Se burlaron de su delantal de cocina y lo trataron como un simple ayudante de rancho, pero cuando tomó la ametralladora y detuvo él solo a más de cien enemigos, el batallón entero cambió de opinión
El humo de la cocina de campaña se mezclaba con el olor a diésel y a barro húmedo.
Era temprano, pero el campamento ya estaba despierto. Motores al fondo, órdenes gritadas a medias, botas chapoteando en el lodo. En medio de todo, una tienda de lona más grande, con una chimenea improvisada y una fila de soldados con charola en la mano.
—¡A ver, a ver, no se me amontonen, que hay para todos! —gritó Tomás mientras removía la olla de avena.
Llevaba un delantal blanco manchado de grasa, atado sobre el uniforme. La mayoría lo llamaba “el cocinero”, unos pocos “Tom”, y unos cuantos, con sorna, “la señora de la cocina”.
—Oye, Tomás —dijo un cabo alargando la charola—, ¿hoy qué hay? ¿Sopa de botas o guiso de lodo?
—Hoy hay avena militar: sin sabor, pero llena la panza —contestó él, sirviéndole una porción generosa—. Y si sigues burlándote, mañana te doy solo agua caliente.
Las risas rodaron entre la fila.

Tomás sonrió. Ya estaba acostumbrado. Tenía veintisiete años, manos grandes de campesino, espalda ancha de cargar sacos y una cara que nunca se escondía detrás de nada. Antes de la guerra, había sido ayudante de cocina en un restaurante de carretera y jornalero en el campo. Sabía más de gallinas que de fusiles.
El Ejército lo había enviado al batallón como cocinero desde el primer día.
—Tú tienes buenas manos —le habían dicho en instrucción—. Y es mejor que esas manos sigan enteras. Alguien tiene que alimentar a los que disparan.
Tomás se lo había tomado medio a broma, medio en serio. No le gustaba la idea de matar a nadie, pero tampoco le gustaba la idea de que lo consideraran menos que los demás. Aun así, había aprendido a hacer de todo en la cocina: desde pan improvisado hasta café que no supiera a herrumbre.
Detrás de él, un sargento alto, de mandíbula dura, entró en la tienda sin quitarse el casco.
—¿Cómo vamos, Morales? —preguntó.
Tomás se volteó.
—Bien, sargento Herrera —dijo—. Avena lista, café casi. Si nos dejan veinte minutos más, saco huevos para los del primer turno en la línea.
Herrera asintió, olfateando el aire.
—A ver si con eso dejan de quejarse —murmuró—. Piensan que estamos en un hotel.
Mientras hablaban, un grupo de soldados entró riendo.
Uno de ellos, el más escandaloso, señaló el delantal de Tomás.
—Mira nomás, Morales —se burló—. Ese delantal parece el de mi mamá cuando hace tortillas. ¿Seguro que no te equivocaste de uniforme? Aquí es la guerra, no el mercado.
Las risas se hicieron más estruendosas.
Tomás apretó los labios.
—Pues dile a tu mamá que me pase la receta —respondió, sin perder el humor—. A ver si así por fin comes algo que no sea queja.
—Yo digo que a Morales le dieron el rifle de mentira —añadió otro—. Solo para que se sienta parte del show. Total, él no sale de la cocina.
Herrera levantó la voz.
—¡Basta, idiotas! —tronó—. Si tanto les molesta, exprésenlo con el estómago vacío. A ver cuánto aguantan.
Los soldados bajaron la mirada, murmurando disculpas.
Tomás siguió sirviendo.
Las burlas dolían. Hacía meses, en instrucción, había sido uno más en el campo de tiro, en marchas, en ejercicios. Tenía buena puntería. Pero en algún despacho habían decidido que su talento rendía más entre ollas.
Y ahora, cada vez que veía partir a los demás hacia la línea del frente con el fusil al hombro, algo en él se encogía.
No era que deseara estar en primera fila de la muerte. Era que no quería sentirse invisible.
Ese mes, el batallón recibió la orden de fortificar una colina frente a la costa, esperando un posible contraataque enemigo.
El terreno era húmedo, con árboles dispersos y una vista amplia del valle. Arriba, una serie de trincheras zigzagueaba como cicatriz reciente.
La cocina de campaña se instaló a un lado de la colina, en una depresión protegida parcialmente por rocas y vegetación.
—Buen lugar, Morales —dijo el teniente Ramírez, señalando el terreno—. Estás cerca de la línea, pero no tanto como para que te barran con el primer cañonazo.
Tomás sonrió con ironía.
—Qué detallazo, mi teniente —respondió—. Ya puedo cocinar tranquilo sabiendo que voy a morir con sazón.
El teniente rió.
—Haz lo tuyo, Morales —dijo—. Créeme, un ejército marchará mejor si no odia lo que hay en su plato.
Tomás se puso manos a la obra. Mientras tanto, en la parte alta de la colina, los fusileros, los equipos de mortero y la ametralladora pesada se acomodaban.
La ametralladora era una pieza vieja, pero cuidada: montada en trípode, con visión clara del valle. A cargo, el cabo Vargas, un tipo serio que le hablaba a la máquina como si fuera un caballo de confianza.
—Tú no me falles, hija —le susurró, acariciando el cañón—. Y yo no te dejo sin comida.
Tomás, desde abajo, los miraba de reojo.
En los ratos libres, se acercaba a los puestos de tiro.
—¿Qué haces aquí, Morales? —le preguntó un día el cabo Vargas, viéndolo asomarse.
—Nada más mirando —contestó Tomás—. Uno nunca sabe cuándo le va a tocar subir.
Vargas le lanzó una mirada de lado.
—¿Subir tú? —dijo—. No me hagas reír. Tú te espantas cuando se te quema el arroz.
—Cuando se me quema el arroz, me espanto por desperdiciar comida —corrigió Tomás—. No por la lumbre.
Vargas chasqueó la lengua.
—Cualquiera aguanta el humo de la cocina —terció otro—. Lo que no cualquiera aguanta es el humo de la pólvora.
Tomás no respondió. Pero guardó cada frase.
Una noche, mientras el viento traía consigo un silencio raro, Tomás estaba contando raciones.
En la tienda, las sombras bailaban con la luz de una lámpara de queroseno. Los demás soldados se repartían entre guardias, sueño y cartas.
Sargento Herrera entró con gesto tenso.
—Morales —dijo—. Necesito que tengas café listo toda la noche. La inteligencia dice que puede haber movimiento enemigo.
Tomás asintió.
—¿Algo concreto? —preguntó.
—Nada más que están cerca —respondió Herrera—. Y que si quieren empujarnos, esta colina es buen lugar.
Lo dijo tratando de sonar casual. No lo logró.
Tomás respiró hondo.
—Si viene, aquí estaré —aseguró.
Herrera lo miró un momento.
—Te voy a decir algo, Morales —añadió—. Muchos creen que porque estás con delantal no eres soldado. Que eres… servicio.
Se detuvo.
—Yo sé que cuando te llamaron al batallón, hiciste el mismo juramento que ellos —continuó—. Si la cosa se pone fea, ni tú ni yo nos vamos a salvar de la balacera.
Tomás agradeció, en silencio, esas palabras.
—Gracias, sargento —dijo—. A veces se olvida.
Herrera le dio una palmada en el hombro y salió.
Se quedó solo con las latas, las ollas y el zumbido de los propios pensamientos.
El ataque llegó al amanecer, con la forma engañosa de la niebla.
Primero fue un susurro en los radios.
—Movimiento en el valle.
Luego, un trueno.
La primera descarga de artillería cayó un poco más allá de la colina, levantando tierra y fuego.
—¡A puestos de combate! —gritaron desde lo alto.
Tomás sintió cómo el piso vibraba. Salió de la tienda, dejando a medias la olla de café.
El cielo gris se iluminó con destellos naranjas. Los árboles se sacudían como si fueran de papel. Hombres corrían a sus posiciones, algunos medio abrochándose el cinturón, otros todavía con la cara marcada por la almohada.
Desde abajo, Tomás veía el lienzo confuso de siluetas y explosiones.
Por el rabillo del ojo, alcanzó a ver algo que lo heló: una de las primeras andanadas golpeó cerca de donde estaba la tienda de comunicaciones.
Una bocanada de fuego, humo negro, gritos.
—¡Radio! ¡Se fueron por el radio! —alguien dijo.
Sin comunicaciones claras, la colina quedaba casi ciega.
Otro estampido sacudió el terreno.
—¡Cubran la ametralladora! —se oyó la voz del teniente Ramírez desde arriba—. ¡Es el ancla, carajo!
Tomás corrió a la entrada de la trinchera principal.
—¡Morales! —gritó Herrera, apareciendo a su lado—. ¡Regrésate a la cocina!
Tomás lo miró.
—No voy a esconderme detrás de las ollas, sargento —respondió—. Si esto se viene abajo, el café no va a servirle a nadie.
En ese momento, una ráfaga de balas rozó la parte alta de la trinchera, llenando el aire de tierra.
Desde el valle, empezaba a distinguirse la oleada de cascos enemigos, avanzando entre el humo y la niebla.
La ametralladora pesada comenzó a disparar, una ráfaga efectiva que segó la primera línea del ataque.
—¡Eso, hija! —vociferó el cabo Vargas—. ¡Así se hace!
Pero no duró.
A la tercera ráfaga, un proyectil de artillería cayó peligrosamente cerca del nido de la ametralladora. La explosión lanzó arena, piedra y acero por todas partes.
Cuando el humo se disipó, Tomás vio a Vargas tirado a un lado, inmóvil, y a su asistente gritando con una mano en la pierna, la sangre manchando la tierra.
La ametralladora había quedado en su sitio, pero torcida, el trípode medio enterrado. El arma misma se veía intacta, pero sin quien la operara.
—¡La ametralladora está sola! —gritó alguien.
El teniente miró hacia ella, luego al valle, luego a sus hombres.
—¡Necesito a alguien en esa pieza! —vociferó—. ¡Ya!
Nadie se movió de inmediato. Todos estaban ocupados disparando sus fusiles, frenando a los atacantes que se acercaban.
Tomás, sin pensarlo demasiado, corrió hacia la ametralladora.
—¡Morales, regresa! —oyó a Herrera gritar detrás de él—. ¡Es una orden!
Pero su cuerpo ya se había lanzado. Se arrastró por la tierra, esquivando astillas de madera y metal, hasta llegar al nido.
Vargas respiraba aún, aunque con dificultad. El asistente seguía soltando maldiciones entre jadeos.
La ametralladora, por un milagro, estaba montada todavía, aunque el trípode cojeaba.
Tomás se deslizó detrás de ella, sus manos encontrando instintivamente el mecanismo que había observado tantas veces en noches de aburrimiento.
Recordó las charlas con Vargas, las ocasiones en que, mientras bebían café en silencio, él le explicaba el calibre, la cadencia, el retroceso.
—Toma la cinta por aquí, Morales —le había dicho—, mira cómo la alimenta. Si alguna vez te toca, que no te agarre de baboso.
Nunca pensó que ese “alguna vez” sería hoy.
Gritó al asistente:
—¡Quítate de ahí, que te piso! —y a Vargas—: ¡Aguante, cabo!
El hombre apenas alcanzó a murmurar:
—No la dejes… enfriar…
Tomás montó la cinta de munición y apuntó al valle.
Por un segundo, sus manos dudaron.
Disparar una olla mal tapada era una cosa.
Disparar contra siluetas humanas, otra muy distinta.
Pero esas siluetas venían hacia él. Hacia sus compañeros, hacia todo lo que conocía en esa colina.
Tomó aire.
Apretó el gatillo.
La ametralladora rugió.
La fuerza del retroceso le recorrió los brazos y los hombros. El sonido le llenó los oídos. Durante los primeros segundos, pensó que se le iba a escapar el arma de las manos.
Ajustó la posición, los pies anclados contra la tierra, el cuerpo encorvado sobre el arma como si fuera una extensión de sí mismo.
En el valle, los cuerpos se arremolinaban, caían, retrocedían. Otros corrían, buscaban cobijo, disparaban de vuelta.
Tomás no pensaba en número de bajas. Pensaba en mantener la línea de fuego entre su gente y los que subían.
—¡Baja un poco el tiro, que se te cuelan por la derecha! —le gritó alguien.
Movió el arma en pequeños arcos controlados, tal como había visto a Vargas hacerlo. Cortas ráfagas, tres segundos, soltar, tres segundos, soltar. Así le habían dicho que se evitaba el recalentamiento.
Sin embargo, el cañón ya estaba empezando a brillar.
—¡Se calienta! —advirtió el asistente, que se había vendado la pierna como pudo y se arrastraba a su lado.
—¡Cuando cambies, yo te cubro! —añadió.
Tomás negó.
—No hay tiempo —dijo entre dientes—. Si la dejamos callada, nos comen vivos.
El ataque enemigo no cedía. Parecía que la colina se hubiera convertido en el punto al que todos apuntaban.
El teniente Ramírez coordinaba como podía, pasando entre trincheras, dando órdenes, arriesgando la vida.
—¡Morales! —le gritó desde atrás de un parapeto—. ¡Sigue así, andas haciendo milagros!
Tomás apenas escuchaba. La adrenalina le desdibujaba la voz de todos en un zumbido confuso.
En un momento, sintió que el arma se encasquillaba. El gatillo se quedó duro, el sonido se quebró.
—¡Se trabó! —exclamó.
El asistente soltó una maldición.
—¡Dámela! —dijo, intentando acercarse.
Tomás abrió la tapa, sus dedos moviéndose con una precisión que venía de años de sacar huesitos de pollo de entre dientes, de arreglar cosas sin romperlas.
Una cápsula deformada se había atorado en la recámara.
No tenía la herramienta ideal, pero tenía algo: un pequeño destornillador plano que usaba en la cocina para ajustar la estufa.
Lo sacó del bolsillo del delantal.
—¿Vas a arreglarla con herramienta de cocina? —se burló el asistente, incluso en medio del caos.
Tomás no respondió. Introdujo el destornillador con cuidado, palanqueó apenas lo justo para sacar la cápsula. La tensión del metal le vibró en la mano.
—Vamos, vamos… —susurró.
La cápsula saltó.
Volvió a cerrar la tapa, montó una nueva cinta y apretó otra vez el gatillo.
El arma rugió de nuevo, como si no hubiera pasado nada.
Desde abajo, los disparos enemigos intentaban alcanzar el nido, pero la posición, aunque golpeada, seguía ofreciendo buena cobertura.
Tomás siguió disparando.
En algún momento, perdió la noción del tiempo. Solo existían el gatillo, el retroceso, las cintas de munición que aparecían como por arte de magia gracias a manos que corrían desde atrás, y los gritos de “¡más a la izquierda!” o “¡más corto!”.
Sus brazos ardían. Sus ojos lloraban por el humo. Sus oídos ya no distinguían si lo que oía era la ametralladora o su propio corazón.
Siguió.
Hasta que, poco a poco, la intensidad del ataque empezó a disminuir.
Los cascos enemigos se hicieron menos.
Los disparos se espaciaron.
El humo se empezó a disipar, revelando un valle marcado por cráteres y cuerpos inmóviles, algunos solos, otros en pequeños grupos.
Tomás soltó el gatillo.
Sus manos siguieron temblando, como si el arma todavía estuviera disparando.
—Ya… ya estuvo —murmuró el asistente, respirando con dificultad.
Tomás se dejó caer de rodillas, apoyándose en las manos en la tierra húmeda.
Todo le daba vueltas.
Detrás de él, escuchó pasos, voces, respiraciones agitadas.
—¡Lo logramos! —gritaban algunos—. ¡No subieron!
El teniente Ramírez se acercó, cubierto de polvo y sudor.
—Morales… —dijo, jadeando—. ¿Sigues entero?
Tomás levantó la vista, todavía con el delantal manchado, esta vez no solo de grasa, sino de tierra y algo indistinguible que no quiso identificar.
—Aquí estoy —respondió—. No sé cómo, pero aquí.
Ramírez miró el arma, luego el valle, luego a Tomás.
—No sé cuántos detuviste tú solo —dijo—. Pero allá abajo hay más de cien que no cruzaron esa línea gracias a ti.
Tomás sintió un escalofrío.
No quiso mirar mucho tiempo hacia el valle.
No quería que aquel número se le tatuara en la mente como una medalla macabra.
—Yo solo tiré del gatillo —murmuró—. Todos aquí hicimos lo que pudimos.
Sargento Herrera llegó poco después.
—¡Morales! —exclamó—. La próxima vez que te ordene quedarte en la cocina y me desobedezcas así…
Se detuvo.
Tomás se preparó para un regaño.
Herrera sonrió, cansado.
—… te mandaré desde el principio a la ametralladora —terminó—. Carajo, muchacho. Me has dejado sin argumentos.
Los que alcanzaban a escucharlo soltaron una carcajada rota, más de alivio que de alegría.
Horas después, cuando un equipo de reconocimiento bajó al valle, contaron cuerpos enemigos.
No había manera de saber cuántos exactamente habían caído por la ametralladora de Morales y cuántos por otros fusiles o por la artillería propia. Pero los oficiales, siempre ávidos de cifras, anotaron en sus informes que “la ametralladora central, operada por el soldado de intendencia Tomás Morales, contribuyó decisivamente a la neutralización de más de cien atacantes”.
Ese número llegó a oídos de todos.
En la noche, cuando el campamento por fin respiraba un poco de calma, Tomás estaba de nuevo en la cocina.
La olla de café burbujeaba. Los soldados entraban de a ratos, tazas en mano, con los ojos cansados y una mezcla de respeto y vergüenza en la mirada.
Uno de los que más se había burlado se acercó, arrastrando los pies.
—Morales… —dijo—. Yo… quería decirte…
Tomás le sirvió café sin esperar a que terminara.
—Te vas a quemar la lengua si le das un trago muy rápido —advirtió—. Y no pienso atender quemaduras.
El soldado sonrió, nervioso.
—Lo que quería decir es… —insistió—. Gracias.
Tomás lo miró por un momento. Luego, asintió apenas.
—De nada —respondió—. Y por cierto…
Señaló su delantal.
—Este “delantal de cocina” resultó que servía para más que para evitar manchas. Hoy me recordó que, esté donde esté, soy soldado. Igual que tú. Ni más, ni menos.
El otro asintió con fuerza.
—Sí, señor —respondió, casi como reflejo.
Sargento Herrera y el teniente Ramírez entraron poco después, acompañados por un capitán que Tomás solo había visto de lejos.
—Así que tú eres Morales —dijo el capitán—. El cocinero que se puso detrás de una ametralladora.
Tomás se encogió de hombros.
—El mismo que antes se ponía detrás de una olla —bromeó, intentando rebajar el tono.
El capitán sonrió.
—Mañana habrá informe al mando —dijo—. Y tu nombre estará ahí. Habrá papel, firmas, medallas quizá. Pero quería decírtelo hoy, sin ceremonias: si no hubieras estado ahí, tal vez no estaríamos aquí hablando.
Tomás bajó la mirada.
—No quería dejar de ser útil —admitió, apenas en un susurro.
Herrera se acercó.
—Y ahora —añadió el sargento—, cuando alguien se burle de tu delantal, le diré que es parte del uniforme del hombre que sostuvo la colina.
Algunos rieron.
Tomás, por primera vez, sintió que el peso de la burla se transformaba en algo distinto: en una historia que él no había buscado, pero que le pertenecía.
El tiempo pasó.
La guerra siguió, con sus avances y retrocesos. Llegaron más batallas, más noches de miedo, más días de cocina y alguno que otro disparo desde otra trinchera.
Tomás nunca volvió a repetir algo como aquel día.
No se convirtió en héroe de portada ni en leyenda con corridos. Fue, más bien, ese tipo de historia que se cuenta en voz baja, de soldado a soldado, mientras se comparte un cigarro o un plato de comida.
“¿Ves a Morales, el de la cocina? —decían—. Pregúntale lo que hizo aquella vez en la colina.”
Tomás, si alguien lo abordaba, solía esquivar detalles.
No le gustaba contar muertos. Le gustaba, eso sí, recordar que ese día alguien entendió una verdad sencilla: que ningún papel, ningún puesto, ningún delantal define lo que una persona es capaz de hacer cuando le llega la hora.
Después de la guerra, volvió al pueblo.
Abrió una pequeña fonda.
En la pared, colgó dos cosas: una fotografía en blanco y negro de aquella colina —tomada mucho después, sin cuerpos, solo tierra y silencio— y su viejo delantal, lavadísimo, con algunas manchas que nunca se fueron del todo.
Cuando algún cliente nuevo se burlaba del delantal colgado, él sonreía.
—Ese delantal tiene más historia de la que parece —decía—. Pero si se la cuento, la comida se enfría.
Y prefería que la comida no se enfriara.
Al fin y al cabo, en su corazón, seguía siendo lo que siempre había querido ser: alguien que alimenta.
Lo demás, las balas, los números, los informes… eran capítulos de un libro que no había buscado escribir, pero que había aprendido a cerrar con respeto.
Porque sabía que, detrás de cada “enemigo abatido”, había una vida. Y detrás de cada “cocinero ridiculizado”, podía haber un soldado dispuesto a sostener la línea con lo que tuviera a mano: una olla, un delantal… o una ametralladora.
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