pidió, con la voz más suave que de costumbre.
Toño levantó la tapa. Adentro, envueltos en papel de seda amarillento, había tres cosas: un rosario de cuentas moradas, una foto en blanco y negro de una sala de cine llena, y un rollo de película, de esos viejitos, de 35 mm, con su cinta negra y brillante todavía en buen estado.
—Órale… —susurró Toño—. ¿Es una película tuya, abue?
Sara respiró hondo, como si estuviera inhalando otra época.
—No, mijo… es mi película —dijo, marcando la “mi” como quien dice “mi vida”.
—¿Cómo que tu película? —preguntó Marisol, acercándose—. ¿Una que no salió en la tele?
—Una que nunca salió en ningún lado —respondió la abuela—. La película que desapareció la noche que casi se cae el Cine Alameda… la última que filmé antes de dejar todo.
Se hizo un silencio raro. El radio del vecino bajó el volumen, los niños dejaron de correr y hasta el perro del departamento 4-C, que siempre ladraba de más, se quedó quieto.
—Abue —dijo Marisol—, usted nunca nos contó eso.
—Pues pa’ qué, si nadie me la iba a creer —contestó Sara—. Y además, yo misma quise olvidarlo.
Pero parece que el momento indicado ya llegó.
El barrio entero conocía el Cine Alameda. Bueno, lo que quedaba de él.
En los años de gloria de Sara, había sido uno de los cines más bonitos de la ciudad: con su marquesina de focos amarillos, su letrero de letras rojas que se encendían de noche, y sus posters pintados a mano pegados en las paredes. Ahí se habían estrenado muchas de las películas donde ella hacía de abuelita, de madre abnegada o de señora de rancho que recitaba dichos como si estuviera leyendo poesía popular.
Pero con los años, el cine cayó en desgracia. Llegaron los multicinemas, las plataformas, la piratería en el tianguis, y el Alameda cerró sus puertas. Primero le quitaron los focos, luego las butacas, luego se llevaron la pantalla. Finalmente, se quedó solo el esqueleto: una fachada sucia, una puerta oxidada, unos muros llenos de grafitis y palomas.
Sara no pasaba por esa calle. Nunca. Era como si la ciudad tuviera una cicatriz y ella supiera exactamente dónde estaba, pero eligiera voltear a otro lado.
Hasta ese día.
Después del pastel de tres leches, de las mañanitas con mariachi pirata de bocina, de las velitas que casi no alcanzan los pulmones, Marisol se sentó junto a su abuela y le habló con esa mezcla de ternura y firmeza que solo tienen las nietas mayores.
—Abue, ¿y si vemos lo que hay en ese rollo de película?
—¿Y con qué cámara, criatura? —respondió ella—. ¿Tú crees que uno nada más mete la cinta a la compu y ya? No, mijita, esto necesita un proyector de los viejitos. Y una pantalla. Y un cuartito oscuro. Y un operador que sepa de estas cosas.
—Pues en el Cine Alameda todavía debe de haber algo, ¿no? —intervino Toño, que ya andaba emocionado—. O al menos un cuarto donde podamos poner un proyector.
Sara iba a decir que no. Que ni loca. Que suficiente había tenido ya con esa noche. Pero en eso, se escuchó un grito desde la entrada de la vecindad.
—¡Comadre Saraaa! —era la voz de Don Chuy—. ¡Traigo noticia bomba!
Entró sofocado, con su panza de años de refrescos y frituras por delante, y un periódico doblado bajo el brazo.
—¿Ahora qué pasó, Chuy? —preguntó Sara—. ¿Otra vez se te cayó la báscula de la tienda?
—Peor, comadre —dijo él, desplegando el periódico sobre la mesa—. Van a tirar el Cine Alameda. Lo van a convertir en un estacionamiento y un edificio de departamentos “de lujo”. Ya sabes, de esos que nadie del barrio puede pagar.
Los ojos de la abuela se clavaron en el titular:
“Adiós al viejo cine del barrio: construirán complejo residencial”.
Sintió un nudo en la garganta. El mismo que había sentido años atrás, cuando salió por última vez de ese cine con el corazón roto y las manos vacías.
—No… —susurró—. No pueden.
—Eso iba a decirle, comadre —siguió Don Chuy—. Están convocando a los vecinos a una junta con el licenciado ese, el que trae el proyecto. Quiere “explicar”, dice. Ya ve cómo son. Explican tanto que una acaba sin casa.
—¿Cuándo es la junta? —preguntó Marisol, con los ojos encendidos.
—Mañana en la tarde, ahí mismo, afuera del cine —respondió Don Chuy—. ¿Ustedes van a ir?
Sara iba a decir que no. Que ya estaba vieja para andar en pleitos. Pero la cajita de lata seguía sobre la mesa, con el rollo de película asomando como si fuera una lengua de recuerdos.
—Vamos a ir —dijo, de pronto—. Y vamos a llevar la película.
—¿Para qué, abue? —preguntó Toño.
—Porque si van a enterrar al cine, al menos que escuchen su última historia —contestó ella—. Y esa historia la tengo yo.
Al día siguiente, el barrio entero parecía marchar hacia el mismo punto.
Doñas con mandil, chavos con gorras de equipos de futbol, niños con helado en mano, vendedores ambulantes, señores que salieron de la talacha nomás para el chisme importante; todos iban en bola hacia la calle del cine. Hasta el padrecito de la parroquia, el padre Miguel, andaba por ahí, con su sotana remangada y un sombrero de palma, diciendo que él nomás iba a “observar”, pero todos sabían que si algo se ponía feo, él iba a ser el primero en levantar la voz.
Sara iba en medio, agarrada del brazo de Toño y Marisol. Llevaba su rebozo azul marino y un sombrerito viejo que se ponía solo en ocasiones especiales. En su bolsa de mano, envuelto con cuidado, iba el rollo de película.
Cuando llegaron al Cine Alameda, a Sara casi se le rompe el corazón.
La marquesina estaba a medio caer, los letreros despintados, la puerta cerrada con cadenas gruesas. Había un gran espectaclar pegado a un lado, con la cara sonriente de un hombre de traje, peinado hacia atrás, y unas letras que decían: “Residencial Alameda Premium. Vive distinto, vive exclusivo.”
—“Exclusivo”… —murmuró Sara—. O sea, sin nosotros.
Frente al cine habían colocado una mesita plegable con un mantel blanco. Ahí estaba el licenciado Villalba, el de la foto del espectacular, rodeado de unos chavos con chaleco que repartían folletos.
—Vecinos, vecinas, muy buenas tardes —dijo el licenciado, con una sonrisa ensayada—. Venimos a platicar con ustedes de un proyecto que va a traer progreso y plusvalía a la zona…
—¿Plusva-qué? —susurró Toño.
—Plusvalía, mijo —dijo Sara—. O sea, que van a subir las rentas y nos van a sacar como si fuéramos basura.
Los vecinos empezaron a murmurar, algunos con cara de enojo, otros con miedo. El licenciado extendía los brazos, como si los estuviera bendiciendo.
—Entendemos el valor sentimental de este espacio, claro que sí —seguía—. Pero tenemos que pensar en el futuro, en modernizar, en traer inversiones. Además, les tenemos buenas noticias: vamos a poner una pequeña sala de cine en el nuevo complejo, para “honrar la tradición”.
La palabra “pequeña” se clavó como una espina en el pecho de Sara.
—¿Una sala chiquitita, para puro rico, con boletos a precio de riñón? —murmuró.
Marisol apretó la mano de su abuela.
—Hay que decir algo, abue —dijo—. No podemos nomás escuchar.
El licenciado seguía hablando, enseñando los planos del edificio, prometiendo que habría un Starbucks en la planta baja, un gimnasio y una azotea verde. Entonces, desde en medio de la bola, se escuchó la voz cascada pero firme de la abuela.
—¡Oiga, licenciado! —gritó Sara—. ¿Y a quién se le ocurrió tirar un cine antes de saber lo que tiene adentro?
Todos voltearon. El silencio se hizo pesado.
—¿Con quién tengo el gusto? —preguntó el licenciado, con su sonrisa profesional.
—Con la abuelita de este barrio —dijo ella—. Y del cine también, ya que andamos.
Yo trabajé aquí. Fui actriz cuando este cine estaba vivo y bonito. Y ahí adentro hay algo que todavía le pertenece al pueblo.
El licenciado frunció apenas los labios.
—Mire, doña… —empezó.
—Doña nada —replicó ella—. Me llamo Sara García.
Hubo un murmullo. Muchos vecinos sabían que la abuela había salido en películas viejas, pero no todos la ubicaban de nombre completo. Los chavos más jóvenes sacaron el celular a escondidas para buscarla en internet.
El licenciado trató de mantener la compostura.
—Doña Sara —rectificó—, entiendo su preocupación, de verdad. Pero ya se hizo un inventario del inmueble, está vacío. No hay nada de valor ahí dentro.
—¿Y cómo sabe eso si nunca me preguntaron a mí? —dijo ella—. Ahí adentro está mi última película. La que filmamos y nunca estrenamos. La que era para este barrio, no para las alfombras rojas.
Los ojos de todos los vecinos se abrieron como platos. El licenciado parpadeó.
—Eso… eso no es posible —balbuceó—. La empresa que nos vendió el terreno aseguró que…
—Pues la empresa no sabe todo —intervino el padre Miguel, adelantándose—. Si la señora dice que hay algo suyo ahí adentro, merece que se revise.
—Exacto —añadió Don Chuy—. Y además, si hay una película, ¡pues hay que verla! ¿O no que tenemos derecho a ver lo nuestro?
Alguien gritó “¡Sí!” desde el fondo, luego otro, y pronto la cosa se convirtió en un coro.
—¡Que abran el cine!
—¡La película!
—¡Que se respete la memoria del barrio!
El licenciado empezó a sudar.
—Vecinos, entiendan, es un tema legal, de permisos, de seguros…
—Pues si quiere su permiso, se lo firmamos —dijo Sara—. Pero antes, nos deja entrar a buscar esa cinta. Y si la encontramos, la proyectamos.
Nomás una vez. Una función de despedida. Después usted hace sus cosas, si es que todavía quiere.
Marisol y Toño se miraron. Era una locura. Pero también sonaba a la cosa más justa del mundo.
El licenciado dudó. Miró a sus asistentes, luego a la cantidad de gente. Eran muchos. Y estaban molestos.
—Una sola entrada —dijo al fin—. Con supervisión. Media hora.
Si no encuentran nada, este tema se da por cerrado.
—Trato hecho —dijo Sara, extendiendo la mano.
El licenciado se la estrechó, aunque con cara de que hubiera preferido no hacerlo.
El interior del Cine Alameda olía a polvo, humedad y recuerdos.
Cuando rompieron las cadenas, una nube de polvo los recibió como si fuera un fantasma dándoles la bienvenida. Entraron Sara, Marisol, Toño, el padre Miguel y Don Chuy, mientras los demás vecinos se quedaban en la puerta, asomándose con curiosidad.
Los rayos de luz se colaban por las grietas del techo, iluminando partículas de polvo que bailaban como luciérnagas cansadas. Las paredes estaban descascaradas, algunos trozos del techo habían caído sobre lo que quedaba de las butacas. Pero en medio de la ruina, todavía se sentía algo. Como si el eco de aplausos viejos siguiera atrapado ahí.
—Yo me acuerdo de estas paredes —susurró Sara—. Aquí escuché mis primeras risas. Y también mis primeros abucheos, pa’ qué te digo que no.
—¿Dónde cree que pueda estar la cinta, abue? —preguntó Toño.
—En la cabina de proyección —respondió ella—. Si es que nadie la saqueó.
Subieron por unas escaleras angostas, pisando con cuidado. La cabina estaba al fondo, una puerta metálica oxidada y una pequeña ventanita desde donde antes salía la luz del proyector.
Toño empujó la puerta con el hombro. Estaba trabada, pero se abrió con un quejido largo.
Adentro, el aire estaba cargado. Había rollos de película rotos en el suelo, latas vacías, papeles viejos. En una esquina, cubierto con una sábana gris, estaba el proyector.
—No puede ser… —dijo el padre Miguel—. Esto parece altar abandonado.
Sara caminó despacio, mirando todo con ojos vidriosos. Cada rincón le traía un recuerdo: el operador de antes, Don Emilio, con su cigarro siempre en la boca; la primera vez que vio su cara proyectada en grande; la noche de la desgracia.
—Abue… —dijo Marisol, posando la mano sobre su hombro—. Si es muy duro, nos salimos.
—No, mija —respondió Sara—. Ya llegamos hasta acá. Además, no vine nomás a llorar; vine por lo que es mío.
Toño empezó a revisar las estanterías, levantando cajas, empujando latas.
—Aquí no hay nada que tenga tu nombre, abue —gruñó, tosiendo por el polvo.
—No la busques por mi nombre —dijo ella—. Búscala por el del barrio.
—¿Cómo se llamaba la película? —preguntó Marisol.
Sara sonrió, pero fue una sonrisa triste.
—“La Abuelita del Barrio”.
Así, sencillo.
Los productores querían ponerle otro nombre, más rimbombante, pero yo me planté. Esa fui yo la única vez que pude decidir algo importante.
Toño siguió buscando, ahora con más cuidado.
—Aquí hay una… “Amor en Chapultepec” —leyó—. Otra… “El Charro Misterioso”… “Noches de Veracruz”…
—Títulos robados —murmuró Sara—. Nomás de oírlos ya se me enchina la piel de lo cursis que eran.
Marisol se acercó a una caja en el suelo, medio arrinconada. Tenía una etiqueta casi borrada. La tomó y la giró hacia la luz.
—Abue… —dijo, con la voz temblorosa—. Mire.
En la tapa, apenas legibles, se veían las letras:
“LA ABUELITA DEL BARRIO – COPIA ÚNICA”.
Los ojos de Sara se llenaron de lágrimas.
—Ahí estás, condenada —susurró—. Pensé que nunca más te iba a ver.
Toño soltó un silbido.
—No manches… sí existía.
—¿Qué creías, chamaco? ¿Que yo iba por la vida inventándome películas? —respondió la abuela—. No, mijito. Lo que me inventaba eran sus escenas cuando me daba miedo pensar en ellas.
Tomó la lata con cuidado, como si fuera un bebé recién nacido.
—Ahora falta que el proyector sirva —dijo el padre Miguel—. Eso sí va a necesitar milagro.
Toño se acercó al aparato, le quitó la sábana. El proyector, aunque viejo, se veía completo.
—Yo le pico, abue —dijo—. He visto tutoriales en internet de cómo arreglar cosas vintage.
—Nomás no lo vayas a descomponer más —advirtió Don Chuy—. Luego este tipo de aparatos tienen mañas.
Entre todos, limpiaron un poco la cabina. Toño, con un destornillador prestado por Don Chuy, ajustó un par de piezas, sopló el polvo, revisó cables.
—El problema va a ser la luz —dijo Marisol—. ¿Todavía habrá electricidad aquí?
—¡Oiga, licenciado! —gritó Toño desde la cabina—. ¿Puede decirle a sus ingenieros que nos pasen tantita luz? Nomás para una función, ¿sí o no?
El licenciado Villalba, que observaba nervioso desde la entrada del cine, respiró profundo y habló con uno de sus asistentes. Minutos después, un chavo llegó con una extensión enorme.
News
La Trágica Despedida de Leonel Herrera Rojas: Su Hijo Lloró y Confirmó la Dolorosa Noticia
“El Fin de una Era: La Vida de Leonel Herrera Rojas y la Emotiva Despedida de su Hijo” La noticia…
Coco Legrand a los 78 Años: La Sorprendente Revelación de su Pareja Embarazada y la Llegada de su Hijo
“Coco Legrand a los 78: La Sorprendente Revelación de su Pareja Embarazada y la Llegada de su Hijo” Coco Legrand,…
César Antonio Santis a los 79 Años: La Sorprendente Revelación de Su Boda y Su Nueva Pareja
“César Antonio Santis Se Casa a los 79 Años: Revela a Su Pareja y el Destino Inesperado del Enlace Matrimonial”…
Alexis Sánchez Conmueve al Mundo a los 37 Años con los Primeros Pasos de su Hijo
“Alexis Sánchez Rompe en Lágrimas: Los Primeros Pasos de Su Hijo que Conmueven al Mundo a los 37 Años” En…
Paola Rey, Casada a los 46 Años: La Revelación de su Embarazo y Nueva Pareja que Sorprendió al Mundo
“¡Noticia Impactante! Paola Rey Anuncia su Boda a los 46 y la Esperada Llegada de su Hijo, Junto a su…
Artículo: Vahide Percin, Casada a los 60 Años: La Sorprendente Revelación de Su Nueva Pareja y el Anuncio de Su Boda
“Vahide Percin, Casada a los 60: La Revelación de Su Nueva Pareja y el Anuncio que Nadie Esperaba” Vahide Percin,…
End of content
No more pages to load






