“Nunca imaginé ser padre otra vez”: el inesperado anuncio de Antonio Vodanovic, que a los 76 años revela a su pareja embarazada, presenta a su tierna hija y explica el conmovedor motivo de haberlo ocultado todo
Era una noche más de conversación en la televisión chilena.
El estudio, cálido y elegante, estaba acostumbrado a recibir a figuras históricas: actores, periodistas, cantantes. Pero algo en el ambiente anunciaba que ese capítulo sería distinto.
Frente a las cámaras, Antonio Vodanovic —76 años, traje impecable, mirada serena— respondía a las preguntas habituales: recuerdos del Festival de Viña, anécdotas con artistas, su etapa como jurado de talentos, la evolución de la televisión. Todo sonaba conocido, seguro, cómodo.
Hasta que la entrevistadora decidió ir a un terreno que él siempre había esquivado con elegancia:
—Antonio, hemos hablado mucho de tu carrera… ¿y tu vida sentimental? ¿Cómo está tu corazón a los 76?
Él sonrió, bajó la mirada y, por primera vez en mucho tiempo, dejó que el silencio se apoderara del estudio. Se quitó lentamente los lentes, respiró hondo y dijo:
—Mi corazón está… lleno. No solo por una, sino por dos personas: mi pareja, que está esperando un bebé, y mi hija.
El público presente se quedó sin aire. La entrevistadora abrió los ojos, incrédula. Y la frase que siguió se clavó directamente en las redes sociales, listas para explotar:
—Sí —confirmó—. A los 76 años estoy esperando un hijo, y hoy quiero que conozcan a la familia que muchos no sabían que tengo.

El animador que siempre separó el escenario de su sala de estar
Durante décadas, el nombre de Antonio Vodanovic estuvo asociado a la imagen del “señor de las tablas” en Chile: elegante, correcto, dueño de una voz y una presencia que marcaron al Festival de Viña del Mar y, más tarde, a programas de talentos donde su opinión pesaba como pocas.
En la pantalla, se mostraba cercano, simpático, con humor, pero jamás abría del todo la puerta de su intimidad.
Cuando le preguntaban por amores, respondía con frases genéricas, bromas blancas, algún guiño al paso del tiempo.
—Mi gran romance es la televisión —solía decir—. Y ya llevamos tantos años que ni sé si seguimos de luna de miel.
La gente sabía que tenía una vida fuera de cámaras, claro. Se hablaba de relaciones pasadas, de amistades profundas, de círculos muy privados. Pero nada concreto, nada exhibido. Parecía decidido a mantener una frontera infranqueable entre el animador público y el hombre que, al llegar a casa, colgaba la chaqueta en una silla cualquiera.
Por eso, que ahora hablara de una pareja embarazada y de una hija que el país no conocía era algo más que una confesión: era un giro completo en la historia que durante años había escrito sobre sí mismo.
Ella: la mujer que llegó cuando él ya no buscaba a nadie
La entrevistadora, tratando de recomponerse, se animó a la pregunta obvia:
—¿Quién es esa mujer que te cambió la vida a los 76?
Antonio esbozó una sonrisa distinta, de esas que no se ensayan frente al espejo.
—Se llama Isabel —dijo—. Y no, no es del mundo de la televisión.
Contó que la conoció en un contexto impensado para una historia de amor: un taller sobre comunicación y liderazgo al que él fue como invitado a compartir experiencias y ella, como asistente, en representación de una fundación dedicada a la educación.
—Yo llegué a hablar de escenarios, luces, cámaras —recordó—. Ella me habló de salas de clases con goteras, de niños que caminan kilómetros para estudiar, de profesores agotados. Me aterrizó de golpe.
En un café posterior al taller, la charla se prolongó más de lo esperado.
No hablaron de ratings ni de momentos épicos en Viña, sino de miedos, pérdidas, cambios de época, la sensación de estar “sobrando” en un mundo que parece ir a mil por hora.
—Me impresionó que no se intimidara —admitió—. No le interesaba quién fui en los noventa. Le interesaba quién soy ahora.
Isabel era menor que él, pero no lo suficiente como para entrar en el cliché cruel de “escándalo por diferencia de edad”. Madura, con su propia historia de trabajo, familia, fracasos y logros, tenía algo que a Antonio le faltaba desde hacía tiempo: ganas de seguir haciendo planes a futuro.
—Yo hablaba en pasado —confesó—. Ella hablaba en futuro. Y empecé a contagiarme.
La pequeña sorpresa: la hija que Chile no conocía
En la pantalla de atrás, la producción decidió lanzar una foto que hasta ese momento solo el círculo íntimo de Antonio había visto: él sentado en un sillón, con una niña de rizos castaños sobre las rodillas, ambos riendo con la complicidad de quienes comparten secretos de sobremesa.
—¿Ella es…? —preguntó la conductora, con la voz quebrada.
—Mi hija —afirmó, con orgullo—. Nuestra hija.
El país entero contuvo el aliento.
Antonio explicó que la niña —a quien llamaremos Emilia en este relato— llegó a su vida antes del embarazo actual, pero también como una especie de milagro inesperado.
Emilia no era su hija biológica.
Era la hija de Isabel de una relación anterior y también, durante años, una niña acostumbrada a ver a su madre partir temprano y volver cansada, a lidiar con la ausencia de un padre que había decidido estar lejos.
—La primera vez que Emilia me vio en televisión —contó—, me miró muy serio y me dijo: “En la tele hablas mucho, pero aquí eres bastante callado”.
La frase lo desarmó.
Sin darse cuenta, empezó a pasar más tiempo con ellas: cenas, paseos, tardes de juegos de mesa. Un día, Emilia empezó a referirse a él como “el amigo de mamá”; otro día, como “Antonio”; y, en algún momento que nadie precisó exactamente, se le escapó un “papá” que dejó a todos en silencio.
—No la corregí —dijo él—. Me quedé quieto, con el corazón a mil, y sentí que el mundo se ordenaba de una forma que nunca imaginé a esa edad.
Con el tiempo, sin papeles ni discursos, se convirtieron en familia.
Una familia pequeña, discreta, pero intensamente real.
La noticia que lo sacudió todo: “Vas a ser papá… otra vez”
Ya instalados en una rutina que mezclaba compromisos de televisión, trabajo social de Isabel y tareas escolares de Emilia, la vida parecía haber encontrado cierto equilibrio.
Hasta que una mañana cualquiera, Isabel apareció en la cocina con el rostro pálido y una prueba en la mano.
—Antonio —dijo, y el tono bastó para que él soltara el periódico—. Tenemos que hablar.
Los dos sabían lo que significaban esas dos rayitas.
Y aun así, durante varios segundos, ninguno se atrevió a decir la palabra.
—¿Es…?
—Sí —respondió ella—.
Él se apoyó en la encimera, intentando procesar una combinación letal de emociones: sorpresa, miedo, alegría, incredulidad.
—Isabel, tengo 76 años —fue lo primero que alcanzó a articular—.
—Lo sé —respondió ella—. Y yo tengo la edad que tengo, y aun así… aquí estamos.
La conversación fue larga, sincera, sin maquillaje.
Hablaron de salud, de energía, de futuro, de los comentarios crueles que sabían vendrían. Pero también hablaron de amor, de la oportunidad rara y hermosa de traer a alguien al mundo en medio de tanto aprendizaje acumulado.
—No sé si voy a estar cuando termine la universidad —dijo él, con honestidad brutal—. Pero sé que, mientras esté, voy a estar bien.
Fue Emilia, sin saberlo, la que inclinó la balanza.
Cuando se enteró de que tendría un hermano, corrió por la casa dando vueltas y declaró con la convicción de los niños:
—No importa si eres viejo, papá. Igual eres mi papá. Y ahora vas a ser el de él también.
El pacto de silencio que duró hasta esa entrevista
Con el embarazo confirmado, vino la siguiente gran decisión: ¿lo contaban al mundo o lo guardaban en absoluta intimidad?
—La primera reacción fue esconderlo —admitió Antonio—. No por vergüenza, sino por protección.
Sabían que habría opiniones de todo tipo:
que si era “irresponsable” tener un hijo a esa edad,
que si ella “buscaba un apellido”,
que si él “quería llamar la atención”.
La vida en pareja, además, era tranquila, sin aspiraciones de convertirse en espectáculo. Emilia iba al colegio, Isabel a la fundación, Antonio a sus compromisos puntuales en televisión. Por las tardes, si podían, compartían meriendas, dibujos animados, deberes.
—Estaba siendo la vida más simple y más feliz que he tenido —contó—. Y temía que, al contarlo, se metiera el ruido de fuera.
Pero con los meses, la barriga de Isabel habló por sí sola.
En un par de eventos, algunas personas notaron su vientre redondeado. Algún comentario se escapó en un pasillo, un par de fotos mal tomadas comenzaron a circular. Las especulaciones no tardaron.
Una noche, mientras veían noticias, un panel de farándula se preguntaba airadamente si “era correcto” que un hombre de 76 años fuera padre otra vez.
—Ahí me cansé —relató Antonio—. Pensé: “Hablan sin conocernos, sin saber cómo vivimos, sin saber cuánta responsabilidad hay detrás de esta decisión”. Y entendí que el silencio ya no nos protegía, nos dejaba indefensos.
Fue entonces cuando aceptó la invitación a esa entrevista “en profundidad” con una condición:
—Si voy —dijo—, voy a contar mi verdad entera. Con todo.
La aparición más esperada: pareja, hija… y nombre del bebé
En el estudio, después de la confesión inicial, la entrevistadora lanzó la pregunta que ardía en la escaleta:
—¿Están ellas aquí?
Antonio sonrió.
—Sí. Pero van a entrar solo si quieren.
Un instante después, desde el costado del escenario, aparecieron Isabel y Emilia.
Isabel, con un vestido sencillo que dejaba ver con elegancia su embarazo avanzado; Emilia, tomada de su mano, con la timidez de quien sabe que muchos ojos la miran, pero con una luz en los ojos que no se puede fingir.
El público se puso de pie.
Hubo aplausos largos, espontáneos.
—Ella es Isabel —presentó Antonio—. Y esta traviesa es Emilia.
La niña se aferró a su brazo y, cuando la entrevistadora le preguntó quién era Antonio para ella, respondió sin dudar:
—Es mi papá. Y va a ser el papá de mi hermanito.
—¿Hermanito? —repitió la conductora—. ¿Ya saben el sexo del bebé?
Isabel asintió.
—Sí. Es un niño.
—¿Y nombre?
Antonio miró a ambas, como pidiendo permiso.
—Solo les voy a adelantar uno —dijo—: se va a llamar Andrés. Porque significa “valiente”, y eso es lo que ha sido esta decisión para todos.
Las redes en llamas… y el debate sobre la paternidad tardía
En cuestión de minutos, los clips de la entrevista inundaron las redes:
la frase “A los 76 voy a ser padre”,
la entrada de Isabel y Emilia,
el nombre del futuro bebé,
las risas, las lágrimas, los abrazos.
Los comentarios se dividieron de inmediato.
Unos criticaban la edad, otros se preguntaban por la diferencia generacional, algunos hacían chistes fáciles.
Pero también hubo una ola de mensajes inesperados: personas mayores agradeciendo que alguien de su generación hablara de amor y familia en voz alta, sin pedir disculpas por ello; padres y madres que tuvieron hijos a edades similares y contaban, con orgullo, cómo habían logrado criar con paciencia y dedicación.
—Yo no vine a dar ejemplo de nada —aclaró Antonio en otra intervención—. Solo a compartir que la vida no se acaba cuando dice el calendario.
El debate se instaló más allá de su caso:
¿Hasta qué edad es “válido” ser padre o madre?
¿Quién decide qué es responsable y qué no, si hay amor, apoyo y consciencia?
Entre el ruido, una frase de Antonio se repetía una y otra vez:
“La edad no me da más derechos, pero tampoco me quita el derecho a amar y a cuidar”.
Vida cotidiana: menos focos, más cuentos antes de dormir
Lejos de la televisión, la vida de esta familia ficticia siguió su propio ritmo.
Por la mañana, Antonio acompaña a Emilia al colegio cuando su agenda lo permite. Ella le cuenta sus dramas de patio, sus tareas, sus sueños de niña que aún no termina de entender quién es exactamente ese hombre que, a la vez, es su papá y el señor que la gente saluda en la calle.
Por la tarde, revisa con Isabel las ecografías, los controles médicos, las recomendaciones. Se ríen del listado de cosas que supuestamente “no puede hacer” por su edad y de las que, sinceramente, ya no quiere hacer tampoco.
—Sé que no voy a andar corriendo maratones detrás de un niño —bromea—. Pero tengo algo que no tenía a los 30: tiempo interior. Y muchas ganas de usarlo bien.
En las noches, cuando la casa por fin se calma, se sienta en un sillón con Emilia a un lado y la mano de Isabel en la suya, y se permite algo que durante años no se dejó: pensar en el futuro sin prisa, imaginando al pequeño Andrés gateando entre partituras y recuerdos.
Un mensaje para quienes creen que “ya es tarde”
En una última aparición televisiva, ya con el embarazo a punto de llegar a término, le preguntaron qué le diría a alguien de su edad que siente que la vida afectiva está “cerrada”.
Antonio miró a cámara, pensando en todas las personas mayores que lo estaban viendo desde salas silenciosas.
—Les diría que no fuercen nada —respondió—. Que no busquen una historia solo para demostrar que “aún pueden”. Pero también les diría que no se cierren si la vida les trae un cariño verdadero, en la forma que sea: pareja, nietos, amigos, hijos que llegan tarde, familias que se arman de maneras raras.
Se encogió de hombros, con humildad.
—Yo no pensé vivir esto a los 76 —confesó—. Y, si hubiera escuchado solo las voces del miedo, me lo habría perdido.
No recomendó a nadie imitarlo.
Solo dejó flotando una idea sencilla:
“Mientras haya amor, honestidad y responsabilidad, la vida sigue teniendo capítulos que no nos imaginábamos”.
Tal vez, en el futuro, cuando Andrés sea lo bastante grande para entenderlo, alguien le mostrará esa entrevista. Verá a su padre mayor, nervioso pero feliz, diciendo ante todo un país:
“Voy a ser papá otra vez, y esta es mi familia.”
Y quizá, en ese instante, entienda que, más allá de la edad, la fama o los debates, hubo algo que sostuvo toda esa historia desde el principio:
la decisión valiente de tres personas de mirarse, elegirse y construir hogar cuando muchos creían que ya era demasiado tarde para empezar de nuevo.
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