Mi marido insistió en que su primo recién divorciado nos acompañara en la luna de miel a Cancún… y la pelea se volvió tan seria que casi regreso a casa sin esposo


Si alguien me hubiera dicho que mi luna de miel iba a incluir a un invitado sorpresa, habría pensado en un upgrade de hotel, un mariachi en la playa, una botella de vino enviada por mis papás.

No a Omar.

El primo divorciado de mi esposo.

A ver, me presento.

Soy Mariana, de Tepic, Nayarit. Hija de un maestro de primaria y una señora que vende tamales cada mañana en la esquina. Siempre fui de las que se imaginaban su boda como en las películas de Disney: vestido blanco, vals cursi, luna de miel en Cancún, solo yo y mi príncipe.

Y, por un ratito, parecía que así iba a ser.

Hasta que mi “príncipe” abrió la boca.


1. Antes del primo, todo era perfecto

Conocí a Jorge en la universidad, en Guadalajara. Él estudiaba Ingeniería en Sistemas; yo, Turismo. Nos presentaron en una carne asada, me contó un chiste malísimo de programadores, me reí más por nervios que por gracia, y desde ahí no se separó de mí.

Era de esos novios que te llevan flores de la calle, te arreglan la impresora y te explican por qué el WiFi no sirve.

Mi mamá lo adoraba.

—Es bueno, mija —decía—. Trabajador, sin vicios. No es guapo, pero eso ni falta hace. Los guapos nomás dan problemas.

Yo lo veía con sus lentes, su sonrisa tímida, las manos suaves de gente que no carga costales de harina, y pensaba: “Con este sí me veo envejeciendo”.

Duramos cinco años de novios.

En ese tiempo, Jorge se la pasaba en casa de sus tíos, los papás de Omar. El famoso primo.

Omar era el contrario total: alto, moreno, tatuajes, barba de tres días, sonrisa de “yo te consigo lo que quieras”. Se casó antes que todos, a los veintidós, con una muchacha de la colonia que quedó embarazada rápido.

Todos decían:

—Ese Omar no va a durar ni dos años de casado.

Les fallaron las cuentas: duró cinco.

Pero cuando tronó, tronó feo.

Lo supe semanas antes de mi boda, cuando estábamos con Jorge en la cocina de mi suegra, haciendo prueba del pastel.

La mamá de Jorge, Doña Leti, hablaba por teléfono mientras revisaba el betún.

—¿Qué te dijo la licenciada? —preguntó, nerviosa—. ¿Y los niños? ¿Cuándo los vas a ver?… Hijo, ¿pero tú cómo estás?

Colgó y suspiró.

—Era Omar —nos dijo—. Ya firmó el divorcio. Está hecho pedazos.

Jorge frunció el ceño.

—¿Otra vez? —murmuró.

—Que la fulana ya tiene novio —siguió Doña Leti—. Y que se lo llevó a la casa. Y que los niños le dicen “tío” al nuevo. ¡Qué poca madre!

A mí me dio un poco de lástima, no lo voy a negar.

Pero también pensé:

“Cada quien se hace sus tormentas”.

No imaginé que la mía se estaba formando con esas mismas nubes.

Nuestra boda fue en la parroquia de San Isidro.

Mi vestido era sencillo, comprado en un outlet de Guadalajara, ajustado por una señora de la colonia. Jorge estaba nervioso, sudaba más que en su examen profesional.

Omar llegó tarde, con saco sin corbata, un poquito ojeroso.

—Felicidades, primos —nos dijo, abrazándonos—. Ustedes sí no se separen nunca, ¿eh? No hagan como uno.

Olía a tequila.

No le di mucha importancia.

Estaba demasiado ocupada siendo feliz.

La fiesta, el mariachi, el pastel, los bailes con mi papá, la tía borracha cayéndose… todo salió perfecto.

A medianoche, mientras sonaba “Amor Eterno” y todas las tías lloraban, Jorge me susurró al oído:

—Ya quiero que estemos en la playa, solo tú y yo.

Sonreí.

No sabíamos nada.


2. La idea más estúpida del mundo (según yo)

La luna de miel la habíamos planificado entre los dos.

Cancún, una semana, hotel todo incluido, cuarto con vista al mar.

Yo nunca había salido de Nayarit y Jalisco. Mi idea de playa era San Blas, con mosquitos y toallas sobre la arena. La idea de un resort con alberca infinita y barra libre era casi porno para mí.

Dos días antes del viaje, estábamos en el departamento de Jorge, rodeados de maletas abiertas, ropa interior nueva que me había ido a comprar a escondidas de mi mamá, bloqueador, sandalias.

Jorge recibió una llamada.

—¿Qué onda, Omar? —contestó, poniendo altavoz sin querer.

Yo seguía doblando ropa, medio escuchando.

—…no sé, güey —decía Omar al otro lado—. Neta ya no aguanto. Veo la cama y me dan ganas de llorar.

Jorge y yo nos miramos.

—Pues vente a dormir aquí —dijo Jorge—. Unos días. Te hace falta salir.

—¿A dónde o qué? —preguntó Omar.

Jorge se quedó callado un segundo.

Y ahí, en ese segundo, la vida decidió que nadie le iba a prestar un cerebro extra.

—Pues… a Cancún —soltó—. Nos vamos el lunes. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Yo me enderecé como si me hubieran dado un choque eléctrico.

—¿Qué? —dije—. ¿Cómo que “con nosotros”?

Jorge tapó el micrófono del celular con la mano.

—Solo es una idea —me susurró—. Pobrecito, está muy mal. Le haría bien distraerse.

—¡Es nuestra luna de miel! —susurré de vuelta—. ¡No es una excursión de fin de semana!

Omar, por el altavoz, soltó:

—¿Neta, güey? ¿No te molestaría?

Yo apreté los dientes.

—No —contestó Jorge, sin consultarme—. O sea… déjame ver bien, pero estaría con madre. Vamos a estar en un hotel bien padre. Te puedes ir a la alberca, al antro. No vas a estar encerrado llorando por esa morra.

—Jorge —dije, más fuerte.

Él me miró.

Le hizo seña a Omar de que esperara.

—¿Qué? —susurró—. ¿Qué tiene? El cuarto es doble. Puede pedir uno extra. O dormir en el sofá. No va a molestarnos. Es mi primo.

—Es nuestra luna de miel —repetí—. Quiero estar contigo. Nomás contigo. No quiero estar oyendo a tu primo hablar de su ex mientras yo traigo un baby doll.

Jorge hizo un gesto, como si yo estuviera exagerando.

—Ay, Mariana —dijo—. No seas así. Omar es casi mi hermano. Está destrozado. Unos días con nosotros no van a matar la magia.

—La magia se muere cuando hay un tercero en la habitación —repliqué—. No pienses nomás en él. Piensa en mí. En nosotros.

La frase que vino después se quedó tatuada en mi cerebro.

—No seas egoísta, Mariana —dijo Jorge—. Él nos ha ayudado un montón. Cuando no teníamos coche, él nos llevaba. Cuando nos cambiamos de departamento, él cargó los muebles. Ahora que nos toca ayudarle, ¿te pones así?

Sentí como si me hubiera dado un cachetadón.

“Egoísta”.

La “drama queen”.

La “novia que nomás piensa en ella”.

La discusión, como se dice en esos hilos de Facebook de chismes, “se puso seria”.

—¿Me estás diciendo egoísta porque no quiero que alguien más venga a nuestra luna de miel? —pregunté, con la voz temblorosa.

—Te estoy diciendo que pienses en alguien más —insistió—. El viaje ya está pagado. Podemos comprar un vuelo extra. Compartimos todo. A ti ni te va a afectar. Tú y yo vamos a tener nuestro tiempo.

—¿En serio crees que me voy a sentir igual en un hotel sabiendo que tu primo divorciado está en el cuarto de al lado escuchando todo? —disparé—. ¿Crees que me voy a caminar en bikini por la habitación sin sentirme observada? ¿Que voy a pedir room service desnuda? ¿Que vamos a…?

Bajé la voz.

—¿O quieres que también él se entretenga? —añadí, sarcástica—. ¿Qué sigue? ¿Invitar a toda tu familia a nuestra cama para que no se sientan solos?

Jorge frunció el ceño.

—Estás exagerando —dijo—. No va a estar pegado a nosotros. Puedes verlo como un viaje en grupo. De todas formas, íbamos a ir a tours, a cenar fuera… Él nomás se pegaría a esas partes. No se va a meter cuando estés en baby doll, te lo juro.

Quise salir corriendo.

Quise aventar las maletas por la ventana.

Quise decir “se cancela todo”.

Pero estábamos a dos días del vuelo.

La boda acababa de pagarse en mil tandas.

Toda la familia sabía de nuestra “luna de miel soñada en Cancún”.

Y mi novio-inminente-marido me estaba viendo con ojos de cachorro, suplicándome que entendiera su lado.

Omar seguía en el altavoz.

—Güey… —decía—. Si es un pedo, no pasa nada. Nomás pregunto.

Jorge le quitó el mute.

—Déjame verlo bien —dijo—. Te marco al rato.

Colgó.

Silencio.

Él me miró.

Yo lo miré.

—¿De verdad quieres esto? —pregunté, despacio—. Piensa en mí, Jorge. En nos-otros. No nomás en él. ¿Quieres que tu primo esté en Cancún con nosotros la primera semana de nuestro matrimonio?

Él dudó.

Lo vi.

Por un segundo, pensé que iba a decir “no, tienes razón, me dejé llevar, qué idea tan estúpida”.

Pero su lealtad mal entendida ganó.

—Quiero estar con mi primo —dijo—. Y quiero estar contigo. Creo que podemos hacer las dos cosas. Si no puedes entender eso… me preocupa. No quiero que nuestro matrimonio sea de “nos encerramos solos y no ayudamos a nadie”.

Respiré hondo.

Me vi desde afuera.

La novia a dos días de casarse.

Ya teniendo esta discusión ridícula.

No era buena señal.

Pero me dije una frase que nos enseñan desde niñas:

“No lo hagas más grande”.

—No estoy de acuerdo —dije—. Pero tampoco quiero irme de la casa antes de la boda. Así que te propongo esto: le dices a Omar que venga, pero solo tres días. Medio viaje. No toda la semana. Y tú y yo vamos a tener muy claro que nuestra prioridad somos nosotros. No él.

Jorge se relajó un poco.

—¿De verdad? —preguntó.

—No estoy feliz —aclaré—. Pero confío en ti. Y en que vas a respetar lo que es nuestro.

Sonrió.

Me abrazó.

—Eres la mejor, Mariana —dijo—. Te prometo que no te vas a arrepentir.

Me arrepentí.

Spoiler: me arrepentí.


3. Bienvenidos a Cancún, pueblo chico, infierno grande

Llegamos a Cancún un lunes.

La playa, el calor, el olor a bloqueador y coco, el ruido de turistas gringos gritando en el lobby.

Yo estaba emocionadísima a pesar de todo.

El hotel era un sueño: albercas infinitas, buffet gigante, barra libre, habitación con ventana enorme que daba al mar, cama king size que parecía nube.

Y luego, la segunda cama.

Porque claro, como Omar iba a “acompañarnos tres días”, Jorge reservó un cuarto con dos camas.

—Solo es mientras llega —me dijo—. Luego pedimos que nos cambien.

Yo me mordí la lengua.

A las tres de la tarde, Omar apareció, con gorra, lentes de sol, maleta pequeña y sonrisa de “yo nunca pierdo”.

—¡Primos! —gritó en el lobby—. ¡Luna de miel con colado, papá!

Varios turistas voltearon.

Yo quise desaparecer.

Santiguarme.

Algo.

Jorge lo abrazó.

—Qué bueno que viniste, güey —dijo—. Te va a hacer bien este viaje.

Me miró a mí.

—Mariana aceptó —añadió—. Es una chingona.

Omar se acercó.

Me dio un abrazo también.

—Gracias, prima política —dijo—. Te prometo que no me voy a meter en sus cosas. Yo me voy a entretener con las gringas.

Yo sonreí de compromiso.

—Más te vale —dije.

Los primeros momentos no fueron tan horribles como imaginé.

Fuimos al buffet los tres.

Nos reímos de los gringos que se servían tacos de todo menos de tortilla.

Omar hacía chistes, Jorge los seguía.

Yo, por momentos, me contagiaba.

Pensaba: “Bueno, igual estos tres días pasan rápido. Luego se va, y Jorge y yo disfrutamos”.

En la noche, fuimos a un show del hotel.

Bailarines, luces, música.

Omar se fue a un bar de al lado.

—Yo me manejo —dijo—. Ustedes vayan a hacer sus cosas de recién casados.

Me agarró la mano.

—De verdad, gracias —repitió—. No sabes cuánto necesitaba salir de Guadalajara.

Lo vi.

Tenía ojeras.

La mirada perdida.

Para él, esto era un salvavidas.

Para mí, un ancla.

Volvimos al cuarto tarde.

Cansados.

Tomados.

Con ganas de todo y de nada.

La segunda cama seguía ahí.

Vacía.

Como la promesa de privacidad.

Jorge me besó en la puerta.

—¿Ves? —susurró—. No fue tan mala idea.

Yo no quise pelear.

Esa primera noche, a pesar de todo, logramos olvidarnos de Omar y su cama vacía.

Hasta las tres de la mañana.

Cuando llegó.

Abrió la puerta haciendo ruido.

Se tropezó con su maleta.

Se rió solo.

—No se preocupen, ya me dormí —balbuceó, como si no supiera lo que decía.

Yo me tapé hasta la cabeza.

Así fue el segundo día.

Y el tercero.

El problema no era que Omar estuviera ahí.

Era que Jorge no parecía notar cómo su simple presencia lo cambiaba todo.

—Vamos a la alberca, güey —decía Omar a las nueve de la mañana.

Y Jorge, en lugar de decir “voy con mi esposa”, decía:

—Va, déjame ver si Mariana se anima.

Como si yo fuera un apéndice.

No supe cuándo ni cómo empecé a sentirme invitada en mi propia luna de miel.


4. “Es solo un viaje en grupo, Mariana”

El segundo día discutimos fuerte por primera vez en Cancún.

Fue en la alberca, con margaritas aguadas y música de Luis Miguel de fondo.

—Vamos a la discoteca del antro de enfrente —dijo Omar—. Hay barra libre hasta las tres. ¡Hay que estrenar el matrimonio, primos!

Jorge volteó a verme.

—¿Qué dices? —preguntó.

Yo estaba recargada en un camastro, con el pelo mojado, sintiendo el sol en la cara.

Lo miré.

Miré a Omar.

—Quiero una noche solo contigo —dije—. Una. Irnos a cenar, caminar por la playa, estar en el cuarto tranquilos. Sin antros. Sin gritos. Sin primos.

Jorge hizo una mueca.

—Podemos hacer eso mañana —dijo—. Hoy vamos con Omar. Para que no se sienta solo. Y ya mañana romántico, lo prometo.

—No —repetí—. Hoy. Quiero hoy. Mañana se va.

Omar, que no era tonto, levantó las manos.

—Eh, no hagan pleito por mí —dijo—. Si quieren irse de tortolitos, yo me voy solo al antro. No pasa nada.

Jorge lo miró.

—No seas gacho —dijo—. No te voy a dejar ir solo. Viniste con nosotros. Somos equipo.

Volteó de nuevo a mí.

—No seas exagerada, Mariana —siguió—. Llevamos años juntos. Vamos a tener muchas noches solos. Pero a él solo lo tenemos tres días. ¿Por qué no puedes aflojar tantito?

La palabra “aflojar” me supo a mentada.

—No es que no quiera “aflojar” —dije—. Es que esto era para nosotros. Me vendiste este viaje como “tú y yo contra el mundo” y terminamos siendo “nosotros + Omar y sus crudas”. Estoy harta de que tu primer pensamiento sea siempre él.

La gente de los camastros de al lado empezó a voltear.

Sabía que nos estábamos poniendo “serios”.

—Bájale la voz —me dijo Jorge—. No estamos en tu pueblo.

—¿Ah, sí? —solté—. Perdón, se me olvidaba que ahora somos de clase media aspiracional que no hace ridículos en hoteles todo incluido.

Omar se rió nervioso.

—Neta, no quiero ser problema —insistió—. Me puedo ir hoy mismo. Cambio el vuelo. No quiero arruinarles nada.

Lo miré.

No era con él.

Era con Jorge.

—No eres tú el problema —dije—. Es que parece que si tú estornudas, Jorge corre por un Kleenex. Y si yo digo “quiero algo”, soy la egoísta.

Jorge apretó la mandíbula.

—Siempre dramatizas todo, Mariana —lanzó—. Es solo un viaje en grupo. Deja de pensar que todo gira alrededor de ti.

Eso fue.

Esa frase.

“Deja de pensar que todo gira alrededor de ti”.

Yo, que llevaba días guardándome el coraje para no “arruinar” las vacaciones, exploté.

—¿Sabes qué, Jorge? —dije, levantándome del camastro—. Tienes razón. No gira alrededor de mí. Gira alrededor de tu primo divorciado que necesita terapia, no piñas coladas. Yo me voy a mi cuarto. Tú vete a donde quieras. Con quien quieras. Como siempre.

Me envolví en mi toalla.

Caminé hacia el elevador.

Ni siquiera me importó que se me vieran las estrías en las piernas.

Estaba enfurecida.

Jorge me alcanzó en el pasillo.

—Ey —dijo—. No te vayas así. La gente nos está viendo.

—Que vean —respondí—. Más ridículo es traer a tu primo a la luna de miel que pelearte.

Entré al cuarto.

Cerré fuerte.

Lloré.

Mucho.

Como adolescente.

La discusión se había vuelto tan seria que, por primera vez, pensé:

“Si esto es el inicio, ¿así va a ser todo?”

Jorge entró un rato después.

Solo.

Se sentó en la cama.

—Ya se fue al antro solo —dijo—. Dice que nos vemos al rato. Yo no fui. Quise venir contigo.

No dije nada.

—Perdón —añadió—. Tienes razón. Me dejé llevar. O sea, no es que piense solo en él. Pero nunca imaginé que te afectaría tanto.

—Porque no lo pensaste —dije—. Estás tan acostumbrado a que yo diga que sí a todo, a que yo me acomode, a que yo acepte tus planes, que cuando digo “no”, te parece exagerado. No estoy celosa de Omar. Estoy dolida por ti. Porque no me diste el lugar que merecía en nuestra luna de miel.

Se recargó en la cabecera.

Suspiró.

—Tienes razón —repitió—. No hay justificación. Fue una pendejada. Me cegó el querer ayudarlo. A veces exagero con esa idea de “soy el primo bueno que salva a todos”. Y me olvido de ti. De que tú eres primero.

Lo miré.

Quise creerle.

Quería ver a ese Jorge que me cuidó cuando tuve dengue, no al que me llamó egoísta por quererlo solo para mí unos días.

—¿De verdad crees eso? —pregunté—. ¿Que soy primero?

—Sí —dijo, mirándome a los ojos—. Lo he demostrado muchas veces. Hoy… fallé. Grande. Y me doy cuenta de que si sigo así, mañana el que va a necesitar terapia soy yo. Sin esposa.

Se acercó.

Tomó mi mano.

—Hagamos una cosa —propuso—. Mañana Omar se va a Playa del Carmen. Ya vi. Tiene un amigo ahí. Se va a quedar con él dos días. Nosotros nos quedamos en Cancún. Solos. Sin primos. Sin familia. Solo tú y yo. Y… cuando regresemos, vamos a poner límites claros. Porque no quiero que esto sea el patrón.

Lo pensé.

No podía deshacer esa tonta decisión de traerlo.

Pero sí podía decidir qué hacer con el resto del viaje.

Asentí.

—Está bien —dije—. Pero que quede claro: nunca más vas a volver a tomar una decisión así sin preguntarme. Ni con Omar, ni con nadie. Y si lo haces… no va a haber segunda luna de miel que arregle las cosas.

—Lo juro —respondió.

No sabía entonces cuánto significado tendría esa frase meses después.


5. Lo que pasó en Playa del Carmen

Omar se fue al día siguiente temprano, con resaca y cara de “la cagué”.

Se disculpó conmigo.

—Neta, Mariana —dijo—. Gracias por aguantarme. Me di cuenta de que sí la forcé. No quiero ser ese güey. Me voy a mi desmadre por otro lado. Ustedes disfruten.

Le di un abrazo rígido.

—Cuídate —respondí—. Y busca ayuda. De verdad. No todo se arregla con alcohol y primas políticas.

Se rió, nervioso.

Se fue.

Jorge y yo nos quedamos en Cancún “solos”.

Y sí… la segunda mitad del viaje fue hermosa.

Playa, cenas románticas, caminatas nocturnas, sexo sin miedo de que entrara alguien.

Por momentos, olvidé el caos.

Pensé: “Ok, fue un tropiezo. Una anécdota que contaremos en unos años”.

Regresamos a Guadalajara.

La vida siguió.

Pero algo cambió.

Con la luna de miel truncada, me quedaron ojos nuevos.

Empecé a notar todas las veces que Jorge anteponía las necesidades de otros a las nuestras.

—Mi tía necesita que le arregle la computadora.

—Mi amigo se va a mudar, tengo que ayudarlo.

—Mi jefe me pidió horas extra.

Y yo.

—¿Y nosotros?

—Luego, Mariana, luego. Ahorita es importante esto.

Un día, exploté otra vez.

—¿Por qué todos los demás siempre son más importantes que nosotros? —pregunté—. ¿Te da culpa ser feliz? ¿Te sientes mal cuando estás conmigo y no estás “rescatando” a alguien?

Fue un golpe bajo.

Lo sé.

Pero salió.

Él se quedó pensando.

—Tal vez —admitió—. Vengo de familia donde el que ayuda vale más. Donde mi mamá siempre nos decía: “Si no ayudas, no sirves”. Y lo tengo clavado. Me siento egoísta si digo “no”.

—Y me lo proyectas a mí —añadí—. Me dices egoísta a mí cuando digo “no quiero que tu primo venga a la luna de miel”, pero tú no eres capaz de decirle a él “no, güey, este viaje es mío y de mi esposa”. Eso también es egoísmo, ¿sabes? Eres egoísta conmigo para no serlo con ellos.

Nos quedamos callados.

La “discusión se volvió seria” version 2.0.

Ese fue el punto de quiebre.

La luna de miel había sido el síntoma.

No la enfermedad.

La enfermedad era que Jorge no sabía poner límites.

Y yo tampoco.

Porque yo siempre decía que sí, que no importaba, que luego.

Empezamos terapia de pareja.

El tema de Omar salió mil veces.

No porque él hubiera hecho “algo malo” durante el viaje. Más allá de ser un intruso.

Sino porque representaba ese patrón de Jorge.

El de “yo salvo, yo estoy, yo quedo bien con todos”.

Nos tomó meses.

Pero Jorge empezó a cambiar.

Lo vi decir “no” a su mamá por primera vez.

—No puedo ayudarte a mover el refri hoy, ma —dijo—. Estoy con Mariana. Vamos al cine. Te ayudo mañana.

Lo vi decir “no” a Omar.

—No, güey —respondió cuando le pidió quedarse en el sillón una temporada—. No puedo. Te ayudo a buscar un cuarto. Pero mi casa es mi casa. Mariana y yo necesitamos nuestro espacio.

Lo vi decir “no” a una salida con amigos porque quería quedarse conmigo.

Pequeñas cosas.

Pero para alguien como él, eran gigantes.

Yo, por mi parte, empecé a decir “sí” a mí.

“Sí” al trabajo que quería.

“Sí” a no ir siempre a las comidas familiares.

“Sí” a tomarme un fin de semana sola en la playa.

Sin Jorge.

Sin primos.

Sin nadie.

Y él lo respetó.

Ahí supe que había esperanza.


6. El primo, segunda temporada

Un año después, Omar reapareció.

No que se hubiera ido.

Siempre estuvo en la periferia.

En los grupos de WhatsApp familiares.

En los cumpleaños.

Pero ahora llegó distinto.

Mas delgado.

Con ropa menos estridente.

Con unos lentes que no le conocía.

Y con una chica.

—Les presento a Fernanda —nos dijo, en una carne asada—. Es mi psicóloga.

Todos se rieron.

—¿Neta? —preguntó Jorge.

Omar sonrió.

—Bueno, fue —dijo—. Ya no. Ahora nomás es mi novia.

Fernanda, una morena de cabello rizado y sonrisa cálida, nos saludó.

Me miró distinto.

Con conciencia.

Supe que sabía la historia.

Porque así son los psicólogos.

No pude evitar jalón de panza.

Pero ya no había odio.

Había… curiosidad.

Esa noche, mientras los hombres veían el fútbol, Fernanda se acercó a mí.

—Perdona que me meta —dijo, bajito—, pero… ¿podemos hablar un momento?

Fuimos a la cocina.

Sirvió agua.

—Sé lo de la luna de miel —dijo, directo—. Sé que Omar se les pegó. Sé que fue idea de Jorge. Sé que tú aceptaste a regañadientes. Sé que eso detonó muchas cosas entre ustedes.

La miré, un poco a la defensiva.

—¿Él te contó? —pregunté.

—Sí —respondió—. En terapia, y después. Hablamos mucho de límites. De cómo se metía en vidas ajenas para no ver la suya. De cómo se colaba en parejas para no enfrentar su soledad.

Se tomó un trago.

—No quiero justificarlo —añadió—. Lo que hizo estuvo mal. Pero… cambió. Mucho. Y sé que parte de ese cambio se dio a raíz de ese viaje.

—Qué bonito que alguien haya sacado provecho de mi desastre —solté, con sarcasmo.

Ella sonrió, sin ofenderse.

—A veces nuestras desgracias son el espejo de otros —dijo—. Y a veces, también nos empujan a cambiar a nosotras. Tú… cambiaste después de eso.

Me sorprendió que lo viera.

—Sí —admití—. Mucho. No sé si le deba las gracias.

Fernanda rió.

—No se las debes —dijo—. Pero puedes dejar de cargar con él. Él ya carga lo suyo. Y Jorge… carga lo suyo. Tú nomás carga lo que te toque.

Esa noche, al irnos, Omar se acercó a Jorge.

—Primo —dijo—. Te quería agradecer. Aunque suene raro.

Jorge frunció el ceño.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque si no me hubieras invitado a esa pinche luna de miel —respondió Omar—, seguiría siendo el mismo pendejo que se cree el protagonista de todas las tragedias. Gracias por la cachetada. Aunque se la diste a Mariana también.

Se volteó hacia mí.

—Y a ti… —añadió—. No te pido perdón otra vez, porque ya te lo he pedido mil veces. Solo te digo: gracias por no dejar que te comieran. Ni yo, ni Jorge, ni nadie. Gracias por poner límite. Nos ayudaste a todos a vernos en el espejo. Aunque tú no lo hiciste por eso.

Me lo dijo con tal honestidad que no pude enojarme.

Solo asentí.

—Aprendimos todos —dije—. A la mala. Pero aprendimos.

Fernanda sonrió.

—Así es México —dijo—. Aprendemos a chingadazos.


7. ¿Y la luna de miel?

Hace poco, Jorge me preguntó algo curioso.

Estábamos en la sala, viendo Netflix, cuando se levantó y apagó la tele.

—Mariana —dijo—. ¿Algún día vas a poder contar lo de Cancún sin enojarte?

Lo pensé.

Recordé el rosado de la playa, el azul del mar, los gritos de Omar, las peleas en la alberca, las reconciliaciones, el segundo tramo del viaje donde sí fuimos novios otra vez.

—Sí —respondí—. Creo que ya puedo. Me sigue molestando. No te voy a mentir. Fue una falta de respeto. Pero también… fue el punto de inflexión. Si no hubiera pasado, tal vez habríamos seguido años con ese patrón en el que tú te entregas a todos y yo me hago la buena que nunca pide nada.

Él asintió.

—Yo también lo he pensado —dijo—. A veces me pregunto qué habría pasado si te hubiera hecho caso ese día y hubiera dicho “no, Omar, este viaje es nuestro”. Pero no lo hice. Y tuve que pagar el precio. Y tú también. Y me duele que te haya costado tanto.

Se acercó.

—¿Te volverías a casar conmigo sabiendo todo esto? —preguntó.

Lo miré.

Pensé en Cancún.

En Omar.

En la alberca.

En las discusiones.

En las terapias.

En las nuevas lunas de miel que nos hicimos después, aunque fueran un fin de semana en Sayulita solos, sin primos, sin familia.

Sonreí.

—Sí —dije—. Pero esta vez, cuando me digas “¿te parece si invitamos a alguien a la luna de miel?”, te aviento el anillo por la ventana.

Se rió.

—Nunca más —juró—. Eso sí lo aprendí.

Nos abrazamos.

No somos la pareja perfecta.

Ni la pareja “goals” de Instagram.

Somos dos mexicanos promedio que la cagaron, que se lastimaron, que casi se pierden… y que decidieron quedarse y hacer el trabajo.

Y sí, nuestra luna de miel oficial tuvo un colado.

Pero la verdadera luna de miel, la que cuenta, la estamos construyendo a pedacitos, muchos días después.

Sin invitados.

Sin primos en crisis.

Sin más “eres egoísta por querer tiempo conmigo”.

Solo nosotros.

Dos.

Y a veces, eso, en este mundo donde todos quieren opinar y colarse a la vida de uno, es lo más revolucionario que se puede hacer.

Cerrar la puerta.

Decir “no”.

Y por fin, por primera vez, poner como prioridad la frase que tanto me costó entender:

“Primero nosotros. Luego los demás.”

Pin