💍 “Nunca es tarde”: a sus 76 años, Leonel Herrera Rivas confiesa por primera vez detalles de su boda con su pareja y revela el largo camino emocional que lo llevó a darse otra oportunidad en el amor
A sus 76 años, cuando muchos pensaban que ya había contado todo lo que tenía que contar —goles, recuerdos, anécdotas de vestuario, viajes, triunfos y derrotas—, Leonel Herrera Rivas decidió guardar para el final la historia más inesperada: la de su propia boda.
No la primera.
La última.
La que nadie vio venir.
Durante décadas, el país lo conoció como “el León del área”, “el capitán”, “el comentarista directo”, “el viejo crack que no tiene pelos en la lengua”.
Se acostumbraron a verlo hablando de otros: de selecciones, de jóvenes promesas, de partidos imposibles.

Pero aquella tarde, en una entrevista que se suponía iba a ser un repaso de su carrera, Leonel se acomodó en la silla, miró al periodista, respiró hondo y soltó una frase que cambió por completo el tono de la conversación:
—A ver, antes de que me pregunten por el gol del ‘88… dejemos algo en claro.
🎉 Me casé. A los 76. Con mi pareja. Y fue la mejor decisión de mi vida.
El periodista sonrió, incrédulo.
El equipo detrás de cámaras dejó de moverse por un segundo.
Y, del otro lado de la pantalla, miles de personas se inclinaron un poco hacia adelante, instintivamente, como si el televisor pudiera acercarlos más a ese momento.
El ídolo, la leyenda… y el hombre que vivía solo
Leonel llevaba años viviendo una rutina que muchos envidiarían y pocos entenderían.
Tenía:
un nombre respetado,
una carrera consolidada,
una pensión generosa,
invitaciones constantes a programas de televisión,
homenajes,
camisetas enmarcadas,
fotos con niños que no lo vieron jugar, pero lo reconocían igual porque sus padres les habían contado.
En partidos importantes, los estadios lo aplaudían al verlo en el palco.
En la calle, lo saludaban con cariño:
—“¡Don Leonel, una foto!”
—“¡Gracias por todo lo que nos dio!”
Pero al llegar a casa, las cosas eran distintas.
El departamento donde vivía hacía años estaba lleno de recuerdos:
fotos amarillentas,
copas,
recortes de diarios,
medallas en cajas,
una cocina silenciosa,
una mesa siempre puesta para uno.
Leonel había tenido una vida amorosa compleja:
un matrimonio que duró muchos años y terminó, hijos ya grandes, nietos que lo visitaban cuando podían, alguna relación posterior que no se sostuvo en el tiempo.
Con los años, se fue convenciendo de algo:
—El amor intenso ya fue para mí —decía entre amigos, medio en broma, medio en serio—.
Ahora me toca cuidar esta guata, estos nietos y estos recuerdos.
Todos reían.
Pero, a veces, cuando se quedaba callado de más, sus amigos notaban algo parecido a la melancolía.
Ella (o mejor dicho, “la pareja”): el secreto a plena vista
Lo curioso es que su pareja no apareció de repente.
No fue un flechazo tardío en una fiesta, ni un encuentro en un viaje, ni un romance de internet.
Estaba ahí desde hacía años.
Se llamaba Magda, aunque todos la conocían en el ambiente como “Magui”.
Tenía 20 años menos que él y una paciencia que más de uno habría querido en la cancha.
Habían empezado como amigos.
Era periodista deportiva y lo entrevistó tantas veces que un día dejaron las cámaras de lado y siguieron conversando fuera de aire.
Luego vinieron:
los cafés después de los partidos,
las llamadas para pedirle opinión sobre jóvenes jugadores,
los mensajes a medianoche con links a goles viejos subidos a internet,
las confidencias sobre el miedo a envejecer en una industria que no siempre respeta las canas.
Durante mucho tiempo, la relación se mantuvo en un territorio difuso:
amigos muy cercanos,
compañeros de trabajo,
confidentes.
Los más atentos veían algo más:
—“Oiga, don Leonel, usted se ilumina cuando llega la periodista esa…” —le dijo un utilero un día, medio en broma.
Leonel cambiaba de tema, ofuscado por fuera, confundido por dentro.
Hasta que un día, después de una transmisión, Magui se cansó de ser el secreto peor guardado y le dijo, sin rodeos:
—Viejo, esto ya no es solo amistad.
O nos hacemos cargo… o nos apartamos.
Pero yo ya no quiero ser “la amiga que siempre está” sin que podamos nombrarlo.
Leonel, que había marcado delanteros gigantes en el área, nunca se había sentido tan desarmado frente a una frase.
Los miedos, las arrugas y la pregunta clave
Lo que nadie sabía —y que recién ahora se animó a contar— fue lo que respondió aquella noche:
—Estoy viejo, Magda.
No quiero arrastrarte a mis achaques.
Tú mereces alguien de tu edad, con menos remedios en la mesa de noche y más futuro que pasado.
Ella rodó los ojos.
—¿Sabes qué es lo único viejo que veo yo en ti?
Esas ideas.
Y esas sí me dan lata.
Leonel la miró, ofendido y divertido a la vez.
—¿Te da miedo que te juzguen? —preguntó ella.
—¿Que digan que estás con una mujer más joven?
¿Que se rían?
¿Que digan que lo haces por ego?
Él guardó silencio.
—¿O lo que te da miedo —insistió— es que, si esto te importa de verdad y después se te rompe, ya no vas a tener a dónde huir?
Fue la primera vez, en mucho tiempo, que alguien lo desarmó sin mencionarle un solo partido.
De la compañía… al “no quiero vivir sin esto”
Después de esa conversación, algo cambió.
No de un día para otro, pero cambió.
Se empezaron a permitir gestos que antes se negaban a sí mismos:
caminar tomados del brazo,
invitarse mutuamente a cosas que no tenían nada que ver con el trabajo,
celebrar cumpleaños juntos,
aparecer, poco a poco, en reuniones familiares del otro.
Los hijos de Leonel, al principio, miraban con cierta suspicacia.
No tanto por la diferencia de edad, sino por el miedo a que alguien quisiera aprovecharse de su padre.
Pero con el tiempo, fueron viendo otra cosa:
una mujer que lo retaba cuando comía mal;
que lo acompañaba a los chequeos médicos;
que se sabía de memoria sus historias… y lo interrumpía cuando repetía una por quinta vez;
que no le reía todas las gracias, pero sí le celebraba las que valían la pena.
Una tarde, su hijo mayor lo pilló mirando el celular con una sonrisa boba.
—Papá, tú sabes que a esa edad también se puede estar enamorado, ¿cierto? —le dijo, sin maldad.
Leonel quiso hacerse el duro, pero se cayó solo:
—No sé si la palabra es “enamorado” a esta edad…
pero sí sé que no quiero vivir sin esto.
Ese “esto” eran:
los mensajes,
las peleas pequeñas,
los silencios cómodos,
las caminatas lentas,
las discusiones sobre política,
las tardes de fútbol en la tele y libros en la mesa.
Lo supo.
Y, cuando lo supo, la idea de un matrimonio, que antes le habría parecido absurda, empezó a mirarlo de reojo.
La salud golpea la puerta… y acelera decisiones
A los 74, Leonel tuvo un susto de salud serio.
Un dolor en el pecho, un mareo, un traslado rápido a la clínica,
la palabra “riesgo” apareciendo demasiado seguido en la boca de los doctores.
No fue “el fin”, pero sí fue un aviso.
Durante esos días, en la cama del hospital, conectado a cables, el exfutbolista duro y recio se vio obligado a hacerse una pregunta que había esquivado durante años:
—Si me voy ahora… ¿qué queda sin decir?
Magui no se movió de su lado.
Dormía en la silla, se despertaba al sonido de cualquier máquina, le leía cosas en voz alta, le ponía partidos viejos en el celular.
Un día, él le tomó la mano y, con la voz más frágil que sus nietos le habían oído jamás, preguntó:
—¿Qué somos, Magda?
Porque yo no quiero que, si me pasa algo, tú seas “la amiga que estaba ese día”.
Ella lo miró con ternura cansada.
—Somos lo que tú te atrevas a decir que somos —contestó—.
A mí ya no me da miedo la palabra.
Me daba miedo que tú nunca la ocuparas.
La propuesta menos glamorosa… y más honesta
Cuando salió de la clínica, con más remedios que antes y un listado de recomendaciones, Leonel tenía algo más claro que nunca:
—No quiero que el último tramo de mi vida lo decida el miedo.
Así que, un par de meses después, en la sobremesa de un asado familiar, hizo algo que nadie esperaba.
Estaban:
sus hijos,
sus nietos,
un par de amigos de toda la vida,
Magui, sirviendo ensalada, peleando con un tenedor rebelde.
Leonel golpeó suavemente la copa con el cuchillo.
—Oye, viejo, ¿vas a hacer un brindis? —preguntó un amigo, riendo.
—Más que un brindis… —dijo él— voy a hacer una pregunta.
Se paró, caminó despacio hasta donde estaba Magui y, delante de todos, sin arrodillarse (porque, como él mismo dijo, “me levanto y no me paro nunca más”), soltó:
—Magda, tengo 76 años.
Tengo cicatrices por todos lados, una rodilla que suena más que la hinchada y memoria selectiva.
Pero también tengo claro que lo mejor que me ha pasado últimamente es que estés aquí.
¿Te casarías conmigo?
No para ser “la mujer del exfutbolista”,
sino para ser mi compañera de los días que vengan, sean los que sean.
Silencio.
Luego, risas nerviosas.
Una nieta murmuró: “¡Dijo casarse!”, como si fuera una palabra mágica.
Magui se quedó mirando primero a él, luego al resto, luego otra vez a él.
—Sí —respondió—.
Pero con una condición:
que no empecemos a vivir como viejos solo porque tú tienes 76.
Todos se rieron.
Trato cerrado.
La boda: poca gente, mucho corazón
No hubo catedral, ni alfombra roja, ni cámaras.
La boda de Leonel y Magui fue exactamente lo contrario de lo que habría sido si la hubiera organizado un canal de televisión:
una ceremonia civil sencilla,
en el patio de la casa de uno de sus hijos,
con sillas de plástico,
un arco de flores hecho a mano,
parlantes pequeños con una playlist improvisada de boleros y clásicos del estadio,
niños corriendo entre las mesas.
Leonel llegó de traje oscuro, corbata un poco chueca, con una sonrisa enorme.
Magui, con un vestido claro, sencillo, sin tules excesivos, tomada del brazo de su hija.
El oficial leyó los papeles con un tono funcional.
Pero cuando llegó el turno de las palabras, Leonel pidió hablar:
—No estoy aquí para prometer 50 años más, porque sería un cara dura —dijo, provocando risas—.
Estoy aquí para prometer que, mientras esté, voy a estar.
Que no te voy a esconder, que no te voy a dejar en el lugar de “la amiga”,
que voy a decir fuerte: “ella es mi esposa”.
Y que, si me toca irme antes, me quiero ir sabiendo que te lo dije delante de todos.
Magui, con la voz temblando, respondió:
—Yo no te prometo una vida perfecta.
Te prometo acompañarte a todos tus chequeos médicos,
recordarte que tomes tus pastillas,
discutir contigo los partidos y decirte cuando estás siendo injusto con los nuevos,
reírnos,
y empujarte a vivir, no solo a recordar.
Firmaron.
Brindaron.
Bailaron despacio.
Un nieto se acercó y le dijo al oído:
—Abuelo, te ves muy feliz.
Así que está bien.
Y, para Leonel, ese fue el verdadero “sí” que necesitaba.
La confesión pública: “No es un milagro, es una decisión”
Volvamos a la entrevista donde empezó todo.
El periodista, todavía impresionado, le preguntó:
—¿Qué le dirías a quienes piensan que a los 76 años ya no tiene sentido casarse?
Leonel se acomodó en la silla, con esa mezcla de desplante y ternura que lo caracteriza.
—Les diría que lo que no tiene sentido —respondió— es darse por muerto antes de tiempo.
No digo que todos tengan que casarse a los 76.
Digo que mientras estés respirando, tienes derecho a preguntarte qué te hace bien.
En mi caso, lo que me hace bien es esta mujer, esta familia mezclada, este caos lindo.
El periodista insistió:
—¿Y qué mensaje le das a los que sienten que, después de un divorcio, ya no “merecen” una segunda oportunidad?
Leonel se quedó un momento en silencio.
—Que dejen de hablar de merecer o no merecer —dijo al fin—.
Esto no es un premio por portarse bien.
Es una decisión mutua:
alguien te elige, tú eliges, y juntos se hacen cargo de lo que eso implique.
Yo me equivoqué mucho.
A veces no fui el marido, ni el padre, ni el amigo que debí ser.
Pero sigo aquí, aprendiendo.
Y hoy estoy más agradecido que nunca de que la vida no me haya cerrado la puerta cuando yo quise cerrarla.
Más allá del emoji y el titular
El titular dirá:
🎉 A sus 76 años: Leonel Herrera Rivas finalmente revela su boda con su pareja 💍❤️
Llamará la atención, generará clics, abrirá conversaciones.
Pero, debajo de ese titular, lo verdaderamente importante es otra cosa:
un hombre que creyó que el amor intenso era cosa del pasado,
una mujer que se negó a ser eternamente “la amiga”,
unos hijos que aprendieron que acompañar también es dejar que el otro sea feliz con alguien nuevo,
una familia que se amplía en lugar de romperse,
y una decisión tardía, sí… pero no por eso menos válida.
Porque, al final, la historia de Leonel no va solo de fútbol, ni de goles, ni de estadísticas.
Va de algo mucho más sencillo y, a la vez, mucho más raro:
de un hombre de 76 años que, mirando a la cámara y al país entero, se atrevió a decir:
“Me volví a casar.
No porque no haya sufrido…
sino porque, incluso después de sufrir, sigo creyendo que el amor vale la pena.”
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