En la mansión de un millonario, la nueva empleada de limpieza parecía inofensiva… hasta que él la sorprendió acercándose demasiado a sus hijas y gritó: “¡No las toquen!”. Entonces, ella se volvió lentamente y dijo algo tan perturbador que congeló la sangre de todos los presentes.
La familia Salcedo vivía en una mansión a las afueras de la ciudad. Propiedad de Armando Salcedo, un empresario millonario conocido tanto por su fortuna como por su obsesiva protección hacia sus dos hijas, Sofía de 10 años y Valeria de 8. Desde que su esposa murió en un accidente, Armando no permitía que nadie, absolutamente nadie, se acercara demasiado a ellas sin su autorización.
Cuando una recomendación personal le llegó sobre una nueva empleada de limpieza, aceptó con reservas. Se llamaba Marta, una mujer de unos 40 años, de aspecto sencillo y modales correctos. La agencia aseguraba que tenía experiencia impecable y referencias excelentes. Armando, desconfiado por naturaleza, instaló cámaras en cada rincón de la casa, excepto en las habitaciones privadas.
Durante los primeros días, Marta fue eficiente y discreta. Sin embargo, una tarde de domingo, mientras Armando revisaba unos documentos en su estudio, escuchó risas suaves provenientes del salón principal. Al asomarse, vio a Marta agachada frente a sus hijas, susurrándoles algo que no alcanzó a oír.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Caminó rápido hacia ellas y gritó con voz dura:
—¡No toquen a mis hijas!
El silencio cayó como un peso de plomo. Las niñas, asustadas, se apartaron. Pero lo que realmente heló la sangre de Armando fue la reacción de Marta. Ella se giró lentamente, lo miró con una calma inquietante y dijo:
—No se preocupe, señor Salcedo… ya son mías.
Armando sintió un golpe de adrenalina. No sabía si lo que había oído era una broma de pésimo gusto o una amenaza real. Intentó interrogarla, pero Marta sonrió, se puso de pie y salió de la habitación como si nada.
Esa noche, Armando revisó las grabaciones de las cámaras. Lo que encontró lo dejó sin dormir. Marta aparecía en varias ocasiones mirando fijamente a las niñas desde la distancia, sin hacer nada más… pero susurrando algo cada vez que se acercaba. Cuando amplió el audio, pudo escuchar frases inquietantes:
—Muy pronto…
—No tengas miedo…
—Pronto estarás conmigo para siempre.
Al día siguiente, Armando decidió despedirla. Sin embargo, cuando llegó la hora, Marta no estaba en la mansión. Había desaparecido sin recoger sus pertenencias, dejando atrás solo un delantal colgado en la cocina… y una nota doblada dentro del bolsillo.
La nota decía:
“Usted cree que puede protegerlas, pero ellas ya me han dejado entrar. Los muros y las cámaras no detendrán lo que ya comenzó.”
Armando, presa del pánico, contactó a la policía. Una investigación rápida reveló que Marta no tenía historial laboral con ninguna agencia de limpieza real. Las referencias eran falsas. Su identidad era incierta; la foto en su documento correspondía a otra persona desaparecida hacía años.
La investigación se volvió más inquietante cuando, en los registros de desapariciones, aparecieron otros casos similares: familias con niñas pequeñas que habían contratado a “Marta” o mujeres con su misma descripción física… y que después de un contacto breve, reportaron comportamientos extraños o incidentes inexplicables.
Por seguridad, Armando retiró a sus hijas de la escuela y contrató un equipo de seguridad privada. Sin embargo, las niñas comenzaron a comportarse de manera inusual: se despertaban a medianoche diciendo que “Marta las estaba llamando desde la ventana” o que “quería llevarlas a un lugar donde mamá también estaba”.
Un psicólogo infantil diagnosticó un posible trauma reciente o manipulación emocional, pero lo inquietante fue que ambas niñas, por separado, describieron un mismo lugar: un campo con flores amarillas y una casa blanca con una puerta roja… un sitio que Armando nunca les había mostrado ni mencionado.
Hasta el día de hoy, Marta no ha sido encontrada. La policía considera que podría ser una mujer vinculada a un culto o grupo clandestino que se enfoca en menores, aunque no hay pruebas concluyentes. Armando vive en constante alerta, sabiendo que la amenaza podría no haber terminado.
En sus propias palabras:
“Puedo blindar mi casa, puedo rodearme de guardias, pero si ya entró en la mente de mis hijas… ¿cómo la saco de ahí?”
La historia de la familia Salcedo se ha convertido en una advertencia inquietante para todos: a veces, el verdadero peligro no entra por la puerta… sino por las palabras.
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