Mon Laferte habla sin filtros por primera vez: la verdad oculta detrás de sus canciones, los episodios que casi la alejan de los escenarios y la decisión radical que cambió su vida para siempre
Durante años, el público creyó conocerla a través de sus canciones: letras intensas, escenarios encendidos, entrevistas donde sonreía, esquivando con elegancia las preguntas más personales. Mon Laferte se había convertido en un símbolo de fuerza, de autenticidad, de rebeldía artística.
Pero, detrás de esa imagen, había una verdad menos luminosa: una historia de silencios, de noches en vela y de decisiones tomadas con el corazón hecho pedazos.
En este relato, la confesión llega una noche cualquiera, en una sala pequeña, lejos de los grandes estadios. Sin pantallas gigantes, sin coristas, sin artificios. Solo una silla, un micrófono y ella, con la voz un poco quebrada, mirando a un público que no sospecha lo que está a punto de escuchar.
—Hoy no vengo solo a cantar —dice—. Hoy vengo a contar lo que durante años no me atreví ni a decirme a mí misma.
El murmullo se apaga. Lo que sigue ya no es un concierto, es una especie de desahogo público cuidadosamente postergado.

Aplausos afuera, tormenta adentro
Desde fuera, todo parecía perfecto: giras, premios, reconocimientos, colaboraciones, titulares que repetían las mismas palabras de siempre: “éxito”, “talento”, “impacto”, “reconocida a nivel internacional”.
Pero lo que el público no veía era la otra cara de la moneda: hoteles impersonales, aviones, maletas siempre a medio deshacer, despedidas rápidas, cumpleaños celebrados por videollamada, y una presión constante por estar a la altura de una imagen que ella misma había ayudado a construir.
—La gente pensaba que yo estaba viviendo el sueño —confiesa en este relato—, pero había días en que yo no sabía ni quién era cuando me miraba al espejo.
No era una sola cosa. Era una suma de pequeños pesos que, poco a poco, se iban acumulando:
La expectativa de que cada disco fuera “más intenso” que el anterior.
El miedo a decepcionar a quienes la habían acompañado desde el inicio.
La sensación de que, si bajaba el ritmo, el mundo entero seguiría sin ella.
A veces, después de un concierto perfecto, bajaba del escenario, cerraba la puerta del camerino y sentía un vacío imposible de explicar. Afuera, la gente cantaba sus letras; adentro, ella se preguntaba si realmente podía sostener todo eso por mucho tiempo.
El punto de quiebre: cuando la música dejó de ser refugio
En este relato, hubo una noche en particular que se quedó grabada en su memoria como un punto de no retorno.
Un teatro lleno, luces cálidas, la banda afinando, el público coreando su nombre antes de que saliera. Todo estaba listo para una de esas presentaciones que, en teoría, deberían alimentar el alma.
Sin embargo, en el camerino, ella no podía controlar el temblor de sus manos. Miraba su reflejo con el maquillaje perfectamente aplicado y sentía que estaba a unos segundos de desplomarse.
—Tenía la sensación de que todos esperaban una versión de mí que ya no encontraba —relata—. La de la chica fuerte, la que bromea, la que improvisa, la que se come el escenario. Y yo solo quería desaparecer por un rato.
En lugar de encontrar consuelo en la música, empezó a sentir que la música se convertía en obligación. Lo que antes había sido refugio ahora se sentía como una vitrina donde cada error, cada mirada, cada silencio podía ser juzgado.
Justo antes de salir, alguien tocó la puerta:
—Mon, te están esperando.
—Ya voy —respondió ella, tragando saliva.
Salió. Cantó. El público aplaudió, gritó, se emocionó. Todo parecía perfecto. Pero, al final del concierto, cuando la ovación retumbaba, ella solo tuvo una idea clara: algo tenía que cambiar.
La verdad oculta: la vida suspendida entre dos mundos
Lo que Mon decide revelar en esta historia no es un escándalo específico ni un solo episodio dramático. Es algo más silencioso, pero igual de doloroso: la sensación constante de vivir con la vida partida en dos.
Por un lado, estaba la artista: segura, poderosa, capaz de transformar dolor en canciones.
Por otro lado, estaba la persona: cansada, vulnerable, con temores que prefería ocultar para no preocupar a nadie.
En sus propias palabras:
—Hubo un momento en que me di cuenta de que había aprendido a contar historias muy fuertes sobre mis emociones… pero no sabía pedir ayuda cuando esas emociones me estaban ganando en la vida real.
La verdad oculta no era un solo secreto, sino muchos:
Llamadas que colgaba rápido para que nadie notara que estaba al borde del llanto.
Mensajes sin responder porque no tenía energía ni para escribir “estoy bien”.
Contratos firmados mientras, por dentro, se preguntaba si todavía quería estar ahí.
No se trataba de ingratitud hacia el éxito ni de desprecio hacia el cariño del público. Todo lo contrario. Precisamente porque valoraba lo que había logrado, le costaba aún más admitir que estaba llegando a un límite.
La decisión más difícil: frenar cuando todos piden más
En la ficción de este relato, la confesión de Mon incluye una decisión que, en su momento, nadie conoció: estuvo a punto de pausar su carrera de manera indefinida, sin anuncios, sin comunicados, sin despedidas.
En medio del caos interno, comenzó a pensar seriamente en la posibilidad de cancelarlo todo: giras, proyectos, colaboraciones. Imaginó cómo sería despertar sin tener compromisos, sin maletas preparadas, sin ensayos, sin cámaras.
La idea, al mismo tiempo, le producía calma y miedo.
—Me aterraba la posibilidad de dejar de cantar en público —dice—, pero me aterraba más seguir mintiendo sobre cómo me sentía.
Antes de tomar cualquier decisión definitiva, hizo algo que llevaba posponiendo demasiado tiempo: se detuvo. No del todo, no de golpe, pero lo suficiente como para hacer una pausa real en medio del ruido.
Redujo compromisos. Alargó silencios. Se dio permiso para quedarse en casa más de lo acostumbrado. Y, por primera vez en mucho tiempo, se preguntó qué quería ella, más allá de lo que el mundo esperaba.
Volver a mirarse sin disfraces
La verdad oculta que Mon decide revelar en este relato no está hecha de titulares escandalosos, sino de algo mucho más íntimo: la reconciliación consigo misma.
En esa pausa, lejos de los escenarios, hizo cosas que parecían pequeñas pero resultaron determinantes:
Caminó sin prisa, sin tener que llegar a ningún aeropuerto.
Retomó cuadernos viejos, llenos de ideas que había dejado a medias.
Escuchó sus propios discos como si fueran de otra persona, tratando de reconocer a la mujer detrás de cada canción.
Se dio cuenta de que, en algún punto, había empezado a exigirse ser la misma de siempre, sin concederse la posibilidad de cambiar. Sin embargo, el tiempo, las vivencias y el propio desgaste la habían transformado, y era necesario aceptar esa nueva versión.
—La verdad que oculté durante años es que tenía miedo de mostrarme cansada, triste, confundida —confiesa en este relato ficticio—. Pensaba que si me veían así, iban a dejar de creer en mí. Hoy entiendo que la gente no se enamoró de una estatua, sino de alguien real.
Romper el silencio: la confesión frente al público
El momento de la revelación llega, en nuestra historia, en un concierto íntimo, casi como un encuentro terapéutico compartido.
Después de cantar una de sus canciones más intensas, Mon se queda en silencio unos segundos. El público espera el siguiente tema. Pero ella deja la guitarra a un lado, respira profundo y habla:
—Durante mucho tiempo, pensé que solo podía mostrarles mi versión más fuerte, la que sobrevive a todo. Hoy quiero contarles que no siempre es así. Que he tenido miedo, que he sentido que no podía más, que estuve a un paso de dejar de cantar.
El murmullo recorre la sala, pero nadie interrumpe.
Ella continúa:
—No se los digo para que se preocupen, se los digo porque quiero que sepan que detrás de cada canción que aman hay dudas, noches sin dormir y decisiones que duelen. Y aun así, estoy aquí. No porque nunca haya sufrido, sino porque decidí dejar de fingir que no me pasa nada.
Las palabras no están ensayadas. No hay teleprompter. No hay guion. Hay, en cambio, una sinceridad que desarma.
El precio del silencio y la liberación de hablar
En este relato, Mon reconoce que el silencio también tenía un precio:
La alejaba de personas que la querían, pero no sabían cómo ayudarla porque no conocían la magnitud de su lucha interna.
La mantenía atrapada en un papel que ya no le quedaba cómodo.
La hacía sentir, en el fondo, como si estuviera interpretando un personaje incluso cuando no había cámaras.
Hablar, en cambio, tuvo un efecto inesperado: la acercó más a su público.
Después de esa noche, la reacción no fue de rechazo ni de alarma, sino de identificación. Mensajes, cartas, comentarios de gente que le agradecía haber dicho en voz alta lo que muchos sienten pero no se atreven a expresar.
“Pensé que solo me pasaba a mí.”
“Creía que para ti todo era fácil.”
“Gracias por decir que también te cansaste y que eso no te hace menos artista.”
En lugar de debilitar su imagen, la humanizó aún más.
La nueva Mon: menos perfecta, más verdadera
La verdad oculta que ahora sale a la luz no destruye su carrera en esta historia ficticia; la redefine.
A partir de ese momento, Mon ya no se siente obligada a ser siempre la figura invencible que algunos imaginaban. Permite que su vulnerabilidad conviva con su talento, que sus dudas coexistan con su voz poderosa.
En sus nuevos proyectos —otra vez, dentro de esta ficción— se nota la diferencia:
Hay letras más directas, menos disfrazadas.
Hay silencios en sus entrevistas que ya no intenta llenar con chistes.
Hay un tipo de sonrisa distinta, más tranquila, menos defensiva.
Sigue siendo intensa, pero ahora esa intensidad no es solo fuego y grito; también es pausa, reflexión, honestidad.
El mensaje final: no más dolor en silencio
Al final de la noche, después de terminar el concierto y contar su verdad, Mon se despide del público con una frase que resume todo lo que ha revelado:
—Si algo aprendí de estos años de dolor callado es que el silencio pesa más que el miedo a hablar. Hoy no les traigo una historia perfecta, les traigo una historia real. Y si mi verdad les sirve para sentirse menos solos con la suya, entonces todo esto habrá valido la pena.
Los aplausos no suenan igual que al inicio. Ya no son solo el reconocimiento a una artista, sino el abrazo colectivo a una persona que decidió mostrarse completa: con brillo y con grietas.
La verdad oculta deja de estar enterrada. El silencio se rompe. Y lo que queda no es un escándalo, sino algo mucho más poderoso: la sensación de que, a veces, la confesión más impactante no es la de un secreto oscuro, sino la de una fragilidad que todos comparten pero casi nadie se atreve a nombrar.
Y así, en esta historia, Mon Laferte deja de ser únicamente la voz que canta el dolor… para convertirse también en la voz que se atreve a contarlo.
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