En la inauguración de mi restaurante, mi madre gritó ante todos: “Ojalá nunca hubieras nacido”; seis meses después volvió llorando con una verdad que lo cambió todo
El olor del pan recién horneado era lo único que me mantenía en el presente.
Pan de masa madre, mantequilla con limón, romero tostado. Un perfume que había imaginado durante años, incluso en las noches en que trabajaba doble turno y volvía a casa con los pies hinchados y la cabeza llena de cuentas.
Aquella noche, por fin, todo era real.
La madera del bar brillaba con luz cálida. Las copas alineadas parecían pequeñas promesas. En la pared principal, el letrero con letras de cobre decía Lumbre. Mi restaurante. Mi riesgo. Mi orgullo.
Y aun así, yo temblaba.
No por el público. No por los críticos gastronómicos que se paseaban con libretas y sonrisas profesionales. No por los inversionistas que me estrechaban la mano como si siempre hubieran creído en mí.
Temblaba por una razón más simple y más antigua:
Mi madre estaba ahí.
La vi desde la cocina, quieta cerca de la entrada, con el abrigo oscuro que se ponía cuando quería parecer impecable. Tenía el mismo rostro de siempre: hermoso, rígido, como si la alegría fuese un gesto que había olvidado ensayar.
A su lado estaba Mara, mi hermana mayor, con su vestido claro y su mirada que lo medía todo. Mara sonreía al mundo como si fuera dueña de él.
Yo me obligué a respirar.
—Esta noche es tuya —me susurró Nico, mi jefe de cocina, empujándome suavemente hacia la sala—. No de ellos.
Asentí, pero mi garganta no obedecía del todo.
La música se suavizó. Una mesera tocó una copa con una cucharita para llamar la atención. El murmullo del salón bajó como una marea.
—Unas palabras de la chef y propietaria —anunció alguien, y de pronto cien rostros se giraron hacia mí.
Caminé hasta el centro con una sonrisa aprendida. El micrófono estaba frío.
—Gracias por venir… —comencé, y me sorprendió escuchar mi voz firme—. Lumbre nació de muchas cosas: de trabajo, de caídas, de volver a levantarme. Quise crear un lugar donde la comida sea memoria y también futuro…
Los aplausos fueron correctos, amables. Vi cámaras. Vi flashes. Vi manos levantando copas.
Y entonces, como si el aire se cortara con una tijera invisible, escuché una voz que no pertenecía a la celebración.
—¡Basta!
La palabra atravesó el salón como un plato que se rompe.
Mi madre se adelantó un paso.
—Mamá… —dije en automático, apenas sin sonido.
Ella no se detuvo. Su cara estaba tensa, demasiado tensa, como si estuviera luchando contra algo que quería saltar de su pecho.
—Mírenla —dijo, señalándome con una mano rígida—. Mírenla ahí, como si fuera una gran historia de éxito.
Un silencio grueso cayó sobre todos. Incluso la música pareció avergonzarse.
Yo sentí que las piernas se me aflojaban.
—Por favor, no… —susurré.
Pero mi madre subió la voz, como si necesitara asegurarse de que cada persona, cada oído, cada cámara la registrara.
—¡Ojalá nunca hubieras nacido!
Hubo un sonido colectivo: respiraciones cortadas, sillas moviéndose, una copa apoyada demasiado fuerte sobre una mesa.
Yo no reaccioné. No podía.
Porque, aunque esas palabras eran nuevas, el sentimiento que las sostenía no lo era.
Me ardieron los ojos, pero no lloré. No ahí. No frente a todos.
Mara dio un paso, fingiendo sorpresa.
—Mamá, ¿qué estás diciendo? —preguntó con una voz demasiado perfecta, diseñada para parecer preocupada.
Mi madre me miró como si yo fuera una traición.
—Lo que tenía que decir —escupió—. Ya está.
Y se dio la vuelta, caminó hacia la salida y desapareció en la noche.
El salón quedó suspendido en un espanto educado. Algunas personas intentaron reír nerviosas. Otras bajaron la mirada, como si hubieran presenciado algo que no se debe mirar.
Nico se acercó a mí, muy cerca.
—Respira —me dijo—. Solo respira.
Yo asentí, pero el aire era como vidrio.
El evento continuó a trompicones. Alguien aplaudió demasiado fuerte para romper la tensión. Un crítico me dijo “qué valiente”, como si yo hubiera planeado aquella escena. Un inversionista evitó hablar de “ambiente familiar”.
Esa noche, cuando el último cliente se fue y el último plato estuvo lavado, me senté en el suelo de la cocina, con la espalda contra el horno todavía tibio.
Miré mis manos, manchadas de harina.
Y me pregunté, por primera vez en años, si alguna vez dejaría de desear una madre distinta.
Seis meses antes: lo que nadie veía
La gente cree que los sueños nacen de la inspiración. No es cierto.
Los sueños, casi siempre, nacen de la necesidad.
Yo crecí en un departamento pequeño donde las palabras eran más afiladas que los cuchillos. Mi madre no era cruel todo el tiempo; era… controladora, y cuando algo escapaba de su control, su cariño se convertía en reproche.
—¿Por qué no puedes ser como tu hermana? —era su pregunta favorita.
Mara era orden. Mara era éxito. Mara era el tipo de persona que sabía hablar en reuniones, vestir para impresionar y ganar el favor de cualquiera.
Yo era la que cocinaba para calmarse.
Cuando tenía quince años, descubrí que el sonido de una cebolla chisporroteando en aceite podía ahogar una discusión. Que amasar pan podía convertir el miedo en algo que se puede sostener. Que un caldo lento, paciencia, podía enseñarme algo que mi casa no me enseñaba: cuidado.
Mi madre lo vio como una fase.
—La cocina es un hobby —decía—. Estudia algo serio.
Mara repetía lo mismo, con una sonrisa condescendiente.
—La vida no es un programa de televisión, Valeria.
Yo seguí cocinando igual. A escondidas. Con terquedad.
El día que conseguí mi primer trabajo en un restaurante, llegué a casa con el uniforme doblado y un brillo imposible de esconder.
Mi madre no celebró.
—No te ilusiones —dijo—. La gente como tú se quema rápido.
No era una maldición. Era, para ella, una predicción lógica.
Y sin embargo, aquí estaba yo años después, inaugurando Lumbre.
Y aquí estaba ella, destruyéndolo frente a todos.
Después de la humillación
Al día siguiente, mi teléfono explotó.
Mensajes de gente que había estado en la inauguración: “¿Estás bien?”, “No le hagas caso”, “Qué fuerte lo que pasó”.
Uno de los críticos publicó una reseña que empezaba con: “Hay restaurantes que nacen con fuego, pero pocas veces el fuego es literal”.
La frase se volvió una especie de chiste elegante en redes. A la semana, ya había videos con música dramática, titulares exagerados y comentarios de desconocidos que opinaban sobre mi vida como si fuera un espectáculo.
Y yo… yo trabajaba.
No por orgullo. Por supervivencia.
Abría Lumbre cada tarde con una sonrisa medida. Caminaba por el salón sin mostrar grietas. Saludaba mesas. Probaba salsas. Ajustaba el menú. Pagaba nóminas. Respondía reseñas.
Por dentro, sin embargo, vivía con una pregunta clavada:
¿Por qué lo hizo?
Mi madre jamás había sido tierna, pero aquello… aquello no fue un comentario hiriente en la cocina de casa. Fue un incendio público.
Intenté llamarla una vez. Una sola.
No contestó.
Mara sí me escribió.
Mara: No dramatices. Mamá está sensible. Déjale tiempo.
Era su manera de decir: “Acepta esto, trágatelo, como siempre”.
No respondí.
Empecé a dormir poco. No por el trabajo —eso era normal— sino porque mi cabeza repetía la escena con crueldad: su dedo acusándome, su voz elevándose, las caras de la gente.
Nico lo notó.
—No la dejes instalarse en tu cabeza —me dijo una madrugada, cuando revisábamos inventario—. Si lo hace, te cobra renta para siempre.
Yo sonreí con cansancio.
—¿Y cómo se saca alguien de adentro?
Él me miró sin bromas.
—Con verdad —dijo—. Aunque duela.
Pero yo no tenía verdad. Solo tenía una herida y un silencio.
Así pasaron los meses.
Lumbre creció.
Y yo aprendí algo extraño: el éxito no cura una traición. A veces solo la ilumina.
Seis meses después: el golpe en la puerta
Era martes, llovía fino, y yo estaba cerrando cuando vi una figura en la calle.
No entró por la puerta principal. Fue hacia la lateral, la de proveedores, la que casi nadie usa. Como si no quisiera ser vista.
Cuando abrí, ahí estaba.
Mi madre.
Parecía más pequeña. No frágil, no humilde, pero sí… desgastada. Los ojos hinchados, el cabello menos perfecto. Sostenía su bolso con ambas manos, como si fuera un salvavidas.
—Valeria —dijo.
Yo no respondí. La miré, esperando el truco, el reproche, el teatro.
Ella tragó saliva.
—Necesito hablar contigo.
Mi primer impulso fue cerrar la puerta.
Mi segundo impulso fue recordar que yo no quería vivir reaccionando como una niña herida.
Así que abrí más, pero no la invité a entrar.
—Aquí no —dije—. Ya cerramos.
—Entonces afuera —susurró—. Solo… cinco minutos.
Miré el callejón húmedo. Escuché el motor lejano de un camión. Sentí mi corazón golpeando con memoria.
—Habla —dije.
Mi madre respiró como si le costara.
—Lo que dije ese día… —empezó.
Yo levanté una mano.
—No. No repitas la frase. Ya la escuché suficiente.
Ella apretó la mandíbula, y por un segundo vi a la misma mujer orgullosa. Pero algo la rompió.
—No fui yo —dijo, y su voz se quebró al final—. No… no del todo.
Me quedé quieta.
—¿Qué significa eso?
Mi madre miró a los lados, como si alguien pudiera salir de las sombras.
—Ese día, antes de la inauguración… Mara me llevó a ver a alguien.
El nombre de mi hermana en su boca sonó como una puerta que se abre a un cuarto oscuro.
—¿A quién? —pregunté.
Mi madre cerró los ojos.
—A un hombre. Un abogado. Uno que… trabaja con ella desde hace tiempo.
Sentí un frío subir por mi espalda.
—¿Por qué?
Mi madre me miró, y por primera vez no vi superioridad. Vi miedo.
—Porque hay papeles, Valeria. Papeles de tu padre.
La palabra “padre” me golpeó. Él había muerto hacía dos años, dejando más huecos que respuestas.
—Mara dijo que tú… —Mi madre titubeó—. Que tú ibas a destruirnos. Que ibas a quitarnos todo si te dejaban crecer.
Yo solté una risa corta, incrédula.
—¿Quitarte qué? Yo no he pedido nada.
Mi madre se llevó una mano a la frente.
—Eso fue lo que yo dije. Pero Mara… Mara tenía pruebas. O eso aseguró. Y ese abogado… —tragó saliva— dijo que si tú te volvías visible, si Lumbre se hacía grande, alguien iba a venir por la casa.
La casa.
La casa familiar, el único símbolo que mi madre cuidaba como si fuera su identidad.
—¿Alguien quién? —pregunté.
Mi madre apretó el bolso.
—Un socio antiguo de tu padre. Una deuda vieja. Yo no entendí todo. Solo entendí esto: si tú brillabas, si la prensa te miraba, te convertirías en un blanco.
Yo la miré sin parpadear.
—¿Y tu solución fue… destruirme públicamente?
Mi madre se estremeció como si le hubieran dado un golpe.
—Me dijeron que era la única forma de protegerte.
La frase quedó flotando, absurda, casi ofensiva.
Protegerme… humillándome.
—¿Quién te lo dijo? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Mi madre susurró:
—Mara.
Sentí un ruido sordo dentro de mí, como una pieza encajando a la fuerza.
Porque de repente todo tenía un perfume familiar: el de las historias que Mara armaba para quedar limpia, el de las alarmas que mi madre obedecía para no perder su zona de control.
—¿Y por qué vienes ahora? —pregunté, sin suavidad—. ¿Qué cambió?
Mi madre levantó la mirada. Tenía los ojos rojos.
—Porque se fue la luz en la casa… —dijo, y luego sacudió la cabeza, como si esa imagen la llevara al borde—. No, no es eso. Perdón. Estoy… confundida.
Se obligó a enfocarse.
—Cambió que el abogado llamó hoy. No el mismo. Otro. Uno nuevo.
—¿Por qué habría un abogado nuevo?
Mi madre respiró hondo.
—Porque el anterior renunció.
Esa frase me hizo sentir una curiosidad peligrosa.
—¿Renunció por qué?
Mi madre me sostuvo la mirada.
—Porque encontró algo que Mara escondió.
El callejón se sintió más estrecho.
—¿Qué encontró?
Mi madre tragó saliva, y su voz salió como un hilo:
—Que Lumbre… que este restaurante… está construido sobre una propiedad que no era de Mara.
Me quedé inmóvil.
—¿Qué estás diciendo?
Mi madre dejó escapar un sollozo, como si cada palabra la desgarrara.
—Tu padre dejó un documento. Un documento que te nombra a ti. No a Mara. A ti.
El aire se me fue.
La cabeza me zumbó, pero esta vez no era de dolor: era de incredulidad.
—No —susurré—. Eso no tiene sentido.
—Sí lo tiene —dijo mi madre, y por primera vez su voz no sonó como ataque, sino como urgencia—. Tu padre me lo ocultó. Y Mara… Mara lo encontró antes que yo. Por eso te odió más. Por eso quería que fracasaras.
Yo sentí que el mundo se inclinaba.
—¿De qué documento hablas?
Mi madre sacó del bolso un sobre doblado, manoseado.
—Esto llegó hoy a casa —dijo—. Alguien lo dejó en el buzón. Sin remitente.
Me lo tendió con manos temblorosas.
Yo lo tomé, sin abrirlo aún.
—¿Y tú qué quieres? —pregunté, porque la desconfianza ya vivía en mí.
Mi madre bajó la mirada.
—Quiero que me creas. Quiero… —se le quebró la voz— …que no me dejes afuera otra vez.
Yo apreté el sobre.
—Tú me dejaste afuera primero.
No fue un grito. Fue un hecho.
Mi madre cerró los ojos, como si lo aceptara.
—Lo sé.
Y de repente, por primera vez en mi vida, verla dolida no me dio alivio. Me dio tristeza.
Porque el dolor no borra lo que pasó.
Pero puede explicar por qué.
Miré el sobre y, con manos firmes, lo abrí ahí mismo.
Dentro había copias de documentos y una carta breve, escrita a mano. La letra me golpeó como una ola: era la de mi padre.
“Valeria: si estás leyendo esto, es porque la verdad ya no se puede esconder. Perdóname por el silencio. No quise que tu vida fuera rehén de mis errores.”
Tragué saliva.
La carta continuaba:
“La casa, los terrenos y el local donde tú soñabas abrir un lugar… todo eso quedó a tu nombre. No por preferir a una hija sobre otra, sino porque tú fuiste la única que nunca quiso usarlo como arma.”
Sentí que el pecho se me cerraba.
Mi madre me miraba como si yo fuera un jurado.
La carta terminaba con una frase que me dejó sin aire:
“Si alguien intenta arrancarte el sueño, recuerda: no se defiende con gritos. Se defiende con pruebas.”
Levanté la vista.
—Mara sabía —dije, más para mí que para ella.
Mi madre asintió, derrotada.
—Sí.
—Y te usó a ti —murmuré.
Mi madre apretó los labios.
—Sí.
Miré el callejón, la lluvia, la puerta metálica del restaurante.
Y entendí algo: la escena de la inauguración no fue un estallido espontáneo.
Fue una estrategia.
Una puesta en escena para destruir mi reputación, asustar a inversionistas, alejar aliados y, sobre todo, dejar una idea instalada:
Yo no tenía respaldo. Yo estaba sola.
Mara quiso que el mundo lo creyera.
Y mi madre, por miedo, le prestó su voz.
La rabia me subió lenta, peligrosa, como fuego que aprende a respirar.
—¿Dónde está Mara ahora? —pregunté.
Mi madre dudó.
—En la casa. Dice que… que va a “arreglar las cosas”. Pero yo ya no sé qué significa eso con ella.
Guardé la carta con cuidado.
—Entonces esto no termina aquí —dije.
Mi madre me miró, asustada.
—¿Qué vas a hacer?
Yo respiré hondo, sintiendo el olor del pan, el metal, la lluvia.
—Voy a dejar de huir —respondí—. Y tú… si de verdad viniste por la verdad, vas a tener que aguantar verla.
La cena que se volvió juicio
Dos noches después, nos reunimos en la casa familiar. No para celebrar. Para enfrentar.
Mara nos esperaba en la sala, perfectamente arreglada, como si la elegancia pudiera ser un escudo. En la mesa, había carpetas. Copias. Un intento de control.
Cuando me vio entrar, su sonrisa se tensó.
—Vaya —dijo—. La estrella del drama.
Mi madre se quedó atrás, nerviosa. Yo avancé sin prisa.
—No vine a pelear —dije—. Vine a escuchar cómo explicas esto.
Puse sobre la mesa la carta de mi padre y las copias.
Mara ni siquiera bajó la vista.
—Eso no prueba nada —dijo—. Papá estaba confundido al final.
—La carta es solo carta —respondí—. Pero los documentos están registrados.
Mara chasqueó la lengua.
—¿Y por eso haces todo este show? ¿Por un papel? Tú no sabes manejar un patrimonio. Apenas puedes manejar un restaurante sin convertirlo en novela.
Mi madre dio un paso.
—Mara… basta.
Mi hermana giró la cabeza, sorprendida.
—¿Tú también? ¿Ahora vas a defenderla?
Mi madre tragó saliva, y su voz salió temblorosa, pero firme:
—Te creí. Y me usaste. Me hiciste decir cosas… horribles.
Mara la miró como si fuera una traidora.
—Lo hice por nosotros.
—No —dije, cortante—. Lo hiciste por ti.
Por primera vez, vi un destello de rabia auténtica en Mara.
—Tú no entiendes lo que papá dejó —dijo—. Dejó deudas. Dejó gente buscando dinero. ¿Sabes cuántas noches yo me quedé despierta arreglando su desastre? ¿Sabes cuántas veces mamá iba a perder la casa?
Miré a mi madre. Ella bajó la mirada.
Yo volví a Mara.
—¿Y tu plan fue destruirme para taparlo?
Mara apretó los dientes.
—Mi plan fue evitar que te metieras en algo que no puedes sostener.
—Mi plan —dije, acercándome— es que no vuelvas a usar mi nombre como herramienta.
Mara soltó una risa fría.
—¿Qué vas a hacer? ¿Demandarme? ¿Echarme de la casa? ¿Te hace sentir poderosa?
La palabra “poderosa” me rozó como un insulto disfrazado.
Yo respiré.
—No necesito sentirme poderosa —dije—. Necesito que deje de repetirse lo mismo: tú decidiendo quién merece existir.
Mi madre soltó un sollozo pequeño.
Mara miró hacia otro lado, como si el llanto le diera alergia.
—¿Entonces? —dijo—. ¿Qué quieren?
Saqué una hoja: una propuesta, escrita con ayuda de un asesor legal al que Nico me había recomendado. Nada exagerado. Solo claro.
—Quiero que firmes un acuerdo de no interferencia —dije—. No con mi restaurante, no con mis cuentas, no con mi reputación. Y quiero una declaración donde admitas que lo de la inauguración fue una acción planificada.
Mara abrió los ojos, indignada.
—Jamás.
Mi madre, sorprendiendo incluso a sí misma, dio un paso al frente.
—Si no firmas… —dijo, y su voz tembló— …yo firmaré mi parte de la verdad.
Mara se quedó muda un instante.
—¿Estás amenazándome?
Mi madre tragó saliva.
—Estoy intentando ser madre por primera vez.
Ese silencio fue más fuerte que cualquier grito.
Mara miró a mi madre, luego a mí, y entendí que estaba calculando. Siempre calculaba.
—Si hago eso, me destruyes —dijo, y su voz por fin mostró algo humano: miedo.
Yo la miré sin odio.
—No quiero destruirte —dije—. Quiero que pares.
Mara apretó los labios.
—Y tú, mamá… —susurró— ¿de verdad vas a ponerte de su lado?
Mi madre se secó una lágrima, firme.
—No es su lado. Es el lado de lo que es real.
Mara se quedó mirando los papeles.
Por primera vez, su máscara no encontraba dónde apoyarse.
Finalmente, tomó la pluma.
—Esto no significa que te perdone —murmuró.
Yo la observé.
—Yo no te pedí perdón —respondí—. Te pedí límites.
Firmó.
Y cuando la tinta tocó el papel, sentí algo extraño: no triunfo. No venganza.
Solo espacio.
La última conversación
Esa noche, cuando Mara subió a su habitación, mi madre y yo nos quedamos en la cocina. La misma cocina donde yo, de adolescente, cortaba verduras para sobrevivir al ambiente.
Mi madre se sentó y se cubrió la cara con las manos.
—Lo arruiné —susurró.
Yo no respondí de inmediato. Me serví agua, bebí.
—Sí —dije al fin—. Lo arruinaste.
Ella bajó las manos, esperando el golpe final.
Pero yo respiré y añadí:
—Y aún así… viniste. No para gritar. Para decirme la verdad. Eso cuenta.
Mi madre lloró en silencio.
—No supe cómo ser tu madre —dijo—. Y cada vez que veía que podías ser feliz sin mí… me daba miedo.
Yo la miré, cansada.
—El miedo no justifica lo que hiciste.
—Lo sé —dijo—. Solo… quiero aprender a no repetirlo.
La cocina olía a café viejo y lluvia en la ventana.
—No te prometo perdón rápido —dije—. Pero puedo prometer algo: no voy a seguir viviendo para convencerte de que merezco existir.
Mi madre asintió, derrotada, y esa derrota fue… necesaria.
—¿Puedo ir a Lumbre algún día? —preguntó, casi en un susurro—. Como cliente. Sin escena.
Yo la miré largo.
—Cuando estés lista para entrar sin querer controlar la puerta —respondí—. Sí.
Ella cerró los ojos y asintió.
Epílogo: seis meses después de los seis meses
Algunos clientes todavía recordaban “aquella inauguración”. Algunos aún susurraban cuando me veían. Pero Lumbre siguió encendido.
Porque un restaurante no vive de una escena. Vive de constancia.
Un sábado por la tarde, vi a mi madre entrar por primera vez desde aquella noche. No llevaba abrigo oscuro. No buscó cámaras. Se sentó sola, cerca de la ventana, y esperó.
Yo no fui enseguida. Le di tiempo.
Luego me acerqué con una jarra de agua.
—Buenas tardes —dije, profesional.
Ella levantó la vista, con los ojos más tranquilos.
—Buenas tardes, Valeria.
No sonó perfecto. No sonó como en las películas.
Sonó real.
Y por primera vez, eso fue suficiente para que el aire no doliera.
Cuando volví a la cocina, Nico me miró desde la estación de salsas y levantó una ceja.
—¿Todo bien?
Yo asentí.
—No es fácil —dije—. Pero por fin es verdad.
Nico sonrió.
—Entonces cocinamos con eso.
Y cocinamos.
Porque algunas heridas no desaparecen.
Pero se transforman.
Se vuelven límites, claridad, y —si la vida se atreve— un tipo nuevo de familia: la que ya no se sostiene en gritos, sino en responsabilidad.
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