En 1979, un viudo mexicano adoptó a nueve bebés negras que nadie quiso… cuarenta y seis años después cambiaron todo un pueblo
El mundo de Ricardo Romero se derrumbó en 1979, cuando su esposa Anne murió de golpe, sin previo aviso, sin despedida.
Una mañana de abril, Morelia olía a pan dulce y a gasolina, como siempre. El sol entraba por la ventana del pequeño comedor y se reflejaba en las tazas despostilladas. Anne tarareaba una canción en inglés mientras ponía la mesa. Tenía el cabello rubio recogido en un chongo desordenado, la piel blanca que se le quemaba fácil bajo el sol michoacano y unos ojos verdes que parecían reírse aun cuando estaba seria.
—Ricardo —le dijo, dejando el plato de frijoles sobre la mesa—, si algún día nos toca tener casa llena de niños, vas a tener que aprender a cocinar algo más que huevos estrellados.
Él soltó la carcajada que siempre le salía fácil cuando ella lo fastidiaba.
—Ah, claro, porque ahorita soy un chef francés y no te has dado cuenta —respondió, haciéndole una reverencia exagerada—. Además, todavía no tenemos ni uno, y tú ya quieres llenarme la casa de chamacos.
Anne se recargó en la mesa, lo miró con ternura.
—Es que sueño con eso, Richi —susurró—. Con una mesa larga, llena de niños gritando, peleándose por las tortillas. Niños de todo tipo, de todas partes. No me importa si salen a ti, a mí, si vienen de otra panza… Yo nomás quiero una casa llena.
Él se acercó, le dio un beso en la frente.
—Pues habrá que apurarnos —dijo—. Porque el tiempo no perdona.
El tiempo, sin embargo, decidió no darles chance.
Esa misma tarde, mientras Anne caminaba por la acera con una bolsa de mandado en la mano, un coche sin frenos se subió a la banqueta. Todo fue rápido: el grito, el golpe, la bolsa de plástico volando por el aire, las naranjas rodando por el asfalto.
Cuando Ricardo llegó al hospital, el cuerpo de Anne ya estaba cubierto con una sábana.
El doctor, con cara de cansancio, solo alcanzó a decir:
—Lo siento mucho, señor Romero. Fue instantáneo.
La casa —antes llena de planes, de listas pegadas con cinta en el refri con posibles nombres de hijos— quedó muda.
Los primeros días, Ricardo deambuló como alma en pena.
No prendía la tele. No abría las cortinas. Dejó que los trastes se acumularan en el fregadero. Las plantas que Anne cuidaba con tanto cariño se fueron secando una a una.
El silencio pesaba más que cualquier máquina que hubiera reparado en la vida.
Por las noches, se sentaba en la silla donde Anne solía leer, abrazaba su suéter favorito y hablaba solo.
—No se vale, güera —murmuraba, mirando la pared—. No se vale que tú te vayas y me dejes aquí con todas las ganas de ser papá atoradas. ¿Qué hago con todo esto, eh? ¿Con todo este amor que me sobra?
A los cuarenta días, su suegra, una inglesa chaparrita que había aprendido a regañar en un español simpático, se le plantó enfrente.
—Ricardo —dijo—, Anne no te quería así. O te levantas… o te levanto.
Lo llevó casi a jalones a misa, luego al mercado, luego a la plaza. Quiso ayudarlo a llenar los huecos, pero había uno que ningún paseo podía tapar: el de los hijos que nunca llegaron.
Una tarde, Ricardo abrió uno de los cajones que Anne había dejado llenos de revistas viejas, recortes, fotos. Encontró, entre todo, un folleto doblado:
“Casa Hogar Santa María – Adopciones nacionales e internacionales. Niños que necesitan familia.”
En la esquina, la letra redonda de Anne:
“Algún día, Richi. Si Dios quiere.”
Ricardo se quedó mucho rato mirando aquellas palabras.
“Algún día”.
“Si Dios quiere”.
Dio un golpe suave con los nudillos en la mesa.
—Pues a ver si quieres, Dios —murmuró—. Porque yo ya no sé qué hacer con esta casa vacía.
En el verano de 1979, tomó una decisión que ni él mismo entendía del todo.
Renunció a la pequeña fábrica de autopartes donde trabajaba en Morelia, vendió el coche viejo que compartió con Anne, traspasó el departamento y, con el dinero, se mudó a Veracruz, al puerto, siguiendo la pista de la Casa Hogar Santa María, que había cambiado de sede.
—¿Y por qué hasta Veracruz, mijito? —preguntó su madre, desconcertada—. Aquí también hay casas hogar.
—Porque a Anne le gustaba el mar —respondió Ricardo—. Y porque si voy a empezar algo nuevo, que sea donde pueda verla en el horizonte.
Llegó a la ciudad con una maleta, una foto de Anne y el folleto arrugado.
La Casa Hogar quedaba en una colonia sencilla, a unas cuadras del malecón. Era un edificio blanco con ventanas azules, palmeras en la entrada y un letrero medio despintado que decía: “Hogar Santa María – Donde nadie es descartable”.
Ricardo tocó el timbre con el corazón en la boca.
Le abrió una monja de sonrisa amplia y voz alegre.
—Pásele, joven —dijo—. Yo soy la hermana Gloria. ¿En qué podemos ayudarle?
Ricardo tragó saliva.
—Vengo por información de… adopciones —balbuceó—. Mi esposa y yo siempre quisimos… bueno, ella ya no está. Pero yo… yo todavía tengo las ganas.
La hermana Gloria lo invitó a sentarse en una oficina con crucifijos y dibujos de niños.
—Mire, don Ricardo —empezó—, tenemos muchos niños que necesitan hogar. Pero el proceso no es rápido. Estudios socioeconómicos, visitas, entrevistas…
—No me importa —interrumpió él—. Hago los estudios que haga falta. Trabajo lo que tenga que trabajar. Nomás dígame por dónde empiezo.
Ella lo miró con atención, como calibrando si ese hombre flaco, despeinado, con ojos enrojecidos, hablaba en serio.
—¿Está usted dispuesto a cuidar a un niño que no viene de su sangre? —preguntó—. ¿A quererlo incluso si viene con historias difíciles? ¿A ser papá sin manual?
Ricardo pensó en Anne, en todas las veces que ella le había dicho: “La sangre importa menos que el amor, Richi”.
—Sí —respondió, firme—. Estoy dispuesto.
Gloria sonrió.
—Pues empecemos con una cosa —dijo—. Pase al salón de juegos. Conózcalos.
El salón era un caos hermoso.
Pelotas, muñecas, crayones regados. Niños corriendo, peleándose por un coche de plástico, riendo, llorando. El ruido era como un río desbordado.
Ricardo se quedó en la puerta, abrumado.
—No se quede ahí, hombre —le dijo la hermana—. Métase. Juegue. A ver quién lo adopta a usted primero.
Caminó entre los pequeños, sin saber qué hacer con las manos. Un niño de unos cuatro años le jaló el pantalón.
—¿Usted es nuevo tío? —preguntó.
—Algo así —respondió Ricardo, agachándose—. Me llamo Ricardo.
—Yo soy Memo —dijo el niño—. ¿Me avienta la pelota?
Ricardo tomó el balón y se lo regresó. A los pocos minutos estaba envuelto en una cascarita improvisada, riendo por primera vez en meses.
Fue en medio de ese juego cuando las escuchó.
Un llanto suave, como de coro, metálico por un megáfono de juguete, viniendo del pasillo contiguo.
—¿Y esas voces? —preguntó.
La hermana Gloria suspiró.
—Son las niñas del cuarto de bebés —respondió—. Bueno, de las más chiquitas. Espere, le enseño.
Lo condujo a otra sala, más pequeña, con cunas alineadas.
Ahí estaban.
Nueve bebés.
Nueve pequeñas morenitas, de piel casi negra, ojos enormes, rizos apretados. Algunas dormían, otras lloraban, otras jugaban con los dedos de los pies. Tenían entre unos meses y un año.
Cada cuna tenía un letrero con un nombre:
“Luz”, “María José”, “Zuri”, “Alma”, “Nayeli”, “Rosa Linda”, “Imelda”, “Celia”, “Amaranta”.
Ricardo sintió que algo en el pecho se le apretaba.
—¿Son… todas niñas? —preguntó.
—Sí —respondió Gloria—. Llegaron en diferentes momentos. Algunas vienen de la Costa Chica, otras de comunidades afrodescendientes de Veracruz, otra nos la dejó una madre migrante que no pudo cruzar. Todas tienen algo en común.
—¿Qué?
La hermana lo miró, con tristeza.
—Nadie las quiere —dijo, sin adornos—. Las parejas que vienen buscan bebés, sí… pero quieren “claritos”, que se parezcan a ellos. Estas niñas llevan aquí mucho tiempo. Algunas parejas las cargan, les sonríen, pero luego dicen que no. Siempre hay una excusa. Que si “la edad”, que si “el proceso”, que si “la adaptación”. Pero usted y yo sabemos por qué es, ¿verdad?
Ricardo apretó la mandíbula.
—Por el color —murmuró.
—Por el color —asintió Gloria—. México también es negro, pero pocos lo quieren ver. Mucho menos tenerlo sentado en su sala, comiendo a la mesa.
Unas manitas pequeñas se extendieron desde una cuna cercana, tanteando el aire.
Ricardo se acercó.
La bebé de la cuna de “Luz” intentaba agarrar su camisa. Tenía los ojos tan negros que parecían tragarse la luz de la ventana.
—Hola, chiquita —dijo él, tomando su mano diminuta—. ¿Y tú por qué estás tan seria?
La niña soltó una risita.
Ricardo sintió el corazón derretirse.
—¿Y nadie se las quiere llevar… a ninguna de las nueve? —preguntó, sin soltarle la mano.
Gloria negó con la cabeza.
—Las hemos ofrecido juntas, separadas, en tríos, de todas formas —explicó—. Pero hay miedo. Miedo a lo diferente. Y también a la responsabilidad. A veces creo que Dios se equivocó de país cuando las mandó aquí.
Ricardo se quedó callado, viendo los rizos, las pestañas, la piel brillante.
Sintió una punzada.
La voz de Anne regresó, nítida: “Niños de todo tipo, de todas partes. No me importa si vienen de otra panza…”
Tragó saliva.
—Hermana… —dijo, con la voz temblorosa—. ¿Qué pasaría si yo…?
Se detuvo.
Gloria lo miró, intrigada.
—¿Si usted qué, don Ricardo?
Él respiró hondo.
—Si yo quisiera adoptarlas… a todas.
El silencio que siguió solo fue roto por el sonido de un sonajero cayendo al piso.
—¿A todas? —repitió Gloria, como si no hubiera escuchado bien.
—A las nueve —aclaró Ricardo—. Juntas. No quiero que las separen. Si ya han sido rechazadas tantas veces, que al menos esta vez el “sí” les toque completo.
La monja lo miró como se mira a un loco o a un santo. Aún no decidía cuál era.
—Don Ricardo… —empezó—. Usted vino solo. Es viudo. No tiene otros hijos. No vive aquí, apenas está llegando. ¿Está consciente de lo que está diciendo?
—No del todo —admitió—. Pero sé esto: mi casa está vacía. Mi vida… también. Si me las llevo, al menos esa casa no va a ser mausoleo de recuerdos. Va a ser ruido, pañales, llanto, risas. Todo eso que Anne quería.
Gloria se cruzó de brazos.
—El proceso es largo —advirtió—. No puedo prometerle nada. Hay que ver si el DIF autoriza que un solo hombre adopte a nueve niñas. Se necesitan estudios, seguimientos…
—Los hago —dijo él—. Todos. Y si a la mera hora me dicen que no puedo adoptar a todas, entonces no adoptaré a ninguna. No quiero que luego digan “ah, esta sí, esta no”. O son las nueve… o ninguna.
La hermana se quedó en silencio.
Se acercó a la cuna de Luz, le acarició la cabeza.
—¿Qué dice, Luz? —susurró—. ¿Crees que este loco aguante?
Luz soltó otra risita, como si supiera de qué hablaban.
Gloria sonrió.
—Dios tiene cada ocurrencia… —dijo—. Está bien, don Ricardo. Empezamos el proceso. No sé en qué va a acabar esto, pero una cosa sí sé: hace años que no veía a alguien mirar a estas niñas con ojos de “hija”.
El proceso fue, como prometieron, largo y lleno de obstáculos.
El DIF los citó decenas de veces.
Lo cuestionaron todo: sus ingresos, su salud mental, su estado civil, su red de apoyo, sus motivos.
—¿Por qué quiere adoptar precisamente a estas niñas? —preguntó una trabajadora social, incrédula—. ¿Sabe que son de origen afrodescendiente? ¿Está consciente de que en la escuela se les van a venir encima con burlas?
—Precisamente por eso —respondió Ricardo—. Porque si yo no las quiero, ¿quién? Y porque no quiero que pierdan su raíz. Yo no las veo como un problema. Las veo como mis hijas.
—¿No le preocupa el qué dirán? —insistió otra.
—Hace meses que el qué dirán me vale madres —soltó él—. Desde que se murió mi esposa, entendí que la vida es muy corta para andar pidiendo permiso para hacer el bien.
Algunos expedientes se atoraban. Un abogado del sistema le dijo, casi en confidencia:
—Mire, don Ricardo, si se conforma con dos o tres, sería más fácil. Pero nueve… Nadie se avienta a eso.
Ricardo apretó los puños.
—Pues yo sí —dijo—. Y si el problema es que no confían en mí, que vengan a mi casa todos los días, si quieren. Que vean que no me rajo.
La hermana Gloria se convirtió en su aliada más feroz.
—Si fueran nueve niños güeritos, ya se los habrían dado al primer matrimonio bien portado —reclamó en una reunión—. El problema aquí no es jurídico, es de racismo. Y al racismo se le enfrenta, no se le da más papeles para esconderse.
Después de meses de visitas domiciliarias, entrevistas, cartas, reuniones, en diciembre de 1979, cuando el puerto se llenaba de luces navideñas y el viento traía olor a sal y tamales de esquina, llegó la llamada.
—Don Ricardo —dijo la voz de Gloria, emocionada—. Prepara las cunas. El DIF acaba de autorizar la adopción múltiple. Las nueve son suyas.
Ricardo se quedó mudo unos segundos.
—¿Las… nueve? —susurró.
—Las nueve —confirmó ella—. A partir de hoy, legalmente, es padre de Luz, María José, Zuri, Alma, Nayeli, Rosa Linda, Imelda, Celia y Amaranta.
Ricardo colgó, se recargó en la pared, dejó que las lágrimas le escurriesen libremente.
—Ya viste, güera —dijo, mirando hacia el techo—. Te saliste con la tuya. Casa llena. Y mira nada más de qué manera.
Los primeros años fueron un huracán.
La casita que alquiló en la colonia Floresta se quedó chica desde el primer día que las nueve cruzaron la puerta en brazos de voluntarias.
Había cunitas por todas partes. Chupetes en el sofá, biberones en la mesa, pañales apilados en el baño. El llanto se volvía coro. El silencio era milagro.
Ricardo se hizo experto en multitareas sin querer: cambiaba un pañal mientras arrullaba a otra, lavaba mamaderas mientras cantaba, preparaba papilla con una mano y con la otra evitaba que Zuri se subiera a la mesa.
—¿Cómo le hace, don? —preguntaba doña Lupita, la vecina, asomándose por la ventana—. Yo con dos me volví loca, y usted con nueve…
—No sé —respondía él—. Nomás hago. Y cuando se me está yendo la cabeza, me acuerdo de que antes no tenía ni a quién cambiarle el pañal.
Doña Lupita, viuda también, se convirtió en tía honoraria.
—Tráigame a tres, yo le baño a esas —decía—. Y de paso les enseño a decir “¡Ave María Purísima!”. Por si luego se les olvida quién las sacó de la casa hogar.
Ricardo trabajaba en un taller mecánico por las mañanas y hacía trabajos de herrería por las tardes. Dormía poco, comía a ratos, pero nunca le faltó energía cuando alguna de las niñas se despertaba con fiebre o pesadilla.
Les puso apodos a todas:
Luz era “Luchis”, porque desde bebé se aferraba con fuerza a sus dedos.
María José fue “Majo”, siempre seria, observadora.
Zuri, “Zuriña”, la más risueña.
Alma, “Almita”, de mirada profunda.
Nayeli, “Naye”, con risa escandalosa.
Rosa Linda, “Ros”, de carácter fuerte.
Imelda, “Meli”, amante de las canciones.
Celia, “Ceci”, la más pegada a él.
Amaranta, “Mara”, pequeña pero mandona.
Muy pronto, la colonia entera supo de “las nueve hijas negras de don Ricardo”.
Algunos lo veían con simpatía.
—Ese hombre sí tiene corazón —decían en la tienda—. Cualquiera hubiera agarrado una o dos, pero él todas.
Otros, con reservas.
—¿Y si lo hace por interés? —susurraban—. Que si le dan dinero del gobierno, que si salieron en la tele…
Hubo quienes, sin pudor, lo cuestionaron de frente.
—¿Y por qué niñas negras, don Ricardo? —preguntó un señor en la tortillería—. Se hubieran conseguido unas güeritas, pa’ que no batallen en la escuela.
Ricardo lo miró, con calma pero con fuego en los ojos.
—Porque nadie las quería —respondió—. Y porque a mí me valen madres los tonos de piel. Yo no adopto colores, adopto hijas.
El señor carraspeó, derrotado.
—Pos sí… —murmuró—. Así también.
En la escuela primaria, el primer día fue una mezcla de fiesta y batalla.
Ricardo llevó a las nueve, peinadas con colitas, trenzas adornadas con moñitos de colores. Las maestras se quedaron con la boca abierta.
—¿Son todas suyas? —preguntó la directora, incrédula.
—Sí —respondió él, orgulloso—. Si quiere, le enseño las actas.
Los niños se amontonaron alrededor, curiosos.
—Mira, parecen muñecas —dijo una niña, tocando uno de los rizos de Zuri.
—Mira sus pelos, están bien chidos —decía otro—. Como resortes.
Algunos no fueron tan amables.
—Parece que se quemaron —soltó uno, riéndose—. Negritas, negritas.
Ricardo sintió que la sangre se le subía.
Se agachó a la altura de sus hijas.
—Oigan, escúchenme —dijo, mirándolas a los ojos—. Ustedes son hermosas así como son. Su cabello, su piel, todo. Si alguien les dice lo contrario, me lo traen. Y si alguien se burla, acuérdense de algo: el problema no está en ustedes, sino en la cabeza de quien se burla.
Luz, la más adelantada en todo, cruzó los brazos.
—Que se vayan a bañar ellos, pa’ que se les limpie el cerebro —dijo con seriedad.
Ricardo se echó a reír.
—Esa es mi niña.
Con el tiempo, algunas maestras se convirtieron en aliadas, otras no tanto.
—Son muy inquietas, don Ricardo —repetían—. No se concentran. Siempre riéndose, hablando entre ellas.
—Son niñas —respondía él—. Y vienen de una historia pesada. Déles chance de reír.
Aun así, en las boletas siempre había anotaciones: “Habla mucho”, “Se distrae”, “Tiene gran potencial pero se dispersa”.
Ricardo pegaba cada boleta en la pared, junto a fotos y dibujos.
—Todo eso me lo pasan —les decía—. Mientras también diga “es noble”, “es generosa”, “defiende a sus compañeras”.
Y sí. Las nueve tenían algo en común: no soportaban ver injusticia.
Una vez, en tercero de primaria, un niño nuevo empezó a burlarse de un compañerito con discapacidad.
—Tartaja, tartaja —le decía, haciendo gestos crueles.
Antes de que la maestra reaccionara, Rosa Linda se paró, cerró el puño y le plantó un derechazo en la boca al burlón.
—¡Con mi amigo no te metes! —gritó.
La maestra se escandalizó. El director la mandó llamar. Ricardo llegó al plantel, preocupado.
—Su hija es agresiva —lo regañó el director—. No podemos tolerar golpes en clase.
—Ni yo tolero burlas a los que menos tienen —respondió Ricardo—. Si quiere, mañana traigo a la niña para que le ofrezca disculpas al niño al que golpeó. Pero antes quiero ver al niño que se burló pidiéndole perdón al que humilló.
El director no supo qué contestar.
—En esta casa —les dijo Ricardo a sus hijas esa noche—, si van a usar los puños, que sea como último recurso. Pero si van a usar la voz, úsenla siempre. Para las que no se atreven. Para los que no pueden.
Alma levantó la mano.
—¿Y si a usted lo insultan por adoptarnos? —preguntó.
Ricardo sonrió.
—Ya me lo han hecho —admitió—. Que si estoy loco, que si “para qué tanto negro en mi casa”, que si no son “de mi sangre”. Y ¿saben qué? No me importa. Porque cuando yo me vaya de este mundo, no me voy a llevar la sangre. Me voy a llevar la satisfacción de haberlas visto crecer.
Los años pasaron.
Llegó el ’94, con su devaluación, sus billetes nuevos, el peso cayéndose como fruta podrida.
El taller donde trabajaba Ricardo recortó personal.
—Usted es bueno, don —le dijo el patrón—. Pero no hay de otra. O los corro, o me truenan. Con tantos hijos, a usted le conviene buscar algo fijo en otro lado.
Ricardo se quedó sin empleo fijo a los cuarenta y cuatro años, con nueve adolescentes a medio crecer.
No lo pensó dos veces.
Empezó a ofrecer sus servicios de herrero por toda la colonia: rejas, protectores, estructuras. Arreglaba puertas, ventanas, sillas. Hacía de todo.
Sus hijas no se quedaron atrás.
—Podemos vender tamales —propuso Nayeli, que había heredado las manos mágicas en la cocina de doña Lupita.
—O galletas —añadió Majo—. A la maestra le gustaron las que hicimos en la clase de economía.
—Yo puedo cantar en los camiones —ofreció Meli, siempre entonada—. Aunque sea pa’ las tortillas.
Ricardo se resistió al principio.
—No quiero que sientan que tienen que mantener la casa —dijo—. Esa es mi chamba.
Pero eran tercas.
—No la mantenemos, papi —le dijo Luz—. La defendemos. De la miseria. De la tristeza. No nos lo quite.
Terminaron haciéndolo “a la mexicana”: todos, todos jalan.
Los sábados, las nueve niñas se ponían delantales y salían a vender tamales y galletas en la esquina, entre bromas y regaños. Los vecinos, al principio recelosos, terminaron siendo sus mejores clientes.
—Échenme de los de rojito —decían—. Y una galleta de chispas pa’ la dieta.
En la secundaria, los problemas cambiaron de color.
Ya no era solo el racismo evidente de algunos, sino la discriminación disfrazada.
—Tú estás muy guapa, lástima que seas tan prietita —le dijo un compañero a Zuri.
Ella se lo quedó viendo.
—Sí, tú también estarías guapo, lástima que seas tan pendejo —respondió, dejándolo mudo.
En casa, Ricardo trataba de sostenerlas entre el caos y la esperanza.
Se reunían en la mesa, ya grande, ya vieja, y hablaban de todo.
De novios que llegaban y no pasaban el filtro de las hermanas.
De profesores que les decían que mejor buscaran “algo sencillo”.
De los sueños que cada una empezaba a urdir en secreto.
—Yo quiero ser doctora —dijo Alma un día, sin rodeos.
—¿Doctora? —repitió Ricardo, entre orgullo y preocupación—. Eso es mucho estudio, hija.
—¿Y? —respondió ella—. Ya aguantamos peores cosas que desvelos.
Zuri quería ser bailarina.
Majo, abogada.
Luz, maestra.
Rosa Linda, mecánica “como usted, pa”.
Nayeli, chef.
Meli, cantante.
Ceci, trabajadora social.
Mara, aún no sabía, pero estaba segura de que quería “mandar”.
—¿Mandar qué? —preguntó Ricardo.
—A la gente —respondió ella—. Pero para que hagan cosas buenas.
—Entonces vas para política —dijo Chema, que se había convertido en parte del mobiliario de la casa.
—O líder de algo —añadió Ricardo—. Pero acuérdate siempre: el que manda sin amor se vuelve tirano.
No todas fueron líneas rectas hacia un futuro bonito.
En la preparatoria, Mara se juntó con un grupo de chavos que traían rollos de “fácil dinero”.
—Mira, Mara, tú y tus hermanas siempre han batallado —le decían—. Nosotros tenemos una forma de ganar bien. No preguntes de dónde sale lo que vendemos, nomás vende. Te vas a poder comprar tu ropa, tus cosas. No vas a depender ni de tu papá ni de nadie.
Mara lo consideró.
Le dolía ver a su padre romperse la espalda.
Le dolía querer tenis nuevos y saber que eran un lujo.
Una tarde, llegó a la casa con un bolso caro.
Luz la vio entrar.
—¿Y eso? —preguntó, señalando.
—Me lo regalaron —mintió Mara.
Pero el olor de la mentira se notaba.
No fue hasta que Majo encontró, en un cajón, bolitas de plástico y foquitos raros envueltos en papel que todo explotó.
—¿Qué es esto, Mara? —la encaró.
Mara se quedó pálida.
—Nada.
—No me veas la cara —se enojó Majo—. ¿Estás metida con los narcos?
La palabra cayó como plomo.
Ricardo, que pasaba por el pasillo, se detuvo.
—¿Qué dijiste? —preguntó, con un tono que sus hijas no le conocían.
La discusión se volvió gritos.
Mara lloraba.
—Tú no sabes lo que es traer la misma blusa todo el mes —soltó—. Tú no sabes lo que es que se burlen porque no traes nada de marca. Yo nomás quiero dejar de sentir que somos la limosna de todos.
Ricardo se acercó, temblando.
—Yo sí sé —dijo, con la voz rota—. Sé lo que es tener hambre. Sé lo que es no saber cómo voy a pagar la luz. Pero lo que no voy a hacer es cambiar eso por el miedo a que, un día, no regreses a dormir… porque alguien decidió que ya no sirves.
Se hizo un silencio denso.
—Prefiero verte con los mismos tenis toda la vida —continuó—, a no verte. Prefiero que me odies un tiempo porque te digo que no, a llorarte en un ataúd. ¿Entendiste?
Mara bajó la mirada, avergonzada.
Las hermanas la rodearon.
—No necesitas eso para valer —le dijo Alma, abrazándola—. Todos aquí sabemos lo que es la carencia. No nos metas ahora al riesgo de perderte.
Mara rompió en llanto, como niña pequeña.
Esa noche, Ricardo la llevó a la parroquia, al padre Toño, a un grupo de jóvenes que hacían trabajo comunitario.
—Si quieres “mandar gente” —le dijo—, manda a niños a la escuela, a mujeres a denunciar violencia, a jóvenes a alejarse de la droga. Para mandar hacia el mal, ya hay muchos.
Mara, de ojos hinchados, asintió.
—Perdón, pa —susurró—. Me ganó la desesperación.
—A todos nos gana a veces —respondió él—. Pero aquí no se camina solo.
Los años 2000 llegaron, y con ellos, las despedidas.
Luz se fue a Xalapa a estudiar educación.
Alma, con una beca, entró a Medicina en la Universidad Veracruzana.
Zuri se consiguió una beca de danza en la Ciudad de México.
Majo se fue a Puebla a estudiar Derecho.
Nayeli, a un instituto culinario en Mérida.
Rosa Linda, contra los prejuicios de todos, se metió a un taller automotriz formal y luego a un tecnológico.
Meli empezó a cantar en bares y festivales independientes.
Ceci se metió de voluntaria en organizaciones civiles.
Mara se convirtió en coordinadora de un colectivo juvenil.
La casa, poco a poco, fue pasando de ser una colmena a ser estación de paso.
Había épocas en que las nueve regresaban, y el ruido volvía a ser el de antes.
Otras, solo estaban dos o tres, y el eco de los recuerdos acompañaba a Ricardo.
Él envejecía.
La barba se le volvió blanca. La espalda se encorvó más. Los ojos, sin embargo, seguían brillando cada vez que alguno de sus nueve amores cruzaba la puerta.
No hubo año, desde que empezaron a irse, en que no cumplieran una tradición que se inventaron ellas mismas:
El 15 de abril, aniversario de la muerte de Anne, y el día que, simbólicamente, consideraban su “nacimiento como familia”.
Ese día, sin falta, las nueve —como podían— regresaban.
A veces todas físicamente.
A veces algunas en videollamada desde el extranjero.
A veces con hijos propios, novios, amigas.
Ponían una foto de Anne en la mesa, otra de Ricardo, y hacían una comida grande.
—Por la güera que lo empezó todo —decía Chema, levantando su vaso de agua o de refresco—. Y por el loco que se aventó a seguirle el paso.
Brindaban.
Reían.
Lloraban.
En 2025, cuando se cumplían exactamente 46 años desde aquel 1979 en que Ricardo vio por primera vez a las nueve bebés en sus cunas, el tiempo le pasó una factura seria.
Una mañana, mientras barría el patio, sintió un dolor fuerte en el pecho y un mareo.
Cayó sentado en una silla, respirando con dificultad.
Celia, que vivía aún en Veracruz y pasaba a verlo diario, lo encontró pálido.
—Pa, ¿qué tiene? —preguntó, alarmada.
—Nada, hija —mintió—. Nomás me cansé tantito.
Pero ella no se dejó engañar.
—Siempre nos ha dicho que no minimicemos lo que sentimos —replicó—. Así que ahora se chinga. Vámonos al hospital.
En urgencias, el doctor no se anduvo con rodeos.
—Señor Ricardo —dijo—, tuvo un aviso serio. No llegó a infarto, pero fue un angina fuerte. Su corazón ya no es el de antes. Tiene que bajar el ritmo.
—¿Más? —bromeó Ricardo—. Si ya ni corro.
—Me refiero a estrés, preocupaciones, cargas emocionales —aclaró el médico—. Nada de estar cargando tanques de gas ni costales de cemento. Y trate de no enojarse mucho. El coraje mata más rápido que la chatarra.
Ceci, que había llegado al hospital, tomó nota de todo. Era ahora trabajadora social en la misma institución.
—Lo vamos a cuidar, doc —aseguró—. No se preocupe.
El doctor sonrió.
—Yo no me preocupo —dijo—. El que se tiene que preocupar es él… por dejarse cuidar.
Ricardo se dejó internar un par de días, a regañadientes.
En la cama, con el monitor pitando, se sentía extraño. Él, que había pasado la vida cuidando a otros, ahora era el que necesitaba atención.
Una noche, mientras veía por la ventana el reflejo de las luces del puerto, habló en voz baja.
—Si me quieres llevar, Dios —dijo—, no me voy a pelear. Ya me diste de más. Pero si me vas a dejar un ratito más… dame chance de ver qué hicieron mis chamacas con lo que sembramos. Nomás eso te pido.
Salió del hospital con una lista larga de medicamentos y de “por favor, no hagas esto”.
Celia y Ceci se encargaron de organizar guardias.
—No puede estar solo —dijo Ceci, pragmática—. Al menos los primeros meses.
Luz, que ahora era directora de una primaria en Xalapa, pidió permiso y se fue unos días a Veracruz.
Zuri, de visita desde Ciudad de México, donde bailaba en una compañía de danza afrocontemporánea, se presentó con maleta.
—Si es para cuidar al jefe, aquí estamos —dijo.
Pero las hijas tramaban algo más.
En el chat que tenían desde hacía años, llamado “Las Nueve de Don Richi”, Mariana —ahora coordinadora de un colectivo nacional que trabajaba con jóvenes en riesgo— lanzó la idea:
Mara: Oigan, es hora.
Alma: ¿Hora de qué?
Mara: De decirle lo que hemos hecho.
Naye: ¿Ya está todo listo?
Majo: Legalmente, sí. El papeleo fue un infierno, pero se pudo.
Zuri: Artísticamente, también. Ya pintamos.
Ros: Faltan unos detalles en la estructura, pero se ajusta.
Meli: Yo tengo las rolas listas. A ver si el viejo no llora.
Ceci: Va a llorar.
Luz: ¿Cuándo?
Mara: El 15 de abril. 46 años desde que se fue Anne. 46 años de familia.
Naye: Cocino yo. Y que alguien consiga a Chema, que ese viejo no puede faltar.
Ceci: Ya hablé con él. Dice que irá aunque sea en silla de ruedas.
Majo: Entonces, hermanas… el 15. Le damos la sorpresa.
El 15 de abril de 2025 amaneció húmedo, con el mar agitado.
Ricardo se levantó más temprano de lo normal. Tenía la costumbre de poner flores —cuando podía— frente a la foto de Anne.
—Mira nomás, güera —dijo, acomodando unas gladiolas en un vaso—. Cuarenta y seis años de haberte ido y todavía no me acostumbro. Pero míranos. Nueve hijas. Nietos. Una casa que se cae de viejita, pero sigue llena.
Se tocó el pecho, sintiendo el latido irregular.
—Ya me están llamando factura, ¿eh? —bromeó—. Si me voy pronto, al menos me voy tranquilo.
Celia apareció en la puerta de la cocina.
—Pa, hoy no cocine —dijo—. Hoy lo invitamos a desayunar afuera.
—¿Afuera dónde? —preguntó él, desconfiado—. ¿En los tacos de la esquina?
—No pregunté —sonrió ella—. Nada más arréglese. Póngase la guayabera que le regaló Zuri. Y los zapatos buenos.
Ricardo gruñó, pero obedeció.
A las diez de la mañana, un coche llegó a recogerlo.
Adentro estaban Luz y Zuri, sonrientes.
—¿Y todas éstas? —preguntó él, al ver unas cajas en la cajuela.
—Cosas —dijo Luz—. No pregunte.
El auto no se dirigió al centro, ni al malecón. Tomó un camino diferente.
Ricardo frunció el ceño.
—¿A dónde vamos? —insistió.
—Sorpresa —respondió Zuri, con brillo en los ojos.
Llegaron a una calle paralela a la de siempre, una que él conocía bien por haber pasado años yendo y viniendo.
Pero algo había cambiado.
Donde antes había un terreno baldío, lleno de basura y monte, ahora se levantaba un edificio nuevo, de dos pisos, pintado de blanco y azul, con murales de colores en las paredes: mujeres afrodescendientes de diferentes edades, niños de diversas pieles, libros, herramientas, instrumentos musicales.
En la entrada, un letrero metálico, recién instalado, brillaba bajo el sol:
CENTRO COMUNITARIO ANNE Y RICARDO – CASA PARA LAS NIÑAS Y NIÑOS QUE NADIE QUISO
Ricardo se quedó sin aliento.
—¿Qué… es esto? —susurró.
Zuri le tomó la mano.
—Bájese —dijo—. Y vea.
Del edificio empezaron a salir personas.
Primero, sus hijas.
Las nueve.
Luz, con lentes y cabello recogido.
Majo, con traje sastre y carpeta en mano.
Alma, con bata blanca colgada del brazo.
Zuri, con pants y sudadera de compañía de danza.
Nayeli, con mandil y gorro de chef.
Rosa Linda, con overol lleno de manchas de pintura y aceite.
Meli, con una playera de banda independiente y collares.
Ceci, con gafete de trabajadora social.
Mara, con camisa blanca, jeans y un gafete que decía “Coordinación general”.
Detrás de ellas, niños.
Muchos.
De diferentes colores, edades, con mochilas, pelotas, cuadernos. Algunos en silla de ruedas. Otros con lentes gruesos. Todos sonriendo.
Chema apareció en la puerta, apoyado en un bastón, con su gorra vieja.
—Apúrate, Richi —gritó—. Que la sorpresa no se sostiene sola.
Ricardo, con lágrimas ya en los ojos, bajó del coche despacio.
Mara se adelantó, respiró hondo y habló en nombre de todas:
—Pa… —empezó—. Bienvenido a tu otro “hotel”.
Ricardo miraba todo, abrumado.
—¿Qué… hicieron? —preguntó.
Majo levantó el papel que traía.
—Te presentamos el Centro Comunitario Anne y Ricardo —dijo—. Legalmente constituido. Con permiso del municipio, del estado y hasta del Vaticano si quieres.
Las risas estallaron.
Luz explicó:
—Es un centro que trabajará con niñas y niños en situación de calle, afrodescendientes, indígenas, migrantes, con discapacidad. Como era la Casa Hogar donde nos encontraste… pero en grande. A nuestro modo.
Alma intervino:
—Aquí habrá consultorio médico —señaló una puerta—. Yo atenderé una vez por semana a los niños sin recursos. Y tengo colegas que se sumarán.
Nayeli mostró otra área.
—Aquí habrá comedor comunitario —dijo—. Nadie se quedará sin al menos una comida caliente al día. Y les enseñaremos a cocinar también.
Rosa Linda señaló un taller.
—Aquí taller de herrería y mecánica —explicó—. Para que los chavos aprendan oficio y no se vayan por la “lana fácil”. Todo lo que tú me enseñaste, pa’ nosotros fue oro. Hay que replicarlo.
Zuri abrió la puerta de un salón amplio, con espejos.
—Este será salón de danza y arte —dijo—. Pa’ que se muevan, se expresen, saquen lo que traen adentro. No todo se cura con palabras.
Meli agregó:
—Y aquí, sala de música y grabación casera. Pa’ que quien tenga voz, la use. Cantando, contando historias, grabando podcasts, lo que sea.
Ceci apuntó a una oficina.
—Aquí trabajaremos los casos con trabajo social —explicó—. Buscaremos familias de acogida, apoyos, escuelas. Nadie entra por entrar. Les daremos seguimiento.
Majo levantó la carpeta.
—Y aquí está la parte aburrida, pero necesaria —rió—. Estatutos, actas constitutivas, contratos de donación. No queríamos depender solo de la voluntad del municipio. Este espacio es de la comunidad. No nos lo pueden quitar fácil.
Mara, al final, concluyó:
—Todo esto… lo hicimos entre las nueve —dijo—. Cada una puso lo que sabe, lo que ha aprendido. Lo hemos ido preparando desde hace años. Ahorros, donativos, rifas, conciertos, proyectos. No te dijimos nada porque queríamos que hoy lo vieras completo.
Ricardo los escuchaba como quien escucha un idioma nuevo y familiar al mismo tiempo.
—¿Y por qué… pusieron mi nombre? —preguntó, con voz quebrada—. ¿Por qué el de Anne y el mío?
Luz se acercó, le tomó la cara entre las manos, como cuando era niña.
—Porque si tú no hubieras dicho “sí” en 1979 —susurró—, ninguna de nosotras estaríamos aquí. Ni como hijas, ni como mujeres, ni como profesionistas. Y porque la idea fue de ella, aunque luego tú la ejecutaste. Esta casa es su sueño… realizado a lo grande.
Los niños, que se habían quedado en silencio, empezaron a aplaudir.
Alguien grito:
—¡Que hable, don Ricardo!
Chema empujó ligeramente a su amigo hacia adelante.
—Ándale, Richi —dijo—. Tú que siempre tienes algo que decir.
Ricardo se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
Respiró.
Miró el letrero, las paredes, sus hijas, los niños.
—En 1979 —empezó—, yo llegué a una Casa Hogar con el corazón hecho pedazos. Mi Anne se había ido, y yo no sabía qué hacer conmigo mismo. Ese día vi a nueve bebés negras que nadie quería. Nueve. Nadie las escogía. Todos las dejaban al final de la fila. Y yo… yo estaba tan roto que pensé: “Si nadie las quiere, yo las quiero. Aunque no sepa cómo”.
Se rió, entre sollozos.
—No sabía cambiar pañales, no sabía hacer trenzas, no sabía defenderlas del mundo. Pero aprendí. Aprendimos juntos. Y ellas me defendieron a mí, incluso de mí mismo. Porque hubo días que quise tirar la toalla… y ellas me la devolvieron.
Miró a las niñas que ahora eran mujeres hechas y derechas.
—Hoy, cuarenta y seis años después —continuó—, me traen aquí, a un centro lleno de vida, y me dicen que esto es fruto de aquel “sí”. No tengo palabras. Solo puedo decirles gracias. Gracias porque todo lo que me dieron, no se quedó en la casa. Se regó. Gracias porque convertimos la herida en refugio.
Se volvió hacia los niños.
—Y a ustedes, chamacos —dijo—, solo les digo algo: aquí nadie es “sobrante”. Nadie es “destacado”. Nadie es “el que nadie quiso”. Aquí, si llegaron, es porque alguien ya los quiere. Aunque a veces no lo sepan.
Los aplausos fueron largos, intensos.
Meli empezó a cantar una canción que había compuesto para la ocasión, sobre un hombre que adoptó nueve estrellas oscuras y las vio iluminar un puerto.
Zuri y unas niñas se pusieron a bailar.
Nayeli sacó charolas de bocadillos.
Los niños corrían, reían, tocaban las paredes nuevas como si fueran juguetes gigantes.
Ricardo se sentó en una banca del patio, agotado pero lleno.
Alma se sentó a su lado.
—¿Te duele el pecho? —preguntó, preocupada.
—Claro que sí —respondió, llevándose la mano al corazón—. Pero es más de emoción que de otra cosa.
La miró.
—¿Sabes qué es lo más bonito de todo esto, hija? —preguntó.
—¿Qué?
—Que no son solo lo que hicieron con ustedes mismas —dijo—. Doctora, maestra, abogada, chef, bailarina, mecánica, cantante, trabajadora social, líder comunitaria. Eso ya de por sí me dejaría sin palabras. Pero lo que de verdad me deja mudo es esto: que, después de todo lo que les dio la vida y lo que les quitó, decidieron abrir un lugar para los que vienen detrás. Eso no se enseña en la escuela. Eso se mama.
Alma sonrió, con ojos brillantes.
—Eso lo vimos en ti —respondió—. Nunca nos soltaste. Aunque la vida te arrancó a mamá, nunca nos soltaste.
Ricardo se recargó en el respaldo de la banca.
Miró el cielo veracruzano, azul, con algunas nubes.
—¿Sabes, güera? —susurró, en voz baja, para Anne—. Al final, sí tuvimos la casa llena. Más llena de lo que imaginaste.
El viento sopló, moviendo ligeramente las hojas de una ceiba que habían plantado en la entrada, en memoria de Anne.
Los niños siguieron jugando.
Las hijas siguieron organizando, abrazando, riendo.
El Centro Comunitario Anne y Ricardo abrió sus puertas oficialmente ese día, con bendición del padre Toño, pero sobre todo con el aval de una historia que, contra todo pronóstico, había ido de la pérdida a la abundancia.
Cuarenta y seis años atrás, un viudo roto había adoptado a nueve bebés negras que nadie quiso.
Cuarenta y seis años después, esas niñas se habían convertido en mujeres que querían a medio mundo.
Y eso, más que cualquier titular, era lo que de verdad dejaba sin palabras.
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