La viuda desconsolado creyó enterrar a su esposa para siempre, hasta que una niña mendiga lo detuvo en la puerta del cementerio: “Ella sigue viva, pero tu vida no será mejor.” El hombre la siguió, y lo que descubrió después convirtió el duelo en un misterio aterrador.

El cielo estaba cubierto de nubes densas el día del funeral de Elena. La lluvia caía en lloviznas finas, como si el propio cielo llorara su partida. Alex, su esposo, apenas podía sostenerse. Escuchaba las palabras del sacerdote, pero no las comprendía: todo era un murmullo lejano.

Antes de que el entierro terminara, se levantó y se marchó. No soportaba escuchar un minuto más. Caminó hasta la salida del cementerio con pasos tambaleantes, sintiendo que cada uno era más pesado que el anterior.

El encuentro inesperado

Junto al portón oxidado del cementerio estaba una niña de no más de doce años. Su vestido estaba sucio, sus pies descalzos, y sus ojos, de un negro profundo, lo observaban con una mezcla de compasión y misterio. Extendió la mano en silencio.

Alex, con los bolsillos casi vacíos, sacó las pocas monedas que le quedaban y se las entregó. Quiso seguir su camino, pero entonces escuchó su voz.

—Tío… tu esposa está viva.

Alex se detuvo en seco. Sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Un zumbido llenó sus oídos. La niña continuó, con una calma que le heló la sangre:

—Pero eso no mejorará tu situación. Sígueme.

La duda y el miedo

El corazón de Alex golpeaba con fuerza en su pecho. ¿Era posible que Elena estuviera viva? Había visto el cuerpo en el ataúd, había escuchado a los médicos declarar su muerte. ¿Era la niña una embaucadora? ¿O acaso sabía algo que nadie más podía saber?

Con el cuerpo tembloroso, decidió seguirla.

El camino oculto

La niña lo condujo por un sendero lateral, lejos de las miradas de los dolientes. El cementerio se volvía más oscuro y húmedo con cada paso. Llegaron a una cripta antigua, cubierta de musgo y olvidada por el tiempo.

—Aquí —dijo ella, señalando la puerta de hierro oxidado.

Con un chirrido agudo, la niña empujó la puerta y reveló unas escaleras que descendían a la penumbra.

—Tu esposa no descansa en paz aquí arriba —susurró—. La tienen abajo.

El descenso al misterio

Alex bajó con pasos inseguros, el eco de sus pisadas resonando en las paredes de piedra. El aire se volvió frío, cargado de un olor húmedo. Al final del pasillo, una lámpara débil iluminaba una habitación.

Y allí, sobre una camilla improvisada, estaba Elena. Sus ojos estaban cerrados, su respiración era débil, pero viva.

Alex se lanzó hacia ella, lágrimas cayendo por su rostro.

—¡Elena! —gritó, tomando su mano.

La niña observaba desde la puerta, impasible.

La advertencia

—Ella está viva —repitió—. Pero no lo estará por mucho tiempo si no aceptas lo que viene.

Alex levantó la mirada, confundido.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién eres?

La niña no respondió de inmediato. Caminó lentamente hacia él y lo miró fijamente.

—Tú creíste que la enfermedad la mató. Pero no. Alguien la tomó, alguien la escondió. Y ahora tienes que decidir si quieres la verdad… aunque destruya todo lo que conoces.

El peso de la decisión

El corazón de Alex oscilaba entre la esperanza y el terror. Había pasado de enterrar a su esposa a verla respirar de nuevo en cuestión de horas. Pero las palabras de la niña eran claras: la verdad no sería un consuelo, sino una condena.

—Si la salvas —dijo ella con voz firme—, perderás mucho más de lo que imaginas.

El eco de lo imposible

Alex apretó la mano de Elena con fuerza, sin saber qué hacer. La niña dio media vuelta, subió las escaleras y desapareció en la penumbra, dejándolo solo entre el milagro y la maldición.

El murmullo de sus últimas palabras quedó grabado en su mente:

“Tu esposa vive… pero tu vida jamás volverá a ser la misma.”