En plena guerra en el Pacífico, los pilotos japoneses se burlaban del B-25 agujereado que cojeaba sobre las olas, hasta que ese bombardero medio, a punto de desarmarse en el aire, hundió dos buques, engañó a toda una escuadrilla enemiga y salvó a sus compañeros de una emboscada imposible
Cuando el sol empezó a caer sobre el Pacífico, el cielo tenía ese tono naranja que parecía de postal, como si el mar se empeñara en fingir que no pasaba nada. Pero en la cubierta del B-25 “Lucky Linda”, nadie estaba para postales.
El teniente Martín Herrera, piloto al mando, sentía el sudor pegado al cuello del uniforme mientras trataba de ignorar el zumbido irregular del motor derecho. No era un buen sonido. El motor debería cantar, no carraspear como fumador viejo.
—Ese ruido no me gusta nada —murmuró el copiloto, Joe Ramírez, apretando la mandíbula.
—A mí tampoco —respondió Martín—. Pero nos gusta menos la idea de volver sin terminar el trabajo, ¿no?
Lucky Linda iba al frente de una formación de seis B-25 del escuadrón 417, salidos esa tarde de la pista improvisada en la pequeña isla de Mangura. Su misión: localizar un convoy japonés detectado por los exploradores y atacarlo en vuelo rasante, cortándole el suministro a una guarnición enemiga en otra isla cercana.
Era una rutina peligrosa. Y “rutina peligrosa” era casi todo lo que hacía el escuadrón 417.

En la torreta superior, el sargento Collin “Rook” Sanders giraba la ametralladora en arcos cortos, rastreando el horizonte.
—Nada todavía —informó por el intercomunicador—. Sólo agua y más agua.
—Ya aparecerán —contestó el navegante, Luis Sosa, agachado sobre sus mapas—. El informe decía quince millas al sur de la isla Orochi, rumbo oeste. Si no están ahí, yo mismo voy y les reclamo.
La voz de Luis sonó relajada, pero Martín conocía a su tripulación. Sentía la tensión en cada respiración por los audífonos.
En la pequeña cabina de radios, al fondo, el operador Jim McAllister escuchaba el crujido de las frecuencias, atento por si surgía alguna sorpresa.
Y en la nariz acristalada, pegado a la mira de bombardeo, el teniente Alejandro “Alex” Moguel ajustaba los controles con los dedos precisos de quien ha pasado más horas mirando el mundo patas arriba que derechas.
—Si el convoy está donde debe estar, lo veremos pronto —dijo Alex—. Sólo no me hagan ninguna pirueta rara en ese momento, ¿sí? Que me mareo.
Martín sonrió por primera vez en varias horas.
—Ni que fuéramos de exhibición —respondió—. Ataque en línea, rasante, y nos vamos. Simple.
Nadie respondió a eso.
Porque todos sabían que en el Pacífico nada era “simple”.
Veinte minutos más tarde, cuando el sol estaba ya bajo, Luis levantó la cabeza del mapa.
—Orochi a la vista, doce en punto —anunció—. Y… espera.
Se inclinó hacia el cristal lateral, entrecerrando los ojos.
—Tengo humo —añadió—. Columna fina. Varias.
Martín se inclinó también, forzando la vista.
Allá, en la línea donde el mar se encontraba con el cielo, se veían pequeñas motas oscuras cortando el brillo. Y sobre ellas, hilos de humo.
—Convoy a la vista —confirmó Martín—. Todos los aparatos, prepárense.
La radio crepitó con confirmaciones de los otros B-25: “Águila Dos”, “Tres”, “Cuatro”…
El plan era sencillo en el papel: se dividirían en dos secciones. Tres bombarderos atacarían por el norte del convoy, tres por el sur. Harían pasadas a baja altura, soltando bombas y, de ser posible, ametrallando las cubiertas para desorganizar la defensa.
La realidad no tardó en complicar ese plan.
Cuando se acercaron lo suficiente para distinguir los barcos, vieron que no eran meros transportes con un par de cañones ligeros. En el centro del grupo, escoltados por tres destructores, viajaban dos buques de carga de buen tamaño. Y sobre la cubierta del destructor líder, claramente visible, había una estructura que no encajaba con la clásica silueta.
—Esos… —Luis dudó—. Esos parecen montajes dobles de cañón, no sólo antiaéreos.
—¿Más grandes de lo normal? —preguntó Joe.
—Sí —respondió Luis—. Parece que no están confiando sólo en la flota de escolta. Esos bichos disparan lejos.
Martín apretó los labios.
—Pues mejor no les demos tiempo de apuntar —dijo—. División norte, mantengan el plan. Nosotros vamos por el sur. Con suerte los agarramos confundidos.
El primer problema vino cuando el convoy, lejos de seguir su rumbo, empezó a girar en formación, como si los barcos fueran piezas de ajedrez movidas por una misma mano.
—Mira eso —murmuró Alex desde la nariz—. Están maniobrando como si supieran que veníamos.
—¿Quién los habrá avisado? —murmuró Joe.
En ese momento, algo brilló en el cielo, a la izquierda de la formación.
Martín entrecerró los ojos.
Pequeños puntos oscuros, moviéndose rápido.
—No fueron sólo los exploradores nuestros los que vieron cosas hoy —dijo—. Tenemos compañía.
Eran cazas.
Seis, ocho… luego doce. Cazas japoneses, probablemente Zero o algún modelo similar, subiendo desde otra zona, llamados de emergencia.
—Aquí Águila Uno a toda la escuadrilla —dijo Martín por la radio, tratando de mantener la voz firme—. Tenemos cazas enemigos entrando por la izquierda. No podemos abortar. Repito, no podemos abortar. Hundimos lo que se pueda y salimos como podamos.
La discusión que siguió en la frecuencia fue corta y tensa.
—Estás loco, Herrera —dijo la voz de Águila Tres—. Esos destructores van a convertirnos en coladores.
—Y si nos damos la vuelta, el convoy llega entero a su destino —replicó Martín—. Ya saben lo que eso significa para nuestros compañeros en la isla. Ustedes elijan.
Hubo un silencio de segundos que se sintieron como minutos.
—Águila Dos aquí —dijo otra voz—. Vamos contigo.
—Águila Cuatro también —añadió otra.
Y así, uno por uno, confirmaron.
El plan ya no era un elegante ataque en tenazas. Era una carrera suicida contra el tiempo.
Y “Lucky Linda”, con su motor derecho enfermo, iba en punta.
El primer impacto casi ni lo sintieron en la cabina.
Fue un zumbido agudo, un golpe seco en el fuselaje, seguido de un sonido irritante: el de aire silbando por un agujero nuevo.
—Nos están probando la pintura —informó Rook desde la torreta—. Las baterías del destructor ya están despiertas.
Martín pudo ver los fogonazos en la cubierta enemiga: los cañones escupiendo fuego y humo, las trazadoras elevándose hacia ellos como líneas de rabia roja.
—Mantente bajo —dijo Joe—. Si subimos, nos van a cortar las alas.
Martín asintió. Bajó la nariz de Lucky Linda, acercándose al mar. El altímetro descendió. Cincuenta metros. Cuarenta. Treinta.
El brillo del agua era casi hipnótico. Cualquier movimiento demasiado brusco y se convertirían en una salpicadura más.
—Ésta es la parte donde si alguien se quiere bajar, es mal momento —bromeó Alex, con la voz algo más alta de lo normal.
—Tú sólo dime cuándo soltar los regalos —respondió Martín.
Se aproximaban por el lado sur, apuntando al buque de carga más cercano. Desde la nariz, Alex ajustaba la mira, calculando trayectoria con movimientos automáticos, entrenados.
—Diez segundos para lanzamiento —anunció—. Mantén esta línea. Cueste lo que cueste.
Ese “cueste lo que cueste” no era retórica.
Porque en ese instante, los cazas japoneses llegaron al baile.
—¡Cazas entrando por la cola! —gritó Rook—. Tres a la izquierda, dos a la derecha. ¡Y vienen con ganas!
La “Lucky Linda” tembló bajo un nuevo impacto. Esta vez fue más claro: metal rasgándose, cristales vibrando.
—Nos dieron en el estabilizador —informó Luis—. Pero seguimos respondiendo.
—Mantén el rumbo —insistió Alex, casi suplicante—. Si nos movemos ahora, ese barco se nos escapa.
Martín sintió la tentación casi física de maniobrar, de zigzaguear. Todo en su cuerpo le pedía esquivar, sobrevivir.
Pero en su mente se superponía la imagen de la isla aliada, las líneas de suministro enemigas, el convoy que llevaba combustible, munición, tal vez refuerzos.
También escuchaba, como eco, la burla que había oído otra vez en la base hacía unos días: “Esos B-25 ya no sirven de nada, son blancos flotantes. Buenos para volar correo, no para hundir barcos”.
—Cinco segundos… —contó Alex.
Un proyectil de artillería antiaérea estalló cerca, sacudiendo la aeronave. Un trozo de metralla atravesó el parabrisas lateral, cortando la mejilla de Joe.
—¡Aaah! —gritó el copiloto, llevándose la mano al rostro.
Martín sintió gotas cálidas salpicarle el cuello.
—¿Puedes seguir? —preguntó, sin mirar.
—Claro —escupió Joe—. Sólo me peinaron. Tú vuela.
—Dos segundos… —susurró Alex—. Uno… ¡BOMBAS FUERA!
Martín sintió el alivio físico cuando el peso de las bombas se separó del vientre del avión. La Lucky Linda, a pesar del daño, respondió con un ligero ascenso.
Desde la nariz, Alex siguió, con el corazón en la garganta, la caída de los artefactos.
Por un segundo parecieron errar.
Luego el buque de carga se cruzó exacto en el camino.
Dos explosiones casi simultáneas estallaron en su costado. Columnas de agua y humo subieron como gigantes. El barco pareció detenerse, sacudido. Luego empezó a escorarse hacia un lado.
—¡Impacto! —gritó Alex, incapaz de contenerse—. ¡Directo en la panza!
—Uno menos —dijo Martín, sin sonreír—. Ahora falta salir vivos.
Pero no iban a irse sin dejar otro regalo.
—¿Qué hay del segundo buque? —preguntó.
Luis, que no había soltado el mapa ni siquiera bajo fuego, calculó rápido.
—Si viramos ya, podemos alinearnos con el de en medio —dijo—. Pero los cazas no nos van a dar tregua.
—Rook —llamó Martín—. ¿Puedes mantenerlos ocupados diez segundos más?
Rook soltó una risa breve.
—Tengo cuatro manos y dos ametralladoras, jefe —respondió—. Haré lo que pueda.
La discusión se volvió seria y tensa de nuevo, no en palabras, sino en decisiones.
Cualquier piloto prudente habría puesto proa hacia casa tras el primer impacto exitoso, más aún con el avión ya maltrecho y los cazas en la cola. Pero Martín sabía que la oportunidad de golpear al segundo buque no se repetiría.
Y también sabía que sus compañeros, los otros bombarderos de la escuadrilla, estaban en peor situación.
Por la radio se escuchaban gritos, estática, reportes entrecortados: “Águila Tres en llamas… Águila Cinco, motor dos fuera…”.
—Vamos por el segundo —decidió—. Ya no estamos para medias tintas.
Viró. La Lucky Linda respondió con cierta pereza, metal que protestaba, pero obedeció.
Los cazas japoneses, al ver el giro, redoblaron su ataque. Balas trazadoras cruzaron como líneas de luz alrededor de la cola. Una se llevó parte del timón. Otra perforó el ala izquierda.
Rook disparaba en ráfagas controladas desde la torreta, maldiciendo en dos idiomas.
—Uno de los Zeros humeando —informó—. Otro se aleja. Pero vienen más.
En la radio, una voz nueva, cortada, entró en la frecuencia general. Era en inglés, pero con fuerte acento.
—Bombarderos, este es “Redtail” —dijo—. Escuadrón de cazas amigo en camino desde el este. Aguanten dos minutos más.
—Dos minutos son una vida —susurró Joe.
Y tenían que vivirlos.
Alex volvió a fijar la mira en el segundo buque, que intentaba maniobrar tras ver caer al primero. Las columnas de agua de la artillería se alzaban alrededor, intentando cercar al B-25.
—Más bajo, más bajo —pidió Alex—. Si suelto muy alto, las bombas van a rebotar como canicas.
Martín obedeció. El mar parecía querer meterse en la cabina. Los sprays de las explosiones casi los mojaban.
—Ahora… —susurró Alex—. Ahora… ¡fuera!
Otra vez, el alivio del peso soltado. Otra vez, el vértigo de la espera.
Las bombas cayeron, luciendo casi pequeñas al lado del casco del buque. Por un instante parecieron irse demasiado adelante.
Luego, una golpeó justo a la altura de la proa. La otra pegó a media nave.
El buque casi se levantó del agua, conforme la onda expansiva le atravesaba las entrañas. Estallidos secundarios siguieron, indicando que no sólo cargaba cajas de comida.
—Segundo buque tocado —dijo Alex, con la voz quebrada—. No sé si se hunde, pero no va a navegar bien.
—Les va a costar caro remendar eso —respondió Martín—. Si es que tienen tiempo.
Porque en ese momento, la suerte de la Lucky Linda pareció agotarse.
Un Zero, atrevido o desesperado, bajó casi al nivel del mar y se colocó detrás del B-25, disparando sin parar. Rook giró la torreta, pero sólo alcanzó a lanzar un par de ráfagas antes de que las balas enemigas destrozaran el cristal trasero y golpearan la cola.
—¡Nos entró por detrás! —gritó Rook, interrumpiéndose con un quejido—. Me rozó el hombro. Pero aquí sigo.
Las luces de advertencia de la cabina se encendieron como árbol de Navidad.
—Tenemos fuga de combustible —informó Joe—. Motor derecho perdiendo presión. Temperatura subiendo…
El sonido irregular del motor se convirtió en tos, luego en rugido agónico.
—Apágalo —dijo Martín, sin dudar—. Más vale un motor muerto que uno incendiado.
Joe cortó combustible y accionó los controles. El motor derecho se fue apagando poco a poco, hasta que el hélice quedó girando libre, como molino roto.
La Lucky Linda se ladeó. Martín compensó con el timón y con el motor izquierdo, que ahora tenía que hacer el trabajo de dos.
—¿Hasta dónde crees que lleguemos con uno? —preguntó Luis, a medio camino entre el humor y el miedo.
—Lo suficiente —respondió Martín—. Sólo tenemos que vivir estos dos minutos hasta que lleguen los cazas amigos.
Como si los hubieran invocado, en ese instante, por el lado del sol entraron figuras nuevas: siluetas de cazas con estrellas blancas en las alas.
—Aquí Redtail Uno —sonó la voz de un piloto—. Veo al menos ocho cazas enemigos detrás de ustedes. Vamos por ellos.
—Bienvenidos a la fiesta —respondió Martín—. Nosotros ponemos los fuegos artificiales abajo, ustedes encárguense de los de arriba.
Los cazas aliados se lanzaron sobre los Zeros, trazadoras cruzando el cielo.
La presión sobre la Lucky Linda disminuyó un poco. No del todo. Pero suficiente para que Martín sintiera que, tal vez, tenían una oportunidad.
El regreso fue una mezcla de gloria y pesadilla.
Por un lado, sabían que habían golpeado al convoy más duro de lo esperado. Por otro, la escuadrilla estaba hecha trizas.
De los seis B-25 que habían salido, uno había sido visto estrellarse en el mar tras recibir un impacto directo. Otro había comunicado que se retiraba cojeando hacia otra base, con la mitad de la tripulación herida. Lucky Linda, con su motor muerto y agujeros por todas partes, debía, según cualquier cálculo, ser otro número en la lista.
Pero Martín se negaba a aceptarlo.
—No vamos a caer hoy —dijo, como un mantra—. No hoy.
La radio escupió estática e informes parciales.
—Águila Dos, sobreviviendo. Mucho daño, pero seguimos.
—Águila Cuatro, sin contacto visual con ustedes. Nos separamos en el caos. Veremos si nos alcanza el combustible.
En la cabina, Joe tenía una venda improvisada en la mejilla, hecha con una gasa que se empapaba poco a poco de rojo.
—¿Seguro que estás bien? —insistió Martín.
—Estoy vivo, ¿no? —respondió Joe, encogiéndose de hombros—. Eso ya es más de lo que esperaba hoy.
Luis revisó las cartas, tratando de encontrar la ruta más corta de regreso sin pasar por encima de algún otro nido de artillería.
—Si mantenemos este rumbo y altura, llegamos a Mangura con el tanque literalmente vacío —dijo—. Como, empujando al avión el último kilómetro.
—Acepto —respondió Martín.
En la torreta, Rook respiraba entrecortado.
—Estoy bien —se adelantó a decir—. No me bajen del avión aún. Si aparece un Zero rezagado, quiero estar listo.
—Lo último que necesitamos es un héroe muerto —replicó Jim, desde la cabina de radios—. Pero tampoco necesitamos un hueco en la torreta. Aguanta.
El mar bajo ellos parecía infinite. El sol ya se escondía, dejando el cielo en un tono morado que hacía que fuera difícil distinguir el horizonte.
Lucky Linda avanzaba, arrastrando consigo una estela de humo y combustible evaporado. Cada vibración se sentía como un posible último suspiro.
A mitad de camino, la radio escupió una voz.
—Aquí base Mangura a Águila Uno —dijo—. Reporten estado. Tenemos noticias de cazas enemigos en la zona. Les están preparando una recepción.
Martín apretó los dientes.
—Aquí Águila Uno —respondió—. Traemos un motor, un ala agujereada y un barco menos en el mapa. Aconsejo no salir a recibirnos con banderitas. Mejor manden a sus cazas a otra parte.
La respuesta tardó un poco.
—Entendido, Águila Uno —dijo la voz—. Mantengan rumbo. Tenemos vector de interceptación enemigo. Intentaremos guiar al resto de la escuadrilla lejos de ustedes.
Martín frunció el ceño.
—¿Cómo está el resto? —preguntó.
—Peor que ustedes en algunos casos, mejor en otros —respondió la radio—. Pero les cuento al llegar. Ahora concéntrese en no ahogarse.
Era humor negro, pero humor al fin.
Pasaron otros veinte minutos de silencio tenso.
Y entonces, puntos oscuros se hicieron visibles en el horizonte, a la izquierda.
Martín se tensó.
—¿Amigo o enemigo? —preguntó.
Luis sacó los prismáticos que colgaban junto a la ventanilla.
—Demasiado lejos todavía —respondió—. Pero vienen hacia acá.
La radio volvió a sonar.
—Águila Uno, aquí Águila Cuatro —dijo una voz conocida—. Tenemos tres cazas japoneses siguiéndonos, y creemos que hay otros intentando flanquearnos por su posición.
La discusión se volvió seria y tensa, esta vez en la mente de Martín.
Si mantenían el rumbo directo a Mangura, era posible que se cruzaran con los cazas enemigos que perseguían a Águila Cuatro. Con un motor muerto y sin apenas armas operativas, la Lucky Linda sería un blanco fácil. Por otro lado, si cambiaban de rumbo, corrían el riesgo de perder la única ruta que sabían segura, y el combustible no les daba margen para grandes rodeos.
—Luis —dijo—. Dame una alternativa.
El navegante miró el mapa, el horizonte, el tanque de combustible.
—Podríamos desviarnos diez grados al norte y perder altura —dijo—. Si los cazas están buscando la ruta directa a Mangura, igual pasan por encima sin vernos. Pero es una apuesta.
—Todas son apuestas a esta altura —respondió Martín—. Hagámoslo.
Viró. La Lucky Linda se quejó, pero obedeció.
Unos minutos después, los puntos en el horizonte se hicieron más claros. Luis ajustó los prismáticos.
—Zeros —confirmó—. Tres. Y más atrás veo… otro grupo. Podrían ser los de Águila Cuatro. Otras almas en pena.
Martín pensó rápido.
—Jim —llamó al operador de radio—. ¿Podemos transmitir algo directamente a Águila Cuatro? Algo que los saque de esa ruta.
Jim ajustó diales.
—Puedo intentarlo— dijo—. Pero hay mucha interferencia.
—Hazlo —ordenó Martín—. Diles que cambien rumbo diez grados al sur. Que hay cazas esperándolos de frente.
Jim habló rápido, casi sin respirar, al micrófono.
—Águila Cuatro, aquí Uno —repitió—. Cambien rumbo diez grados al sur. Repito, diez grados al sur. Hay cazas enemigos en su proa.
La radio escupió estática. Luego, la voz de Águila Cuatro, entrecortada:
—Entendido… cambiando… gracias por la invitación al baile.
En el horizonte, Luis vio cómo el grupo lejano, perseguido por los Zeros, empezaba a virar lentamente.
Los cazas, tal vez confundidos, tal vez siguiendo órdenes más antiguas, mantuvieron su rumbo original unos instantes antes de intentar corregir.
Ese retraso, mínimo, fue suficiente.
Como si el cielo hubiera decidido ponerse de su lado por una vez, un grupo de cazas aliados apareció por el flanco opuesto, entrando directamente en la trayectoria de los Zeros.
—Míralos —susurró Luis—. Van a interceptarlos antes de que lleguen a nosotros.
Y así fue.
Desde la cabina de Lucky Linda, vieron rastros de fuego cruzarse en la distancia, aviones girar, uno de los Zeros caer humeando al mar.
Ellos, con el motor muerto y el fuselaje destrozado, pasaron por debajo de esa lucha como un pez cansado que se desliza bajo un remolino de delfines y tiburones.
—¿Lo hicimos? —preguntó Joe.
Martín no respondió hasta que los puntos en el horizonte se hicieron pequeños de nuevo.
—Lo hicimos —dijo—. Y todavía no entiendo cómo.
Cuando la pista improvisada de Mangura apareció por fin bajo las alas de la Lucky Linda, la tripulación entera soltó un suspiro que era mitad alivio, mitad incredulidad.
El aterrizaje fue delicado. Martín tuvo que compensar la potencia desigual del único motor operativo y la resistencia extra del tren de aterrizaje, que no se desplegó del todo bien a la primera. Pero la Linda, fiel hasta el final, aceptó posarse sobre la tierra con un chirrido de neumáticos y un gemido de metal.
Al detenerse, la cabina se llenó de silencio.
—¿Todos enteros? —preguntó Martín por el intercomunicador.
—Más o menos —respondió Rook—. Pero creo que eso cuenta.
—Tengo una historia para mis nietos —añadió Luis—. Si llego a tener nietos. Y si creen que no la estoy exagerando.
—La exageración va por mi cuenta, Sosa —dijo Alex—. Ya te conozco.
Jim soltó una carcajada nerviosa.
—Yo sólo quiero bajar y besar la tierra —dijo—. Aunque sepa a combustible derramado.
En cuanto apagaron el motor y la hélice se detuvo, se abrieron las escotillas.
Personal de tierra corrió hacia el avión con camillas, extintores, herramientas. Los de mantenimiento se llevaron las manos a la cabeza al ver los agujeros: en el ala, en la cola, en la panza. Había secciones donde el metal parecía colador.
—¡Dios mío, Martín! —exclamó el comandante del escuadrón, el mayor Collins, al acercarse—. ¿Cómo diablos esto siguió volando?
Martín bajó por la escalerilla, con las piernas temblorosas.
—Con terquedad —respondió—. Y un poco de suerte.
Mientras los médicos revisaban heridas, mientras los mecánicos hacían inventario del desastre, un oficial de inteligencia llegó con un bloc de notas.
—¿Confirmas dos buques fuera de combate? —preguntó, sin rodeos.
Martín asintió.
—Uno hundiéndose, otro seriamente dañado —dijo—. Tendrán que remolcarlo, si es que pueden. Alex lo puede describir mejor. Vio todo desde la nariz.
Alex, aún con el casco bajo el brazo, se acercó.
—Ese primer barco no regresa —dijo—. Se lo tragó el mar. El segundo… si lo salvan, será milagro.
El oficial anotó.
—Los mensajes de nuestros observadores confirman hundimiento de uno y fuerte daño en otro —añadió—. Y además, su maniobra de desvío por radio le ahorró a Águila Cuatro una emboscada directa. Sus cazas amigos llegaron justo a tiempo. Tiraron a tres Zeros.
Se detuvo, mirando la silueta destrozada de la Lucky Linda.
—Los japoneses que sobrevivan a ese convoy, si es que alguno, no van a creer que un solo B-25 les hizo todo esto en ese estado —dijo—. Los informes van a sonar a cuento.
Martín se encogió de hombros.
—Que se lo tomen como quieran —respondió—. Nosotros sabemos lo que pasó.
Quiso dejarlo ahí. Pero el mayor Collins no lo permitió.
—Lo que pasó, Herrera —dijo el comandante, con una mezcla de regaño y respeto—, es que te pusiste a jugar al héroe con un aparato a punto de desarmarse. Hundiste dos barcos, sí. Pero también arriesgaste a tu tripulación y a ti mismo.
Martín lo miró de frente.
—Con todo respeto, señor —dijo—. También arriesgué a mi tripulación cuando despegué. Y cuando nos acercamos al convoy. Y cuando decidimos no dar la vuelta al primer disparo. En esta guerra, levantar el avión del suelo ya es una apuesta.
La discusión se volvió seria y tensa por un momento.
Collins frunció el ceño… y luego suspiró.
—No puedo discutir eso —admitió—. Y tampoco puedo negar que, gracias a ese “baile”, el convoy no llegará completo a su destino y Águila Cuatro está de vuelta porque usted los sacó de la ruta de los cazas enemigos.
Hizo una pausa, mirando otra vez el avión agujereado.
—No sé cuánto tiempo más este viejo B-25 podrá seguir dando guerra —añadió—. Pero hoy, Herrera, el escuadrón 417 le debe mucho a tu “useless bomber”, como lo llamaban algunos.
Martín sonrió, cansado.
—Tal vez lo pintemos en la nariz —dijo—. “Useless”. Para que no se confundan.
Alex, que escuchaba, soltó una carcajada.
—No, jefe —dijo—. Ya tiene nombre. Y hoy, la “Lucky Linda” nos ganó a todos.
Esa noche, mientras el personal de mantenimiento seguía recorriendo cada agujero, midiendo, discutiendo si valía la pena reparar la Lucky Linda o declararla pérdida total, la tripulación se reunió en la mesa de la cantina improvisada.
No hubo brindis ruidoso ni euforia desbordada. Sólo vasos de café fuerte y unas cuantas sonrisas cansadas.
—Te diré algo —dijo Luis, mirando a sus compañeros—. Cuando les cuente esto a mis sobrinos, van a creer que exagero. Que ningún avión puede hundir dos barcos y encima salvar a otra escuadrilla cojeando con un solo motor.
—Entonces tráelos a ver los agujeros —respondió Rook—. Y a ver nuestras cicatrices.
Joe se tocó la venda en la mejilla.
—Ésta va a ser mi mejor historia de ligue —bromeó—. “¿Ves esta marca? Me la hice en el Pacífico, salpicado de mi copiloto”.
—Qué romántico —dijo Jim, rodando los ojos.
Martín los miró, uno por uno, sintiendo una mezcla de orgullo y alivio.
—Hoy hicimos lo que teníamos que hacer —dijo—. No porque queramos medallas. Sino porque allá afuera, en esa isla, hay gente contando con que hagamos incómoda la vida del enemigo. Aunque sea un poquito.
Se hizo silencio.
—¿Creen que mañana veremos otro convoy? —preguntó Rook.
—Si lo hay —respondió Martín—, espero que le hayan contado a sus amigos la historia de cierta “useless B-25” que no quería caerse.
Rieron, suave.
Nadie dijo en voz alta lo que todos sabían: que el siguiente vuelo podía ser el último. Que la Lucky Linda, aunque la repararan, no era inmortal. Que ellos tampoco.
Pero también sabían que, ese día, habían demostrado algo que valía la pena recordar: que incluso un bombardero medio, agujereado, renqueante, con un motor muerto y medio escuadrón encima, podía cambiar la balanza de una batalla si se negaba a morir sin antes dar su mejor golpe.
Al otro lado del mar, en alguna oficina de mando enemiga, un oficial japonés leería informes confusos sobre un convoy atacado por “varios bombarderos medianos” y cazas aliados. No entendería cómo es que, de entre todas las máquinas que habían sido reportadas dañadas, una en particular, descrita como “gravemente impactada”, había logrado causar tanto daño antes de desaparecer del radar.
Tal vez, con incredulidad, preguntaría varias veces: “¿Están seguros? ¿Un solo B-25 hizo eso?”
Y, con el tiempo, la historia se deformaría, exagerándose en fogatas y reuniones. Algunos dirían que era un mito. Otros, que se trataba de propaganda.
En Mangura, sin embargo, cada vez que alguien pasaba junto al fuselaje remendado de la Lucky Linda, se detenía un segundo. A veces, le daba una palmadita al metal. Otros, sólo la miraban con respeto.
No todos los héroes tenían que parecerlo.
A veces, las máquinas y las personas aparentemente más comunes eran las que, en el momento justo, decidían no serlo.
Y el mar, testigo silencioso, guardaba para sí el eco de dos explosiones, el rugido de un motor solitario y la sombra de un B-25 agujereado que se alejaba cojeando, habiendo hecho mucho más de lo que cualquier enemigo estaba dispuesto a admitir.
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