Cuando intentó besarme como disculpa y le dije que no quería el sabor de su amante sobre mí


Nunca había odiado tanto un beso como aquella noche.

No porque me lo diera, sino porque trató de dármelo como si fuera un borrador mágico capaz de desaparecer meses de mentiras. Ahí estaba Brenda, con los ojos rojos, parada en la puerta de nuestro departamento en la colonia Narvarte, temblando entre culpa y miedo, acercándose a mí como si todavía tuviera derecho a tocarme.

—Perdóname, por favor —susurró, con la voz hecha pedazos—. Te juro que fue un error, Diego. Un pinche error.

Yo seguía sentado en el sillón medio roto que habíamos comprado en el tianguis de la Doctores, el mismo donde una vez nos quedamos dormidos viendo películas baratas en la tele. El mismo sillón donde me imaginé proponiéndole matrimonio algún día.

Ahora ese sillón parecía la escena del crimen.

En la mesa había todavía restos de tacos al pastor de la noche anterior y una cerveza a medio terminar. Al lado, mi celular con los mensajes que lo habían cambiado todo. Los mensajes de ella. Y del otro.

—Diego… —repitió Brenda, dando un paso más.

La vi acercarse, los ojos hinchados, el maquillaje corrido, oliendo a un perfume que ya no reconocía como “nuestro”. Levantó la mano y me tocó la mejilla, suave, como solía hacerlo cuando buscaba caricias entre semana, antes de dormir.

Y se inclinó, buscando mi boca, como si seguir el guion de siempre fuera suficiente para arreglar todo.

Fue ahí cuando se me rompió algo por dentro. Algo que ya venía agrietándose desde hacía meses, pero que hasta ese momento se partió de verdad.

La detuve con una mano sobre su hombro.

—No —dije, firme.

Ella parpadeó, confundida, como si no entendiera el significado de una palabra tan simple.

—Diego, solo… —sus labios temblaron— solo quiero…

—No quiero que me beses, Brenda —la interrumpí.

—¿Qué? —susurró, como si le doliera físicamente oírlo.

La miré directo a los ojos. En medio del enojo, del orgullo y de esa tristeza que me estaba ahogando, me salió la frase más honesta que he dicho en mi vida:

—No quiero tu beso —repetí—. No quiero el sabor de tu amante sobre mí.

El silencio que siguió fue tan pesado que hasta el tráfico de la avenida parecía haberse callado.

Brenda abrió y cerró la boca como un pez fuera del agua, sin aire, sin palabras.

—No digas eso —susurró, dando un paso atrás, como si la hubiera golpeado.

—¿Qué? ¿La palabra “amante”? —solté, sintiendo cómo el enojo le ganaba a las ganas de llorar—. ¿Te molesta? Pues a mí me molestó más ver su nombre en tus mensajes. Su “amor”, su “te extraño”, su “¿cuándo vienes otra vez?”.

Levanté el celular y se lo mostré. Ella apartó la mirada.

—Diego, por favor…

—Y luego quieres besarme —continué—. Como si tu boca no hubiera estado hace quién sabe cuántos días, semanas o meses en la cama de otro cabrón. Como si yo fuera un plato más de tu menú.

Brenda se desplomó en la orilla del sillón, como si las piernas ya no la sostuvieran.

—No es así… —murmuró—. No fue así…

Yo me reí. Una risa amarga, esa que uno saca cuando ya no sabe si gritar o solo dejarse ir.

—Entonces explícame cómo fue, porque lo que estoy leyendo aquí —levanté el celular otra vez— no parece un “accidente” de una sola noche.

Ella se tapó la cara con las manos. Todo su cuerpo temblaba.

—Diego… te lo voy a explicar, pero por favor… no me hables así —pidió—. No me mires como si fuera basura.

Respiré hondo. Parte de mí quería seguir humillándola, hacerla sentir una fracción de lo que yo estaba sintiendo. Pero otra parte, la que todavía recordaba las madrugadas agarrados de la mano y las veces que ella creyó en mí cuando nadie más lo hizo, no podía cruzar esa línea.

—No eres basura —dije, bajando la voz—. Pero me trataste como si yo fuera desechable.


Nos conocimos cinco años antes, en una noche de karaoke en un bar medio feo de la colonia Obrera.

Yo había ido con mis amigos del taller mecánico, todavía con las manos oliendo a grasa y gasolina. Perdimos una apuesta y terminé cantando “Si no te hubieras ido” de Marco Antonio Solís, gritando más que afinando. Mis amigos se morían de risa.

En una mesa al fondo, una chava de cabello rizado y risa escandalosa me aplaudía como si estuviera en el Auditorio Nacional. Era Brenda.

Cuando bajé del pequeño escenario, ella se acercó con una cerveza en la mano.

—Cantaste de la chingada —me dijo, sonriendo—. Pero con sentimiento. Eso se agradece.

—Pues gracias por la sinceridad —respondí, riéndome—. Soy Diego.

—Brenda —se presentó, chocando su botella con la mía—. A ver si me invitan a otro show así de horrible.

Desde esa noche no nos soltamos. Ella trabajaba en una papelería grande en el Centro, yo en un taller en la Doctores. Salíamos después del trabajo a comer tacos, a caminar por el Zócalo, a sentarnos en la Alameda a inventarnos historias de la gente que pasaba.

Vivíamos de quincena en quincena, pero con una ilusión que bien podría haber pagado la renta de un departamento en la Roma.

Cuando decidimos irnos a vivir juntos, fue casi un acto de rebeldía contra todo el mundo.

—Están muy jóvenes —decía mi mamá—. Además, ese tipo de cosas se hacen bien, con boda, con iglesia.

—Te vas a aburrir, Brenda —decía su hermana—. Diego no tiene nada. Ni carrera, ni coche, ni futuro.

Brenda se encogía de hombros y me apretaba la mano.

—No necesito que tenga futuro —me decía, guiñándome un ojo—. Lo vamos a construir juntos, ¿no, wey?

Y yo le creí. Claro que le creí.


Los problemas no llegaron de golpe. Nadie te avisa el día exacto en que el amor empieza a astillarse. Solo un día te despiertas y te das cuenta de que hay más silencios que risas, más reproches que bromas.

Todo empezó cuando la papelería donde trabajaba cerró. El dueño se declaró en bancarrota y, de un día para otro, Brenda se quedó sin empleo.

Al principio lo tomamos como una oportunidad.

—Es tu momento de buscar algo mejor, algo que sí te guste —le dije, mientras comíamos tortas de tamal en la banqueta.

—¿Me estás diciendo fodonga? —bromeó, pero sus ojos tenían una preocupación que no alcanzaba a disimular.

Durante meses buscó y buscó. Entrevistas aquí, entrevistas allá, cursos en línea, currículums mandados a todos lados. Nada.

La tensión empezó a meterse en el departamento como humedad en pared vieja.

—No alcanza, Brenda —le dije una noche, revisando los recibos—. Con lo que gano en el taller no da para todo: luz, agua, renta, tu tarjeta, el abono del refri…

—¿Y qué quieres que haga, Diego? —respondió, molesta—. ¿Que me invente un trabajo? ¿Que me pare en la esquina a ver qué sale?

—No empieces —suspiré.

—Tú no empieces —me devolvió—. No es mi culpa que en este país paguen una miseria por todo.

Y no, no era su culpa. Pero el coraje se acumulaba en los platos sin lavar, en los trastes rotos, en las noches sin dormir.

Hasta que un día, por fin, algo cambió.

—Me llamaron de una empresa de logística —me dijo, emocionada, entrando al departamento con una sonrisa que no le veía desde hacía meses—. Es en Polanco, Diego. ¡En Polanco! Me quieren ver mañana.

La abracé. No solo por ella, también por mí. Un sueldo más en la casa significaba aire, respiro, menos nudos en la garganta al final del mes.

La contrataron.

De la noche a la mañana, Brenda cambió de ruta y de mundo. De andar en metro lleno y combi apretada, pasó a tomar Uber de vez en cuando “porque llegué tarde y no podía quedar mal”. De la ropa de la paca pasó a los outfits con blazer y tacones “porque allá todas se visten bien fresa”.

—Es otro ambiente, Diego —me contaba, emocionada y cansada mientras se desmaquillaba frente al espejo—. La gente habla de viajes, de metas, de “proyectos personales”. Nadie está pensando qué va a cenar con veinte pesos.

Yo sonreía, pero algo dentro de mí empezaba a sentirse… fuera de lugar.

—¿Y tú qué dices cuando te preguntan de mí? —quise saber una noche, medio en broma, medio en serio.

Ella se quedó callada mientras se ponía el pijama.

—Pues que mi novio trabaja en un taller mecánico —respondió, neutral.

—¿Y no haces esa cara de “ay, pobrecita yo”? —me atreví a decir.

Se volteó, molesta.

—No seas mamón, Diego. ¿Por qué haría esa cara?

—No sé —encogí los hombros—. A veces siento que ya no encajo en tu vida nueva.

—Tú eres mi vida, wey —dijo, acercándose a besarme la frente—. Lo demás es trabajo. Cálmate.

Y otra vez, le creí. Pero la semilla de la duda ya estaba sembrada.


Con los meses, los horarios de Brenda se volvieron cada vez más extraños.

—Tengo junta tarde.

—Vamos a quedarnos a cerrar un proyecto.

—Es el cumpleaños de una compañera, no puedo faltar.

—Estamos organizando un viaje de integración.

No eran excusas descabelladas. Yo mismo había escuchado a los clientes del taller hablar de esas cosas, de las empresas modernas, del “team building”.

Pero los ojos de Brenda… esos no sabían mentir así de bien.

Llegaba cansada, oliendo a un perfume que no conocía, el cabello despeinado de forma distinta, con risas que no compartía conmigo, sino con alguien del otro lado del celular.

—¿Quién es? —pregunté un martes cualquiera, cuando la vi sonriendo como adolescente frente a la pantalla.

—Nada, una pendejada del grupo de la oficina —contestó, guardando el teléfono demasiado rápido.

—¿Y la pendejada tiene nombre? —insistí, medio en broma.

—Ay, Diego, ya vas a empezar con tus celos —rodó los ojos—. ¿Sabes qué? Ese es tu problema, tú solo ves peligro en todo.

No dije nada más. Pero esa noche no pude dormir. Escuchaba las notificaciones del celular como si fueran balas.


No fue una llamada anónima, ni una foto comprometedora enviada por error. Fue algo más simple y, por eso, más cruel: descuido.

Un domingo en la mañana, mientras ella se bañaba, su celular vibró en la mesa. Yo estaba preparando café y huevos con frijoles, disfrutando de ese silencio raro de la ciudad cuando todavía no se llena de claxon y vendedores.

El nombre en la pantalla decía: Santi Logística.

Normal. Un compañero del trabajo, pensé.

Pero luego leí el mensaje completo, que se desplegó en la notificación:

“Aún siento tu olor en mi almohada. Ojalá no te arrepientas mañana, preciosa.”

El corazón se me fue a los pies.

Podría haber dejado el cel en la mesa. Podría haber fingido que no vi nada, que fue mi imaginación. Pero mis manos actuaron más rápido que mi dignidad. Lo tomé, desbloqueé (no tenía contraseña, ironías de la vida) y entré a la conversación.

Ahí estaba todo.

Semanas de mensajes. Fotos de cafés, de oficinas, de notas pegadas en post-its con chistes internos. Y luego, poco a poco, palabras que ya no se decían como compañeros.

“Guapa.”
“Te extraño.”
“Me encantó lo de ayer.”
“¿Cuándo repetimos nuestra junta privada?”

Y finalmente, dos mensajes que me atravesaron como cuchillo:

De Brenda:

“Me siento mal por Diego.”

De Santi:

“No pienses en él cuando estés conmigo. Aquí solo existimos tú y yo.”

No recuerdo cuánto tiempo me quedé leyendo, con la vista nublada. Solo escuché el agua de la regadera apagarse y el portazo del baño.

—Amor, ¿ya hiciste café? —gritó Brenda, desde la recámara—. Hueles a quemado, ¿eh?

Yo seguía ahí, con el celular en la mano, helado.

Cuando salió, con el cabello envuelto en una toalla y la playera vieja de las Chivas que usaba como pijama, me vio con el teléfono y se puso pálida.

En ese instante supe todo, aunque ella no hubiera dicho aún una sola palabra.

—¿Qué haces con mi cel? —preguntó, intentando sonar casual, pero la voz le temblaba.

—Leyendo —respondí, tranquilo, demasiado tranquilo—. Es que la trama está buenísima.

Se quedó quieta. No avanzó ni un paso.

—Dámelo —dijo, extendiendo la mano.

—Ven por él —contesté.

El silencio se volvió un tercero entre nosotros.

—Diego, no seas infantil.

—Brenda —dije, por fin levantándome—, ¿quién chingados es Santi?

Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.

—Es un compañero del trabajo —murmuró.

—No mames —solté, levantando el celular entre los dos—. ¿Así se hablan los compañeros? ¿“Aún siento tu olor en mi almohada”? ¿“No pienses en él cuando estés conmigo”? ¿Ése es el nuevo lenguaje corporativo o qué?

—Diego…

—Dime la verdad —la interrumpí—. ¿Te acostaste con él?

Ella cerró los ojos, como si así pudiera desaparecer.

—Fue… —empezó a decir—, fue solo una vez.

La rabia me subió a la cara.

—No me digas “solo” —gruñí—. No minimices. ¿Te acostaste con él, sí o no?

Hubo un segundo, uno solo, en el que pensé que iba a negarlo hasta el final. Que inventaría cualquier historia, que diría que los mensajes eran de broma. Pero algo en su expresión cambió.

Abrió los ojos, derrotada, y dijo:

—Sí.

La palabra cayó al piso como una piedra.

—Fue hace unas semanas —añadió—. Estaba borracha, estaba… enojada, confundida, no sé… No pensé, Diego. No pensé.

—Ah, qué chingón —me reí—. O sea, para ser “confundida” sí tuviste claridad para quitarte la ropa, ¿no?

—No seas así —pidió, empezando a llorar—. Te juro que me arrepentí al día siguiente. Te lo iba a decir, pero…

—Pero mejor seguiste —completé—. Porque hay mensajes de hace tres días, Brenda. No fue “una vez”. No me veas la cara.

Ella se llevó las manos al rostro.

—Fueron… —tragó saliva—. Fueron dos veces.

—¿Quieres que te aplauda porque no fueron diez? —escupí—. ¿Te doy una medalla por “moderación”?

Tiré el celular sobre la mesa. No quería tenerlo más en la mano, como si quemara.

—Diego, mírame —pidió, acercándose—. Mírame, por favor.

—No puedo —dije, apartando la mirada.

—Te amo —susurró—. Te juro que te amo. No sé en qué estaba pensando, me sentía tan frustrada, tan…

—¿Conmigo? —la interrumpí—. Dilo. Dilo bien. Frustrada conmigo. Con mi sueldo, con mi taller culero, con mis manos llenas de grasa, con mi “falta de ambición”.

—No es eso —negó, desesperada—. Es…

—¡Es eso! —grité, por fin—. Siempre fue eso. Desde que entraste a esa oficina de Polanco, empezaste a ver mi vida como un error. Y luego te encontraste a este cabrón, con su ropa planchadita, su oficina con aire acondicionado y sus chistes de Godín… y pensaste: “Esto es lo que me merezco”.

—¡No! —negó, sollozando—. No fue así, Diego, no fue así…

—¿Entonces cómo fue? —pregunté—. ¿Se tropezaron y cayeron desnudos en una cama? ¿La culpa fue del Uber, del tráfico, de López Obrador? ¡Explícame!

Ella se cubrió la cara. El departamento gritaba con nosotros, los platos en la cocina vibraban, los vecinos seguramente estaban pegando la oreja en la pared.

Fue entonces cuando pasó algo raro. En lugar de seguir gritándome desde lejos, de pronto se me acercó, casi corriendo, con lágrimas en los ojos, con la respiración cortada.

—Perdóname… —susurró, y sin previo aviso, me tomó la cara entre las manos y se inclinó para besarme.

Fue un movimiento automático, desesperado, como quien intenta tapar un hoyo enorme con las manos desnudas.

Y ahí regresamos al principio.

A mi mano frenándola en seco.

A mi voz diciéndole:

—No quiero tu beso. No quiero el sabor de tu amante sobre mí.


Brenda se quebró.

Se dejó caer al lado mío, en el sillón, con la cara vuelta hacia mí, suplicante.

—Diego, por favor —repitió—. No me dejes. Te lo ruego. Fue un error, lo juro. Lo voy a dejar, voy a renunciar al trabajo si hace falta, pero no me castigues así.

La miré, cansado. Más que enojado, estaba cansado.

—¿Tú crees que esto se trata de castigo? —pregunté, sin gritar ya—. Se trata de dignidad, Brenda. De lo poquito que me queda después de todo esto.

Ella me tomó la mano, temblando.

—Yo sé que te fallé —dijo—. Que te traicioné. Pero el que yo haya sido una pendeja no borra todo lo que vivimos. No borra que estuvimos codo a codo cuando nadie más apostaba por nosotros. No borra las noches en la azotea viendo las estrellas, los tacos de cinco por veinte, los domingos sin un peso pero con risas. ¿De verdad vas a tirar todo a la basura?

—Yo no lo tiré —respondí, tragando saliva—. No fui yo el que se fue a la cama con otra persona.

—Lo sé —asintió, llorando—. Y te juro que no sé qué chingados me pasó.

—Sí sabes —insistí—. Hubo un momento en el que pudiste decir “no”. En el que pudiste pensar en mí. En nosotros. Y decidiste no hacerlo. Ahí es donde te perdiste. Y ahí es donde me perdiste a mí.

Se quedó callada, llorando en silencio.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó, finalmente—. Dime qué hago. Lo que sea. Lo hago. Pero no me saques de tu vida.

Me recargué en el respaldo del sillón, mirando el techo descascarado que prometí arreglar tantas veces y nunca pude.

—No sé qué quiero —admití—. No ahora. Solo sé que no puedo fingir que no pasó nada y acostarme contigo hoy, mañana, pasado. No puedo ver tus labios sin imaginarlo a él. No puedo oler tu perfume sin pensar en su almohada. No puedo dormir a gusto sabiendo que estoy compartiendo mi cama con alguien que ya compartió la misma cama con otro… y siguió viniendo aquí como si nada.

Brenda se llevó las manos al pecho, como si le faltara el aire.

—Entonces… —balbuceó—, ¿te vas a ir?

—Sí —dije, finalmente—. Al menos por un tiempo.

Se quedó helada.

—¿Adónde?

—A la casa de mi mamá —respondí—. Tiene un cuarto libre desde que mi hermano se fue al norte. Me quedaré ahí… hasta que se me acomode la cabeza. Si es que algún día se acomoda.

—Diego, no —suplicó, aferrándose a mi brazo—. No me hagas esto.

—No te estoy “haciendo” nada —me zafé, con cuidado—. Te lo hiciste tú sola. Yo solo estoy recogiendo lo poco que me queda de mí.


Esa misma noche, llené una mochila con lo básico: un par de pantalones, playeras, dos sudaderas, mis tenis menos rotos, herramientas pequeñas del taller que nunca dejaba, como si fueran amuleto.

Brenda me veía empacar con los ojos hinchados.

—Llévate más ropa, por favor —dijo, de repente—. No quiero que te vayas pensando que es solo por un rato. Quiero que, si decides volver, sea porque de verdad lo quieres, no porque te faltó calzón limpio.

Me sorprendió que dijera eso. Entre todo el caos, había algo de sinceridad extraña.

—¿Eso quieres? —pregunté.

—Quiero ser honesta —asintió—. Si te vas, que te vayas de verdad. Y si un día vuelves, que no sea por costumbre, sino por decisión.

Terminé de guardar cosas. Tomé las llaves, mi cartera, mi celular, y me detuve en la puerta.

Me volteé a verla.

Brenda estaba de pie en medio del departamento, abrazando su propio cuerpo, con la playera vieja de las Chivas y el cabello todavía húmedo de la regadera. Parecía más pequeña que nunca.

—Perdóname —dijo, por última vez—. No sé cuántas veces tenga que decirlo, pero… perdóname, Diego.

—No lo sé —respondí—. No sé si pueda perdonarte. No sé si esto sea el final o solo una pausa. Lo que sí sé es que, por primera vez en años, voy a pensar en mí. En lo que merezco. En si quiero estar con alguien que me besa con la misma boca con la que besa a otro.

Ella asintió, con lágrimas cayendo sin parar.

—Te amo —susurró.

Me quedé quieto. Esa frase, que antes me hacía sonreír, ahora me sonaba hueca, rota, como una canción bonita cantada fuera de tono.

—Ojalá algún día vuelvas a amar… empezando por ti —le dije, abriendo la puerta.

Y me fui.


Los primeros días en casa de mi mamá, en la colonia Portales, fueron raros. Era como regresar a la adolescencia, pero con el corazón hecho pedazos.

—¿Qué pasó, m’ijo? —preguntó mi mamá, apenas me vio llegar con la mochila—. ¿Se pelearon?

—Algo así —respondí, evitando los detalles.

Ella no insistió. Solo me hizo un café y me dejó una cobija extra. Las mamás mexicanas saben que, a veces, el mejor interrogatorio es el silencio.

Fueron pasando las semanas. Seguía yendo al taller, pero mi cabeza estaba en otra parte. Los carros entraban y salían, yo arreglaba frenos, cambiaba aceite, afinaba motores, pero adentro de mí todo seguía descompuesto.

Brenda me mandaba mensajes de vez en cuando.

“¿Cómo estás?”
“Fui a ver a tu mamá, le llevé gelatina.”
“Renuncié al trabajo. No quiero volver a verlo.”

Yo contestaba lo mínimo necesario. No porque quisiera castigarla, sino porque no sabía qué decir. A veces me sorprendía a mí mismo extrañando su risa, sus quejas, incluso sus dramas. Luego recordaba los mensajes con Santi y el vacío volvía con más fuerza.

Una noche, mi mejor amigo, el Toño, me llevó a una cantina en el Centro.

—Tienes que salir de esa cueva emocional, cabrón —me dijo, sirviéndome un tequila—. No puedes seguir con cara de funeral todo el tiempo.

—Me engañó, wey —solté, por primera vez en voz alta, fuera de mi propia cabeza—. Brenda me engañó.

Toño apretó los labios.

—Siempre pensé que esa morra era medio volátil —admitió—. Pero no quise decir nada para no meter cizaña.

—Pues se te cumplió la volatilidad —me reí, sin humor—. Voló, pero con otro.

—¿Y tú qué quieres hacer? —preguntó, serio.

Me quedé pensando.

Antes de contestar, otra pregunta me golpeó: ¿realmente quería “hacer” algo? ¿Perdonarla? ¿Olvidarla? ¿Volver? ¿Cerrar todo para siempre?

—Quiero dejar de sentirme sucio —respondí, finalmente—. Eso es lo que quiero. Cada vez que pienso en besarla otra vez, siento asco. No por ella… por mí. Por aceptar menos de lo que merezco.

Toño asintió, con los ojos brillando por el tequila y la empatía.

—Entonces no vuelvas —dijo, simple—. No por orgullo. Por paz. A veces la paz vale más que el amor, Diego.

Esa frase se quedó conmigo varios días.


Pasaron tres meses.

En ese tiempo, Brenda no solo renunció al trabajo, también se cambió de número. Me mandó un último mensaje desde el viejo:

“Voy a dejarte en paz. No quiero seguir jalándote hacia este hoyo en el que yo solita me metí. Si algún día quieres hablar, sabes dónde encontrarme. Te amo. Y aunque no me creas, me duele más haberte perdido que haber dejado todo lo demás.”

Luego, silencio.

Yo empecé a levantarme un poco. No del todo, pero al menos ya no me costaba tanto trabajo respirar. Comencé a ayudar más a mi mamá en la casa, a jugar fútbol los domingos con los vecinos, a reírme de cosas tontas otra vez.

Una tarde, mientras arreglaba un Tsuru viejo en el taller, recibí un mensaje de un número desconocido:

“Soy Brenda. No te asustes, no voy a pedirte nada. Solo quería decirte que estoy yendo a terapia. Y que la primera vez que dije en voz alta ‘lo engañé’, sentí que me tragaba la tierra. No para que me perdones. Para que sepas que por lo menos estoy intentando no ser la misma pendeja de siempre.”

No respondí en el momento. No porque no me importara, sino porque no sabía cómo poner en palabras todo lo que sentía.

Esa noche, sin embargo, ya en mi cuarto, decidí contestar.

“Me alegra que estés yendo a terapia. Ojalá lo hubieras hecho antes, pero más vale tarde. Yo también estoy intentando recomponerme.”

Ella puso solo: “Gracias por responder”.

No hubo más.


Seis meses después de la pelea, estaba saliendo del metro Eugenia cuando la vi.

Brenda iba caminando con una bolsa del mercado, sin tacones, sin blazer, con el cabello recogido en una trenza. Se veía… distinta. Más tranquila, más cansada, pero real, sin pose.

Se detuvo al verme. En sus ojos apareció una mezcla de emociones que reconocí al instante: sorpresa, nostalgia, miedo.

—Hola —dijo, finalmente.

—Hola —respondí.

Nos quedamos parados en la banqueta, con la gente rodeándonos como río, dándonos empujones, aventándonos miradas de “muévanse, estorban”.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Mejor —contesté—. ¿Y tú?

—En proceso —sonrió, débil—. Sigo en terapia. Ahora vendo postres desde la casa de mi mamá. No es Polanco, pero… me gusta.

La imagen de ella, corriendo entre oficinas frías, comparada con esta versión parada en la calle, con olor a guisado de fonda, me pareció más honesta que nunca.

—Me alegra —dije, y lo sentía de verdad.

Hubo un silencio, pero ya no era el silencio tenso del departamento. Era uno lleno de cosas que ya habíamos dicho o que ya no hacía falta decir.

—Diego… —empezó Brenda—. No te voy a pedir que volvamos. Aunque me muera de ganas, no voy a hacer eso. Solo quiero decirte algo que no te dije bien ese día.

Me quedé quieto.

—Gracias —continuó—. Por no dejar que un beso falso sellara esa historia. Por ponerle palabras a lo que yo no supe nombrar. “No quiero el sabor de tu amante sobre mí”… —repitió, con una mueca triste—. Me dolió cuando lo dijiste, pero ahora lo entiendo. Tenías todo el derecho de decirlo. Y de irte.

Sentí un nudo en la garganta.

—No sabía que me estabas agradeciendo por mandarte al carajo —intenté bromear.

—Me estabas salvando —corrigió—. A tu manera. A veces uno necesita que lo pongan frente al espejo más cruel para empezar a cambiar.

Nos miramos un segundo más.

Si esto fuera una telenovela, aquí habría venido el beso del reencuentro, la música subiendo, los aplausos. Pero la vida real, sobre todo la mexicana, está más hecha de despedidas honestas que de finales perfectos.

—Tengo que irme —dije, señalando la salida del metro—. Tengo turno en el taller.

—Yo también —sonrió, levantando la bolsa—. Mi mamá me mata si no llego con los jitomates.

—Cuídate, Brenda.

—Tú también, Diego.

Di dos pasos y luego me volteé.

—Oye —le dije—. Solo para que lo sepas: ya no me da asco la idea de que me besen.

Ella levantó las cejas, sorprendida.

—Qué bueno —respondió—. Ojalá la próxima que beses valore eso desde el principio.

Asentí.

—Y ojalá tú también —añadí—. Empieces por valorarte a ti.

Nos sonreímos, cada uno desde su orilla de la banqueta, como dos ex soldados que compartieron una guerra y ahora, por fin, podían irse en paz.

Nos alejamos.

Esta vez no hubo portazos, ni gritos, ni frases clavándose como cuchillos. Solo dos personas caminando en direcciones distintas, llevando en la espalda una historia que dolió, sí, pero que también enseñó algo.

Yo aprendí que un beso no es una disculpa, que el perdón no se pide con la boca sino con cambios reales, con tiempo, con honestidad. Y que el amor propio, por más cliché que suene, empieza cuando eres capaz de decir:

“No quiero el sabor de tu amante sobre mí… ni sobre mi vida”.

Brenda, por lo que alcancé a ver en sus ojos, aprendió que el amor no es un premio para quien se siente merecedor de “algo mejor”, sino un compromiso diario con uno mismo y con el otro.

Hoy, cuando alguien menciona los besos, yo ya no pienso en aquella escena frente al sillón del tianguis. Pienso en la decisión que tomé ese día: la de no usar mis labios para tapar heridas que necesitaban aire, tiempo y, sobre todo, distancia.

Sigo en el taller. Abrí un pequeño servicio a domicilio con moto y herramienta básica. Sueños nuevos, poquito a poquito, en pagos chiquitos, como todo en este país.

A veces, los sábados en la noche, salgo a la azotea de la casa de mi mamá con una chela fría. Veo las luces de la ciudad, escucho de lejos algún karaoke desafinado y me río solo.

Recuerdo a ese Diego que cantaba horrible en la Obrera, a esa Brenda que aplaudía como si estuviera viendo a un artista, y a esos dos chamacos que creyeron que el amor bastaba para todo.

Tal vez no bastó. Pero sí dejó algo: la certeza de que nunca más dejaré que alguien intente borrar su culpa con un beso.

Mis labios, ahora, no son moneda de cambio para remordimientos ajenos.

Son la puerta de entrada a una vida nueva que, quién sabe, tal vez algún día compartiré con alguien más. Con alguien que llegue limpia, no de pasado, sino de mentiras.

Hasta entonces, estoy bien conmigo. Y eso, al final del día, es el único sabor que quiero llevar encima.

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