El telegrama que hizo reír y morderse el puro a Churchill cuando supo que Patton llegó primero a Mesina y convirtió una carrera secreta entre aliados en una lección de orgullo, humor y estrategia compartida

Cuando el mensaje llegó al sótano del número 10 de Downing Street, todavía olía a tinta fresca y a polvo de mapa. Era una tarde pesada de agosto de 1943, con el cielo de Londres colgado bajo y gris, y el rumor lejano de la ciudad intentando volver a una rutina que ya no existía desde hacía años.

En la Sala de Mapas, la luz amarillenta caía sobre el Mediterráneo desplegado en la pared principal. Sicilia se veía como una bota rota que flotaba a medio camino entre África y la península italiana, cubierta de alfileres rojos y azules, flechas, anotaciones apresuradas. Al lado, sobre una pequeña mesa, descansaba un cenicero desbordado y un vaso con algo de whisky diluido.

Winston Churchill estaba de pie, con el chaleco abrochado un botón más de la cuenta, el puro apagado entre los dedos y la mirada clavada en el estrecho de Mesina.

—Ahí está la puerta —murmuraba—. Una puerta estrecha, pero es la que abre el camino al corazón de Italia.

A su lado, el general Alan Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial, sostenía un lápiz con el que trazaba pequeños movimientos en el margen del mapa, como si jugara una partida de ajedrez silenciosa.

—Monty avanza con método —comentó—. Ha asegurado cada loma, cada cruce. Su línea logística es sólida. Llegará.

Churchill esbozó una media sonrisa.

—Llegará, sí —concedió—. Pero no le hará ninguna gracia saber que hay un americano decidido a pisar el mismo objetivo como si fuera la meta de una carrera.

Brooke soltó un suspiro resignado.

—Patton… —dijo, sin necesidad de añadir más.

Fue en ese momento cuando la puerta se abrió sin ceremonias. Un joven oficial de comunicaciones, con el cabello pegado a la frente por el sudor, entró con un telegrama en la mano.

—Primer ministro, señor —dijo, conteniendo la respiración—. Mensaje urgente del mando aliado en el Mediterráneo.

Churchill levantó las cejas, alargó la mano y tomó el papel. El silencio cayó sobre la sala. Brooke se puso rígido, como si pudiera leer por encima del hombro de Churchill sin acercarse.

Los ojos del primer ministro recorrieron las líneas, primero despacio, luego con más rapidez. De pronto, el puro, que hasta entonces solo había sido un objeto inerte entre sus dedos, se alzó hasta la comisura de sus labios. No lo encendió. Lo mordió.

—¿Buenas o malas noticias? —se atrevió a preguntar Brooke.

Churchill levantó la vista. Tenía esa expresión que mezclaba fastidio y fascinación, como quien ve cumplirse una broma que él mismo había ayudado a escribir.

—Depende de a quién le preguntes —respondió—. Para Montgomery… —se tomó un segundo— quizá no tanto. Para los americanos… todo un banquete.

Se aclaró la garganta y leyó en voz alta, con su acento arrastrado:

—“Mesina tomada por fuerzas de la Séptima Armada. Tropas de Patton ocupan la ciudad. Enemigo en retirada hacia la península. Firmado: Eisenhower”.

La palabra “Patton” pareció inflar el aire de la sala.

Brooke parpadeó.

—¿Patton… ya está en Mesina? —preguntó, incrédulo—. ¿Antes que Monty?

Churchill dobló el telegrama con cuidado, como si quisiera ganar un segundo más para ordenar sus pensamientos.

—Al parecer, el buen George ha decidido que la isla de Sicilia era el escenario perfecto para una de sus carreras —dijo—. Y ha cruzado la meta con bastante estilo.

Se acercó al mapa, miró la costa oriental de la isla, el pequeño círculo que indicaba Mesina, y luego el símbolo que marcaba la posición del Octavo Ejército británico, todavía a unas millas.

Brooke frunció el ceño.

—Esto no le va a gustar nada a Montgomery —murmuró—. Él consideraba Mesina su objetivo natural. Su avance ha sido el eje de toda la campaña.

—Lo sé —respondió Churchill—. Por eso mismo, debemos elegir bien cómo reaccionamos. El enemigo ya tiene bastantes oportunidades de reírse de nuestras fricciones internas como para que les regalemos una más.

Se dio la vuelta, apoyó las manos en el respaldo de una silla y, durante un momento, guardó silencio. Sus pensamientos debían de ir y venir entre la satisfacción estratégica —Sicilia en manos aliadas— y la delicada coreografía de egos que suponía mandar dos generales tan diferentes en una misma dirección.

—¿Qué va a decirle a Monty? —preguntó Brooke, que conocía tanto el orgullo del comandante británico como el temperamento de Patton.

Churchill sonrió, esta vez con más sinceridad.

—Algo que sea verdad y que, al mismo tiempo, le deje espacio para sonreír —respondió—. Y luego… diré algo sobre Patton que pueda repetir con gusto si alguna vez le tengo delante con una copa en la mano.

Se dejó caer en la silla, tomó una pluma y un papel.

—Vamos a empezar por el mensaje oficial —dijo—. Después ya nos ocuparemos del mensaje… extraoficial.


Mientras Churchill afilaba palabras en Londres, en Messina el aire olía a gasolina, polvo y piedra caliente.

Las calles, llenas de escombros, resonaban con el eco de motores estadounidenses. Banderas improvisadas asomaban en algunos balcones; rostros cansados se asomaban tras cortinas remendadas. La ciudad, que había visto desfilar durante años uniformes distintos, sumaba uno más a su lista.

En la plaza principal, un jeep se detuvo. Del asiento del copiloto descendió un hombre de casco brillante, botas que parecían haber sido abrillantadas en medio de la tormenta y una mandíbula que se apretaba como un resorte: el general George S. Patton.

Se detuvo un momento, observó los edificios dañados, la línea azul lejana del estrecho, y se colocó las manos en la cintura. La brisa traía el olor salado del mar.

—Hemos llegado —dijo, más para sí que para los que lo acompañaban—. Y antes que nadie.

El coronel que estaba a su lado, un hombre delgado con gafas redondas, se permitió una sonrisa.

—Señor, los británicos… —comentó— van a estar muy interesados en este pequeño detalle.

Patton rió con un sonido breve.

—Monty puede apuntar muchas cosas en su diario —respondió—. Pero esta línea será para nosotros. La ruta de la Séptima Armada hasta Mesina.

Se giró hacia un oficial de comunicaciones.

—Envíe un mensaje al cuartel general —ordenó—. Dígale a Ike que la carrera ha terminado y que hemos cruzado la meta. Pero que no se preocupe, que no pienso reclamar una copa de plata, solo gasolina para seguir.

El oficial asintió, anotando apresuradamente.

Patton se permitió, solo por un instante, imaginar la cara de cierto general británico cuando se enterara. No era odio lo que sentía, sino un tipo particular de rivalidad. Sabía que, en el mismo lado, también había orgullo en juego.

—Al final del día —pensó—, lo que importa es que la bandera que ondea aquí no es la del enemigo.


De vuelta en Londres, Churchill terminó de redactar el telegrama dirigido a Eisenhower. Lo leyó en voz alta para comprobar el tono:

—“Felicito calurosamente a todas las fuerzas aliadas por la liberación de Mesina y la conclusión victoriosa de la campaña en Sicilia. Ruego transmitan mi reconocimiento tanto al Octavo Ejército como a la Séptima Armada por sus esfuerzos combinados”.

Levantó la mirada.

—Neutral, justísimo, irreprochable —comentó—. No menciona quién ha cruzado la puerta primero, pero sí deja claro que la casa entera la hemos conquistado entre todos.

Brooke asintió.

—Es diplomático —concedió—. Aunque, me temo, no evitará que en los clubes y en los cuarteles se hable de “la carrera a Mesina”.

Churchill se encogió de hombros.

—Mientras esa carrera haya tenido lugar por ver quién golpeaba antes al enemigo, no seré yo quien me queje —dijo—. Entre la inercia y el exceso de ímpetu, a veces elijo el segundo.

Se puso en pie, caminó un par de pasos, pensativo.

—Ahora bien —añadió, con un destello travieso en los ojos—, eso no significa que no pueda permitirme un comentario… más sabroso.

Se sentó de nuevo, tomó otro papel y empezó a escribir, esta vez con menos cuidado oficial.

Brooke lo observaba, curioso.

—¿Para quién es ese? —preguntó.

—Para Ike —respondió Churchill, sin dejar de escribir—. Y, a través de él, para quien corresponda.

Cuando terminó, dejó la pluma, se aclaró la garganta y leyó:

—“Siempre supe que el general Patton correría hacia Mesina como un galgo tras una liebre. Lo que no esperaba era que la liebre fuese la ciudad y el galgo arrastrara detrás de sí a la mitad de Sicilia”.

Se detuvo, evaluó el efecto de sus propias palabras.

—Y ahora viene lo importante —añadió, inclinándose de nuevo sobre el papel—. Lo que quiero que se recuerde si algún día alguien pregunta qué dijo Churchill cuando Patton ganó su pequeña carrera.

Escribió despacio, saboreando cada sílaba:

—“Dígale de mi parte que, si hubiese sido cualquier otro el que llegara primero, tal vez sentiría celos. Pero, siendo un aliado tan decidido, solo puedo sentir alivio… y encender un puro a su salud”.

Brooke sonrió, sorprendido.

—Es un halago… y una pequeña advertencia al mismo tiempo —observó.

—Exacto —asintió Churchill—. Le reconozco su empuje, pero le recuerdo que el juego es de todos. Además, tiene un toque de humor. A los americanos les gusta pensar que uno nunca sabe si hablo del todo en serio o del todo en broma. La verdad es que casi siempre hago ambas cosas a la vez.

Doblando el papel, agregó:

—Este no va por los canales oficiales. Este es “para uso personal”, como dirían ellos.


Esa noche, en la residencia del primer ministro en Chequers, el aire era distinto. Fuera, el campo inglés ofrecía un horizonte de colinas suaves y árboles densos. Dentro, las paredes guardaban ecos de reuniones, discusiones y decisiones que cambiarían mapas.

Churchill, envuelto en su batín y con un puro ahora sí encendido, se recostó en un sillón frente a la chimenea.

A su lado, un joven secretario, Thomas, revisaba algunos papeles que habían quedado pendientes, aunque su atención se escapaba a veces hacia las noticias frescas.

—¿De verdad tenía Monty tan claro que llegaría primero a Mesina? —preguntó, con una curiosidad imprudente.

Churchill soltó una bocanada de humo.

—Montgomery siempre cree que está donde debe estar y cuando debe estar —respondió—. Es parte de su fuerza… y a veces de su dificultad. Planifica como un relojero. Cada engranaje debe estar en su sitio.

—Patton, en cambio… —aventuró Thomas.

—Patton, en cambio, es un relámpago —completó Churchill—. Brillante, peligroso, imposible de ignorar. Abraza la guerra con una teatralidad que asustaría a cualquier ministro de Hacienda. Pero ese tipo de hombres, si uno logra tenerlos de su lado, resultan muy útiles cuando se trata de atravesar murallas.

El secretario dudó.

—¿Y no teme que esta victoria simbólica, esta “carrera”, genere resquemor entre nuestros propios mandos? —preguntó—. Algunos oficiales ya comentan que los americanos se jactarán de haber sido “más rápidos”.

Churchill se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.

—Escucha, muchacho —dijo, con tono grave—. En esta guerra, el enemigo no está en el otro despacho. Está al otro lado del canal, en las ciudades que todavía no hemos liberado, en las fábricas que todavía producen armas para prolongar esta pesadilla.

Dio una calada lenta.

—Si de vez en cuando un general británico frunce el ceño porque un general americano ha llegado media hora antes al objetivo, casi lo prefiero —continuó—. Es señal de que ambos siguen luchando por llegar. El día que nadie se ofenda por perder una carrera, habremos perdido algo más importante: el deseo de terminar esto.

Thomas asintió, en silencio.

—Entonces… —se atrevió a insistir—, cuando alguien le pregunte qué dijo usted al enterarse de que Patton ganó la carrera a Mesina, ¿qué responderá?

Churchill sonrió, mirando las llamas.

—Diré —respondió, con voz pausada— que dije la verdad: que un viejo inglés, con el corazón lleno de preocupación por sus soldados, sintió dos cosas a la vez. Una, un pequeño pinchazo de orgullo por no ver ondear allí primero una bandera británica. Y otra, mucho mayor, un enorme alivio al saber que, fuera la bandera que fuese, era de uno de los nuestros y no del enemigo.

Se quedó callado unos segundos.

—Y añadiré —concluyó— que también dije: “Si Patton corre para llegar antes que los británicos, que corra. Mientras ambos sigan corriendo hacia el enemigo y no el uno contra el otro, yo pagaré encantado la cinta de meta”.

Thomas sonrió. Aquella frase, pensó, merecía ser anotada en algún margen.


En los meses y años siguientes, la campaña de Sicilia ocupó solo algunos capítulos en libros y memorias. Los grandes titulares se fueron a Normandía, al cruce del Rin, a la caída de Berlín. La “carrera a Mesina” quedó como una anécdota, una nota al pie, un motivo de conversación entre veteranos.

Pero en ciertos círculos, la pregunta seguía apareciendo:

—¿Qué dijo Churchill cuando supo que Patton había llegado primero a Mesina?

Algunos citaban de memoria una de las muchas frases que circulaban:

“Sabía que si el general Patton veía una línea de meta, no se detendría hasta cruzarla… aunque nadie más hubiera escuchado el disparo de salida”.

Otros repetían, adornada, aquella idea que él mismo había redactado para Eisenhower:

“Si cualquier otro hubiese ganado esta carrera, me habría molestado. Pero tratándose de un aliado tan decidido, solo puedo alegrarme y brindar por su osadía”.

Y había quienes recordaban una reflexión más íntima, compartida en una conversación nocturna:

“En la guerra, hijo mío, lo importante no es quién pisa primero la plaza, sino que la plaza deje de pertenecer al enemigo. El resto… son asuntos de vanidad que el tiempo desdibuja”.

Tal vez no hubo una única frase, tallada en mármol, que sirviera de respuesta definitiva. Churchill era hombre de muchas palabras, de matices, de escenas.

Pero en el fondo, detrás del humo del puro, de los mapas, de los telegramas doblados, su reacción se resumía en algo sencillo: la capacidad de reírse un poco del orgullo propio para reconocer que, a veces, los aliados también compiten… y que esa competencia, bien encauzada, puede empujar la historia hacia el desenlace que más importa.

La noche en que supo que Patton había ganado la carrera a Mesina, Churchill no arrojó su puro contra el suelo ni maldijo al destino. Se limitó a morder la punta, sonreír con esa mezcla de ironía y satisfacción, y pronunciar, según recordaba luego uno de sus secretarios, una frase breve:

—“Bueno… —dijo—, si la guerra es una carrera, prefiero perder un esprint contra un amigo que una maratón contra el enemigo”.

Y después, como hacía siempre después de una noticia importante, se inclinó sobre el mapa, movió un par de alfileres y empezó a pensar dónde sería la próxima meta.