El obrero que oraba en silencio, el jefe que se burlaba y el día en que la fábrica tembló


La primera vez que Rafael Medina puso un pie en la fábrica Metalmecánica del Norte, S.A., traía más nervios que lonche en la mochila.

Era una mole de lámina y acero a las afueras de Monterrey, con chimeneas que escupían humo desde antes de que saliera el sol. A esa hora, los camiones de personal dejaban caer oleadas de obreros con cascos amarillos, termos de café y caras de sueño. El aire olía a aceite quemado, a sudor y a tortillas recién hechas de los puestos de afuera.

Rafael venía de la colonia La Campana, uno de esos barrios donde las casas de ladrillo pelón se apilan en los cerros como si estuvieran a punto de resbalar. Tenía cuarenta y tantos años, manos cuarteadas de tanto trabajo, y unos ojos cafés tranquilos que contrastaban con las cicatrices de la vida.

Lo habían contratado como ayudante general en el área de prensas. No era la gran cosa en el organigrama, pero para él era un milagro: después de meses sin chamba, por fin había algo fijo, con seguro, prestaciones y la posibilidad de llevar a casa algo más que frijoles y pan duro.

Traía también otra cosa, más vieja que sus botas: una fe terca, de esas que no se doblan fácil. En su cartera, junto a una foto gastada de su esposa y sus dos hijos, guardaba una estampa de la Virgen de Guadalupe. Y en el fondo de la mochila llevaba una Biblia chiquita, toda subrayada.

Esa mañana, como lo hacía siempre antes de cualquier trabajo, se detuvo en un rincón del área de lockers, pegado a la pared, y cerró los ojos.

No hizo escándalo. No alzó las manos, no se hincó, no empezó a gritar “aleluya”.
Solo juntó las manos, bajó la cabeza y murmuró quedito:

—Señor, gracias por esta chamba. Tú sabes que la necesito. Cuida mis manos, mi mente… y a la raza que trabaja aquí. Amén.

No alcanzó a decir “amén”. Una voz fuerte, burlona, le cortó la oración a la mitad.

—¿Y ese qué, se quedó dormido parado o qué? —se escuchó.

Rafael abrió los ojos.

Frente a él, con casco blanco, chaleco naranja y un gafete que decía “Ing. Héctor Montalvo – Jefe de Producción”, estaba un hombre de unos cincuenta años, gordo, con bigote grueso y una sonrisa cargada de soberbia.

—No, ingeniero… —balbuceó Rafael—. Nomás estaba… orando tantito.

El ingeniero soltó una carcajada que rebotó en los casilleros.

—¿Orando? —repitió—. ¿Y pa’ qué, oiga? ¿Pa’ que Dios le baje las toneladas de acero del cielo o qué?

Un par de operarios que pasaban por ahí se rieron, más por compromiso que por gusto.

—Yo… yo siempre le doy gracias a Dios antes de empezar —dijo Rafael, con voz queda—. Es costumbre.

El ingeniero lo miró de arriba abajo, como a un bicho raro.

—Mire, Medina —leyó su gafete—. De 6 a 3, el que manda aquí soy yo. Y el que le paga el salario también soy yo. No ese Dios del que tanto habla la gente. Así que menos rituales y más trabajo, ¿va?

Rafael apretó la mandíbula.

—Sí, ingeniero —respondió.

—Ándele, pues —Héctor le dio una palmada fuerte en el casco—. Y deje de hacerle al santito, que aquí lo que ocupamos son manos, no rezanderos.

La humillación fue pública. Dos, tres, cuatro compañeros más habían presenciado la escena. Algunos se hicieron como que no vieron. Otros sonrieron nerviosos.

Rafael sintió como si algo le quemara detrás de los ojos.
No era coraje.
Era vergüenza.

No por orar. Sino por tener que agachar la cabeza frente a un tipo que se burlaba del único lugar donde a él todavía le quedaba refugio.


Los días siguientes, el pequeño rito se repitió.

Rafael llegaba, dejaba su mochila en el locker, se iba a ese rincón, cerraba los ojos… y apenas juntaba las manos, la voz tronante del ingeniero Montalvo caía como martillazo.

—¡Eh, Medina! ¡¿Qué le dije?! ¡Aquí no es iglesia!

—Ya le dije, ingeniero, nomás son unos segundos…

—¿Quién te paga el salario? —interrumpía Héctor, levantando la voz, buscando que todos lo escucharan—. ¡¿Quién te paga el salario, tú Diosito o yo?!

Los ojos clavados en Rafael. Risitas ahogadas. Un silencio incómodo flotando.

—Usted, ingeniero —tenía que contestar Rafael, con la garganta hecha nudo.

—Entonces, si quieres quedar bien con alguien, queda bien conmigo primero —remataba el jefe—. Y ya luego, si te sobra tiempo, lo repartes con tu santo.

La burla se convirtió en rutina. Como el silbato de entrada, como el ruido de las prensas, como el vapor de los hornos. Cada mañana, Montalvo encontraba la manera de hacer un comentario sarcástico.

—No vayas a orar mucho, Medina, no sea que se te cansen las rodillas antes de levantar bultos…

—A ver si tu Dios te enseña a doblar bien la lámina, porque lo que yo veo está bien chueco…

—Nomás aguas, muchachos —decía a los demás—, no se vayan a contaminar de tanta fe, porque luego quieren vacaciones con todo pagado al cielo…

La mayoría se reía, más por miedo que por diversión. Héctor no solo era jefe de producción. Era el consentido del dueño, el que cerraba los negocios grandes, el que se llevaba las comisiones jugosas. Tenía carro nuevo cada año, reloj caro, camisa planchada. Y estaba acostumbrado a que nadie le llevara la contraria.

Aun así, Rafael seguía orando.
Si no podía hacerlo ahí, lo hacía de camino al baño, o frente a la máquina, mientras calibraba una pieza. No necesitaba postura especial. Solo cerrar los ojos un segundo y hablar bajito.

—Tú sabes, Señor —decía por dentro—. Tú sabes que este hombre se burla. Ten misericordia de él. Y cuídame a mí de que el coraje no me gane.


Con el tiempo, algunos compañeros empezaron a acercarse a Rafael con confianza.

Chuy, un morro del turno de la tarde, tatuado, con arete en la ceja, le habló una vez en la hora de comida.

—Oiga, don Rafa, ¿y neta usted sí cree que Dios lo escucha? —preguntó, mordiéndole a un lonche de huevo con frijoles.

Rafael se limpió la boca con una servilleta.

—¿Y tú neta crees que no? —respondió, sin agresión.

Chuy se encogió de hombros.

—Pos no sé —dijo—. Yo antes iba a misa con mi jefa. Luego crecí, vi cómo está el mundo, y… no sé. Se me hace que si hay Dios, se pasó de lanza.

Rafael se quedó pensando.

—Mira, m’ijo —dijo al fin—. Yo no tengo las respuestas de todo. Ni soy padre, ni pastor, ni nada. Nomás soy un obrero que ha pasado cosas feas… y que ha visto cosas que no se explican más que por pura gracia. ¿Que hay injusticia? Claro. ¿Que hay maldad? Pues no estás ciego. Pero también hay cosas buenas. Y a mí… a mí eso me basta pa’ seguir creyendo.

Chuy lo miró un segundo.

—¿Y no le da coraje que el ingeniero se burle tanto? —insistió—. Yo ya le hubiera contestado algo, la neta.

Rafael sonrió, pero sus ojos se pusieron serios.

—Coraje sí da —admitió—. Ganas de soltarle un derechazo también. Pero ¿de qué sirve? Él trae todo el poder aquí. Yo nomás traigo esto —sacó la Biblia chiquita de la mochila— y estas manos. Mi pleito no es con él. Es con lo que hay detrás de su soberbia. Y ahí, créeme, no se gana a gritos.

Chuy negó con la cabeza, riendo.

—No, don Rafa, usted sí está bien loco —dijo—. Pero… se siente chido platicar con usted.

A partir de ese día, Chuy empezó a sentarse cerca de Rafael en los descansos. Otros más se fueron sumando: Don Lauro, un viejo que llevaba veinte años en la fábrica; Mariana, la única mujer del área de prensas; El Gordo Uri, del área de montacargas.

No formaron un grupo religioso ni nada. Nomás eran compas que, de vez en cuando, le pedían a Rafael:

—Oiga, don, échele una oracioncita por mi morro, que está enfermo…

—Rafa, ¿puede pedir por mí? Me van a hacer unos estudios…

—Medina, ¿puede pedir pa’ que ahora sí caiga el aumento? Porque si no, mejor que nos mande a todos con usted a ver al Señor de una vez…

Rafael sonreía y decía:

—Claro. Pa’ eso estamos.

Todo esto, claro, no se le escapaba a Héctor Montalvo.

Una tarde, viendo desde la oficina elevada el amplio salón de máquinas, lo señaló con el dedo mientras hablaba con su asistente.

—Mira nomás al Medina —bufó—. Ya parece pastor de rancho. Le faltan nada más las maracas. Como empiece a hacer cultos aquí, los corro a todos.

El asistente, un joven de traje barato, se limitó a asentir.

—Mientras cumpla con la producción, ingeniero… —intentó justificarse.

—Ese es el punto —dijo Héctor, recargándose en el vidrio—. Yo no pago para que recen. Pago para que saquen toneladas. Y al que se le olvide quién manda aquí, lo pongo en la calle, para que le pregunte a su Dios si le paga la renta.

Dicho eso, tomó su taza de café importado y se dio la vuelta, seguro de que el mundo era una ecuación simple donde el dinero y el poder siempre eran iguales.


El destino, sin embargo, es tan aferrado como la fe de un obrero.

La fábrica llevaba meses trabajando al límite. La empresa había conseguido un contrato grande con una automotriz extranjera, y eso significaba una cosa: más producción, menos tiempo, más presión.

—Quiero las prensas corriendo a tope —ordenaba Héctor en las juntas—. Nada de paros. Nada de “mantenimiento preventivo”. Si algo se truena, lo arreglan sobre la marcha. Pero no me bajan la línea. ¿Está claro?

Los ingenieros de seguridad lo miraban con preocupación.

—Es que, ingeniero, las máquinas ya están viejas —decía uno—. Si no paramos algunos días para revisar bien las válvulas, las bandas, los frenos…

—¿Eres ingeniero o niñera? —interrumpía Montalvo—. Estoy hasta la madre de que quieran jugar a la seguridad suiza con salarios mexicanos. Esto es una fábrica, no un laboratorio.

Los supervisores se veía obligados a apretar tornillos sobre tornillos. Las jornadas se alargaban. Las horas extra se volvían norma. El cansancio empezaba a colgarse de los hombros de todos, como piezas mal colocadas.

Rafael sentía el peso también. Pero cada mañana, más que nunca, se aferraba a su oración.

—Señor —decía, antes de empezar—, tú bien sabes cómo están las cosas aquí adentro. Las máquinas rechinan, la gente anda reventada. Pon tu mano en este lugar. Cuida a la raza, aunque ni crean en ti. Y abre los ojos del que manda, porque si no, esto va a terminar mal.

Ese viernes, el cielo amaneció nublado.

La humedad hacía que el aire en la nave se pegara a la piel, que el sudor se mezclara con el polvo metálico. El ruido era ensordecedor: prensas, grúas, montacargas, ventiladores. Todo vibraba.

Rafael estaba revisando una pieza de acero cuando sintió el temblor leve bajo sus botas de seguridad. Al principio pensó que era un montacargas pasando cerca. Pero luego vio las lámparas del techo sacudirse.

—¿También siente eso? —preguntó, volteando a Mariana.

—Simón —dijo ella, dejando la pieza—. ¿Será temblor?

No acabó de decirlo cuando se escuchó un grito desde el fondo:

—¡SE ESTÁ DESCARGANDO LA PRENSA TRES!

El sonido fue como un rugido. Una de las prensas hidráulicas más grandes, una bestia de metal verde, empezó a bajar y subir la placa sin control, golpeando con una violencia irregular.

—¡CORTEN ENERGÍA! —gritó un ingeniero.

Pero antes de que alguien pudiera llegar al interruptor principal, un estruendo seco recorrió la nave: una válvula reventó, lanzando aceite a presión como si fuera sangre de la máquina. El piso se volvió resbaloso. Un trabajador cayó. Otro resbaló y fue a dar contra una banda transportadora.

El caos duró segundos.
Pero parecieron horas.

—¡A LA SALIDA, TODOS! —gritaban por el altavoz—. ¡EVACUACIÓN, EVACUACIÓN!

Las alarmas comenzaron a sonar. Luces rojas parpadeaban en las paredes. La gente corrió hacia las puertas, algunos empujando, otros ayudando a los que tropezaban.

Rafael escuchó, encima del ruido, un grito que le heló la sangre.

—¡EL INGENIERO SE QUEDÓ ARRIBA!

Volteó hacia la oficina elevada, esa que estaba como una pecera en medio de la nave. El vidrio se veía empañado, lleno de humo. La puerta de metal que daba a la escalera estaba abollada.

—¡La escalera se dobló! —gritó alguien—. ¡No puede bajar!

Una parte de Rafael quiso seguir al flujo, salir como todos. Otra parte, la que siempre había respondido sin pensar cuando un vecino necesitaba ayuda, lo detuvo.

Miró hacia arriba. Vio la silueta de Héctor golpeando el vidrio, tratando de abrirlo.
Por un instante, recordó todas las burlas, todas las humillaciones, todos los “yo te pago, tu Dios no”.

Podría dejarlo ahí, pensó.
Podría decir: “Que vea quién le paga el aire ahora”.

En lugar de eso, apretó la estampa en su cartera, respiró hondo y murmuró:

—No me abandones tú a mí, Señor.

Y corrió hacia el humo.


La escalera principal estaba torcida, pero no destruida. Los peldaños de metal crujían bajo el peso de Rafael al subir, mientras el calor subía desde la zona de las prensas, donde un pequeño incendio empezaba a lamer cables y papel.

—¡Eh, Medina! ¿Estás loco? —le gritó don Lauro desde abajo—. ¡Bájate!

Rafael siguió subiendo. El humo le raspaba la garganta. Se cubrió la boca con la camisa.

Al llegar al descanso, se encontró con la puerta de la oficina. Era de acero, pesada, y el marco se había pandearo con el temblor de la estructura, atorándola.

—¡INGENIERO! —gritó, golpeando—. ¿ESTÁ ADENTRO?

—¡AQUÍ ESTOY! —se oyó la voz, ahogada—. ¡NO SE ABRE, CARAJO!

Rafael buscó la manija, tiró, empujó, nada.

—¡Quítense! —gritó una voz detrás de él.

Era Chuy, con un extintor en las manos. Entre los dos empezaron a golpear la puerta con el tanque rojo, una y otra vez, rebotando, dejando abolladuras.

—Una más, una más —dijo Rafael, con los brazos doliéndole.

En el tercer golpe fuerte, el marco cedió un poco. Lo suficiente para que una rendija de aire saliera despedida, junto con más humo.

—¡Ya casi! —jadeó Chuy.

Del otro lado, Héctor seguía empujando.

Con un último embate, la puerta se abrió medio metro.

El ingeniero Montalvo apareció entre la neblina, sudoroso, los lentes chuecos, la cara roja.

—¡Vámonos! —gritó Rafael—. ¡Se está poniendo fea la cosa!

Héctor dudó un segundo, tambaleándose.

—Mi portafolio… —balbuceó—. Mis documentos…

Rafael lo agarró por el chaleco.

—¡Sus documentos no se van a morir, usted sí! —le gritó—. ¡Muévase!

Lo jaló hacia afuera. Héctor tropezó, casi cae, pero Chuy lo sostuvo del otro lado.

Los tres bajaron como pudieron por la escalera retorcida, mientras debajo de ellos sonaban golpes, chasquidos eléctricos y el ulular de las sirenas internas.

Al llegar a la planta baja, se encontraron con una patrulla de Protección Civil que ya había entrado.

—¡Por acá, por acá! —les indicaron los brigadistas—. ¡Salgan al punto de reunión!

Cuando por fin cruzaron la puerta hacia el patio, una bocanada de aire fresco les pegó en la cara. En el estacionamiento, decenas de trabajadores estaban reunidos, algunos sentados en el suelo, otros tosiendo, otros llorando.

Rafael soltó a Héctor, que casi se desmorona. Se recargó en un coche, pasando la mano por el rostro.

Por primera vez desde que lo conocía, Rafael vio miedo real en sus ojos.
No coraje.
No soberbia.
Miedo.


El incendio fue controlado antes de que se volviera tragedia total. Hubo heridos, sí: tres con quemaduras leves, varios golpeados por las caídas, uno con un brazo fracturado. Pero nadie murió.

Los peritos pasaron horas revisando la prensa, las válvulas, los reportes.

Al final, su conclusión fue simple, brutal y nada sorprendente:

Falta de mantenimiento —leyó el dueño de la planta, don Alberto Herrera, esa misma tarde en una reunión de emergencia—. Se ignoraron las recomendaciones del departamento de seguridad industrial.

Todos en la mesa miraron a Héctor Montalvo.

Este intentó defenderse.

—Era imposible parar la producción, don Alberto —dijo—. Usted mismo pidió que cumpliéramos el contrato sin retrasos. Si hubiéramos detenido las líneas…

—Yo pedí resultados —lo interrumpió el dueño, con el ceño fruncido—. Pero jamás ordené que pusieran en riesgo la vida de mi gente. Para eso tiene usted criterio. O se supone que lo tiene.

El silencio fue más pesado que cualquier máquina.

—Lo voy a decir sin vueltas, Héctor —continuó don Alberto—. Nos salió caro su “criterio”. Afortunadamente no hubo muertos, pero pudo haberlos. Y no voy a arriesgarme a que la próxima vez sí tengamos féretro en la nave. Está despedido.

El ingeniero abrió la boca, incrédulo.

—¿Cómo que despedido? —balbuceó—. Yo… yo soy el que ha levantado los números estos años. El que le ha conseguido contratos. El que…

—El que casi me convierte la fábrica en una fosa común —remató el dueño—. Váyase. Hoy mismo. Finanzas le depositará su liquidación. Y rece, si es que todavía sabe cómo, para que nadie resulte más dañado por sus decisiones.

La ironía se quedó flotando en el aire.

Héctor quiso decir algo más, pero se tragó las palabras. Se levantó, tomó su portafolio, el mismo por el que casi había arriesgado la vida, y salió de la sala sin volver la vista atrás.


En el patio trasero de la fábrica, mientras los fumadores compartían cigarros y sustos, Rafael estaba sentado en una banquita, con los codos en las rodillas. Miraba sus manos, todavía temblorosas por la adrenalina de la mañana.

Se acercó don Alberto, el dueño, acompañado del jefe de recursos humanos.

—¿Usted es Rafael Medina? —preguntó.

Rafa se levantó de golpe.

—Sí, señor —dijo—. A sus órdenes.

El empresario lo miró con detenimiento.

—Me dijeron que subió por Montalvo —dijo—. Que se metió donde todos estaban saliendo.

Rafael se encogió de hombros.

—Pues… no podía dejarlo allí, patrón —respondió—. Es mi jefe. Bueno, era.

Don Alberto asintió.

—Podría no haber ido —replicó—. Nadie lo habría juzgado.

Rafael sostuvo la mirada.

—Me habría juzgado Dios —dijo—. Y con ése sí no quiero broncas.

El dueño soltó una pequeña risa, más por sorpresa que por burla.

—¿Usted es el que reza todos los días, no? —preguntó.

Rafael sintió un calor subirle al cuello.

—Pues… a veces, señor. Nomás doy gracias y pido protección.

—Haga lo que haga, hoy le voy a dar yo las gracias a usted —dijo don Alberto—. Si Montalvo se muere aquí, no solo sería una tragedia humana. Sería un infierno legal, económico y moral. Usted nos evitó todo eso. Aun cuando él se portó como se portó.

Rafa bajó la mirada.

—Yo nomás hice lo que sentí que debía hacer —murmuró.

El jefe de recursos humanos tomó la palabra.

—Medina —dijo—, tenemos una propuesta para usted. Este incidente nos dejó un hueco importante. Se va a reestructurar la línea. Y necesitamos gente que tenga criterio, calma… y respeto por la vida. Su supervisor, el señor Aguirre, nos recomendó su nombre para coordinar un nuevo equipo de seguridad en el área de prensas.

Rafael parpadeó.

—¿Yo? —se señaló el pecho—. ¿De coordinador? No, no, si yo nomás estudié hasta la secundaria, señor. Apenas y sé de papeles. Yo soy de piso, pues.

Don Alberto sonrió.

—De papeles nos encargamos nosotros —dijo—. De que la gente tenga el corazón y la cabeza en su lugar, no siempre. Y usted demostró tenerlas.

Rafael sintió una mezcla extraña de orgullo y miedo.

—¿Voy a ganar más? —preguntó, con la honestidad simple de quien no sabe disfrazar sus preocupaciones.

—Un poco más —respondió el de recursos humanos—. Y tendrá capacitación. Y, claro, más responsabilidad.

Rafael miró un momento el cielo gris, como buscando respuesta.

—Si Dios me pone en ese lugar, pues… le entro —dijo al final—. Pero le advierto algo, patrón.

—¿Qué? —preguntó el dueño.

—Si voy a coordinar seguridad, tengo que poder decir “se para la máquina” cuando se tenga que parar —respondió—. Aunque el cliente esté encima. Aunque el calendario apriete. Si no, esto que pasó va a volver a pasar. Y la próxima vez… igual no les da tiempo ni al héroe ni al villano.

Don Alberto lo miró serio.

—De acuerdo —dijo—. He aprendido la lección. No quiero que mi fábrica sea el ejemplo de lo que pasa cuando el dinero manda más que el sentido común.

Le extendió la mano. Rafael la estrechó.

En su mente, hizo una oración silenciosa:

—Tú sabes, Señor. Yo no pedí esto. Pero si tú lo pusiste, dame sabiduría pa’ no mandar al hoyo a nadie.


La noticia del despido de Montalvo corrió como pólvora por los pasillos.

En el comedor, en los baños, en la fila de las tortillas del puesto de Doña Meche, todos comentaban:

—¿Supiste que corrieron al Ing. Héctor?

—Dicen que fue por necio, por exigir más de la máquina que lo que aguantaba…

—Y que el Medina, el que siempre ora, fue el que se metió a sacarlo…

—Nomás pa’ que vea, mi’jo —decía doña Meche, sirviendo guisos—: a veces el que se siente Dios termina pidiéndole a gritos a uno de sus “monitos” que le salve la vida.

No faltó quien se sintiera incómodo.

—Ya va a empezar el don Rafa con que “Dios esto, Dios lo otro” —murmuró uno—. Ni que él hubiera apagado el incendio con oraciones.

Chuy, que estaba cerca, lo miró de reojo.

—No seas payaso, güey —le dijo—. Una cosa es la fe y otra lo que hizo. Cualquiera se hubiera ido corriendo, y él subió. ¿Tú lo hubieras hecho?

El otro se quedó callado.


Días después, cuando las prensas volvieron a funcionar, ahora con mantenimiento al día y protocolos reforzados, Rafael siguió haciendo su oración en la mañana.

Solo que algo había cambiado.

Ya no se escondía tanto.
Ya no se pegaba al rincón con miedo de ser visto.

Se paraba junto a su locker, respiraba hondo, juntaba las manos y susurraba:

—Señor, gracias por este nuevo día. Guarda a todos los que entran a esta fábrica: los que creen en ti y los que no. Cuida a los que están arriba y a los que estamos abajo. Y si un día se me sube el puesto a la cabeza, bájamela de un zape, pero no me dejes hacerle daño a nadie. Amén.

Un par de compañeros pasaban a su lado, en silencio.
Ya no había risas burlonas.

Al contrario, algunos esperaban a que terminara para acercarse.

—Oiga, don, ¿me incluye en la oración, aunque yo no crea mucho? —le decía Mariana.

—Pues claro, hija —sonreía él—. Dios no pide credencial del INE pa’ escuchar.

—Don Rafa —decía el Gordo Uri—, hoy voy a manejar la grúa cerca de la zona del incendio. Échele una rezadita extra, ¿no?

—Hecho.

Chuy, el tatuado, a veces se paraba junto a él. No decía nada. Solo se quedaba con los ojos cerrados un segundo, como oyendo algo que no entendía, pero que de algún modo le daba paz.


Un par de meses más tarde, Rafael iba saliendo de su turno cuando vio, en la caseta de vigilancia, una figura conocida.

Era Héctor Montalvo.

Pero ya no traía casco blanco ni chaleco de jefe.
Traía una camisa sencilla, sin planchar, un pantalón gastado. El rostro se veía más flaco, el bigote descuidado. Tenía los ojos ojerosos.

Rafael dudó. Podía hacerse el distraído, caminar hacia el camión y fingir que no lo veía.

En lugar de eso, se acercó.

—Buenas tardes, ingeniero —dijo, con respeto.

Héctor levantó la vista.

—Medina —respondió, sin tanta soberbia como antes—. Oí que ahora usted es el mero mero de seguridad en prensas.

Rafael se rascó la nuca.

—Mero mero no, pero ahí le damos —contestó—. ¿En qué le podemos ayudar?

Héctor guardó silencio unos segundos.

—Vine a hablar con el licenciado de recursos humanos —dijo—. Quería… saber si había posibilidad de… no sé, de regresar, aunque sea en otro puesto.

—¿Y…? —preguntó Rafael, suavemente.

Héctor soltó una risa amarga.

—Me dijeron que no —respondió—. Que la empresa no puede arriesgar otra vez su nombre asociándolo con mis decisiones. Que me dieron más que suficiente con la liquidación. Y que, si quiero chambear, le busque en otro lado.

Rafael asintió. No era sorpresa.

—La estoy pasando mal, Medina —continuó Héctor, mirando al piso—. Allá afuera no valgo lo que creía. Las otras fábricas ya se enteraron de lo que pasó aquí. Nadie quiere contratar a un “ingeniero responsable de un casi accidente fatal”. Mis ahorros se están acabando. Mi mujer… ya está pensando en irse con sus papás. Mis hijos me miran como si fuera un desconocido.

Se quedó callado, apretando el portafolio, el mismo de siempre, como si en él quedara algún pedazo de la vida que perdió.

—A veces pienso —dijo, sin levantar la mirada— que… que Dios me está castigando.

La frase sorprendió a Rafael.

—¿Usted cree en Dios, ingeniero? —preguntó, sin sarcasmo.

Héctor soltó aire.

—No sé —admitió—. Antes decía que no, que eso era para gente sin estudios. Pero ese día, arriba, cuando la oficina se llenó de humo y vi que no podía salir… le grité a alguien que no veía. “Ayúdame”, le dije. No sé si era Dios, la Virgen, mi abuela muerta… qué sé yo. Solo sé que unos segundos después, usted abrió la puerta.

Rafael lo miró con calma.

—Yo hice fuerza. El que aflojó el marco no fui yo —respondió, medio en broma, medio en serio.

Héctor sonrió, apenas.

—He sido un idiota, Medina —dijo—. Me burlé de usted. Me burlé de su fe. Le dije que yo le pagaba el salario, que su Dios no pintaba nada aquí. Y al final, el que me salvó la vida fue usted, el “rezandero”. Vine a buscar trabajo… pero también vine a decirle algo.

Rafael esperó.

—Gracias —dijo Héctor, tragándose el orgullo—. Gracias por no dejarme morir, aunque lo merecía. Y… perdón. Por las burlas. Por haberlo humillado. No sé si Dios me perdone, pero al menos… me gustaría que usted sí lo hiciera.

Rafael se quedó callado un momento.
Miró al hombre que antes se había creído dueño de todo, ahora derrotado, con la espalda cargando algo más pesado que cualquier tonelada de acero.

Pensó en Camila, en cómo ella siempre le decía:

“Pa, uno no puede andar con odio en el corazón, porque se hace agrio por dentro”.

Respiró hondo.

—Ingeniero —dijo—, yo ya lo perdoné desde aquel día. No porque usted lo haya pedido, sino porque yo necesitaba soltar eso pa’ no amargarme. Si no, el que se condena primero es uno.

Héctor levantó la vista, sorprendido.

—No sé cómo hacer esto, Medina —admitió—. Nunca he sido de… ya sabe.

—De rezar —sonrió Rafa—. Se nota.

—Pero… ¿usted cree que… que podría orar por mí? —preguntó Héctor, como si la palabra le costara trabajo.

Rafael sintió un nudo en la garganta.

—Claro que sí —dijo—. Pero hay una cosa.

—¿Qué?

—Yo oro… pero también usted tiene que hacer su parte —respondió—. Si Dios le abre una puerta, no la cierre de golpe por miedo o por orgullo. Y si lo deja en un lugar más bajo que antes, no es castigo, a veces es escuela.

Héctor asintió, tragando saliva.

—Haré lo que pueda —dijo.

Rafael cerró los ojos un momento, ahí mismo, en la caseta, con carros entrando y saliendo.

—Señor —murmuró—, tú conoces a este hombre mejor que yo. Sabes lo que hizo aquí y lo que hizo afuera. Sabes también lo que sintió ese día en que creyó que se moría. Yo te pido que le des otra oportunidad. Que no se quede en el puro remordimiento, sino que aprenda. Y que dondequiera que vaya, ya no humille a nadie por creer o por no creer. Amén.

Héctor, con los ojos húmedos, susurró casi sin voz:

—Amén.


Los meses siguieron su curso.

Rafael se consolidó como coordinador de seguridad. No se volvió rico ni famoso. Seguía viviendo en la misma colonia, tomando el mismo camión, comiendo en el mismo puesto de siempre. Pero en la fábrica, su palabra se empezó a tomar en serio.

Hubo días en los que, contra la presión de un cliente, decidió parar una máquina porque vio una grieta rara.

—Es media hora de retraso —le reclamaban—. Nos van a regañar.

—Media hora es menos que dos funerales —respondía—. Y yo no voy a firmar mi nombre en un reporte de ese tipo.

La gente aprendió, a golpes suaves, que la productividad sin respeto por la vida era una cuenta que tarde o temprano se cobraba con intereses.

Héctor, por su parte, consiguió trabajo en una empresa más pequeña, de menor perfil. Un día, tiempo después, mandó un mensaje a Rafael desde un número desconocido:

“Estoy trabajando en una fábrica chica. Aquí sí paramos las máquinas cuando el mecánico lo pide. A veces me acuerdo de usted. Gracias.”

Rafael sonrió al leerlo.

Respondió:

“No me dé las gracias a mí. Déselas al que todavía lo tiene aquí para hacer las cosas mejor.”

En la foto de perfil, se veía a Héctor con una camisa sencilla, sin corbata, sin pose de jefe. Tenía otra mirada.


Una tarde, saliendo del turno, Rafael pasó por una iglesia pequeña de barrio. No entró. Se quedó en la puerta, mirando un rato la imagen de la Virgen en el altar.

—Mira, niña —susurró, pensando en Camila—. Ya ves que tu papá no es tan cobarde como pensabas. No le solté un golpe al ingeniero, pero le solté una oración. Y a veces eso pega más fuerte.

Se rió solo, limpiándose una lágrima que no sabía si era de tristeza, de nostalgia o de agradecimiento.

El sol empezaba a esconderse detrás de los cerros de Monterrey. La fábrica, a lo lejos, dejaba escapar humo blanco.

Rafael guardó su pequeña Biblia en la mochila, se ajustó el casco que traía en la mano y murmuró, tranquilo:

—Que quede claro, Señor. El sueldo me lo deposita la fábrica… pero la vida, la fuerza y la paz vienen de ti. Y eso no hay ingeniero en el mundo que me lo pueda quitar.

Luego caminó hacia la parada del camión, mezclándose con la gente, con sus historias, sus miedos y sus pequeñas esperanzas.

En silencio.
Como siempre.
Con fe.

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