La noche en que todo se quebró: Soledad Onetto confiesa cómo sostuvo a su hijo, aceptó que su matrimonio había terminado hace años y tomó la decisión que cambia su vida pública y privada para siempre

El estudio olía a luces calientes y a nervios. Era un día cualquiera en la escaleta, con las mismas reuniones de pauta, los mismos correos, los mismos cortes comerciales programados. Pero quienes conocen los silencios de Soledad Onetto sabían que algo estaba distinto.

No era el peinado, ni el traje, ni el tono de voz. Era la pausa, apenas perceptible, que hizo antes de despedirse del noticiero central.

—Antes de irnos —dijo, mirando directo a la cámara—, quiero tomarme unos segundos para hablar como Soledad, la mujer, y no como la presentadora.

Los monitores en el control parpadearon. Los productores se miraron entre sí. No estaba en el libreto. No estaba en la escaleta.

Ella siguió, con esa mezcla de firmeza y fragilidad que descoloca a quien está acostumbrado a verla siempre entera.

—Quiero compartirles algo muy personal —continuó—. Mi matrimonio ha llegado a su fin.

No hubo música dramática. No hubo imágenes de apoyo. Hubo un silencio denso, incómodo, reverente. En el control, alguien hizo señas para estirar el bloque. “Déjala”, ordenó el director. Había cosas que no se podían cortar a la mitad.

—No lo digo para buscar compasión —aclaró ella—. Lo digo porque, por años, he relatado la vida de otros, sus crisis, sus finales, sus comienzos. Y hoy, creo justo contarles que yo también estoy viviendo un cierre importante. Uno que tomó forma en una madrugada, con mi hijo en brazos, cuando me di cuenta de que no podía seguir callando una verdad.

Ese fue el primer golpe: no sólo anunciaba el fin de su matrimonio; confesaba que había habido una verdad silenciada durante años. El público, acostumbrado a ver rostros, cifras, titulares, se encontró de pronto ante la historia más difícil de narrar: la de quien estaba del otro lado de la pantalla.

El mito de la mujer que podía con todo

Durante gran parte de su carrera, la imagen de Soledad Onetto se construyó sobre una base aparentemente sólida: profesionalismo impecable, temple frente a las noticias más duras, una vida privada cuidadosamente resguardada.

En los años en que las redes sociales convirtieron en espectáculo cada detalle íntimo de las figuras públicas, ella se mantuvo al margen. Compartía lo justo y necesario. Aparecían fotos de viajes, momentos laborales, algún gesto familiar. Siempre medida, siempre “Soledad, la periodista”.

—Me acostumbré a que me dijeran: “Tú puedes con todo” —contó días después, en una entrevista más extensa—. Y durante mucho tiempo, lo creí. Que podía con el trabajo, la casa, la pareja, la maternidad tardía, los horarios imposible… hasta que un día me di cuenta de que no. Que había algo que se me estaba rompiendo por dentro y yo me negaba a verlo.

El mito de la mujer invulnerable, de la profesional que no flaquea, tenía un costo.

—Construir una imagen sólida frente a la pantalla me ayudó a sostenerme muchas veces —admitió—. Pero también me jugó en contra cuando necesité admitir que algo en mi vida no estaba bien. Porque, ¿cómo le dices al mundo que te sabe fuerte que hay un área donde estás profundamente frágil?

El matrimonio que se fue apagando en silencio

No hubo escándalo, ni portadas con acusaciones, ni imágenes de peleas. Lo que Soledad describió fue mucho más sutil… y, quizá por eso, más peligroso.

—Desde fuera, todo parecía estar en su lugar —relató—. Teníamos una casa, una rutina, proyectos compartidos. Pero poco a poco, sin un día concreto en el calendario, empezamos a vivir más como socios logísticos que como pareja.

Los horarios laborales, los compromisos, las coberturas especiales, las reuniones que se alargaban, las guardias, fueron creando un muro invisible.

—Yo llegaba tarde del canal, con la cabeza llena de temas que no podía apagar —dijo—. Él traía sus propios problemas, sus propias preocupaciones. Y muchas noches, el cansancio ganó a la conversación. A veces es una noche. Luego son muchas. Hasta que un día descubres que hay temas que ya no se hablan.

No eran discusiones a gritos. Eran silencios de fondo.

—Entendí que el amor no siempre se acaba con un portazo —reflexionó—. A veces se va apagando como una luz que nadie se levanta a encender.

Lo más duro, según confesó, fue darse cuenta de que ambos habían optado por evitar el conflicto en lugar de afrontarlo.

—Traté de convencerme de que era una etapa —admitió—. Que ya volveríamos a conectar. Que cuando pasara “la racha pesada”, tendríamos tiempo para nosotros. Pero las rachas pesadas se suceden. Y si no tomas decisiones, las decisiones se toman solas.

La maternidad como espejo brutal

La llegada de su hijo, que en su momento fue celebrada como una noticia luminosa, también supuso un punto de inflexión en este proceso.

—Ser madre fue un milagro y un terremoto a la vez —describió—. Me enfrentó a mis límites físicos y emocionales. Me mostró una versión de mí que no conocía. Pero también puso en evidencia grietas que yo prefería no mirar.

Con el bebé en casa, las rutinas cambiaron. Las prioridades también.

—De pronto, ya no era sólo la conductora que podía quedarse hasta la madrugada preparando una cobertura —comentó—. Era la mamá que se levantaba cada pocas horas, la mujer que iba al canal con ojeras y la cabeza partida en mil.

Y en medio de ese remolino, el vínculo de pareja sufrió otro impacto.

—Nos concentramos tanto en ser buenos padres —contó— que casi nos olvidamos de ser compañeros. Nos turnábamos, nos organizábamos, pero en el fondo, había conversaciones pendientes que seguíamos posponiendo.

Hasta que llegó esa madrugada.

El instante con su hijo en brazos

Soledad habló de ese momento con una precisión que heló el aire.

—Era una madrugada cualquiera, de esas en que tu hijo se despierta llorando y tú no sabes si es hambre, frío, un sueño raro —relató—. Lo tomé en brazos, empecé a mecerlo, y mientras lo calmaba, sentí algo que no había sentido antes.

No fue una epifanía estruendosa. Fue una certeza silenciosa.

—Lo miré —recordó—, con la cara todavía medio dormida, y me escuché a mí misma decir en voz baja: “No quiero que crezcas aprendiendo que la felicidad es fingir”.

La frase la golpeó.

—Ahí me cayó encima la verdad que había callado por años —confesó—. Que yo ya no era feliz en mi matrimonio. Que seguía ahí por miedo, por costumbre, por la idea de que “no podía fallar”, por los ojos de los demás.

Mientras acunaba a su hijo, el contraste se hizo brutal.

—Sentí una especie de contrato silencioso con él —dijo—. “Tú no elegiste venir a este mundo, pero yo voy a elegir qué mundo te muestro”. Y ese mundo no podía estar basado en una mentira sostenida por miedo al qué dirán.

Fue la primera vez que se permitió formularlo claramente en su mente.

—Hasta ese momento —admitió—, yo hablaba de “crisis”, de “baja”, de “desgaste”. Nunca me había atrevido a decir la palabra “fin”. Esa madrugada, con mi hijo en brazos, entendí que negar esa palabra era negar lo que era evidente para mí.

La verdad callada… frente al espejo

No fue de inmediato. No fue que a la mañana siguiente lo contara todo. Pero esa madrugada cambió el rumbo de su silencio.

—Al día siguiente me miré al espejo y me reconocí cansada —contó—. No era el cansancio físico. Era otro. El de sostener, con una mano, la imagen de la familia perfecta y, con la otra, los pedazos de algo que ya no funcionaba.

Empezó por decir la verdad en voz alta… a sí misma.

—Fui a terapia —reveló—. Necesitaba un espacio donde mi valor no estuviera definido por cuán fuerte aparecía en cámara. Donde pudiera decir: “Estoy confundida, estoy triste, me siento culpable” sin que nadie me recordara que soy “ejemplo” de nada.

El proceso fue largo y, por momentos, contradictorio.

—Había días en que salía de una sesión convencida de que tenía que separarme —relató—. Y otros en que el miedo me paralizaba. Pensaba en mi hijo, pensaba en mi familia extendida, pensaba en mis compañeros de trabajo, en el público. En todo menos en mí.

Poco a poco, sin embargo, la verdad se fue imponiendo.

—Entendí algo duro —dijo—: que quedarme en un lugar donde ya no había amor de pareja no necesariamente protegía a mi hijo. Podía, de hecho, enseñarle a confundir sacrificio con resignación.

La conversación que le temía más que a un terremoto

Si admitir la verdad ante el espejo fue difícil, contarla a la otra persona fue un desafío mayor.

—Durante años, había temido ese diálogo —confesó—. Me imaginaba todas las reacciones posibles, menos una: la de escuchar también su verdad.

Cuando por fin se sentaron a hablar, el ambiente era casi solemne.

—No hubo golpes en la mesa, ni gritos —explicó—. Hubo pausas. Muchas pausas. Y lágrimas que, por primera vez, no se escondieron.

Él también tenía cosas que decir.

—Descubrí que no sólo yo llevaba años sintiendo que algo no iba bien —relató—. Él también se sentía atrapado en un libreto que no había escrito. Los dos, en el fondo, sabíamos que habíamos llegado a un punto de no retorno. Pero ninguno se atrevía a pronunciarlo.

Esa noche, más que señalar culpables, reconocieron fracturas.

—No fue una conversación de reproches —aclaró—. Fue más bien un inventario de ausencias. “¿Cuándo dejamos de preguntarnos cómo estábamos de verdad?”. “¿Cuándo dejamos de ser amigos?”. “¿Cuándo empezamos a vivir de recuerdos en lugar de construir presente?”.

Al final, tomaron una decisión conjunta.

—Entendimos que el acto de amor más honesto que podíamos tener entre nosotros era admitir que nuestra historia de pareja había cumplido su ciclo —dijo—. Y que, por respeto al cariño que nos tuvimos y a nuestro hijo, era mejor separarnos desde la verdad que seguir juntos desde la mentira.

El miedo al juicio público

Tomada la decisión en lo íntimo, quedaba un punto complejo: cómo comunicarlo al mundo.

—Sabía que, tarde o temprano, iba a salir —admitió—. En nuestro medio, es muy difícil guardar un cambio así mucho tiempo. Podía esperar a que lo filtraran, a que alguien armara un rumor, a que una revista lo anunciara como primicia. Pero no quería eso.

Lo que más temía no era el titular, sino la narrativa simplista.

—Tenía pánico a que redujeran todo a “fracasó” —contó—. Como si un matrimonio que termina fuese automáticamente una derrota, y no el cierre de una etapa que también tuvo cosas hermosas.

Por eso decidió adelantarse. Tomar ella misma el micrófono.

—Pensé: “Si he tenido la confianza del público durante años para contarles lo que pasa en el mundo, también puedo pedirles que confíen en mí cuando les digo que esto que estoy viviendo lo hago desde la honestidad” —explicó.

Así, llegó el día del anuncio en vivo.

—No fue impulsivo —aseguró—. Fue una decisión muy meditada. Sabía que, después de decir la frase “mi matrimonio ha llegado a su fin”, iba a haber un antes y un después en cómo me ve el público. Pero me pesaba más seguir mirando a cámara sabiendo que ocultaba algo tan importante.

El impacto en su imagen… y en otras mujeres

Las reacciones no se hicieron esperar.

—Recibí mensajes de todo tipo —dijo—. Algunos de sorpresa, otros de apoyo, otros de juicio. Es inevitable.

Entre ellos, sin embargo, hubo un patrón que no esperaba.

—Muchísimas mujeres me escribieron —relató—. Me decían: “Gracias por mostrar que no estás dispuesta a sostener una fachada”, “Gracias por enseñarnos que no somos egoístas por elegir salir de una relación que no nos hace bien”.

También hubo críticas.

—“Te veía como un modelo de estabilidad”, “pensé que eras distinta”, “¿y tu hijo?, ¿no pudiste aguantar por él?” —enumeró—. Esas frases duelen, no lo voy a negar. Pero también son reflejo de una cultura que sigue poniéndole a las mujeres la carga de sacrificar su bienestar emocional por encajar en una idea de familia perfecta.

Soledad, acostumbrada a preguntar, se encontró ahora respondiendo interrogantes que van más allá de su caso.

—No quiero convertirme en bandera de nada —aclaró—. No hablo desde un lugar de superioridad ni de lección. Hablo desde mi historia concreta. Pero si esa historia ayuda a que alguien se sienta menos sola en sus dilemas, entonces compartirla tiene sentido.

¿Y ahora qué?

El final de un matrimonio no es un punto, sino una coma larga. Hay trámites, hay ajustes, hay nuevas rutinas, hay duelos que no se resuelven en un comunicado.

—Estoy en pleno proceso —reconoció—. No tengo todas las respuestas. Hay días en que me siento más liviana y otros en que el peso de las decisiones me cae encima con fuerza.

Su hijo, como es natural, es ahora el centro de sus. prioridades.

—Mi compromiso con él es que, aunque su papá y yo ya no seamos pareja, siempre será un niño amado y acompañado —afirmó—. Eso no significa que le pueda evitar todo dolor, pero sí que no le voy a enseñar a normalizar el sacrificio silencioso como única forma de amor.

En lo profesional, poco cambia y mucho cambia.

—Sigo siendo periodista, sigo siendo presentadora —dijo—. Pero creo que, después de haber contado esto, hay capas de mí que ya no voy a esconder tanto. Tal vez la gente vea lágrimas en mis ojos cuando demos ciertas noticias de otra manera. No porque me quiebre, sino porque ya no tengo tanto miedo de mostrar que soy humana.

El futuro sentimental es un capítulo que, por ahora, no está escribiendo.

—La pregunta que más me hacen es si me voy a enamorar otra vez —sonrió—. Y la respuesta honesta es: no lo sé. No es mi prioridad ahora. Mi prioridad es estar bien conmigo, con mi hijo, con esta nueva versión de familia que estamos construyendo.

La fuerza de enfrentar una verdad incómoda

Cuando, en aquella transmisión, terminó de hablar, el director dio la orden de ir a comerciales con discreción. Nadie en el estudio le pidió que siguiera. Nadie se atrevió a rellenar con frases vacías.

La cámara se apagó y, por un instante, Soledad se quedó sentada, mirando al vacío del estudio.

Una productora se acercó, la abrazó sin decir nada. Un camarógrafo, conmovido, simplemente le apretó el hombro.

—Lo hiciste —le susurró alguien.

—Sí —respondió—. Lo hice. Y sigo aquí.

En un mundo que vive de historias rápidas, de romances perfectos y rupturas teatrales, la decisión de una mujer de contar, con calma, las pequeñas grietas que la llevaron a una decisión grande es, en sí misma, un acto de valentía.

No porque separarse sea un acto heroico, sino porque aceptar en voz alta una verdad que se había callado por años exige una fuerza que no se improvisa.

Soledad Onetto, la presentadora que tantas veces narró despedidas ajenas, está viviendo la suya propia.

No sabe exactamente cómo será el camino que tiene por delante. Lo que sí sabe —gracias a esa madrugada con su hijo en brazos— es que no quiere caminarlo con los ojos cerrados ante lo que siente.

Y, al abrir esa puerta en vivo, les recordó a muchos que no existe noticia más importante en la vida de alguien que la de atreverse a ser honesto consigo mismo, aunque el titular sea incómodo y el público no esté acostumbrado a que quienes cuentan historias… cuenten también la suya.