Creían que seguiría solo para siempre, pero a los 71 años Humberto Zurita confiesa «ella dijo que sí», revela cómo nació este amor prohibido para muchos y cómo cambia todo su imagen pública
No fue en una alfombra roja ni en una exclusiva pagada. No hubo salón lujoso, ni filtros de belleza. Ocurrió en un escenario sencillo, con luces cálidas y un público que no imaginaba que estaba a punto de escuchar una de las confesiones más íntimas de Humberto Zurita.
El actor, a sus 71 años, sonreía después de responder la típica pregunta sobre su carrera, los nuevos proyectos, los personajes que lo han marcado. Todo parecía ir por el mismo camino de siempre, hasta que una periodista lanzó la pregunta que muchos evitaban por pudor, pero que todos tenían en la punta de la lengua:
—Humberto, ¿el corazón… sigue solo?
Hubo un murmullo leve. Algunos en el público inclinaron el cuerpo hacia adelante, como si así pudieran escuchar mejor la respuesta.
Zurita alzó la vista, hizo una pausa larga —esa pausa que sólo dominan los grandes actores cuando saben que el silencio, bien colocado, es más poderoso que cualquier frase— y finalmente dijo:
—Lo único que puedo decir es que… ella aceptó mi propuesta.
Explosión. Risas nerviosas, exclamaciones, un “¡bravo!” espontáneo. Los teléfonos salieron volando de bolsos y bolsillos, buscando capturar ese instante. Pero lo que vino después fue mucho más que una frase.
Por primera vez, el actor se dispuso a contar la intensa, silenciosa y polémica historia detrás de esa frase aparentemente sencilla.

El duelo que nadie vio completo
Para entender el peso de esas palabras, hay que volver a los años de duelo, de ausencias, de fotos que dolían sólo de mirarlas.
El amor que compartió con su esposa fue, para toda una generación, la imagen de pareja sólida en medio del caos de la industria. Cuando ella se fue, muchos asumieron que él quedaría en una especie de viudez eterna, convertido en símbolo de amor que se idealiza, se congela y no se toca.
—Hubo un momento en que yo mismo compré esa idea —admitió—. Que mi mejor homenaje era no volver a amar. Como si el corazón fuera un altar que se cierra y se les cuelga un letrero de “se acabó”.
El duelo fue público en algunas capas, y profundamente privado en otras. Aparecía entero en los homenajes, en las entrevistas, en los recuerdos. Pero cuando la cámara se apagaba, el hombre detrás del actor se enfrentaba a noches mucho menos fotogénicas.
—La soledad tiene muchas formas —explicó—. Está la soledad de la cama grande, la de la silla vacía en la mesa, la de la agenda llena de trabajo y el silencio cuando llegas a casa.
Amigos y colegas le ofrecieron compañía, cenas, viajes, proyectos. Algunos, incluso, intentaron presentarle a “alguien especial”. Él se resistió.
—Sentía culpa hasta por imaginarlo —confesó—. Como si traicionara una historia hermosísima sólo por pensar que podía volver a compartir la vida con otra persona.
Lo que nadie sabía era que, en ese proceso, no sólo estaba luchando con la nostalgia de un gran amor, sino con la presión de convertirse en una especie de “estatua viviente” del viudo perfecto.
—La gente te coloca etiquetas sin preguntar —dijo—. “Ejemplo de amor eterno”, “hombre fiel hasta el final”… Y tú comienzas a sentir que si te sales de ese guion, decepcionas a todos.
La primera vez que la vio… sin verla
La mujer a la que se refiere como “ella” en esa frase detonante no apareció de golpe como una protagonista de telenovela entrando a cuadro. Su aparición fue, curiosamente, casi anónima.
—La vi muchas veces sin verla —relató—. Coincidimos en lecturas, en eventos, en reuniones de amigos. Y yo estaba tan metido en mi propio túnel que no la registraba más allá del “hola, ¿cómo estás?”.
Ella pertenecía también al mundo artístico, pero no era una figura que viviera de escándalos ni de titulares agresivos. Tenía su propia trayectoria, su propio peso, su propia historia.
Lo que cambió el mapa fue una conversación aparentemente trivial, en un pasillo cualquiera, entre camerinos.
—Yo venía de una escena emocionalmente fuerte —recordó—. Salgo, me recargo en la pared, respiro. Ella pasa, me mira y me dice: “Estás actuando perfecto… pero tus ojos están cansados de otro tipo de tristeza”.
No lo dijo con tono inquisidor, ni con curiosidad morbosa. Lo dijo con una mezcla de empatía y sinceridad que lo descolocó.
—Me quedé sin respuesta —admitió—. Me vi obligado a reír, a hacer un chiste, porque era más fácil que decir: “Sí, estoy cansado por dentro”.
Ese comentario se quedó dando vueltas. Días después, volvieron a coincidir. Esta vez, en una cena con amigos.
—Nos pusieron uno al lado del otro —contó—. Y ahí sí la vi de verdad. No por cómo se veía, sino por cómo escuchaba. Hay gente que te escucha esperando su turno para hablar. Y hay gente que de verdad te escucha. Ella era de las segundas.
La noche se alargó. Hablaron de teatro, de cine, de libros, de amores perdidos, de hijos, de familia. No hubo intención de conquista, no hubo juego evidente. Hubo algo más peligroso: complicidad.
—Me di cuenta de que estaba hablando desde un lugar que no usaba casi nunca —dijo—. No el del actor, no el del hombre que tiene que proteger a todos, sino el del tipo que dice: “Tengo miedo, estoy cansado, estoy confundido”.
«Éramos dos adultos con miedo a empezar de nuevo»
Lo que hace polémica esta historia no es la existencia de una nueva relación en sí, sino la velocidad, la edad, el contexto. En un medio donde se aplauden romances fugaces y se alimentan amores de portada, que un hombre de 71 años se atreva a decir “me enamoré otra vez” resulta, para muchos, incomprensible.
Zurita lo asumió sin adornos:
—Éramos dos adultos con miedo a empezar de nuevo —confesó—. Con historias largas, con cicatrices, con hijos, con agendas. No había ingenuidad. Había preguntas.
Ella, según relató, fue incluso más cautelosa.
—Me dijo algo que me marcó —recordó—: “Yo no quiero ser la nota que reemplace a otra. No quiero ser el nombre que ponen después del ‘después de’. Si vamos a intentar algo, tiene que ser desde un lugar sano, no desde la urgencia”.
La relación empezó, entonces, en silencio.
Sin fotos filtradas, sin apariciones “casuales” ante paparazzi, sin publicaciones evidentes.
—No lo escondíamos por vergüenza —aclaró—. Lo escondíamos porque necesitábamos ser nosotros antes de ser “nosotros ante los demás”.
La presión de los reflectores: “¿Y si nos destruye?”
La polémica comenzó mucho antes de que se hiciera pública la relación. Comenzó en la cabeza de los protagonistas.
—Imagina esto —dijo—: estás empezando a sentir algo importante por alguien, pero sabes que, en el momento en que des un paso en falso ante las cámaras, se vuelve un tema nacional. ¿Cómo vives eso?
Hubo discusiones largas.
—¿Te das cuenta de que todo lo que hagamos va a ser interpretado? —le dijo ella—. Que cualquier gesto tuyo hacia mí será comparado con el pasado. Que habrá quien diga que es “traición”, “olvido”, “sustitución”.
—También habrá quien se alegre porque no me quedé congelado —respondió él—. Pero sí, lo sé. Y eso da miedo.
Por un tiempo, decidieron mantener la relación hermética para el público. Sí existía en su entorno cercano, sí se hablaba en voz alta en su círculo íntimo, sí se hacían presentes en la vida de sus respectivas familias.
—Mis hijos sabían —compartió—. Lo supieron antes que nadie. Y sus reacciones eran las que más me importaban.
No fue una aceptación automática ni una celebración inmediata. Hubo diálogos, lágrimas, preguntas.
—Uno de ellos me dijo: “Papá, me cuesta imaginarte con alguien más, pero me cuesta más imaginarte solo por orgullo” —recordó—. Fue como un permiso y un desafío al mismo tiempo.
¿Por qué la propuesta se hizo en silencio?
La frase que pronunció frente al público —«ella aceptó mi propuesta»— puede sonar cinematográfica, pero el momento en que la pronunció por primera vez fue todo menos espectacular.
—No la invité a cenar bajo fuegos artificiales —contó—. No alquilé un restaurante entero, no puse un violinista escondido. Fue mucho más sencillo. Y por eso fue más real.
La propuesta ocurrió, según relató, en una noche común, sentados en la sala, con un café en la mano y un futuro sobre la mesa.
—Llevábamos mucho tiempo hablando de nosotros, de nuestras rutinas, de cómo nos afectaba estar juntos y separados a la vez —recordó—. En un momento, ella dijo: “Lo que vivimos es bonito así, pero si no damos un paso más, la vida se nos va a ir en un eterno ‘casi’”.
Él tomó aire.
—Entonces dije algo que ni yo tenía programado —confesó—. “Si estamos de acuerdo en que no queremos un ‘casi’, ¿qué te parecería un ‘para adelante’?”.
Ella lo miró, sin entender del todo.
—¿Qué estás pidiendo exactamente? —preguntó.
Y él, sin guion, sin frases memorizadas, soltó:
—Que te cases conmigo. No por llenar un vacío, no por foto, no por escándalo. Por convivencia, por paz, por futuro. Por la edad que tenemos, que nos enseña que esto no se trata de promesas de película, sino de realidades de todos los días.
Hubo un silencio largo.
—¿Tú entiendes lo que significa eso para tu imagen, para tu vida, para tu historia? —dijo ella—. ¿Entiendes todo lo que esto va a remover?
—Entiendo —respondió—. Y, por primera vez, no quiero tomar la decisión pensando primero en la imagen, sino en la vida.
Ella, finalmente, respondió con un “sí” que fue, antes que nada, un acto de valentía hacia ambos.
La polémica inevitable
El anuncio público no tardó en despertar opiniones encontradas.
—Hay quien se molestó porque siento que “rompo la idea de amor único” —dijo—. Otros se molestaron porque pensaban que tenía la obligación de rehacer mi vida antes. Unos me querían eternamente viudo, otros eternamente galán. Es imposible complacer a todos.
En redes sociales, se dieron las reacciones previsibles: desde mensajes de odio disfrazado de religiosidad hasta felicitaciones efusivas.
“Yo te admiraba por cómo amaste a tu esposa, ahora no sé”, escribió alguien.
“Es inspirador ver que a los 71 se puede elegir el amor y la compañía sin miedo”, puso otra persona.
Para muchos, lo polémico no era el acto en sí, sino lo que representa: la idea de que una figura pública, asociada a un amor del pasado muy querido, tiene derecho a escribir un capítulo nuevo sin borrar el anterior.
—He tenido que repetir una y otra vez algo que siento desde el principio —compartió—: amar de nuevo no es amar menos lo que viví, es reconocer que el corazón no se apaga por decreto.
¿Cómo cambia esta boda su imagen?
La boda, más allá del acto jurídico y del romanticismo, funciona como un parteaguas.
Por un lado, naturaliza algo que culturalmente sigue siendo difícil de aceptar: que las personas mayores también tienen derecho al amor, al deseo de compañía, a la vida en pareja. No sólo a “disfrutar de los nietos” o “recordar viejos tiempos”.
—No quiero ser el abuelo decorativo de la televisión —dijo—. Quiero seguir siendo un hombre con proyectos, con afectos, con sorpresas. Y si eso rompe el molde que tenían de mí, lo siento… pero también me alegra.
Por otro lado, lo arranca del pedestal del “viudo ideal” para colocarlo en un lugar más humano, más cercano, más incómodo para algunos, pero también más auténtico.
—Si mi imagen era la de alguien que se había congelado en el dolor, era una imagen incompleta —explicó—. Ahora, si me van a mirar, que sea sabiendo que también me permití la alegría.
En lo profesional, probablemente abrirá nuevas lecturas de sus personajes, de sus discursos, de sus entrevistas. Tal vez lo veremos hablando con más libertad sobre el paso del tiempo, las segundas oportunidades, el miedo a empezar.
En lo espiritual y emocional, envía un mensaje potente: que la fidelidad a un recuerdo no significa renunciar a todo lo demás; que el respeto por quien se fue puede coexistir con la gratitud por quien llega.
El hombre detrás de la frase
Cuando se apagaron las cámaras ese día, después de la revelación, se acercaron colegas, amigos, desconocidos. Algunos lo abrazaron con lágrimas, otros le hicieron bromas, otros le susurraron al oído palabras de aliento.
Él, ya sin el foco directo, se permitió un gesto que dice más que cualquier discurso: se sentó en un rincón del escenario vacío, tomó el celular, marcó un número y, cuando ella respondió, dijo sólo:
—Ya lo saben. Ya lo dije. Y sigo respirando.
Del otro lado de la línea, ella rió, con esa risa que no se escucha en las entrevistas.
—Entonces ahora sí empezó la verdadera obra —respondió—. La que no tiene público, pero sí tiene verdad.
A los 71 años, Humberto Zurita sorprendió al público con un «ella aceptó mi propuesta». Pero, quizás sin proponérselo, lo que realmente puso sobre la mesa fue una pregunta incómoda y hermosa a la vez:
¿Hasta cuándo vamos a permitir que las historias de amor, duelo y renacimiento de nuestras figuras públicas estén dictadas por nuestras expectativas… y no por sus corazones?
Él, al menos, ya eligió su respuesta.
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