El galán maduro que aseguraba haber cerrado ese capítulo revela entre lágrimas que será papá de nuevo: a sus 62, Omar Fierro admite el embarazo de su pareja y narra cómo esta noticia cambió su vida

Durante años, cada vez que alguien le preguntaba a Omar Fierro por la posibilidad de ser padre otra vez, él respondía con una mezcla de humor y evasiva:

—A esta edad, lo único que quiero cargar son guiones, no pañales —decía, provocando risas en el foro.

Era su respuesta automática, su chiste de seguridad, su forma elegante de cerrar un tema que, en el fondo, le daba más miedo del que estaba dispuesto a admitir.

Por eso, cuando a sus 62 años se sentó en una entrevista especial y dijo, mirando de frente a la cámara y al país entero:

—Mi pareja está embarazada…

…el silencio que siguió fue casi tan fuerte como la confesión.

El conductor abrió los ojos, el público en el estudio se inclinó hacia adelante y, del otro lado de la pantalla, miles de espectadores se quedaron con el tenedor a medio camino, el café a medio sorbo, la respiración suspendida.

El hombre que siempre parecía tener una respuesta ingeniosa para todo acababa de pronunciar una frase sin vuelta atrás.


Un galán acostumbrado a los finales cerrados

Durante décadas, el nombre de Omar Fierro estuvo asociado a historias donde el amor terminaba, de una forma u otra, bien resuelto: besos finales, reconciliaciones dramáticas, bodas emotivas, créditos rodando sobre una escena feliz.

En la pantalla, los finales se podían escribir, corregir, repetir.
En la vida real, no tanto.

Detrás del actor, del conductor, del hombre seguro en cámara, había alguien que sentía que ya había pasado por casi todas las etapas imaginables: éxito, tropezones, amores, desamores, hijos, cambios de proyecto, reinvenciones.

—Yo ya estaba instalado en la idea de que ciertas cosas en mi vida tenían punto final —admitió en esa misma entrevista—. Creía que la etapa de cambiar pañales, desvelarme y pensar en escuelas era pasado. Importante, pero pasado.

Por eso, cuando conoció a Laura —en este relato, el nombre de la mujer que cambiaría ese guion—, no buscaba escribir un nuevo capítulo, mucho menos uno con la palabra “bebé” en el centro.

Buscaba compañía, conversación, calma.

La vida, una vez más, tenía otros planes.


Laura: el comienzo de un capítulo que él no esperaba

Laura no apareció en su vida como una fan desbordada ni como una figura del medio.
La conoció en un contexto que a él le gustaba por una razón sencilla: nadie lo trataba como “la estrella”.

Todo empezó en un taller de lectura dramatizada al que asistió por recomendación de un amigo. No era un evento público ni una alfombra roja, sino una pequeña sala donde actores, directores, escritores y curiosos se reunían para leer textos y discutirlos sin pretensión.

Laura estaba ahí como parte del grupo organizador, más pendiente de los horarios y del micrófono que de quién se sentaba en la primera fila.

—¿Le traigo agua, café, té? —le preguntó, sin una pizca de nervios.

—Con que me traigas un rato de buena literatura, estoy servido —respondió él, con su encanto automático.

Ella sonrió con educación, pero no cayó en la broma. No le pidió foto, no le recordó tal o cual personaje, no se lanzó a recitar diálogos de sus telenovelas.

—Entonces siéntese, que ya casi empezamos —dijo, y siguió con sus pendientes.

Ese pequeño gesto —tratarlo como uno más— fue, paradójicamente, lo que hizo que Omar lo notara.


De las letras a las confesiones

Con el tiempo, los encuentros en aquel taller se volvieron frecuentes.
Primero, eran solo saludos cordiales, comentarios sobre los textos, críticas a los personajes, bromas sobre historias mal construidas.

Después, empezaron a quedarse un poco más al final, hablando de cosas que no estaban sobre el papel: la ciudad, las noticias, el paso del tiempo, la sensación de ir acumulando años y recuerdos.

—Me impresionaba algo de ella —contó Omar—: nunca parecía impresionada por mí. Me escuchaba más como persona que como rostro conocido. Y eso, aunque suene raro, es algo a lo que no estaba acostumbrado.

Laura, por su parte, veía en él algo distinto al galán de siempre: un hombre que preguntaba, que escuchaba, que admitía no tener todas las respuestas.

Una noche, después de una lectura especialmente intensa, se quedaron solos en la sala, recogiendo vasos vacíos y acomodando sillas. La conversación, de pronto, dejó de ser ligera.

—¿Te pesa cumplir años? —preguntó ella, casi sin pensarlo mucho.

—Me pesaría no cumplirlos —respondió él—. Pero sí… hay cosas que siento que ya no son para mí.

—¿Como qué? —insistió ella.

Él tardó unos segundos en contestar.

—Como volver a empezar una familia —dijo, con una sinceridad que lo sorprendió incluso a él mismo.

No sabía que esa frase volvería meses después a su cabeza con una ironía casi perfecta.


Un amor en clave baja

Lo que empezó como una amistad se transformó lentamente, sin declaraciones dramáticas ni escenas dignas de novela.

Un café después del taller.
Un mensaje para comentar un libro.
Una llamada para preguntar cómo estaba después de un día difícil.

Hasta que un día, sin meditarlo demasiado, la invitó a cenar fuera del contexto del grupo.

—¿Y esta cena es de organización o personal? —bromeó ella.

—Digamos que el único tema a organizar eres tú en mi agenda —contestó él, con esa mezcla de ternura y galantería que tantas veces había interpretado en pantalla, pero que ahora se sentía extrañamente auténtica.

A partir de entonces, empezó una relación discreta, cuidada.
Nada de grandes exhibiciones, nada de fotos filtradas, nada de confesiones apresuradas.

Omar, a sus 62, no estaba para juegos.
Laura, con algunos años menos, tampoco.

—No buscábamos un noviazgo de portada —diría ella—. Queríamos ver si podíamos acompañarnos bien en lo cotidiano: el tráfico, el cansancio, los días buenos y los días horribles.

En medio de esa construcción tranquila, sin embargo, la vida guardaba una carta inesperada.


La noticia que llegó en una prueba pequeña

Fue un día cualquiera, de esos en los que el cuerpo se siente raro y uno prefiere culpar al clima, al estrés o a la falta de sueño.

Laura llevaba días sintiéndose distinta: cansancio exagerado, cambios de humor, una extraña sensibilidad ante cosas que antes no la afectaban tanto.

Una amiga, sin rodeos, lanzó la sospecha:

—Hazte una prueba.

—A mi edad, eso no es —contestó Laura, medio riendo, medio nerviosa.

Pero la idea se quedó ahí, flotando.
Compró la prueba casi por costumbre, casi para tranquilizarse, casi convencida de que saldría negativa.

La hizo sola, en su casa, una tarde silenciosa.

Mientras esperaba esos segundos eternos, se sorprendió a sí misma pensando en cosas que no había querido imaginar: la cara de Omar, su reacción, la diferencia de edad, los prejuicios, los comentarios, la logística, los miedos.

Cuando miró el resultado y vio las dos líneas, el silencio se hizo más espeso.

No hubo grito, no hubo video para redes, no hubo selfie sonriente con la prueba en la mano.

Hubo lágrimas. No de tristeza, tampoco exactamente de alegría. Lágrimas de vértigo.

—Lo primero que pensé —contaría después— fue: “¿Cómo se lo digo a un hombre que ya decidió que esa etapa había quedado atrás?”


“Tengo que decirte algo…”

Pasaron horas antes de que se decidiera a llamarlo.
No quería contarle por teléfono, pero tampoco era capaz de actuar normal hasta verlo.

Al final, le mandó un mensaje sencillo:

“¿Puedes venir? Necesito hablar contigo.”

Él llegó preocupado, imaginando cualquier cosa menos lo que estaba a punto de escuchar.

La encontró sentada en el sofá, con la mirada perdida y una pequeña cajita sobre la mesa.

—Me asustaste —dijo él, cerrando la puerta—. Pensé que había pasado algo grave.

—Pasó algo… importante —respondió ella, sin alzar demasiada la voz.

Él se sentó frente a ella.
Laura le acercó la caja.

—Ábrela.

Dentro, no había joyas ni cartas.
Solo la prueba de embarazo, con sus dos líneas innegables, y una servilleta doblada con una pregunta escrita a mano:

“¿Estás listo para reescribir tu guion?”

Omar sintió que todos los papeles que había interpretado en su vida no lo habían preparado para ese momento.

—¿Es en serio? —preguntó, con un hilo de voz.
—Mucho —respondió ella—. Lo confirmé dos veces.

Silencio.
Ella se preparó para cualquier cosa: negación, miedo, rechazo, bromas tensas.

Lo que vino fue otra cosa:
Él se llevó las manos a la cara, respiró hondo y, cuando levantó de nuevo la mirada, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Estoy aterrorizado —admitió—. Pero también… también me siento increíblemente vivo.


El miedo a la edad: ¿padre o abuelo?

La noticia de un embarazo trae consigo muchas preguntas en cualquier circunstancia.
En el caso de Omar, la primera, inevitable, fue la edad.

—No te voy a mentir —le dijo a Laura—. Me preocupa todo. ¿Voy a tener energía? ¿Voy a estar cuando más me necesite? ¿Se va a avergonzar de tener un papá “viejo”? ¿Voy a poder verlo crecer?

Laura lo escuchó en silencio. Ella también tenía sus propios miedos, pero en ese momento decidió sostener los de él.

—No puedo prometerte años —respondió—. Nadie puede. Pero sí puedo prometerte que, mientras estés, no vas a estar solo en esto. Y que es mejor un padre presente y consciente, aunque llegue a los 62, que uno joven y ausente.

La conversación se repitió muchas veces, con matices, con lágrimas, con risas nerviosas.

Omar hablaba de chequeos médicos, alimentación, ejercicios, cambios de rutina.
Laura, de cómo reorganizar su trabajo, su casa, su vida.

Entre todas esas preguntas, apareció una que no tenía que ver con salud ni con logística, sino con algo igual de pesado: la opinión del mundo.

—¿Lo vamos a contar? —preguntó ella.

Él tardó en contestar. Estaba acostumbrado a que cualquier detalle personal se convirtiera en tema de conversación pública.

—Tarde o temprano, se van a enterar —dijo—. Y prefiero que lo sepan por mí… no por una foto borrosa o un chisme mal contado.


La decisión de hablar

Durante unos meses, decidieron guardar silencio fuera del círculo más íntimo.
Primero querían procesarlo ellos, luego contarlo a quienes de verdad importaban.

Las reacciones en privado fueron un adelanto de lo que vendría después a gran escala:

—¿A tu edad?
—¡Qué valiente!
—¿No te da miedo?
—¡Qué bendición!
—¿Estás seguro de lo que haces?

En cada comentario, positivo o negativo, se escondía la misma idea: aquello no era “lo común”.

Y, sin embargo, para ellos se estaba volviendo la nueva normalidad: citas médicas, ultrasonidos, planificación de espacios, discusiones sobre nombres, bromas sobre quién se despertaría primero en las madrugadas.

Cuando la noticia dejó de ser solo shock y empezó a sentirse como parte de su vida cotidiana, Omar decidió que era momento de hacer lo que mejor sabía hacer: hablar frente a una cámara.

—No voy a fingir que no me importa lo que digan —confesó—, pero me importa más ser honesto. No quiero que el embarazo de mi pareja se viva como un escándalo, sino como lo que es: una sorpresa que nos llegó y que estamos aprendiendo a amar.


La entrevista que cambió la conversación

El programa donde decidió hacerlo no era de chismes estridentes ni de gritos. Era una charla íntima, de esas donde se permite el silencio, donde las risas no tapan las emociones y las preguntas se hacen con curiosidad real.

El conductor, que conocía a Omar desde hacía años, comenzó suave:

—Te veo distinto, más reflexivo, con otra mirada. ¿Qué está pasando en tu vida?

Omar sonrió, jugó un segundo con el vaso de agua y soltó:

—Lo que pasa es que… voy a ser papá otra vez. Mi pareja está embarazada.

No hubo música dramática.
No hubo golpes de efecto.
Hubo, en cambio, un silencio genuino.

—¿A tus 62? —preguntó el conductor, sin morbo, pero sin disimular la sorpresa.

—A mis 62 —respondió él—. Y puedes imaginarte la cantidad de voces internas que he tenido que callar para poder decirlo con alegría.

Habló del miedo, sin maquillarlo.
Habló de la ilusión, sin exagerarla.
Habló de noches sin dormir, no por un bebé que llora, sino por una mente que no para de hacer cuentas, de pensar escenarios.

—Lo más difícil —dijo— ha sido darme permiso de estar feliz y asustado al mismo tiempo.


Reacciones: de la burla al respeto

Las redes, por supuesto, hicieron lo que siempre hacen: amplificar.

Hubo bromas fáciles:

—“Lo confundieron con el abuelo”.
—“Le van a pedir descuento en el geriátrico y en la guardería al mismo tiempo”.

Hubo críticas disfrazadas de preocupación:

—“Eso es egoísmo, el niño va a crecer con un padre viejo”.
—“A esa edad debería estar pensando en retirarse, no en cambiar pañales”.

Pero hubo también mensajes muy distintos:

—“Mi papá me tuvo a los 55 y fue el mejor padre del mundo”.
—“La edad no garantiza nada, hay jóvenes que no están listos para ser papás”.
—“Qué bonito que se atreva a vivir esto sin esconderse”.

Omar, acostumbrado a la opinión pública, decidió que no iba a construir su paternidad en función del timeline.

—Si les sirve mi historia para hablar de prejuicios, bien —dijo en otra entrevista—. Pero la vida de mi hijo no va a ser un debate. Va a ser una experiencia que quiero vivir con todo lo que soy, con toda mi historia, con todos mis años.


El embarazo desde el otro lado

Para Laura, vivir un embarazo con una pareja mayor también significó un cúmulo de contradicciones.

Por un lado, sentía la calma de un hombre que no tenía que demostrar nada, que no competía, que no estaba pensando en “no perderse el mejor momento de la fiesta”.

Por otro, sabía que había cosas que él miraba con una conciencia brutal del tiempo.

—A veces lo veía mirándome la barriga con una mezcla de ternura y preocupación —contó ella—. Y ahí entendía que su amor venía también con preguntas que yo no tenía.

Ambos eran conscientes de algo: no tenían respuestas para todo.

Consultaron médicos, hablaron con amigos que habían sido padres a distintas edades, leyeron, discutieron.

Al final, llegaron a una conclusión tan simple como compleja:

No existe el momento perfecto.
Existe el momento que llegó, la forma en que lo recibes y lo que haces con él.


Más allá del escándalo: una nueva manera de envejecer

La historia de Omar no se convirtió, con el tiempo, en “el chiste del señor mayor que será papá”, sino en algo que nadie había visto venir: un punto de partida para hablar de cómo se envejece en una sociedad que parece obsesionada con la juventud eterna.

Él mismo lo dijo:

—Nos venden la idea de que después de cierta edad solo debes mirar hacia atrás, recordar, repetir anécdotas. Y de pronto me veo a mí mismo comprando cunas y leyendo sobre estimulación temprana. Me di cuenta de que la vida puede sacarte del libreto incluso cuando crees que ya lo dominas.

No idealizó nada.
No se presentó como héroe.
No se vendió como ejemplo.

Se mostró como lo que siempre había sido, aunque ahora de manera más evidente: un hombre en proceso, con dudas, con ilusiones, con miedo… y con la decisión de no dejar que el calendario definiera lo que estaba permitido sentir.


“Si todo sale bien…”

En la parte final de esa primera entrevista, el conductor le hizo una pregunta que muchos tenían en mente:

—¿Qué es lo que más deseas ahora?

Omar se quedó pensando unos segundos.

—Si todo sale bien —dijo—, quiero estar ahí para verlo reír, para verlo llorar, para verlo enojarse conmigo, para verlo perdonarme, para verlo equivocarse y levantarse. No aspiro a ser el papá perfecto. Aspiro a estar. Aunque a veces tenga que hacerlo con bastón.

Rieron.
Pero en esa risa ya no había burla, sino un respeto nuevo.

La confesión de que su pareja estaba embarazada a sus 62 años había empezado como una noticia “impactante”.
Con el tiempo, se convirtió en otra cosa:

La historia de alguien que, cuando la vida llamó a la puerta con una sorpresa a destiempo, en lugar de esconderse, decidió abrir y decir:

“Tengo miedo. Pero también tengo muchas ganas.”

Y esa mezcla —tan humana, tan contradictoria, tan auténtica— fue, al final, lo que hizo que muchos dejaran de ver solo la edad y empezaran a ver al hombre.

No al personaje.
No al titular.
Al hombre que, a sus 62 años, se atrevió a volver al principio de todo:
un corazón esperando a un hijo que todavía no llega,
y una historia que, lejos de terminar, apenas comienza.