Cuando se burlaron de las “trampas de conejo” de un estudiante convertido en soldado, nadie imaginó que serían la clave para derrotar al francotirador alemán más temido del sector, con cientos de bajas atribuidas a su mira

En la primavera de 1944, la guerra se había llevado casi todo lo que Erik no sabía que podía perder: amigos, profesores, libros, la rutina tranquila de la facultad de ingeniería donde pasaba más tiempo dibujando máquinas que escuchando clases.

Lo único que no le había quitado era su manera de observar el mundo.

En la 5ª Compañía del 272º Regimiento, esa manía de fijarse en detalles que nadie más veía le había ganado un apodo: “Conejo”.

—Porque corre y se esconde —decía el cabo Jansen, con media sonrisa—. Y además tiene esas orejas paradas de tanto escuchar.

Erik no se ofendía. Él mismo se había puesto el apodo de pequeño, cuando acompañaba a su abuelo a cazar y aprendía, más que a disparar, a aprender por dónde escapaban los animales.

—Los conejos no son cobardes —le había dicho el viejo—. Son listos. Saben que no pueden ganar con fuerza, así que usan trucos.

Ahora, en un frente del este donde el bosque se mezclaba con ruinas ennegrecidas, sus “trucos de conejo” eran, para muchos, motivo de burla.

Sobre todo para Kappel, uno de los veteranos más ruidosos de la compañía.

—Mira al estudiante —se mofaba, viendo a Erik trazar líneas en un cuaderno durante un descanso—. Está haciendo sus “ecuaciones de conejo”. A ver si un día esas fórmulas detienen las balas, ¿no?

—Por lo menos su cuaderno no se le mojó de sudor como a ti —respondía Jansen, intentando calmar—. Deja al muchacho.

El teniente Meyer, al mando de la compañía, observaba a Erik con curiosidad más que desprecio. Sabía que, aunque torpe para limpiar el fusil la primera semana, había aprendido rápido, y que en las marchas nunca se quedaba atrás.

Pero en la guerra, los detalles que no son balas o comida suelen considerarse lujo.

Hasta que dejan de serlo.


La fama del francotirador empezó como todas las leyendas: con susurros.

—Otra vez… —murmuró un soldado al caer al suelo, no por disparo, sino por la impresión de ver a un compañero desplomarse con un agujero limpio en el casco—. Ni lo vimos.

Las primeras bajas se atribuyeron a “mala suerte”. Después, las coincidencias se volvieron demasiadas.

Siempre era un disparo. Uno, a lo sumo dos. Nunca una ráfaga. Siempre hombres que asomaban apenas un centímetro de más, que se quedaban un segundo de pie donde no debían, que cargaban cajas, mapas, cables.

—No es fuego de infantería —sentenció Meyer, mirando a través de los prismáticos una zona de casas semiderruidas al otro lado del río—. Es alguien específico. Alguien que sabe.

El rumor creció.

—Dicen que es un francotirador con más de cuatrocientos “confirmados” —comentaban en la trinchera, usando la palabra como si hablaran de puntos en un juego—. Viene de otro frente. Lo trajeron aquí porque estamos en su ruta.

—Dicen muchas cosas —bufó Jansen—. Lo único que sé es que si sacas la cabeza donde no debes, te la vuelan.

Erik escuchaba en silencio.

Las historias sobre el enemigo se volvían monstruos en la imaginación. Quizá el francotirador era uno solo, quizá varios. Lo que sí era cierto era el efecto que tenía: nadie quería moverse. Nadie quería ser el siguiente.

Las órdenes, sin embargo, no se detenían por miedo.

Un amanecer, Meyer reunió a un pequeño grupo en un hueco detrás de un muro.

—Mañana llega munición y comida por ese camino —dijo, señalando el mapa extendido sobre una caja—. Para descargarla, necesitamos dominar ese cruce ahí.

El cruce era un punto descubierto entre edificios derrumbados. Exactamente el tipo de lugar donde al francotirador le habría gustado practicar puntería.

—Pedimos apoyo —continuó Meyer—, pero el mando dice que el sector está saturado. No hay artillería para barrer la zona. Nos toca a nosotros. Necesito un grupo de reconocimiento que avance esta noche, encuentre al tirador o tiradores y, por lo menos, los obligue a moverse.

Hubo silencios, miradas evitadas.

Kappel rompió el hielo.

—Mándenos a los de siempre, mi teniente —dijo—. Los que ya sabemos cómo se siente el plomo rozando la oreja.

Meyer iba a asignar de forma manual cuando una voz inesperada se hizo oír.

—Yo voy —dijo Erik.

Todos lo miraron.

—¿Qué? —saltó Kappel, incrédulo—. ¿El Conejo quiere ir a cazar lobos?

Erik tragó saliva.

—He estado observando las zonas de impacto —explicó—. No lanzo números al aire. Sé dónde ha disparado, a qué horas, en qué ángulos. Creo que puedo… al menos ayudar a encontrarlo.

—¿Y qué vas a hacer? —se burló Kappel—. ¿Sacarle la raíz cuadrada al disparo?

El comentario provocó risas.

Pero Meyer lo estudió con seriedad.

—¿Qué has visto? —preguntó.

Erik sacó su cuaderno.

Lo abrió en una página donde, en vez de fórmulas, había un dibujo del sector, con marcas y notas.

—Los disparos vienen casi siempre después de las cinco de la mañana —empezó—. Cuando empieza a clarear, pero aún hay sombras. Nunca dispara de noche cerrada ni a pleno día.

Señaló con el lápiz.

—Y las trayectorias, por cómo han quedado los impactos y las posiciones de las bajas… parecen venir de esta zona de edificios —continuó—. Pero no siempre del mismo punto. Se mueve. Probablemente usa varias posiciones preparadas.

Kappel resopló.

—Eso lo sabe cualquiera —dijo—. Que el tirador no se queda quieto.

Erik lo ignoró.

—Pero hay un patrón —añadió—. A veces dispara un segundo tiro, no para rematar, sino… para engañar. El primer tiro es el real. El segundo, unos centímetros arriba o abajo, es para que creamos que viene de otro lado. Es como cuando ahuyentas conejos en el campo: haces ruido aquí para que crean que estás allá.

Meyer alzó las cejas.

—¿”Trampas de conejo”? —preguntó, casi con una media sonrisa.

—Mi abuelo las llamaba así —respondió Erik—. Si sigues las huellas de los conejos directamente, nunca los atrapas. Tienes que ver por dónde evitan las trampas. Este… enemigo está haciendo lo mismo. Nos está poniendo trampas a nosotros.

Por un momento, el grupo se quedó en silencio, asimilando la idea.

Kappel, sin embargo, no cedía.

—Aunque tengas razón —dijo—, eso no te convierte en cazador. No tienes experiencia en esto. Solo eres un estudiante con dibujos.

La tensión subió. và cuộc tranh cãi trở nên nghiêm trọng và căng thẳng…

Jansen intervino.

—Él ve cosas que a nosotros se nos escapan —dijo—. Si va con nosotros, quizá podamos usar esos ojos.

Meyer tomó una decisión.

—Muy bien —dijo—. El equipo de reconocimiento será de seis: Jansen, Kappel, dos francotiradores nuestros, un radio y… el Conejo. Salen a las tres de la mañana. Silencio absoluto. El objetivo no es heroísmo. Es información. Si pueden neutralizar al tirador, mejor. Si no, lo importante es que mañana podamos movernos con menos miedo.

Miró a Erik.

—¿Seguro de lo que pides? —preguntó.

Erik sintió las piernas temblarle, pero mantuvo la voz firme.

—No vine hasta aquí para contar historias desde una trinchera —respondió—. Vine para que esta guerra acabe más rápido. Si puedo ayudar a que un hombre deje de matar a cien más, no tengo derecho a quedarme quieto.

Meyer asintió una sola vez.

—Prepárense —ordenó—. Y Conejo…

—Sí, mi teniente.

—Que tus trucos funcionen mejor que sus balas.


La noche se pegaba a la piel como un abrigo mojado cuando el grupo de seis se deslizó fuera de la línea amiga.

No había luna. Solo sombras y la luz tímida de alguna estrella que se atrevía a atravesar las nubes.

Erik iba en medio, detrás de Jansen y Kappel, delante del operador de radio y los dos tiradores propios.

El corazón le latía tan fuerte que temía que el enemigo lo oyera.

Recordó los caminos de su pueblo, los tablones de madera que crujían si pisabas en medio en lugar de en los bordes.

“Piensa como un conejo”, se dijo.

No como presa. Como alguien que conoce cada centímetro del terreno.

Avanzaron despacio, dejando atrás la seguridad relativa de sus líneas. Cruzaron un campo de escombros, un tramo de carretera destrozada, un canal.

Erik había memorizado cada amontonamiento de ladrillos que había dibujado en su cuaderno. Cada árbol quemado que aún se mantenía en pie.

Cuando llegaron a unas ruinas especialmente altas, Jansen levantó el puño, señal de alto.

—Hasta aquí —susurró—. A partir de ahora, despacio. Kappel, tú y uno de los tiradores con el Conejo. Yo me muevo con el otro hacia la derecha. Radio se queda atrás, en esta esquina. Si escuchan dos disparos seguidos nuestros, es señal de retirada. Nada de hazañas.

—¿Y si encontramos al tipo? —preguntó Kappel.

—Lo marcan, dan indicaciones, y si tienen tiro claro… deciden —respondió Jansen—. Pero no quiero héroes muertos.

Se separaron.

Erik sintió de golpe lo pequeño que era en aquel paisaje devastado.

Kappel iba unos metros delante, agachado, el fusil preparado. El francotirador propio, un sargento silencioso llamado Weber, se desplazaba con una calma casi inhumana, como si formara parte de las sombras.

—Pon atención, Conejo —susurró Kappel—. Este es el mundo real, no tu cuaderno.

Erik no respondió.

Se centró en respirar bajo, en sentir cada piedra bajo sus botas.

Llegaron a un edificio medio derrumbado, con escaleras a medias.

—Arriba —indicó Weber—. Desde ahí tendremos mejor vista.

Subieron peldaño a peldaño, evitando los que crujían bajo el peso. Erik recordó haber marcado esa casa en su dibujo. Desde aquí, el enemigo tenía una línea clara al cruce que debían asegurar.

Se tumbaron junto a una ventana sin cristal, asomando apenas las miradas.

El paisaje del otro lado del río se extendía en tonalidades de gris. Ruinas, árboles calcinados, una colina baja.

Silencio.

Weber ajustó su mira, buscando cualquier brillo, cualquier movimiento.

Nada.

Kappel bufó.

—Aquí no hay nadie —susurró—. Nos mandaron de cacería a oscuras.

Erik entrecerró los ojos.

—Esperemos —dijo.

El reloj interno de la guerra, extraño pero preciso, marcaba el tiempo. Faltaban quizá dos horas para el amanecer.

Y entonces ocurrió.

Un destello breve, casi microscópico, a lo lejos, donde una chimenea derruida recortaba el horizonte.

No era el sol. No era un cigarrillo.

Era metal.

—Ahí —susurró Erik—. A la derecha de aquella chimenea rota. ¿Lo vieron?

Weber ajustó el visor, afinando el ángulo.

—Algo hay —confirmó—. Una lente, un visor… o un vidrio roto. Podría ser él.

Kappel apretó el fusil.

—No lo veo —gruñó—. ¿Estás seguro?

Erik no respondió con palabras. Observó otra cosa.

Un pájaro salió volando de un árbol cercano a la chimenea, asustado, como si algo hubiera hecho un ruido suave. Un segundo después, al otro lado del cruce, un ladrillo estalló en polvo.

Un disparo.

Sin relámpago visible. Sin humo ostensible.

—Disparó ahora —susurró Erik—. Y el impacto vino desde ahí. Está jugando con el sonido, usando el eco. Igual que antes.

Weber tensó la mandíbula.

—Si está ahí, nos puede ver —dijo—. Y más si levantamos la cabeza como gallos.

Kappel tragó saliva.

—Así que… ¿qué hacemos, Conejo? —preguntó, por primera vez sin burla.

Erik pensó rápido.

—A los conejos los cazan porque salen siempre por el mismo hueco de la cerca —musitó—. Pero si les abres otro y los acostumbras a usarlo, el cazador se confunde. Tenemos que hacerle creer que su presa está en un lugar concreto… mientras nosotros lo miramos desde otro.

Kappel frunció el ceño.

—Habla claro —pidió.

Erik bajó la vista.

En el piso de la habitación había restos de un espejo, un trozo de tela, una barra de metal.

—Necesitamos un señuelo —explicó—. Algo que asome donde él espera ver un casco… pero que no sea un casco.

Weber entendió al instante.

—Un reflejo —dijo—. O mejor, una silueta.

Tomó el trozo de tela, lo enrolló sobre la barra metálica y ató un casco viejo que había en un rincón, probablemente olvidado desde hacía semanas.

—Si asomamos eso desde aquí —objetó Kappel—, va a disparar y vamos a ser un blanco perfecto.

—No desde aquí —respondió Erik—. Desde abajo. Desde otra ventana. Y nosotros nos quedamos aquí arriba, mirando a la chimenea. Cuando dispare al señuelo, se delatará.

Weber asintió.

—No es mala idea —admitió—. Pero necesitamos que alguien baje a mover el señuelo.

Los tres se miraron.

Kappel tragó saliva.

—Yo voy —dijo, quizás para demostrarse a sí mismo que no era solo un hablador.

Erik lo detuvo.

—Déjame a mí —propuso—. Eres mejor tirador. Si esto sale bien, necesitarás tiro limpio. Yo… yo sé arrastrarme y quedarme quieto. Son cosas de conejo.

No esperó respuesta.

Antes de que pudieran convencerlo de lo contrario, ya estaba deslizando su cuerpo por la escalera hacia un piso inferior, llevando consigo el invento de tela, metal y casco.

Al llegar a la ventana elegida, se pegó al muro.

El corazón le latía en las sienes.

Respiró hondo, recordó los bordes de los agujeros en las cercas de su pueblo.

Con máximo cuidado, asomó apenas el extremo de la barra, con el casco colgando en ángulo justo.

Desde la posición del enemigo, aquello podría parecer una cabeza imprudente asomándose.

Pasaron segundos que se hicieron minutos.

Nada.

Erik estaba a punto de retirar el señuelo, temiendo que el tirador hubiera cambiado de posición o detectado el truco, cuando sintió el zumbido.

Un zumbido seco, rapidísimo.

El casco saltó en pedazos.

Un fragmento de tela le cayó en la cara.

El impacto en la pared cercana levantó polvo.

Arriba, Weber ya estaba listo.

—¡Lo tengo! —susurró entre dientes.

No disparó de inmediato.

Esperó ese segundo en que el francotirador enemigo, confiado, quizá ajustaba su postura o buscaba el siguiente blanco.

Entonces, apretó suavemente el gatillo.

Su propio disparo resonó seco.

Erik, desde abajo, no vio al enemigo caer. Solo escuchó un eco distinto. Un silencio raro después.

Arriba, Weber se mantuvo con el ojo en la mira, conteniendo la respiración.

—Lo agarré moviéndose —dijo—. No puedo asegurar nada, pero si no lo herí, por lo menos ya no se asoma igual.

Jansen llegó arrastrándose desde la otra posición.

—¿Qué pasó? —preguntó, agitado.

—El Conejo lo hizo salir —respondió Kappel, todavía medio incrédulo—. Y Weber le tiró.

El operador de radio, desde la esquina, murmuró en el transmisor:

—Aquí Tigre Uno. Objetivo posiblemente neutralizado o desplazado. Repito, francotirador enemigo perturbado. Cruce más seguro por ahora.

En la línea propia, el mensaje corrió rápido.

“Se movió”, “ya no es tan certero”, “hay hueco”.

A la mañana siguiente, cuando los camiones de munición y comida avanzaron por el cruce, lo hicieron aún con precaución, pero no con el pánico anterior.

No hubo disparos perfectos contra los conductores.

No hubo hombres cayendo como muñecos.

Quizá el enemigo estaba muerto. Quizá herido. Quizá había decidido cambiar de sector al verse descubierto.

Lo cierto era que, desde aquel día, el francotirador de “cuatrocientos confirmados” dejó de sumar en esa zona.


De regreso en la trinchera, el ambiente era distinto.

Los mismos que se habían reído de las “trampas de conejo” ahora miraban a Erik con mezcla de respeto y vergüenza.

Kappel se acercó, incómodo.

—Conejo… —empezó.

Erik levantó la vista de su cuaderno, donde, sin darse cuenta, había empezado a trazar la silueta de la chimenea derruida.

—Mi nombre es Erik —respondió, pero sin dureza.

Kappel se aclaró la garganta.

—Erik —repitió—. Estuve… equivocado. Pensé que solo sabías de libros y dibujos. Hoy… hoy nos salvaste a todos. No sé si ese tipo está muerto, pero sí sé que muchos no estamos muertos gracias a tu idea.

Erik encogió los hombros.

—Los conejos solo sobreviven si se ayudan entre ellos —dijo, medio en broma, medio en serio—. Yo solo hice lo que mi abuelo me enseñó.

Jansen, a su lado, añadió:

—Y lo que ninguno de nosotros fue capaz de ver. Eso cuenta.

El teniente Meyer los reunió unos días después.

—He enviado un informe al mando —anunció—. No hice énfasis en números ni en “confirmaciones”. Ya habrá quien los invente. Lo que sí dejé claro es que este sector dejó de ser un tiro al blanco gracias a… un estudiante con “trucos de conejo”.

Miró a Erik.

—Tal vez, cuando termine esto, deberías considerar dar clases de algo más que ingeniería —bromeó—. Tienes talento para enseñar a ver lo que otros no ven.

Erik sonrió, con una mezcla de timidez y orgullo.

—Si esto termina —respondió—, lo único que quiero es volver a un aula donde el ruido más fuerte sea el de una tiza en la pizarra.

Meyer asintió.

—Eso también será una victoria —dijo.


Con el tiempo, la historia se deformó.

En las cartas, en los cafés, en las sobremesas de veteranos, el relato del “Conejo” que derrotó al francotirador alemán más letal del sector creció.

Algunos decían que lo había abatido con un solo tiro.

Otros, que se había infiltrado hasta su nido y lo había enfrentado mano a mano.

Los “cientos de confirmados” del enemigo se volvían, en la exageración oral, exactamente cien, exactamente cuatrocientos, exactamente la cifra que más asombro produjera.

Erik escuchaba esas versiones con una sonrisa cortés.

Sabía la verdad: que lo que había enfrentado ese día no era solo a un enemigo con un fusil, sino al miedo paralizante que había convertido cada esquina en amenaza.

Que sus “trucos de conejo”, aprendidos en campos lejos del frente, habían servido para salvar vidas no porque fueran magia, sino porque habían nacido de la observación y la paciencia.

Y que en la guerra, como en la vida, no siempre gana el que tira más fuerte, sino el que entiende mejor el terreno.

Años después, cuando volviera a la universidad como profesor, sus alumnos lo verían como “el docente distraído que siempre mira por la ventana antes de empezar a escribir”.

Ellos no sabrían que, en cada vistazo, él comprobaba instintivamente ángulos, reflejos, sombras.

Costumbres de “conejo” que nunca se fueron.

Un día, uno de esos estudiantes lo encontraría mirando un mapa con líneas y marcas.

—¿Es un problema de ingeniería, profesor? —preguntaría.

Él sonreiría.

—Es un problema de caminos —respondería—. De cómo salir de los lugares peligrosos sin dejar de avanzar.

No les hablaría de francotiradores ni de cifras.

Pero, quizá, al enseñarles a ver detalles, estaría transmitiendo, sin decirlo, la lección más importante que había aprendido en la guerra:

Que nadie debería subestimar los trucos de un conejo cuando lo que está en juego es la vida de todos.