Cuando mi novia de siete años soltó de golpe: “Me voy a casar con otra persona” y yo le respondí “pues vete a vivir con él entonces”, no imaginé que aquella traición iba a obligarme a rehacer mi vida desde cero, empezando por descubrir quién era yo sin ella


Si alguna vez te has preguntado cómo suena un corazón partiéndose, te lo digo: no es un estruendo dramático, ni un grito desgarrador.

Es un plato apoyándose con demasiada suavidad sobre la mesa.

Una silla que se arrastra apenas.

Una frase corta, dicha con voz tranquila, que hace que todo lo que conocías se tambalee.

—Me voy a casar con otra persona.

Así lo dijo Lucía.

Sin llorar, sin temblar, sin siquiera apartar la mirada del plato de arroz que estaba removiendo con el tenedor.

Yo parpadeé, convencido de que había escuchado mal.

—¿Qué…? —fue lo único que pude decir.

Ella soltó el tenedor sobre la mesa.

El sonido del metal contra la loza sonó más fuerte de lo que era.

—Que me voy a casar —repitió—. Con otra persona.

La palabra “otra” era un cuchillo. No por el género, sino por lo que implicaba: no contigo.

—¿Es una broma? —pregunté, buscando su sonrisa de “te estoy tomando el pelo”.

No estaba.

Sus ojos, esos ojos que había aprendido a leer en todas sus versiones —cansados, alegres, irritados, tiernos—, tenían un brillo distinto.

No era culpa.

Era… decisión.

—No —dijo—. No es una broma.

De pronto, nuestra cocina, con sus azulejos gastados y nuestra nevera llena de imanes de viajes, pareció encogerse.

Como si el aire se hubiera hecho más denso.

—Lucía, somos nosotros los que… —se me atascaron las palabras—. Llevamos siete años juntos. Tenemos el piso a medias. Estamos ahorrando para casarnos. ¿Te acuerdas? Tú y yo, en otoño, boda pequeña, nada de cosas muy recargadas…

Ella cerró los ojos un instante, como si le doliera escucharme recordarlo.

—Me acuerdo —dijo, abriéndolos de nuevo—. Por eso te lo estoy diciendo ahora.

“Ahora”.

Como si existiera un buen momento para soltar algo así.

Me apoyé en el respaldo de la silla, hasta sentir la madera fría en la espalda.

—¿Quién es? —pregunté—. ¿Desde cuándo?

Por la forma en que apretó la servilleta, supe que llevaba tiempo ensayando esa parte de la conversación.

—Se llama Marcos —dijo—. Nos conocimos en el despacho, ya te lo conté. El arquitecto nuevo. Empezamos siendo amigos. Y… —buscó aire—. Y desde hace unos meses es algo más.

Algo más.

Otra frase que sonaba limpia, casi inocente, pero que me golpeó como un ladrillo.

—¿Meses? —repetí, boquiabierto—. ¿Meses qué? ¿Meses… saliendo? ¿Meses… hablándoos? ¿Meses… mientras dormías en mi cama?

Ella hizo una mueca de dolor, pero no retrocedió.

—No hace falta que entremos en detalles —susurró.

Yo solté una risa amarga.

—Claro —dije—. Detalles. Qué más da lo que haya pasado en esos “meses”, ¿no? Total, lo importante es que ahora vienes, te sientas en nuestra cocina, y me dices que te vas a casar con otro.

“Casar”.

La palabra me resultó irreal en esa frase.

—¿Por qué? —conseguí decir, al fin—. ¿Qué he hecho? ¿Qué no he hecho? Dímelo todo. Prefiero que me duela a quedarme con la duda.

Lucía se quedó mirando sus manos un momento.

—No es que tú hayas hecho algo horrible, Jaime —empezó—. No es que seas malo. Es que… yo he cambiado. He cambiado mucho.

—Todos cambiamos —repliqué—. Es lo normal. Pero se supone que lo hacemos juntos, ¿no? Tú y yo hemos pasado por trabajos mal pagados, por alquileres imposibles, por cuidar a tu madre cuando la operaron… —me reí, triste—. Incluso hemos pasado por la fase de “no quiero casarme nunca” hasta que fuiste tú la que vino con un catálogo de vestidos.

Una sonrisa fugaz cruzó sus labios, casi nostálgica.

—Lo sé —admitió—. Y no quiero borrar todo eso. Han sido años importantes. Pero… —se frotó la frente—. Marcos me ha hecho ver cosas que no veía.

—¿Como qué? —pregunté, con sarcasmo—. ¿Que vales más? ¿Que mereces a alguien “a tu altura”? Es el discurso típico. Lo he visto en mil películas.

Ella negó, con cierta desesperación.

—No es eso —dijo—. Se trata de cómo me siento conmigo misma cuando estoy con él. Me siento… distinta. Más ligera. Como si no tuviera que ser siempre “la fuerte”. Como si pudiera permitirme ser torpe, equivocarme, cambiar de opinión sin sentirme culpable.

La miré, incrédulo.

—¿Y conmigo no? —pregunté—. ¿Desde cuándo?

Lucía tomó aire varias veces antes de hablar.

—Desde hace tiempo —confesó—. Pero pensé que era una fase. Que era cosa mía. Que si me esforzaba más, si hablábamos, si encontrábamos otro piso, otro trabajo, otro proyecto, se me pasaría. —Alzó la vista—. Jaime, te quiero. No te estoy diciendo que no. Te quiero mucho. Pero no estoy enamorada de ti como antes. Y con él… sí.

El típico “te quiero pero no estoy enamorada”.

Sabía que existía. Nunca pensé que me tocaría a mí.

—Y la solución —dije, la voz temblando—. Es casarte con él.

Lucía se mordió el labio.

—No fue así —dijo—. No es que dijera “oh, mira, un arquitecto, me caso”. Surgió. Y cuando me di cuenta, ya era tarde. Le estoy haciendo daño a mucha gente. A ti, a mi madre, a mi padre… a mí misma.

La miré.

Por un segundo, me vino a la mente la imagen de aquella Lucía de veintidós años, con el pelo rizado hecho un desastre, una mochila más grande que ella, llegando al piso de estudiantes donde nos conocimos.

“¿Quién ha traído a la chica que se ha perdido de Erasmus?”, dijo alguno de mis compañeros.

Ella se rió, lanzó la mochila contra el sofá y dijo que venía a quedarse.

Y se quedó.

Hasta ahora.

—¿Piensas irte hoy? —pregunté, la garganta cerrada.

Su respiración se agitó apenas.

—No —dijo—. No me voy a ir hoy. Eso sería… cruel. —Bajó la voz—. Quiero hacerlo bien, dentro de lo mal que está todo. Hablar contigo, ver qué hacemos con el piso, con las cosas, con…

Se quedó sin palabras.

Hubo un silencio raro, en el que sólo se oía el coche de algún vecino pasando por la calle.

Y entonces, sentí cómo algo, dentro de mí, se encendía.

No era violencia.

No era la idea de rogar.

Era una especie de dignidad inesperada, mezclada con furia.

Me levanté de la silla.

Ella me siguió con la mirada, tensa.

Fui al pasillo, abrí el armario donde guardábamos las sábanas, las toallas, las mantas. Saqué la maleta azul, la más grande, esa que usábamos cuando viajábamos juntos.

La dejé en el centro del salón.

—¿Qué haces? —preguntó, levantándose también.

La cremallera sonó como un trueno.

—Lo que acabas de decirme —respondí—. Que te vas a casar con otro. Que estás enamorada de él. Que conmigo no sientes lo mismo. Pues muy bien. Felicidades. —Abrí el cajón de su cómoda del pasillo, empecé a sacar ropa—. Ve a vivir con él entonces.

Su cara se descompuso.

—Jaime… —susurró—. No hagas esto. Podemos…

—¿Podemos qué? —corté, dejándole caer un montón de camisetas dentro de la maleta—. ¿Dormir una semana más juntos como si nada? ¿Ver nuestra serie pendiente, sabiendo que tú estás pensando en los centros de mesa de tu boda con otro? ¿Quieres que recordemos “nuestros últimos días” como una pareja que se muere intentando respirar?

Mi voz subía sin que pudiera evitarlo.

Ella se acercó.

—¡Estoy intentando ser honesta! —exclamó—. Podría haber seguido engañándote, podría haber dicho que era un viaje de trabajo, podría haberme ido directamente con él sin dar explicaciones. Pero estoy aquí, contigo, diciéndote la verdad, a pesar de que sé que vas a odiarme. ¡No me eches como si fuera… basura!

Mi mano se detuvo.

Respiré hondo.

—No eres basura —dije, más sereno—. Y sí, agradezco que me lo hayas dicho antes de casarnos. Antes de que hubiera niños, hipotecas más grandes, más vidas enredadas. Pero el momento “honesta” no borra los meses de “algo más”. —La miré—. No puedo mirarte a la cara, contarte cómo me ha ido el día, saber que, mientras yo guardaba fidelidad a lo que teníamos, tú estabas probando cómo te quedaba otro apellido.

Ella cerró los ojos, como si cada una de mis palabras fuera un golpe.

—No sabes nada de lo que ha pasado dentro de mí —murmuró—. No sabes cuánto he llorado, cuánto me he culpado…

—Lo sé —la interrumpí—. Pero eso lo vas a trabajar con tu terapeuta, con tus amigas, con tu diario. No conmigo. Yo… —tragué saliva—. Yo necesito proteger lo poco que queda de mí mismo.

Me agaché y cerré la maleta, sin meter ni la mitad de sus cosas.

—No voy a tirarte a la calle sin más —dije—. Puedes quedarte esta noche. Mañana hablamos de dinero, de firmas, de abogados, de todo. Pero esta relación —señalé el suelo entre nosotros— ha terminado. Porque tú la has terminado. Y no la vamos a alargar artificialmente para que nadie parezca el “malo” en la historia.

Lucía dio un paso atrás, como si el suelo se hubiera movido.

—No imaginé que reaccionarías así —dijo, con un hilo de voz.

—¿Cómo pensabas que iba a reaccionar? —pregunté—. ¿Abrazándote y diciéndote “claro, amor, yo también quiero lo mejor para ti, cuéntame cómo es Marcos”? Soy buena persona, Lucía, no santo.

Ella se cubrió la cara con las manos.

—Jaime… —repitió—. Lo siento tanto.

Una parte de mí, la que todavía estaba programada para consolarla en cualquier circunstancia, quiso acercarse, bajar sus manos, decir “yo también lo siento”.

Otra parte, nueva, pequeña pero firme, me sujetó los pies al suelo.

—No quiero tu perdón ahora —dije—. No sé qué voy a querer dentro de un mes, un año, cinco años. Pero ahora mismo, lo único que quiero es que lo que estás diciendo y lo que estás haciendo vayan en la misma dirección. Si te vas a casar con él, vete. Empieza tu vida con él. No uses esta casa como sala de espera.

Ella bajó las manos.

Me miró con los ojos rojos, la nariz enrojecida.

—¿De verdad no quieres que lo hablemos más? —preguntó.

Me quedé pensando un segundo.

—Lo vamos a hablar —respondí—. Pero no como pareja. Como dos adultos que tienen que deshacer un nudo legal y económico. Lo de “nosotros” ya no es tema a negociar. —Tragué saliva—. Lo mataste tú cuando le dijiste “sí” a él.

Fue una de las frases más duras que han salido de mi boca.

No la dije para hacer daño.

La dije porque yo necesitaba escuchármela.

Lucía se dejó caer en la silla de la cocina.

Yo cogí mis llaves, el móvil, la chaqueta.

—¿Adónde vas? —preguntó, con un hilo de voz.

—A caminar —dije—. A respirar aire que no sea este. A no decir nada más de lo que voy a arrepentirme. —La miré—. No te vayas todavía. No quiero llegar en una hora y encontrarme el piso vacío. No por las cosas. Por mí. Necesito verte una vez más sabiendo que hemos acabado. No quiero recordar sólo esta escena.

Ella asintió.

—No me iré —susurró—. Te lo prometo.

Salí.

La puerta se cerró detrás de mí con un clic que sonó como un capítulo que se cierra de golpe.


Caminé.

No recuerdo por dónde.

Sé que pasé por el parque donde solíamos llevar café los domingos, por la calle donde nos robamos nuestro primer beso, por la tienda de muebles donde discutimos durante una hora por un sofá.

Todo me parecía una versión torcida de mis recuerdos.

Mis piernas se movían solas.

Mi cabeza, en cambio, estaba atascada en un bucle:

¿Qué hice mal? ¿En qué momento se empezó a ir? ¿Cómo no vi nada?

Y luego, otra voz:

No te hagas trampas. Ella decidió salir por la puerta. No son “pequeños errores”. Es una elección grande.

En algún momento, mi móvil vibró.

Era un mensaje de mi amigo Sergio.

Sergio:
Tío, ¿has vuelto ya del viaje o sigues por ahí conquistando el mundo?

Me quedé mirando la pantalla.

Podía no contestar.

Podía decir “todo bien”.

Pero estaba agotado de sostener cosas solo.

Le di a llamar.

—¡Por fin! —contestó él—. Pensé que te habías olvidado de los mortales.

Escucharlo fue como agarrar una cuerda.

—Sergio —dije—. ¿Puedes hablar?

El tono de broma desapareció.

—Claro —dijo—. ¿Qué pasa?

Tragué saliva.

—Lucía… —empecé—. Me ha dicho que se va a casar. Con otro.

Hubo un silencio al otro lado.

—Ve donde estés —ordenó—. Ya voy.

—No hace falta —balbuceé—. Estoy por el parque. Puedo ir a…

—No. Te mueves y te pierdo. No conduzcas, no tomes decisiones importantes. Siéntate en un banco. Estoy a quince minutos —dijo, en ese tono de “orden dulce” que sólo usan los amigos de verdad cuando te ven al borde.

Obedecí.

Me senté en un banco, mirando a un grupo de niños jugar al fútbol con una pelota desinflada.

Pensé en todas las veces que de niño creí que el amor de los adultos era una cosa estable, firme, como el suelo. Algo que siempre estaría ahí, como la nevera o la tele.

De adulto, descubres que también tiembla.

Quince minutos después, Sergio apareció, con su sudadera gris y sus zapatillas viejas.

Se sentó a mi lado, sin decir nada al principio.

—¿Quieres contarlo tú? —preguntó, al cabo de un rato.

Asentí.

Le conté.

Desde la frase de “me voy a casar con otra persona” hasta mi reacción, la maleta, el “pues vete a vivir con él entonces”, el portazo.

Él escuchó en silencio, cosa rara en él.

Cuando terminé, se recostó en el respaldo del banco.

—Vale —dijo—. Primero: esto es una mierda. Mucho. —Me miró—. Segundo: no estás loco. Lo que has hecho tiene sentido. Tercero: aunque lo tuviera o no, es tu forma de poner límites. Y eso está bien.

—¿No crees que he sido demasiado… bruto? —pregunté—. ¿Que debería haber sido más comprensivo?

—Con el tiempo, quizá —respondió—. Hoy no. Hoy no eras su terapeuta, ni su confesor. Hoy eres el tío al que le acaban de decir “todo lo que habías imaginado para los próximos años conmigo… ya no”. —Se encogió de hombros—. Le has dicho “ve con él entonces”. Es una frase dura, sí. Pero también honesta. ¿Qué otra cosa podrías haber dicho que fuera verdad?

Me quedé pensativo.

No tenía respuesta.

—Escucha —continuó Sergio—. He visto a gente quedarse en relaciones que ya se habían roto sólo para que nadie tuviera que admitir que era “el malo”. Se perdonan cosas que no están listos para perdonar, se fuerzan a ir a cenas, a bodas, a fotos… y dentro se mueren. —Me tocó el hombro—. Tú has cortado en seco. Duele como el demonio, pero mata menos a largo plazo.

—¿Y si me arrepiento? —susurré.

—Te arrepentirás de cosas —concedió—. De frases, de silencios, de no haber visto señales antes. Eso es inevitable. Pero no creo que te arrepientas de no haberle dicho “quédate un mes más, aunque ya te veas con otro en tu boda”.

Nos quedamos un rato más hablando, mezclando recuerdos con planes vagos (“vente a mi piso unos días, no vas a dormir ahí solo”, “mándame fotos de lo que te haga falta sacar de casa”, “no te cierres a llorar, que no se te va a caer la hombría”).

Cuando me sentí un poco menos aturdido, volvimos al edificio.

Sergio se quedó en el coche, por si necesitaba evacuarme de mí mismo.

Subí.

Abrí.

La maleta azul no estaba en el salón.

Mi corazón dio un vuelco.

—¿Lucía? —llamé.

Silencio.

Me acerqué a la habitación.

La puerta estaba abierta.

Su lado del armario también.

Pero no vacío.

Faltaban algunas cosas. La ropa que más usaba. Sus zapatos favoritos, el neceser del baño, el cargador del móvil.

En la mesilla, una nota.

“Jaime:

No me he ido del todo. No todavía. Estoy en casa de Ana, mi hermana. Necesito espacio, igual que tú.

Voy a respetar lo que dijiste. No voy a usar nuestra casa como sala de espera. Pero tampoco quiero que todo se haga a base de gritos y portazos.

Hablamos en unos días. De dinero, de firmas, de todo.

Sé que ahora mismo me odias. Tienes derecho.

Sólo te pido que, algún día, cuando el dolor sea menos pesado, recuerdes que también hubo amor. Mucho. Que no fui una villana de telenovela desde el principio.

Lo siento.

L.”

Me senté en la cama con la nota en la mano.

“La villana de telenovela”.

Sonreí con amargura.

El problema era que las telenovelas acababan.

La vida seguía.


Los primeros días fueron un caos de cosas pequeñas con significados gigantes.

Lavé un plato menos.

Apagué la luz del salón antes de tiempo.

No hubo mensajes de “te he dejado comida en la nevera por si llegas tarde”.

Dormí de mi lado de la cama, sin atreverme a ocupar el suyo.

Sergio cumplió su amenaza: se presentó con una bolsa de patatas, dos cervezas y una película mala.

—Plan de choque —anunció.

Mi madre llamó alarmada al tercer día.

—Lucía me ha mandado un mensaje —dijo—. Que tú y ella… que habéis… Jaime, ¿qué ha pasado?

Se lo conté de manera resumida.

—Ay, hijo —suspiró—. No sé qué decirte. Sólo que aquí tienes tu habitación. Siempre. Si necesitas venirte unos días.

Agradecí el gesto, pero decidí quedarme en el piso.

Era nuestro, sí.

Pero también era mío.

Había pintado esas paredes, montado esos muebles, arreglado esos enchufes.

No iba a entregárselo todo, de golpe, al vacío.

Lucía y yo nos vimos una semana después, en una cafetería neutral.

Sabía que iba a pasar.

Sabía que tenía que pasar.

Se sentó frente a mí, con el pelo recogido, ojeras marcadas, las manos rodeando una taza de té.

—He hablado con un abogado —dije, y noté lo extraño que me resultaba usar esa palabra en una conversación sobre mi propia vida sentimental—. Como no estamos casados y el piso está a nombre de los dos, podemos venderlo y repartir, o uno se queda y le paga al otro su parte. No voy a aferrarme a las paredes. Quedémonos con lo que sea más justo.

Ella asintió.

—Yo he hablado con mi hermana —respondió—. Puedo quedarme con ella hasta que encuentre algo. No voy a exigirte nada desmesurado. Lo justo por la parte que me corresponde.

Hablamos de números, de fechas, de muebles.

Y, sí, también hablamos de “nosotros”.

—He hablado con Marcos —confesó ella—. Él… no quiere ser el motivo por el que nos odiemos. Me ha dicho que, si esto es demasiado, si necesito tiempo, puede esperar.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Puedes esperar?

Se quedó callada.

—No lo sé —admitió—. Sé que me quiero casar con él. No ahora. No ya. Pero sí. —Me miró—. Y sé que tú no quieres ni oír hablar de eso. Lo entiendo.

Bebí un sorbo de café que sabía a nada.

—Lucía —dije—. No espero que rompas con él por mí. Eso sería una mentira. Lo que sí espero es que no intentes colarme la versión “de repente me enamoré y ya está”. —La miré—. Has tomado una decisión. Esa decisión tiene consecuencias. Para mí, para ti, para él. Vamos a cargar cada uno con las nuestras.

Tras esa conversación, nos vimos unas pocas veces más, siempre para hablar de papeles.

No hubo grandes escenas de reconciliación ni de odio.

Hubo momentos de ternura, sí.

Como cuando ella, al firmar el último documento en la gestoría, soltó el bolígrafo, me miró y dijo:

—Gracias.

—¿Por qué? —pregunté.

—Por no convertirme en alguien que sólo existe en tu recuerdo como “la que me engañó” —respondió—. Sé que lo hice. Sé que lo fui. Pero agradezco que, aun así, podamos mirarnos a la cara.

No supe qué contestar.

Sólo asentí.

Y luego me marché.

Con la carpeta en la mano y un hueco en el pecho.


Curiosamente, la vida no se detuvo para esperarme.

Seguí yendo al trabajo.

Seguí recibiendo correos de clientes que se quejaban de plazos, llamadas de mi jefe, facturas de luz.

Mi hermana pequeña dio a luz a su primer hijo.

Fui al hospital.

Lo sostuve en brazos.

Sentí un nudo raro en el estómago.

No era envidia.

Era… tristeza por todas las versiones de futuro que había imaginado y que ya no existirían.

Versiones con una niña mezcla de mis rizos y los lunares de Lucía, con domingos de parque, con discusiones sobre colegios.

Esas escenas se desvanecían como humo.

En su lugar, apareció otra cosa.

No de golpe.

Poco a poco.

Un jueves cualquiera, Sergio me arrastró a una cena con amigos que no veía hacía mucho.

—Vas a escuchar historias de gente con vidas igual de caóticas que la tuya —prometió—. Te vendrá bien.

Allí estaba Alba, que había salido de una relación larga y ahora hacía chistes sobre sus plantas como si fueran sus parejas.

Pablo, recién separado, hablando de la custodia compartida de forma más madura de lo que yo me sentía capaz.

Sara, que había decidido vivir sola porque “no necesito pareja para llenar un currículum de cosas logradas”.

Entre cerveza y cerveza, descubrí que no era el único al que le habían tirado una bomba en la cocina.

Y que nadie muere de eso, por muy dramático que parezca al principio.

Una noche, saliendo de un concierto, me encontré con un número desconocido en el móvil.

Era Lucía.

Lo dudé un segundo.

Contesté.

—Hola —dijo ella.

Su voz sonaba diferente. Más tranquila. No feliz, no triste. Solo… distinta.

—Hola —respondí.

Hubo un silencio corto.

—Sé que quedamos en no contarnos cosas —dijo—. Pero no quería que te enteraras por Instagram o por un tercero.

Ya sabía lo que iba a decir.

—Me he comprometido —terminó.

La imagen de Marcos arrodillado con un anillo en la mano me vino, aunque nunca había visto su cara.

No sentí el cuchillo que esperaba.

Sentí otra cosa.

Una punzada, sí.

Pero más suave.

Como una cicatriz tirando un poco.

—Bien —dije—. Me alegro de que al menos sea sin engaños esta vez.

Ella exhaló, aliviada.

—Quería darte las gracias por la frase de aquel día —dijo, inesperadamente.

Parpadeé.

—¿Por “vete a vivir con él entonces”? —pregunté, medio riendo.

—Por eso —confirmó—. En ese momento me pareció cruel. Como si me echaras. Pero luego entendí que fue… necesario. Me obligó a tomar en serio lo que decía. A no quedarme medio dentro, medio fuera. A asumir que no podía tenerlo todo: tu amor, su amor, la comodidad de nuestro piso… —Hizo una pausa—. Fue un corte limpio. Dueño. Y gracias a eso, hoy puedo empezar esto sin deudas pendientes contigo.

No supe qué responder.

—Supongo que de algo sirvió, entonces —dije.

Colgamos.

Al colgar, sentí que un capítulo, no el de nuestra relación, que ya se había cerrado, sino el de nuestra separación, se sellaba con un punto final.


Un año después, alguien me preguntó en una cena:

—¿Y tú, Jaime? ¿Qué pasó con aquella chica con la que vivías? Nunca hablas de eso.

Me sorprendió descubrir que ya no respondía con un nudo en la garganta.

—Se fue —dije—. Se enamoró de otra persona. Y se casó con él.

—¿Y tú? —preguntó la misma persona—. ¿No has vuelto a confiar en nadie?

Pensé en ello.

Había tenido citas.

Algunas divertidas, otras aburridas.

Había conocido a gente interesante, a la que no medía en comparación con Lucía, sino por sí misma.

Había aprendido a estar solo en el piso sin que el silencio me pareciera una amenaza.

Y, sobre todo, había aprendido algo que había pasado por alto todos esos años: que mi vida no era sólo el proyecto sentimental que tenía con alguien.

—Estoy aprendiendo a confiar en mí —respondí—. Lo de los demás vendrá cuando tenga que venir.

Sergio, sentado a mi lado, brindó con su vaso de agua.

—Ese sí que es un buen comienzo —comentó—. El resto son detalles.

Nos reímos.


A veces, vuelvo a aquel día en la cocina.

Me veo, con el tenedor en la mano, con la cara congelada.

La veo a ella, dejando caer la frase como quien suelta un peso que lleva demasiado tiempo cargando.

He repasado mil veces la escena en mi cabeza.

Podría haber gritado más.

O menos.

Podría haber dicho frases perfectas, de película, como “te deseo lo mejor” o “algún día entenderé”.

No lo hice.

En su lugar, dije:

“Pues vete a vivir con él entonces”.

Hubo quien, al contarlo, me dijo:

—Bravo. Le pusiste en su sitio.

Otros, más sensibles, me dijeron:

—Fue un poco duro, ¿no?

Yo ya no lo juzgo.

Fue lo que fui capaz de decir en ese momento.

Lo que sí sé, con el tiempo, es esto:

Que esa frase no fue sólo para ella.

También fue para mí.

Fue una manera de decirme “no te quedes donde ya no te eligen”.

De recordarme que, por mucho que quieras a alguien, si esa persona ha decidido buscar su felicidad en otro lugar, tu trabajo no es convertirte en su alfombra, sino en tu propio refugio.

Ahora, cuando algún amigo me cuenta que sospecha que su pareja está con otra persona, que siente que lo están arrastrando en una relación que ya termina, me muerdo la lengua antes de dar consejos.

Porque cada historia es distinta.

Pero hay algo que repito, si me lo piden:

—El dolor va a estar. Eso no lo puedes evitar. Lo que sí puedes elegir es si ese dolor te acompaña mientras sigues en una historia que ya ha terminado para la otra persona, o si lo atraviesas para empezar algo nuevo, aunque sea contigo mismo.

A mí, esa elección me la aceleraron.

Fue como si me hubieran empujado a través de una puerta que se cerraba.

Me hice daño, sí.

Me raspé las rodillas del alma.

Pero, al otro lado, había un pasillo que no conocía.

Lleno de posibilidades.

De errores nuevos.

De risas que aún no sabía de quién serían.

Y, ahora, cuando pienso en Lucía vestida de blanco, con alguien que no soy yo, ya no siento que esa imagen me destruya.

Sólo siento que forma parte de una historia que compartimos durante un tramo y que luego siguió por caminos distintos.

Mi vida no se quedó en aquella cocina.

Sigue, aquí, en cada mañana que me levanto, preparo café y miro por la ventana, dueño de mi silencio.

Al final, aquel día que ella soltó la bomba, no fue sólo el día que la perdí.

Fue también el día que empecé a encontrarme.