En la fiesta de Navidad, su marido y sus suegros ignoraron a la esposa embarazada para deshacerse en atenciones con la amante, pero al amanecer ella ya tenía un plan que cambió la familia para siempre


Si me hubieras preguntado hace un año qué esperaba de la Navidad, te habría dicho algo simple:

Un árbol torcido pero lleno de luces, comida de sobra, algún villancico desafinado… y mi familia alrededor de la mesa, mirándome la barriga con ilusión.

Lo que tuve fue un árbol perfecto, una mesa impecable, un vestido carísimo en el cuerpo de otra mujer… y la certeza, en medio de una fiesta de Navidad, de que mi marido y sus padres habían cerrado filas a mi alrededor como si yo fuera un estorbo.

Ah, y estaba embarazada de treinta y dos semanas.

Me llamo Clara, tengo treinta y uno, y esta es la historia de cómo aquella noche, en casa de mis suegros, la discusión se volvió tan seria que, al amanecer, ya no quedaba nada del matrimonio que yo creía tener.


1. Antes de la Navidad perfecta

Cuando conocí a David, yo tenía veinticuatro años y un corazón que todavía creía que el amor verdadero se parecía a las comedias románticas.

Él era encantador, atento, de esos que te abren la puerta del coche y se acuerdan de cómo tomas el café a la segunda cita.

En aquel entonces, trabajábamos en la misma empresa: él en ventas, yo en administración. Desde el principio pude ver que David brillaba en las reuniones. Sabía usar las palabras correctas, la sonrisa exacta, el elogio justo.

A mí me parecía admirable.

Mis amigas, en cambio, solían decirme:

—Ten cuidado, Clara, los hombres demasiado encantadores a veces se creen inmunes a las consecuencias.

Yo me reía.

—No seas exagerada —respondía—. No todo el mundo es un lobo disfrazado.

Durante los primeros años, David fue el marido que todas envidiaban.

Me traía flores sin motivo, cocinaba los domingos, se llevaba bien con mi madre, hacía reír a mis sobrinos. Teníamos un piso pequeño pero acogedor y planes de “algún día” que sonaban bonitos: una casa más grande, viajes, quizá un bebé cuando “todo estuviera en su sitio”.

Ese “algún día” llegó el mismo año en que la empresa lo ascendió.

Una cosa que debes saber de David: cuando algo le sale bien, inmediatamente necesita subir un escalón más. Nunca es suficiente.

El ascenso trajo más dinero… y más horas fuera de casa.

También trajo algo más: una serie de cenas de empresa, viajes de trabajo y compañeros nuevos de los que yo apenas escuchaba nombres sueltos.

Entre esos nombres había uno que se repetía con cierta frecuencia:

Lucía.

—Lucía esto, Lucía lo otro —decía—. Es buenísima con los clientes. Es una máquina vendiendo. Si no fuera por ella, la cuenta de la constructora se nos habría ido.

Yo asentía, sin pensar demasiado.

En mi ingenuidad, lo veía como parte del equipo.

No como a la mujer que, meses después, se plantaría en la cena de Navidad de su familia sin que nadie se atreviera a decirme quién era realmente.


2. Dos rayitas rosas y muchas señales rojas

Encontrarme embarazada fue la primera sorpresa del año.

No estábamos “buscando”, pero tampoco nos cuidábamos con demasiada disciplina.

Un domingo por la mañana, con varios días de retraso, me hice la prueba en el baño.

Dos rayitas rosas.

Recuerdo que me quedé sentada en el borde de la bañera, con el test en la mano, el corazón desbocado y una mezcla rara de miedo y alegría.

Cuando se lo dije a David, sonrió.

No fue la sonrisa luminosa de las películas.

Fue una sonrisa… contenida.

—Vaya —dijo—. Es… pronto, pero bueno, ya está, ¿no?

—¿No te alegra? —pregunté.

Me abrazó.

—Sí, claro —respondió—. Solo… tenemos que organizarnos. Ahora tengo muchos proyectos en marcha, pero nos apañaremos.

“Nos apañaremos”.

No era la respuesta que yo habría elegido, pero decidí no darle vueltas.

Mi madre, en cambio, lloró de emoción.

Mis suegros, Marcos y Elena, también dijeron todas las frases de manual:

—Qué ilusión, un nieto.
—Ahora sí que eres parte de la familia, Clara.
—Verás cómo se te cambia la cara.

La cara se me cambió, sí.

Entre náuseas, mareos y un cansancio que nunca había conocido.

David, en esos primeros meses, se movió entre la preocupación genuina y una especie de incomodidad que no supe leer del todo.

—No te quiero ver estresada —decía, pero luego llegaba tarde casi todas las noches.

—Me encantaría ir a la ecografía, pero tengo una reunión que no puedo mover —prometía, y yo lo veía salir con la corbata mal ajustada mientras me quedaba mirando la foto borrosa del bebé en blanco y negro, sola.

Empecé a notar cosas que, vistas ahora, eran alarmas con sirena:

Mensajes que contestaba en el baño, con la puerta cerrada.

Risas con el móvil en la mano que se apagaban cuando yo entraba en la habitación.

Comentarios sueltos de “voy a tomar algo con la gente de la oficina, no te quedes esperándome”.

La primera vez que escuché el nombre de Lucía fuera del contexto de “compañera” fue una noche, con David medio dormido, el móvil vibrándole en la mesita.

La pantalla se encendió un segundo y alcancé a ver:

Lucía 👠: “¿Llegaste bien? Espero que el taxi no se haya sentido celoso 😉”

Un emoticono de tacón.

No una carita neutra.

No un simple nombre.

Un tacón.

Podrás decir que es una tontería, pero un tacón dice más que diez frases.

Me quedé helada.

No desbloqueé el teléfono.

No hice captura.

No desperté a David para interrogarlo.

Hice lo que muchas hacemos cuando no estamos listas para ver la verdad:

Guardé la imagen en el fondo de la mente y la cubrí con excusas.

“Será una broma inocente.”

“Seguro que él no sigue el juego.”

“Estoy sensible por el embarazo.”

Me mentí tan bien que casi me creo.

Hasta la cena de Navidad.


3. La invitación de los Serrano

Cada año, los padres de David organizaban una gran cena de Navidad en su casa.

No hablo de una reunión informal.

Hablo de una producción.

Árbol gigante, adornos coordinados, mantel blanco que solo se usaba una vez al año, copas de cristal finísimo, platos que había que lavar a mano, música suave de fondo, fotos familiares en la chimenea.

Mi suegra se tomaba la cena como un examen social.

—Es la única noche en que los tres hijos pueden estar juntos —decía—. Quiero que todo salga perfecto.

David tiene dos hermanos menores: Sergio, casado con Julia, y Laura, soltera y eternamente comparada con los demás.

Ese año, la cena tenía un plus: era la primera Navidad con un nieto en camino.

Yo estaba de treinta y dos semanas.

La barriga ya no se podía esconder.

Elena insistió en que me comprara un vestido nuevo.

—Para la foto —dijo—. Algo elegante, que se vea la tripita bonita.

Lo eligió ella.

Rojo oscuro, ceñido, con un escote un poco más pronunciado de lo que yo habría elegido normalmente.

—Estás guapísima —dijo, cuando salí del probador.

David me miró.

—Sí, estás muy bien —admitió, pero con un brillo raro en los ojos que no supe descifrar.

La noche de la cena, llegamos a casa de mis suegros con una caja de turrones y una sonrisa diplomática.

Habíamos discutido en el coche porque él, otra vez, había llegado tarde de “una comida de trabajo que se alargó”.

—¿Con quién estabas? —pregunté.

—Con los de siempre —respondió, mirando el móvil—. No empieces, Clara, por favor. Hoy no.

Al abrirse la puerta, el olor a asado, a canela y a vino caliente me abofeteó.

El salón estaba lleno de luces, risas y gente.

—¡La mamá del año! —gritó Elena, dándome un abrazo aparatoso—. ¡Mira esa barriga! —y le dio un beso en la mejilla a David.

—Ya casi estáis listos para estrenarnos de abuelos —añadió Marcos, palmeando el hombro de su hijo.

Sergio y Julia llegaron poco después.

Luego Laura, con su novio nuevo.

Cuando creí que ya estaban todos, sonó el timbre otra vez.

—Ay, debe ser Lucía —dijo Elena, arreglándose el pelo frente al espejo de la entrada.

Sentí un pequeño salto en el corazón.

“Lucía”.

No “los tíos”.

No “los vecinos”.

Lucía.

—¿Lucía? —pregunté, tratando de sonar casual—. ¿La compañera de David?

—Bueno, ya es más que “compañera” —intervino Marcos, guiñándole un ojo a David—. Mañana se van a Mar del Plata por trabajo, ¿no? Mejor que pase la noche con nosotros y así no tiene que irse sola a casa tan tarde.

Fue como si me hubieran tirado un vaso de agua helada en la cara.

David no me había dicho nada de un viaje.

Ni una palabra.

“Por trabajo”.

“Con Lucía”.

Y, al parecer, con la bendición de sus padres.

La puerta se abrió.

Ella entró como si fuera la protagonista de una película.

Lucía era todo lo que yo, en ese momento, no me sentía.

Alta, delgada, tacones imposibles, pelo suelto perfectamente ondulado, un vestido negro corto que dejaba ver piernas sin una sola vena azul.

Su perfume llenó la entrada.

—¡Buenas noches! —dijo, con una sonrisa que habría convencido a cualquier jurado—. Ay, perdón por llegar tan justo de hora, el taxi se perdió.

Elena la abrazó como si fuera una hija perdida.

—Estás preciosa, cariño —dijo—. Pasa, pasa, que te presento a todos.

“Cariño”.

Yo estaba a medio metro, con mi vestido rojo y mis pies hinchados.

Lucía me lanzó una mirada rápida.

Una mirada que contenía reconocimiento y evaluación al mismo tiempo.

Sabía quién era yo.

El problema es que actuó como si eso fuera un dato secundario.

—Ya os conocéis, ¿no? —intervino David, nervioso—. De alguna comida…

—No, no creo —dijo ella—. Pero por fin pongo cara a la famosa Clara.

La famosa.

No “la esposa”.

No “la madre del hijo de David”.

La famosa.

Me tendió la mano.

Su piel estaba tibia, sus uñas impecables.

—Encantada —dijo—. He oído mucho de ti.

Yo le estreché la mano.

—Lo mismo digo —respondí—. También he oído tu nombre… muchas veces.

Lo dije con una sonrisa neutra, pero ella pareció captar algo más.

Sus ojos se afilaron un segundo.

Luego, se giró hacia Elena.

—¿Te ayudo con algo, sue… Elenita? —corrigió, con una risa que a los demás les pareció encantadora.

A mí me sonó a ensayo.


4. Invisible en la mesa de Navidad

La cena empezó.

Éramos nueve alrededor de la mesa.

Lucía se sentó a la derecha de David.

Yo, a su izquierda, pegada a la pared.

“Para que no te levantes tanto”, había dicho Elena.

En la práctica, significaba que, si quería salir, debía pedirle a media mesa que se moviera.

Desde el primer brindis, quedó claro que aquella noche había dos estrellas:

Lucía… y David.

—Brindemos por el ascenso de David —dijo Marcos—, que ha puesto en alto el apellido.

—Y por lo que vendrá —añadió Lucía, levantando la copa—. Porque el año que entra está lleno de proyectos, ¿verdad?

Se miraron un segundo.

Un segundo demasiado largo.

Yo jugueteé con mi vaso de agua.

—¿Qué proyectos? —pregunté, intentando mantener la voz neutral.

—Lo del viaje, amor —respondió David, sin mirarme—. Te conté que igual salía algo con la cuenta de Mar del Plata.

No. No me lo había contado.

Pero ¿qué más daba, si al parecer era la única en la mesa que llevaba la cuenta de sus silencios?

—Ah, sí —mentí—. Es verdad.

Elena aprovechó para volverse hacia Lucía.

—Y tú, ¿vas a acompañarlo siempre a estas cosas? —preguntó—. Porque en esta casa tienes tu plato asegurado.

“Tu plato asegurado”.

Yo me comía el mío despacio, intentando que los trozos de carne no se fueran directo al nudo que tenía en la garganta.

Cada vez que Lucía hablaba, los demás reían, asentían, la miraban con atención.

Cada vez que yo intentaba decir algo —una anécdota del embarazo, un comentario sobre la comida, una pregunta— la conversación seguía por encima, como si mi voz se diluyera.

Ni siquiera mis suegros parecían recordar que su nieto venía en camino.

El único momento en que el tema del bebé salió a flote fue cuando Julia, la esposa de Sergio, preguntó:

—¿Ya habéis pensado en el nombre?

Yo sonreí.

Por fin, algo de lo que podía hablar.

—Sí —respondí—. Habíamos quedado en…

—Todavía no lo tenemos claro —interrumpió David—. Ya lo veremos más adelante.

Le miré, confundida.

Hacía una semana, en la intimidad del salón, habíamos hablado de nombres.

Habíamos incluso discutido porque él quería uno y yo no lo veía.

Ahora, de cara a su familia, prefería dejarlo en un “ya veremos”.

—Es que hay que verlo con tiempo —añadió Lucía, bebiendo un sorbo de vino—. Un nombre marca mucho. No se puede decidir a la ligera.

Hablaba del hijo de otro como si tuviera voz en la elección.

Elena asintió.

—Tienes razón, Lucía —dijo—. Deberíais hacer una lista, algo bien pensado. Y tú, David, no lo decidas todo tú solo, ¿eh? —rió—. Ya sabes que las mujeres mandan en esas cosas.

Él se rió.

—Tranquila, mamá —respondió—. Tengo muchas asesoras.

Me sentí como si alguien hubiera apagado la luz sobre mi silla.


5. El regalo que no era para mí

Después de la cena, llegó el momento de los regalos.

El árbol brillaba con luces y papel dorado.

Elena repartió paquetes con un orden casi militar.

—Esto es para Laura —dijo—. Esto para Sergio y Julia. Esto para David y… —dudó un segundo—. Y para Lucía, claro.

Había un pequeño montón de cajas solo para ella.

Bufandas, perfumes, una pulsera.

—Ay, no teníais que… —decía, abriendo cada uno—. De verdad, es demasiado.

Yo recibí un par de cosas que, en otras circunstancias, me habrían hecho ilusión: un pijama de maternidad, una crema para estrías.

No era tanto el contenido como la forma.

Los regalos para mí parecían deber cumplido.

Los de ella, celebración.

En un momento dado, Marcos sacó una caja alargada, envuelta en un papel plateado.

—Y este —anunció— es un detalle especial.

Miró a David.

—Lo elegimos juntos, ¿eh?

Yo pensé, por un segundo, que quizá era algo para mí. Un gesto, una sorpresa.

Me equivocaba.

Marcos se lo entregó a Lucía.

—Por estar siempre ahí, apoyando a nuestro hijo en el trabajo —dijo.

Lucía abrió el paquete.

Era un collar delicado, con un pequeño diamante.

No excesivo, pero evidentemente caro.

—Es precioso —susurró ella—. No sé qué decir…

—No digas nada —intervino Elena—. Solo sigue como hasta ahora. Se nota cuando alguien suma a la familia.

Yo sentí que el corazón se me subía a la garganta.

—¿Y a la esposa embarazada se le suma con cremas anti estrías? —pregunté, sin poder evitarlo.

El silencio fue inmediato.

Julia me miró, entre apenada y asustada.

La cara de David se tensó.

Elena sonrió, ese tipo de sonrisa que no llega a los ojos.

—Clara, cariño —dijo—, tú sabes que te queremos. Pero es que Lucía nos ha echado una mano enorme con todo el estrés de la oficina, los viajes, la empresa… Teníamos ganas de agradecérselo.

—Claro —asentí—. Menos mal que alguien está ahí mientras yo… hago esas cosas poco importantes como gestar a tu nieto.

Mi voz goteaba ironía.

No suelo hablar así.

Ni siquiera me reconocía.

Marcos carraspeó.

—No empecemos —dijo—. Hoy es un día de fiesta.

Lucía se movió incómoda.

—De verdad, no quiero ser motivo de tensión —dijo—. Si preferís, me lo quito…

Se llevó las manos al cierre del collar.

Yo no le creí ni por un segundo.

Sabía perfectamente que ese gesto de falsa modestia la dejaba aún mejor parada.

—Déjatelo —dije—. Ya está puesto.

David murmuró mi nombre, en tono de advertencia.

Yo me levanté.

—Voy al baño —anuncié.

En realidad, necesitaba aire.


6. Lo que escuché detrás de la puerta

El pasillo de la casa de mis suegros estaba decorado con fotos familiares.

Bodas, comuniones, veranos en la playa.

Yo caminé entre recuerdos que no eran míos hasta llegar al baño.

Cerré la puerta y me miré al espejo.

Tenía los ojos brillantes, la cara roja.

El vestido rojo, que por la tarde me había parecido bonito, ahora me parecía un disfraz ridículo.

“Es por las hormonas”, me dije.

“Es por el cansancio.”

“Es por el collar.”

Sabía que no era solo por eso.

Cuando salí del baño, aún con las manos mojadas, escuché voces en el salón.

No eran risas.

Eran susurros tensos.

Me quedé quieta, sin hacer ruido.

La casa de mis suegros tiene un pequeño arco que separa el pasillo del salón.

Desde ahí, se puede escuchar sin ser visto.

No estoy orgullosa de haberme quedado.

Pero lo hice.

—…no tendríais que haberle dado el collar delante de todos —decía la voz de David—. Sabía que se lo iba a tomar mal.

—No podemos andar ocultando todo por miedo a que Clara se moleste —respondió Elena—. Además, tú mismo dijiste que querías tener un detalle con Lucía.

—Un detalle, sí —contestó él—. Pero quizá no el más caro de la noche.

—Pues habérmelo dicho —intervino Marcos—. En cualquier caso, hijo, Clara tiene que entender que no es la única persona importante en tu vida.

Sentí como si alguien me apretara el cuello.

—Estoy embarazada de su hijo —pensé—. ¿Cuánto más importante hace falta ser?

Lucía habló entonces.

—De verdad, lo último que quiero es meterme en medio —dijo—. Pero… también siento que, muchas veces, yo cargo con la parte más difícil de tu estrés, David. Escucharte, ayudarte en el trabajo, cubrirte cuando Clara está mal y tú no quieres preocuparla… —hizo una pausa—. No quiero ser la mala de la película por un regalo.

La mala de la película.

Se colocaba en el papel sin ensuciarse las manos.

Elena suspiró.

—Clara siempre ha sido un poquito dramática —dijo—. Y ahora, con el embarazo, más. Hay que tener paciencia.

—Solo espero que no haga una escena —añadió Marcos—. No quiero que este año se recuerde como “la Navidad del numerito”.

David murmuró algo que no pude entender.

Luego, claramente:

—Hablaré con ella. Que no exagere, que no se crea que todo gira alrededor suyo.

Mi respiración se volvió pesada.

No podía salir de golpe, porque se darían cuenta de que había escuchado.

No podía quedarme ahí, porque sentía que el corazón iba a salirse por la boca.

Me apoyé un segundo en la pared.

El bebé se movió.

Como recordándome que no estaba sola.

“Respira, Clara”, me dije.

“Respira.”

Esperé unos segundos más, hasta que las voces se mezclaron otra vez con risas.

Sacudí las manos, como si con el agua pudiera quitarme también las palabras.

Volví al salón con la mejor cara que pude.

Nadie habló del tema.

Nadie preguntó si estaba bien.

Yo me senté, sonreí en las fotos, probé el postre, agradecí la cena.

Por dentro, tuve claro que esa Navidad iba a ser la última tal y como ellos la conocían.

La discusión aún no había explotado.

Pero estaba cargándose como una tormenta de verano.


7. La discusión se vuelve seria

Volvimos a casa pasada la medianoche.

Yo estaba agotada.

David, en cambio, parecía inquieto.

En cuanto cerramos la puerta, explotó.

—¿Se puede saber qué te pasó esta noche? —dijo, soltando las llaves en la mesita de entrada—. Estuviste con cara de funeral todo el tiempo. Mis padres hicieron un esfuerzo enorme para que todo saliera bien y tú ahí, con tus comentarios.

Me giré despacio.

—¿Mis comentarios? —repetí—. ¿Te refieres a que no me pareció normal que le regalasen un collar a tu compañera de trabajo mientras a mí me daban crema para la barriga?

—¡Esa crema te la pidió mi madre especialmente! —replicó—. Le hizo ilusión. Y el collar fue una idea de mi padre. Lucía ha ayudado mucho en este año, Clara. Se lo merece.

Reí. Una risa corta, incrédula.

—Claro —dije—. Y yo solo he ayudado a engordar la familia con un bebé. Una cosa menor.

—No empieces con la competición —se pasó la mano por el pelo—. No se trata de quién hace más. Se trata de que siempre te pones en el centro de todo. Hoy era Navidad, no “El Show de Clara”.

“La competencia”.

“El centro”.

Sentí el golpe de las palabras que había oído a través del arco de la casa de sus padres.

—Es curioso —respondí—. Porque lo que yo vi fue “El Show de Lucía”. Todo giraba en torno a ella: los chistes, los brindis, los regalos, los planes. Ni siquiera sabía que te ibas de viaje mañana. Me enteré por tu madre. ¿También me estoy poniendo en el centro al querer saber con quién y a dónde viaja mi marido?

David apretó los labios.

—No tenía por qué ser un drama —dijo—. Es un viaje de trabajo. No hace falta montar un interrogatorio cada vez que digo “viaje”.

—Un viaje de trabajo con la mujer que tus padres llaman “cariño” y a la que le regalan joyas —enumeré—. Perdona si me cuesta verlo como algo neutro.

—Estás paranoica —soltó.

La palabra me atravesó como un cuchillo.

—¿Paranoica? —pregunté, sintiendo cómo me subía el calor a la cara—. Te recuerdo que estoy embarazada de ocho meses dejando que tú vivas tu vida de soltero de lujo. Cenas, viajes, mensajes a todas horas. Te recuerdo que vi un mensaje de Lucía con un tacón y un “espero que el taxi no se haya sentido celoso”. Te recuerdo que hoy, en la cena, se sentó a tu lado, brindó por “vuestros proyectos” y tus padres la trataron como a una nuera más. Y tú, encima, me llamas paranoica.

Él se quedó un segundo en silencio.

Demasiado.

—No sé de qué mensaje hablas —mintió.

Lo supe por la forma en que evitó mirarme.

—No me tomes por tonta, David —dije—. Si no quieres que vea cosas, no las pongas delante de mis ojos. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que, incluso si no hubiera nada… —hice una pausa—, el hecho de que tus padres me ignoren para centrarse en otra y tú lo permitas, ya es una traición.

La palabra “traición” flotó en el aire.

Él se puso a la defensiva.

—¡Mis padres no te ignoran! —exclamó—. Te han tratado siempre como a una hija. Si hoy estaban más atentos con Lucía es porque es nueva, porque quieren que se sienta integrada.

—¿Integrada en qué, exactamente? —pregunté—. ¿En tu vida? ¿En tu cama?

Nunca me había atrevido a decir algo así.

Fue como romper una presa.

—Estás cruzando una línea —advirtió—. Nunca he hecho nada que no debiera con Lucía.

—¿Nunca? —pregunté—. ¿Ni siquiera en esos viajes de trabajo en los que vuelves oliendo a su perfume? ¿Ni en esas cenas que “se alargan” y de las que ella te escribe luego “espero que el taxi no se ponga celoso”?

Él cerró los puños.

—Trabajamos juntos —dijo entre dientes—. Si nos llevamos bien, mejor para la empresa. Eso no significa que haya nada.

—Pues qué nivel de “llevarse bien” tenéis, que tus padres la adoran como si fuera tu pareja —respondí—. Y tú ni siquiera eres capaz de decir “esta es mi esposa, la madre de mi futuro hijo, respetadla”.

Noté las lágrimas subir.

No quería llorar.

No quería que se pensara que estaba “histriónica por el embarazo”.

Pero de repente, estaba llorando.

—Hoy —continué, la voz quebrada— me sentí invisible, David. Me sentí como un mueble más, útil para sujetar un bebé pero molesto en la foto. Todos hablaban de tu trabajo, de tus viajes, de Lucía. Nadie preguntó cómo estaba yo. Nadie se interesó por el bebé. Y tú, en vez de notar lo raro que era, te reías con ellos.

Él se removió incómodo.

—No puedo estar pendiente de cada gesto —dijo—. Bastante tengo con contentar a mis padres, a mis hermanos, a la empresa…

—Te falta contentar a una persona —le miré a los ojos—. A tu esposa.

Hubo un silencio largo, denso.

La discusión había cruzado la línea de lo gris a lo negro.

Ya no era una pelea más.

Era una radiografía.

—¿Qué quieres, Clara? —preguntó, cansado—. ¿Que deje de hablar con Lucía? ¿Que rechace el viaje? ¿Que discuta con mis padres por un collar?

Tomé aire.

Era el momento.

—Quiero respeto —respondí—. Y coherencia. Si de verdad no pasa nada con Lucía, no debería ser difícil poner límites. Decir “es solo una compañera, no hace falta que la tratéis como a la reina de la casa”. Decirme a mí, antes que a nadie, que vas a viajar con ella. Sentarte a mi lado en la mesa, no al suyo. Y que, cuando veas que estoy arrinconada, en lugar de pensar “ojalá no haga un numerito”, pienses “¿qué puedo hacer yo para que se sienta apoyada?”.

Fue entonces cuando le solté la frase que había estado masticando desde que escuché su conversación con sus padres.

—Lo que pasó esta noche no habla solo de Lucía, David —añadí—. Habla de dónde me colocas tú en tu vida.

Él se pasó la mano por la cara.

—Estás cansada —dijo—. Y emocional. Mañana lo verás con otros ojos.

—Puede ser —admití—. Pero mañana tú te irás de viaje con tu compañera, con la bendición de tus padres. Y yo me quedaré aquí, sola, con esta barriga y con tus excusas.

Lo dije sin alzar la voz.

Y, paradójicamente, fue ese tono calmo el que hizo que la discusión se volviera más seria que cualquier grito.

David notó algo distinto.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó, receloso.

Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano.

—Dormir —respondí—. Y mañana, mientras tú te vas a tu viaje, yo llamaré a mi madre. Y a un abogado. No sé exactamente cómo, pero sé que no voy a criar a mi hijo en medio de este teatro.

Su cara cambió.

—¿Estás hablando de separarnos? —dijo—. ¿Por una fiesta de Navidad y un collar?

—No —contesté—. Por un patrón. Por un año entero. Por una falta de lealtad que no se arregla con “lo siento” y una crema para estrías.

Fui al dormitorio.

Me acosté sin decir nada más.

No me siguió.

Se quedó en el salón, con el móvil en la mano.

No quise saber si escribió a Lucía.

Sabía que la verdadera respuesta a esa pregunta estaba en algo más grande.

En mi decisión del día siguiente.


8. Por la mañana

Amanecí antes del despertador.

No sé si dormí realmente.

El bebé dio varias patadas, como si me recordara que no podía quedarme paralizada.

David roncaba, tumbado al lado, de lado opuesto al mío.

Lo miré unos segundos.

No al hombre con el que me casé.

Al hombre que había sido en los últimos meses.

Pensé en todas las pequeñas renuncias que había hecho.

En todas las veces que había justificado silencios, ausencias, mensajes raros.

En todas las veces que me había tragado un comentario en casa de mis suegros “para no armar lío”.

Pensé en cómo me había sentido la noche anterior.

Invisible.

Y supe que no quería que mi hijo creciera viendo a su madre así.

Me levanté despacio, como si cada movimiento marcara un punto de no retorno.

Fui a la cocina, me serví un vaso de agua.

Cogí el móvil.

Primero, le escribí a mi madre.

“Mamá, ¿puedo ir a casa unos días? Te explico luego. No estoy bien aquí.”

Su respuesta llegó casi al instante.

“Esta es tu casa. Ven cuando quieras. ¿Te busco?”

Se me hizo un nudo en la garganta.

“No hace falta. Cojo un taxi. Te aviso.”

Después, abrí el correo.

Escribí un mensaje al abogado de una amiga mía.

—Sé que es Navidad —tecleé—, pero necesito pedirte una cita urgente. Estoy embarazada de ocho meses y creo que mi matrimonio ha llegado a un punto sin retorno. Necesito saber qué pasos dar.

Lo envié.

Luego, empecé a meter ropa en una maleta.

No mucha.

Lo suficiente para unos días.

Ropa cómoda, ropa interior, un par de pijamas, el cuaderno donde llevo anotadas las cosas del embarazo.

En el baño, guardé mis cosas básicas.

El sonido de la maleta al cerrarse pareció despertar a David.

—¿Qué haces? —preguntó, incorporándose en la cama, legañas en los ojos.

Le miré.

Me sorprendió lo poco que me tembló la voz.

—Lo que te dije anoche —respondí—. Me voy unos días a casa de mi madre. Necesito espacio. Y necesito que tú también pienses qué quieres de verdad.

—¿Estás loca? —se levantó—. Me voy al aeropuerto en tres horas. No puedes dejarme así, con este problema encima.

Me reí, una risa amarga.

—Ese es el problema, David —dije—. Sigues viendo todo como “tu” problema, “tu” viaje, “tu” estrés. No estoy aquí para sostener tu agenda. Estoy aquí, o debería estarlo, como pareja. Pero ayer quedó claro que tu pareja es otra.

—No digas tonterías —gruñó—. No hay “otra”. Solo hay una esposa que se monta películas.

Cogí la maleta.

—Si de verdad no la hay —lo miré a los ojos—, demuéstralo. Cancela el viaje. Pon límites. Habla con tus padres. Ven a buscarme cuando puedas mirar a tu mujer embarazada sin que se te note en la cara que preferirías estar en otro lugar.

Se quedó quieto.

—No puedo cancelar el viaje —dijo—. Es trabajo. Hay mucho en juego.

—Mi dignidad también está en juego —respondí—. Y la de nuestro hijo.

Fui hacia la puerta.

Él dio un par de pasos.

—Clara, espera —dijo—. No tomes decisiones en caliente. Estás hormonal, vulnerable. Te vas a arrepentir.

Me detuve en el marco.

—La Clara que se podía manipular con “estás sensible” se quedó ayer —dije—. La de hoy ha escuchado suficientes conversaciones a sus espaldas como para saber que no está loca. Si te preocupan tanto mis hormonas, llámame cuando te preocupes igual por mis emociones.

Abrí la puerta.

Mientras esperaba el ascensor, el bebé se movió otra vez.

Puse la mano sobre la barriga.

—Lo sé —susurré—. Es mucho. Pero vamos a estar bien.

Mi madre me recibió con ojos llenos de preocupación y brazos abiertos.

No preguntó demasiado al principio.

Me preparó desayuno, me llevó a mi antigua habitación, me dijo que descansara.

El abogado contestó al correo antes de la comida.

“Claro que podemos hablar. No estás sola. Te llamo esta tarde.”

David, por su parte, me mandó varios mensajes desde el aeropuerto:

“Sigo pensando que estás exagerando.”
“No puedo faltar al viaje, te guste o no.”
“Hablamos cuando vuelva y se te haya pasado.”

No contesté.

Por primera vez en mucho tiempo, no sentí la urgencia de justificarme.

Ni de justificarlo.

Miré por la ventana del cuarto de mi adolescencia, con la barriga apoyada en el marco, y entendí que aquella Navidad no iba a ser la que soñé.

No habría foto feliz frente al árbol con la familia Serrano.

No habría brindis con fuegos artificiales y promesas vacías.

En su lugar, habría papeles, conversaciones difíciles, noches de duda.

Pero también había algo que no había sentido en meses:

La sensación de haberle puesto un límite claro al maltrato disfrazado de normalidad.

De haber dicho “basta” no con un grito, sino con una maleta.

De haber elegido a mi bebé y a mí por encima de la imagen de familia perfecta.

La discusión de anoche había sido la chispa.

Mi salida al amanecer, con barriga y maleta, fue el incendio controlado que necesitábamos para que algo cambiara.

No sé cómo terminará la historia con David.

Sé que, pase lo que pase, esa noche de Navidad me enseñó algo que ojalá nunca se me olvide:

Que no hay fiesta, ni suegros, ni amante con tacones que valga la pena si el precio es convertirte en un fantasma en tu propia vida.

Y yo, por mí y por el pequeño corazón que late dentro de mí, ya no pienso vivir de ese modo.