Creyeron que ningún destructor aliado sería tan loco como para embestirles de frente en mar abierto, discutieron entre ellos si el capitán estaba desequilibrado… hasta que 36 marinos subieron a cubierta enemiga y, sin munición, pelearon cuerpo a cuerpo armados con tazas de café


El HMS Greyhound no tenía nombre de héroe de película.

Era un destructor más de la Royal Navy, de esos que llevaban demasiados años oliendo a sal, combustible y nervios.

Para el teniente Arturo Salas, sin embargo, era su mundo entero.

—Si un día me jubilo, voy a seguir escuchando este motor en la cabeza —le dijo a su amigo y oficial de señales, Peter Collins, mientras el mar del Norte golpeaba el casco con olas bajas y constantes.

Collins sonrió, ocultando la cara en la bufanda.

—Si llegas a jubilarte —respondió—. Con el capitán que tenemos, lo más probable es que acabemos empotrados en algún acantilado o en la panza de un barco enemigo.

Salas soltó una carcajada breve.

Todos sabían que el capitán John Harris tenía fama de “agresivo”.

Lo había demostrado más de una vez: se acercaba demasiado, disparaba primero, preguntaba nunca.

El rumor que corría en los pasillos decía que, en la escuela, más de un instructor había escrito en su expediente: “valiente hasta la imprudencia”.

Harris se asomó al puente en ese momento, como si lo hubieran invocado.

—Señores —anunció—, inteligencia informa que hay un carguero armado alemán —un auxiliary cruiser— rondando esta zona desde hace semanas. Se hace pasar por barco neutral, pero por la noche juega a otra cosa: lanza botes rápidos, siembra minas, da información. Nos toca buscarlo. Y, si lo encontramos, esta vez no se nos escapa.

Las palabras flotaron en el aire frío.

—¿Hay apoyo aéreo? —preguntó Collins, práctico.

—No —respondió Harris, sin rodeos—. Somos nosotros, nuestro radar y lo que llevamos en cubierta.

Miró el mapa extendido sobre la mesa del puente.

El mar estaba lleno de puntitos, rutas, áreas sospechosas.

—El Alto Mando quiere capturar al menos a la tripulación de mando —añadió—. Papeles, códigos, listas. Si lo hundimos a distancia, se va todo al fondo. Si lo obligamos a pararse…

No terminó la frase.

La idea se entendió sola.

Collins levantó la ceja.

—¿Y cómo se obliga a “pararse” a un buque que juega sucio? —preguntó—. ¿A cañonazos de advertencia?

Harris sonrió de lado.

—Hay otros métodos —dijo.

Salas sintió un pequeño escalofrío.

Conocía esa sonrisa.


Lo encontraron al amanecer, envuelto en una niebla leve.

El radar lo había detectado una hora antes, pero ahora lo veían: un carguero grande, con bandera neutral pintada grande y bonita, avanzando a velocidad constante.

Nada sospechoso.

Nada… excepto que, en aquella ruta, a esa hora, no debería haber nadie que no fuera militar.

—Parece un barco civil cualquiera —comentó Collins, mirando por los prismáticos—. Hasta lleva las luces de navegación correctas.

—Hasta los lobos enseñan la pata limpia de vez en cuando —murmuró Harris—. Código de señales, por favor.

Mandaron la señal de rigor: identificación, procedencia, destino.

La respuesta llegó lenta.

Demasiado lenta.

—Se hacen los dormidos —dijo Harris—. Salas, quiero cañones listos. Nada de salvas de saludo. Si ese “carguero” nos apunta algo, respondemos con todo.

El radio crepitó.

Una voz, con acento que intentaba ser neutral y apenas lo lograba, contestó:

—Barco mercante noruego, rumbo a neutralidad. Carga: grano. Sin intención hostil.

Collins frunció el ceño.

—Grano —repitió—. En pleno invierno, en esta ruta.

Harris le arrebató los prismáticos.

—Grano —imitó, con sorna—. Y yo soy bailarín de ballet.

En el horizonte, apenas visible, el brillo metálico de lo que podía ser un cañón camuflado asomó entre las lonas.

—Ahí está —susurró Salas—. Lo sabía.

El capitán ajustó la gorra.

—Muy bien, caballeros —dijo, con calma que no ocultaba la tensión—: esto es lo que vamos a hacer. Nos acercaremos en diagonal, dentro de alcance de nuestros cañones y torpedos. Les daremos una última oportunidad de identificarse de forma adecuada. Si abren fuego… —miró a Salas—, “Granja de Perros, Procedimiento Ram”.

El corazón de Salas se detuvo un segundo.

“Granja de Perros, Procedimiento Ram” era una broma que repetían en cubierta cuando hablaban de maniobras fantasiosas: “número de circo, embestir al enemigo, subir abordaje como piratas”.

Nunca habían escuchado al capitán usarlo en serio.

—¿Está pensando en…? —empezó Collins.

—Estoy pensando —lo cortó Harris— en que ese barco lleva información que vale más que su acero. Y en que si lo hundimos a cañonazos desde aquí, nunca sabremos qué diablos ha hecho estas semanas en nuestra retaguardia. Si lo clavamos nosotros, pegados, tenemos una oportunidad.

Hubo un silencio cargado en el puente.

—Capitán —dijo Salas, la voz más seria que nunca—. Con respeto: embestir un barco armado con un destructor no solo es arriesgado. Es… suicida. Podemos perder nuestra proa, quedar inutilizados, pasar de cazadores a náufragos.

Collins asintió.

—Y, aunque subiéramos a bordo, seríamos… ¿qué? ¿Treinta, cuarenta hombres contra toda su tripulación? Ellos están preparados, armados. Nosotros tenemos marineros de máquinas, cocineros, radiotelegrafistas.

Harris los miró, uno a uno.

—Es el tipo de riesgo que no aparece en los manuales —dijo—. Y también es el tipo de riesgo que, si funciona, acorta la guerra más que un mes de patrullas. No estoy diciendo que lo haremos sin pensar. Solo que no lo descartemos antes de tiempo.

Se produjo una discusión tensa.

Salas insistió:

—El Almirantazgo jamás aprobaría que echáramos a perder un destructor por intentar capturar un barco camuflado —dijo—. Cuando esto llegue a los papeles, serán ellos quienes juzguen. Y usted lo sabe.

Harris apretó la mandíbula.

—Y cuando lleguen esos papeles, espero que digan “el capitán Harris tomó la decisión que creía correcta en el momento” —respondió—. No “el capitán Harris se quedó a distancia segura mientras un espía flotante hacía su trabajo”. Prefiero rendir cuentas por haber hecho demasiado que por no haber hecho nada.

Collins intentó un argumento más racional.

—Si nos acercamos tanto, sus cañones menores nos van a barrer la cubierta —dijo—. No tendremos margen.

—Si nos quedamos a media distancia, nuestra puntería sobre sus zonas sensibles tiene que ser casi perfecta para no hundirlo entero —contraatacó Harris—. Y, por mucho que confíe en nuestros artilleros, el mar no siempre ayuda. Cerca, al menos, tenemos opciones.

Miró a ambos.

—No les voy a mentir —agregó—. Esto puede salir mal de mil maneras. Pero si sale bien, no solo desactivamos a este tipo de “cargueros”, sino que aprendemos algo que podremos usar en adelante. Y la guerra se está acabando. Prefiero que se acabe antes de que esos “granos” sean bombas en nuestras propias costas.

Salas respiró hondo.

—Si vamos a hacerlo —dijo al fin—, más vale que lo hagamos con todo. Nada de medias tintas.

Harris sonrió.

—Por eso me gusta tenerte aquí, teniente —dijo—. Cuando te convences, lo haces de verdad.


El “carguero noruego” siguió avanzando, cada vez más incómodo ante la insistencia del Greyhound.

—Barco de guerra inglés —tradujo Collins la señal de lámpara—, insiste en inspección o abordaje. Esto se pone caliente.

El radio del carguero lanzó una respuesta que nadie en el destructor necesitaba que les tradujeran para entender el tono: órdenes gritadas, maldiciones en alemán.

De repente, el camuflaje se cayó.

Lonas fuera.

Cañones menores a la vista.

Un fogonazo.

Una bala trazadora pasó por encima de la proa del Greyhound.

—Ahí lo tienen, caballeros —dijo Harris—. Acaban de admitir quiénes son.

Se levantó, agarró el micrófono del sistema interno.

—Atención, Greyhound —anunció—. Aquí su capitán. El buque enemigo ha abierto fuego. Nuestro objetivo es neutralizarlo sin hundirlo. Para ello, vamos a acercarnos más de lo habitual. Equipos de abordaje: preparados. Los demás, hagan su trabajo y manténganse vivos. Esto no es un ejercicio.

Salas sintió una mezcla de adrenalina y terror.

—¿De verdad vamos a…? —murmuró Collins.

—Sí —respondió Harris, sin sombras—. Vamos a morder.

El destructor giró, presentando su proa.

Los cañones empezaron a escupir fuego, apuntando no al casco bajo la línea de flotación, sino a las zonas de armamento, a los mástiles, a la superestructura.

En el buque alemán, la sorpresa era evidente.

—¡Están acercándose! —gritó el capitán, mirando por los prismáticos—. ¡No se desvían! ¿Están locos?

Un artillero alemán, joven, soltó una carcajada incrédula.

—¿Un destructor aliado va a embestirnos? —dijo—. Deben de estar desesperados.

La idea les parecía ridícula.

Nadie hacía eso.

No desde hacía décadas.

Ajustaron sus cañones, apuntando al destructor que venía directo.

Dispararon.

El Greyhound tembló.

Una bala alcanzó la cubierta, arrancando un pedazo de barandilla.

Otro impacto cerca del puente hizo temblar los vidrios.

—Nada que no hayamos aguantado en peores mares —masculló Harris—. Salas, listo con el timón. Justo en el último segundo, quiero que gires lo justo para no partirnos la proa como una lata.

—Con gusto —contestó Salas, las manos firmes.

El mar entre los barcos se estrechaba.

El rugido del enemigo, los cañones, el motor del propio destructor, todo se mezclaba.

A bordo del carguero, alguien por fin entendió.

—¡Nos van a abordar! —gritó un marinero—. ¡Prepárense!

Era tarde para maniobrar.

El buque alemán, grande y pesado, apenas alcanzó a intentar un leve giro.

No fue suficiente.

La proa del Greyhound chocó contra el costado del carguero con un estruendo que se sintió en todas las cubiertas.

Metal contra metal.

Harris había calculado bien: no había partido el barco en dos, pero sí se había clavado en su costado como un diente.

La cubierta tembló.

Se oyó el crujido de mamparos.

Algunos marineros cayeron al suelo.

—¡Impacto! —gritó alguien.

Salas, agarrado al timón, sintió el golpe hasta el alma.

—Bueno —dijo, con voz extrañamente calmada—. Ya estamos aquí.


Lo que siguió se parecía menos a la guerra moderna y más a una batalla sacada de libros antiguos.

—Equipo de abordaje, ¡arriba! —ordenó Harris por el altavoz.

Treinta y seis hombres —lo que podía reunir en la cubierta delantera sin dejar al Greyhound indefenso— ya estaban listos: fusiles, pistolas, cuchillos, cascos.

Y, en algunos casos, cosas más… improvisadas.

Entre los últimos en formar estaba el cabo Murphy, contramaestre y amante del café.

Había dejado su taza en la barandilla del Greyhound justo antes del impacto.

Cuando el destructor chocó, la taza se volcó, rodó, y él, en un acto reflejo absurdo, la atrapó en el aire.

Ahora, en el caos, llevaba en una mano el fusil y en la otra la taza de metal, todavía caliente.

—¿No piensas dejar eso? —le gritó un compañero.

—Ni loco —respondió—. Me ha costado media vida que salga bueno.

No sabían aún que esa taza iba a ser, minutos después, más útil de lo que imaginaban.

Se lanzaron por las escalas y redes que los marineros habían preparado a toda prisa, cruzando el breve abismo entre ambas cubiertas.

Algunos alemanes, sorprendidos de ver a enemigos subiendo en lugar de disparar desde lejos, dudaron un instante.

Ese segundo valió oro.

Los primeros ingleses —y Salas, que había decidido acompañar— pusieron botas en cubierta enemiga.

El combate cuerpo a cuerpo, en una era de radares y bombas, se había convertido en excepción.

Pero excepción no significa imposible.

Y cuando la munición empezó a agotarse, cuando los pasillos se llenaron de humo y ruido, cuando los fusiles se quedaron sin balas en medio de un pasillo estrecho… las tazas de café, las llaves inglesas, las culatas se volvieron armas.

Murphy, acorralado junto a la entrada de la sala de radio enemiga, se quedó sin cartuchos en el peor momento.

Un marinero alemán se le echó encima con un grito.

Murphy no pensó.

Le estampó la taza de metal directamente contra el casco.

El sonido fue seco, contundente.

El alemán cayó sentado, aturdido, probablemente más por la sorpresa que por el golpe.

—¡Funciona! —gritó Murphy—. ¡El café lucha por nosotros!

Sus compañeros, entre la adrenalina y el caos, se rieron.

Pronto, el chiste se volvió consigna.

—¡A por ellos, muchachos, con todo lo que tengamos! —gritó Salas, usando el fusil como palo.

En otra sección, un cocinero del Greyhound usaba una bandeja de acero como escudo y la cafetera como mazo improvisado.

Un artillero, sin balas, se defendía a golpes de mug lleno, lanzándolo directo a la cara de quien se le acercaba demasiado.

No había coreografía heroica.

Había empujones, tropiezos, golpes torpes, gritos en inglés y en alemán, maldiciones.

Y poco a poco, resistencia quebrándose.

La tripulación alemana, acostumbrada a ver los enfrentamientos como cosas de cañones y aviones, no esperaba que un grupo de marineros aliados se les echara encima a pie, a esa distancia.

El capitán alemán, intentando reorganizar a los suyos, recibió la visita de Salas y tres hombres más en el puente auxiliar.

Tras un forcejeo tenso, se vio rodeado.

Miró a su alrededor: sus hombres reducidos, la cubierta llena de ingleses y españoles (Salas siempre se presentaba así), el destructor clavado como un cuchillo en su costado.

Entendió.

Le tembló la mandíbula.

—Es suficiente —dijo en un inglés áspero—. Ríndome. Ríndonos.

Levantó las manos.

Los suyos, al verlo, hicieron lo mismo.

Poco a poco, el ruido bajó.

Quedó solo el jadeo.

El olor a sudor, metal caliente y café derramado.

Murphy, respirando como si hubiera corrido una maratón, se dejó caer en una caja y miró su taza.

Estaba abollada, chorreando café.

—Te has ganado una medalla —le susurró.


Horas después, con el fuego apagado, los heridos atendidos y la mayor parte de la tripulación alemana bajo custodia, Salas se sentó en la cubierta del carguero capturado, mirando cómo el mar seguía siendo, en apariencia, el mismo de siempre.

Harris se acercó, con un vendaje en el brazo.

—Buen golpe con esa arma de destrucción masiva —bromeó, señalando la taza que Murphy estaba puliendo con un trapo.

Salas sonrió débilmente.

—No sé si el Almirantazgo aprobaría su uso —respondió—. “Abatir enemigo con utensilio de cocina de calibre café”.

Harris miró alrededor.

Sus ojos tenían ojeras nuevas, pero también una luz de satisfacción rara.

—Hablando de aprobar —dijo—, cuando esto llegue a Londres, habrá gritos. Unos diciendo “bien hecho, capturar al enemigo y sus papeles”. Otros diciendo “¿cómo se atrevieron a poner en riesgo un destructor?”. La discusión será seria. Tensa. Y tendremos que explicarnos.

Salas lo miró.

—¿Lo haría otra vez? —preguntó.

Harris pensó apenas un segundo.

—Si tuviera la misma información que tenía esta mañana, sí —respondió—. Si supiera de antemano la cara que pondría el capitán alemán cuando vio que un destructor lo embestía a propósito… con más ganas.

Rieron.

Luego se quedaron en silencio.


Días más tarde, en una sala de reuniones en Londres, las fotos del carguero capturado, de los papeles encontrados, de las rutas reveladas, circulaban de mano en mano.

El almirante al cargo de la sesión se frotó la barbilla.

—Lo que hizo el capitán Harris fue… poco ortodoxo —dijo—. Pero los resultados hablan. Interrumpimos una operación que nos estaba costando barcos y vidas. Y lo hicimos sin hundir al objetivo.

Un oficial más rígido frunció el ceño.

—Y si la maniobra de embestida hubiera fallado —arguyó—, estaríamos lamentando la pérdida de un destructor entero. No podemos permitir que cada capitán decida convertirse en pirata.

El almirante asintió.

—Por eso no vamos a poner esto en el manual como táctica estándar —dijo—. Pero tampoco vamos a cortarle la cabeza a un hombre que, en el momento, vio una oportunidad y la tomó. Se le dará un tirón de orejas privado por el riesgo… y una medalla pública por el resultado.

Hubo murmullos de acuerdo.

—En cuanto a esos “36 hombres que se liaron a golpes con todo lo que tenían” —añadió—, incluídas tazas de café… —sonrió apenas—, supongo que la próxima lista de equipo deberá incluír “vajilla resistente”.

Risas.

La guerra necesitaba esas pequeñas ironías para no volverse solo un recuento de tragedias.


Años después, en un pequeño bar de puerto, un hombre mayor con una taza de café abollada sobre la mesa le contaba la historia a un grupo de jóvenes.

—¿En serio usaste eso de arma? —preguntó uno, incrédulo.

Murphy, ya retirado, levantó la taza.

—Cuando te quedas sin balas y tienes un alemán muy cerca, cualquier cosa que pese sirve —dijo—. Y si lleva café caliente dentro, mejor.

Otro viejo, a su lado, Arturo Salas, movió la cabeza.

—Lo que no se cuenta tanto —añadió— es la discusión que hubo antes de todo. Gente seria diciendo “no se puede, es loco embestir”. Otros, diciendo “si no lo hacemos, seguimos enterrando compañeros”. A veces, las decisiones que cambian las cosas no son las cómodas.

Los jóvenes escuchaban, fascinados.

—¿Y los alemanes? —preguntó uno—. ¿Qué dijeron cuando vieron venir el destructor directo?

Arturo sonrió.

—Supongo que lo mismo que yo pensé —dijo—: “esto no puede estar pasando”. Y, sin embargo, pasó.

Miró la taza.

Le dio un sorbo al café.

Supo que en algún archivo polvoriento, el informe hablaría de “operación de abordaje con éxito, 36 hombres, combate cuerpo a cuerpo, captura de documentos valiosos”.

No mencionaría el olor a café, las tazas usadas como mazos, las risas nerviosas en medio del miedo.

Pero a él, y a los que estuvieron allí, nunca se les olvidaría que, por una noche, un destructor dejó de comportarse como se esperaba… y que un grupo de marineros descubrió que, cuando te quitan todo, hasta una taza de café puede ayudarte a recuperar un poco de control sobre el destino.