En la cena familiar mi suegra me vació la copa de vino encima, sin saber que yo era la dueña de la empresa que estaba cerrando el trato de 800 millones con la compañía de su marido

Nunca había visto a tantas personas con tanto dinero hablar de garnachas con tanta seriedad.

Era una noche de jueves en Polanco, en una de esas casas con jardín frontal perfectamente recortado, fuentes de piedra y cámaras de seguridad en cada esquina. Dentro, el comedor parecía sacado de revista: mesa larguísima de madera oscura, copas brillando, velas altas, flores blancas, cubiertos que pesaban más que mi teléfono.

Yo, Regina Santos, treinta y dos años, mexicana “de provincia” como les encanta decir, llevaba un vestido negro sencillo, saco beige encima, el cabello recogido en una cola baja. Nada ostentoso, nada demasiado llamativo. Esa noche no iba como “la dueña de la empresa de tecnología financiera que estaba a punto de cerrar un trato histórico de 800 millones de dólares”. Esa noche iba, oficialmente, como “la novia del hijo menor”.

El hijo menor se llama Sebastián de la Garza y, hasta hace un año, era conocido en Guadalajara como “el junior que se fue a trabajar a CDMX y regresó con una startup-heroína de novia”.

Nos conocimos en un evento de Endeavor, en Santa Fe. Yo presentaba los avances de Paytalo, la plataforma de pagos que fundé a los 25 y que, contra todo pronóstico, se volvió unicornio en menos de cinco años. Él estaba ahí como representante de una división de Grupo De la Garza, el conglomerado de transporte, logística, construcción e inversiones de su familia.

Había química, había cerebro, había ganas. Lo demás fue cuestión de tiempo.

Lo que no me dijo hasta mucho después fue que su mamá, Victoria Rivas de De la Garza, era famosa en los círculos empresariales por dos cosas: manejar con mano de hierro la parte social y de imagen del grupo… y tratar a todas las mujeres que se acercaban a sus hijos como si fueran aspirantes a concurso de televisión.

Esa noche, después de seis meses de relación formal, Sebastián me había invitado por primera vez a una “cena de familia extendida” en casa de sus papás, en Ciudad de México.

—Va a estar tranquilo —me prometió, mientras él se acomodaba la corbata frente al espejo y yo me ponía mis discretos aretes de oro—. Mis papás, mis hermanos, sus esposas, mi tío Ernesto… ya lo conoces, el del fondo de inversión… y creo que viene un tal Mr. Walker, un gringo con el que están viendo algo del puerto de Manzanillo. Nada del otro mundo.

—¿“Nada del otro mundo” incluye que tu familia es la contraparte de uno de los deals más grandes de mi vida? —levanté la ceja.

Sebastián sonrió, culpable.

—Eso no va a salir hoy —dijo—. El NDA es clarísimo. Ahorita todo mundo cree que Paytalo está en conversaciones con “un conglomerado latinoamericano”. Nadie sabe que somos nosotros. Ni mi papá, ni mi mamá. Sólo yo… y tú… y los abogados.

Suspiré.

Paytalo llevaba tres años creciendo como espuma. Habíamos levantado rondas en Silicon Valley, Londres, São Paulo. En México, nos veían como raro híbrido: una empresa innovadora que sabía lidiar con el SAT. Nuestro siguiente paso era expandirnos a toda Latinoamérica. Para eso, necesitábamos un socio con músculo en infraestructura y presencia en puertos, rutas, almacenes: alguien que pudiera integrar nuestra tecnología a su red.

El mejor postor: Grupo De la Garza.

No fue cosa de enchiladas. Meses de due diligence, negociaciones, cláusulas. Un acuerdo en principio que, si se concretaba, pondría a Paytalo en un nuevo nivel y consolidaría a Grupo De la Garza como líder en logística digital.

Habíamos decidido, estratégicamente, que la negociación fuera manejada por mi holding en Holanda, Santos Global Holdings, y que mi nombre personal no apareciera en los encabezados hasta que todo estuviera firmado. Dos razones: privacidad… y que estaba harta de que, cuando sabían que era mexicana y joven, me pedían selfies en vez de leer los términos.

—Sólo quiero que sepas —me dijo Sebastián, serio, sujetándome las manos esa tarde— que, pase lo que pase con el deal, lo nuestro va aparte. No quiero que pienses que estoy contigo por… eso.

—Lo sé —le sonreí—. Y si por algún motivo esto se cae, vamos a comer tacos igual. Pero también quiero que entiendas algo: hoy no soy “Regina la CEO”. Soy “Regina la novia del niño”. No pienso hablar de números. No pienso meter a tu papá en nada. Ya hay un equipo de M&A cobrando muy bien por hacer eso.

—Te amo —susurró.

—Yo también —suspiré.


La casa de los De la Garza en Polanco impresionaba desde la calle. No tanto por el tamaño —he visto mansiones más grandes en Las Lomas— sino por el detalle: las jacarandas perfectamente podadas, las esculturas discretas, el portón de hierro con las iniciales “DG” entrelazadas, como logo de lujo.

Nos recibió un mayordomo. Sí, un mayordomo de verdad. Con traje, guantes blancos, expresión neutra.

—Buenas noches, señor Sebastián —lo saludó—. La señora y el señor lo esperan en el salón principal.

—Gracias, Eusebio —respondió Sebas, como quien saluda al portero de su edificio.

Entramos.

El salón estaba lleno de gente. Candelabros, muebles antiguos, obras de arte que seguro costaban más que mi primer angel round. A lo lejos, entre dos columnas, vi a Don Alejandro De la Garza, patriarca, traje azul marino, cabello blanco perfectamente peinado, copa de whisky en mano, rodeado de dos hombres: uno, moreno, alto, su hermano Ernesto; el otro, un gringo de sonrisa blanca, que supuse era Mr. Walker.

Y, en el centro de la sala, como solía ser según me habían contado, ella.

Victoria Rivas de De la Garza.

Vestido largo color vino, joyas discretas pero evidentemente caras, cabello castaño recogido en un chongo impecable, labios rojos. Tenía esa habilidad de algunas mujeres de sociedad: pararse en medio de cualquier lugar y hacerlo parecer pasarela.

Estaba hablando con cuatro señoras, riendo con una carcajada que no tocaba los ojos. Cuando nos vio entrar, hizo una pausa. Sus ojos se clavaron en mí, de pies a cabeza, como escáner.

—¡Sebastián! —exclamó, abriendo los brazos—. Hijo, llegaste tarde. ¿El tráfico?

—Ya sabes, mamá —se acercó a besarla en la mejilla—. Te presento a Regina.

Yo extendí la mano, sonriente.

—Mucho gusto, señora Victoria —dije.

Ella no tomó mi mano. Me dio un beso en el aire, apenas rozando mi mejilla.

—Re-gii-na —pronunció, alargando las sílabas—. Por fin te conocemos. Sebas nos habló mucho de ti.

Eso sonaba bien. Pero el tono no.

—Espero que cosas buenas —intenté bromear.

—Dice que eres muy lista —sonrió, pero había filo—. Que hiciste una “app de esas modernas”. Que eres emprendedora. Me encantan las emprendedoras. Luego se casan, tienen hijos, y emprenden en el colegio de las amigas.

Risas de señora. Yo sonreí, apretando los dientes.

—Regina tiene una empresa importante, mamá —intervino Sebas—. Fintech. Ya viste la nota que te mandé.

—Ay, hijo, me mandas tantas notas —se abaniqueó con la mano—. Yo sólo entiendo que tienes una novia de Guadalajara que vive en el extranjero y que ahora está aquí. Y que a tu edad ya deberías ir pensando en sentar cabeza.

La frase “vive en el extranjero” me sacó.

—Sigo viviendo en México, señora —aclaré—. Voy mucho a Nueva York, Londres y São Paulo por trabajo, pero mis oficinas principales están aquí, en Guadalajara y en CDMX.

—Mira qué moderna —replicó.

Alguien nos interrumpió: mi cuñada Renata, esposa del hermano mayor de Sebas, Alejandro Jr.. Simpática, relajada, nos abrazó, nos ofreció una copa de vino. Así empezó la noche.


La conversación en la mesa giró en torno a temas típicos de familia de dinero: escuelas, viajes, casas, chismes de gente que sale en revistas de sociales. Yo, que vengo de familia de maestros y comerciantes de Aguascalientes, jugué al diplomático: sonríe, escucha, opina poco, pregunta cuando se pueda.

—¿Y tú, Regina? —preguntó el tío Ernesto, entre sorbo y sorbo de vino tinto—. ¿A qué te dedicas? Además de aguantar a este chamaco.

Sebastián se tensó un poco. Era la pregunta que habíamos ensayado.

—Tengo una empresa de tecnología financiera —respondí, simple—. Pagos digitales, esas cosas. La mayoría de nuestra operación está fuera. Por eso viajo tanto.

—Ah, los unicornios —intervino Mr. Walker, con acento marcado—. He oído de varias empresas mexicanas exitosas en ese sector. Felicidades.

Asentí.

—Gracias.

—¿Cómo se llama tu empresa? —preguntó uno de los primos, con curiosidad genuina—. Igual la tengo en la app del banco y ni en cuenta.

Sebastián habló antes que yo.

—Luego les enseñamos —sonrió—. No queremos aburrir a todos con temas de trabajo. Hoy es noche familiar.

Victoria levantó la ceja, notando la evasiva.

—Mínimo dinos si ya eres millonaria —bromeó Renata—. Para saber si te pedimos que pagues la cuenta del antro.

—Estoy trabajando en eso —respondí, ligero—. Pero todavía me falta.

No era del todo mentira. Sí, mi empresa estaba valuada en más de mil millones de dólares. Sí, tenía acciones. Pero también tenía compromisos, inversionistas, planes. El dinero, en startups, es más papel que realidad… hasta que no.

Mientras comíamos el primer plato —ensalada de hojas que no supe nombrar con queso raro—, escuché fragmentos de otra conversación, al otro lado de la mesa, entre Don Alejandro, Ernesto y Mr. Walker.

—We’re very excited about the LatAm expansion —decía el gringo—. The integration with the payment platform will be key.

—Absolutely —respondió Don Alejandro—. We believe this will position us as leaders in the region. We just need to close the final terms with Santos Global Holdings. Our team says everything looks good.

Sentí una punzada. Santos Global Holdings. Mi holding.

Victoria, que escuchaba todo aunque pareciera distraída con su vino, intervino.

—¿Santos Global? —preguntó—. ¿Esos no son los mismos que salieron en la portada de Forbes México el mes pasado? Los que traen a la joven está… ¿cómo se llama? La de los tenis y el blazer. Regina algo.

Tragué.

Renata volteó hacia mí, curiosa.

—¿Y tú no te apellidas Santos? —preguntó, en voz alta.

Sebastián se atragantó con el vino. Tosió.

—Sí, pero es coincidencia —aclaró rápido—. Santos hay muchos.

El tío Ernesto se rió.

—Ay, Sebas, no te quieras hacer el misterioso —dijo—. Todos sabemos que estás saliendo con una emprendedora famosa. Tu mamá vio la portada. Lo que no sabíamos es que se apellidaba igual que la del holding con el que estamos negociando.

Los ojos de todo mundo se posaron en mí.

Victoria entornó los ojos.

—A ver, Regina —se inclinó hacia mí—. ¿Tú tienes algo que ver con Santos Global?

Mi cerebro hizo cálculos en chinga.

Formalmente, yo era la accionista mayoritaria de Santos Global. Lo había creado con mis primeros inversionistas para controlar las diferentes subsidiarias de Paytalo en distintos países. Pero mi nombre rara vez aparecía solo en los deals. Usábamos directores, apoderados, estructuras.

Teníamos un NDA específico que nos prohibía revelar la contraparte hasta el anuncio oficial.

También tenía a toda la familia De la Garza mirándome. Y a Sebastián, con la cara de “no la riegues, por favor”.

Sonreí.

—Sólo compartimos apellido, señora —respondí—. Mi familia es de Aguascalientes, modestos comerciantes. No tenemos holdings en Holanda ni nada parecido.

No era mentira del todo. Tenía holdings… pero mis papás seguían vendiendo telas en el mercado.

Victoria me sostuvo la mirada unos segundos más. Luego sonrió.

—Qué curioso —dijo—. Bueno, ya, no hablemos de cosas de trabajo. Hoy, según Sebas, es noche de festejar el cumpleaños de su hermana.

El tema se desvió.

Sebastián me apretó el muslo por debajo de la mesa, agradecido y tenso.

Yo pensé: “Esto se va a saber en algún momento. Pero no hoy. No aquí”.


La cena avanzó. El vino corría. Las risas también. Yo comí poco. El estómago se me hacía nudo cada que escuchaba a alguien mencionar “la firma del viernes”, refiriéndose al closing del contrato con Santos Global.

—Tú, Sebas —dijo Don Alejandro en algún punto, con el orgullo típico de papá—, vas a estar al frente del proyecto de integración. No cualquiera. No es cualquier cosa. Estamos hablando de 800 millones de dólares.

—Papá… —Sebas intentó bajarle.

—¿Ocho-cientos? —preguntó una prima, escandalizada—. ¿Eso cuánto es en pesos?

—Mucho —respondió Renata—. Como para que el primo ya debería estar pagando nuestras bodas.

Bromas, carcajadas.

Victoria sonreía, pero su mirada volvía a mí de vez en cuando, evaluándome.

Después del postre, pasado ya el tercer vino, la conversación derivó en temas menos corporativos y más personales.

—Regina —intervino Victoria, con la copa en la mano, girando el vino como si fuera sommelier—. Y tú, corazón, ¿qué planes tienes con mi hijo? Porque él ya no está en edad de andar de noviecitos.

Sebastián resopló.

—Mamá…

—Es pregunta seria —insistió—. No quiero que se me distraiga con algo pasajero justo cuando su carrera va a despegar.

La condescendencia me inflamó la garganta. Me limpié las comisuras con la servilleta, respiré hondo.

—Sebastián y yo hemos hablado —respondí, con calma—. Estamos construyendo algo, paso a paso. Yo respeto sus proyectos, él respeta los míos. No tenemos prisa por ponerle una etiqueta tradicional si no estamos listos.

—Ay, qué modernas —bufó una de las tías—. En mis tiempos, a los seis meses ya había anillo.

Victoria no se rindió.

—A mí lo que me preocupa —dijo, fingiendo ternura— es que tú estés… a su altura. No sólo económica —hizo una mueca de “no me malinterpretes”—, sino de… estatus. Sebas viene de una familia de ciertas costumbres, de cierto nivel. Y tú… por lo que entiendo… vienes de… otra realidad. No sé si te vayas a adaptar. No quiero que sufras. Ni que él sufra.

“Traducción: no quiero que nos hagas pasar vergüenzas”.

Sebastián intervino, molesto.

—Mamá, ya —advirtió—. No es el momento de…

—Es el momento perfecto —lo calló—. Cuando empieces con el proyecto este enorme, con viajes, con juntas, con responsabilidades, no quiero que te distraiga una muchacha que un día se va a dar cuenta de que no encaja en este mundo y te va a dejar.

Me reí por lo bajo.

—Señora —dije—. Yo no quiero el mundo de nadie. Tengo el mío. Y si un día decido irme, no será porque no encaje en “este mundo” —hice comillas con los dedos—. Será porque no encaje con su hijo. Como en cualquier relación.

Hubo un murmullo.

Victoria tomó un trago grande de vino.

—Ay, traes genio —comentó—. Se nota que no eres de aquí. Me gusta. Pero… cuidadito. Aquí… —se tocó el pecho—. Máas vale saber quién manda.

La frase me pareció tan caricaturesca que por dentro me dio risa. Pero por fuera, mantuve la calma.

—En mi empresa mando yo —dije, sin pensarlo—. En mi vida, también. Aquí… hoy, soy su invitada. Y como tal… sólo espero respeto.

La palabra golpeó la mesa.

Don Alejandro carraspeó, intentando suavizar.

—Ya, ya —dijo—. No peleen. Estamos entre familia. Victoria, corazón, no seas tan dura. Regina, hija, no te tomes las cosas tan a pecho. Tú estás acostumbrada a pelear con inversionistas, aquí somos de chocolate.

“De chocolate… 800 millones”.

Victoria me miró con frialdad.

—No planeo pelear —respondió—. Pero sí dejar las cosas claras. No quiero sorpresas.

Se levantó.

—Voy a servir más vino —anunció, y tomó la botella.

Yo me distraje un segundo, volteando hacia Sebastián, que me miraba con ojos de “perdón, perdón, perdón”.

No la vi venir.

Sólo sentí el frío pegajoso en el pecho.

La copa, inclinada más de lo debido, se vació sobre mi vestido, sobre mi saco, sobre mi blusa. El vino tinto se expandió como una mancha de crimen sobre el negro.

—¡Ay! —exclamó alguien.

—Victoria… —murmuró Don Alejandro.

Yo me levanté de golpe, instintivamente.

Victoria, con la copa en la mano, puso cara de sorpresa fingida.

—¡Ay, Regina, lo siento tanto! —dijo, en voz alta—. ¡Qué torpe soy! Te empapé.

Mi vestido goteaba. La tela se pegaba a mi piel. Sentí el frío… y la humillación caliente en las mejillas.

—No importa —murmuré, conteniendo las ganas de aventarle la copa de regreso—. Fue un accidente.

Ella sonrió. Sus ojos decían otra cosa.

—Te acompaño al baño, hija —se ofreció, con demasiada prisa—. Te damos algo para limpiarte. A ver si Renata tiene una blusa que te quede.

Sebastián se levantó también.

—Voy contigo —dijo—. Te busco toallas.

—No —lo detuvo Victoria—. Quédate. Habla con tu padre de lo de mañana. Nosotras nos encargamos de… esto.

Me tomó del brazo con dulzura forzada.

—Vamos, Regina.


El baño de visitas era tan grande como mi sala. Había un espejo enorme, toallas bordadas con iniciales, un difusor de aromas con olor a jazmín. Victoria cerró la puerta con llave.

Yo, parada frente al espejo, vi mi reflejo: vestido manchado de vino, mejillas rojas, mandíbula apretada.

Victoria dejó la copa en el lavabo. Se cruzó de brazos.

—Bueno —dijo, ya sin tono de disculpa—. Vamos a dejar algo claro, tú y yo.

Me quité el saco con cuidado, evitando llorar.

—¿Qué cosa, señora? —pregunté, con la voz fría.

—Sebastián es mi hijo —empezó, como si diera una charla—. Mi hijo menor. El que me queda cerca. El de corazón blando. Ya vi cómo te lo traes —alzó la ceja—. Lo he visto traer flores, defenderte, discutir con nosotros por ti. Lo tienes… agarrado.

—Yo no “tengo agarrado” a nadie —contesté—. Estamos juntos porque queremos.

—Ay, por favor —bufó—. Tú eres lista. No te hagas. Sabes que para ti no es lo mismo andar con un contador de Colima que con un De la Garza. Maced… ¿cómo se llama? ¿Tu empresa? Esa apestada de las fintech… —chascó la lengua—. Puedes salir en todas las revistas que quieras, pero si quieres entrar a ciertos círculos… necesitas algo más. Y mi hijo te lo da.

Se me clavó en el pecho.

—¿De verdad cree que estoy con su hijo por conveniencia? —pregunté—. ¿En pleno 2025? ¿En serio vamos a tener esta conversación?

Ella se encogió de hombros.

—He visto muchas “Reginas” en mi vida —dijo—. Algunas se casan, sacan provecho, luego se largan. Otras se quedan, se vuelven señoras. Unas pocas… se portan bien. Mi labor es proteger a mi hijo. Y a esta familia. Y a los negocios. No voy a permitir que un capricho romántico me reviente un deal.

Ahí estaba. El miedo.

—¿Tiene miedo de que yo le arruine su trato con Santos Global? —pregunté, viendo sus ojos en el espejo.

Se tensó.

—¿Qué sabes tú de Santos Global? —se hizo la sorprendida.

—Sé… algunas cosas —respondí—. Lo suficiente para saber que no le caería bien que la novia de su hijo resultara tener coincidencias raras.

Victoria soltó una risita.

—Te repito: los deals se hacen con cabeza fría —dijo—. Y tú… me pareces… volátil. No quiero que un drama sentimental nos cueste cientos de millones. Así que, si realmente quieres algo con Sebastián, vas a tener que aprender tu lugar. Y si no… mejor aléjate. Hoy. Antes de que sea tarde.

La frase “aprender tu lugar” me encendió.

Por un segundo, vi mil escenas de mujeres antes que yo, en baños de casas como esta, siendo regañadas, humilladas, responsabilizadas de cosas que no les correspondían.

Respiré hondo.

—¿Sabe qué es lo más irónico de esto, señora? —dije, despacio—. Que usted cree que tiene todo bajo control. Que su familia, su apellido, su dinero, su empresa, sus deals… que todo está en sus manos. Y no tiene idea… de con quién está hablando.

Abrió la boca.

—Mira, Regina, yo…

La interrumpí, sacando mi celular del bolso. Abrí un correo. Busqué un archivo.

—¿Ve esto? —le mostré—. Es el acuerdo marco de la transacción con Santos Global. Lo vi justo antes de venir. Lo revisé. Lo aprobé. ¿Ve este nombre aquí? —señalé.

Leyó.

Sus ojos se agrandaron.

—Regina… Santos… CEO… —susurró.

—Exacto —dije—. La misma que salió en la portada que vio. La misma que, según, sólo quiere “anotarse un De la Garza en su currículum”. La misma que representa al “holding latinoamericano” que está a punto de firmar un acuerdo de 800 millones con su grupo.

El silencio en el baño se volvió sólido.

—¿Qué…? —balbuceó—. ¿Sebastián sabía?

—Sí —respondí—. Desde hace meses. Y decidió no mezclar cosas. Yo también. Venir aquí como “Regina la novia” era parte del trato. Yo ya había aceptado jugar ese papel. Pero luego usted decidió que yo era una arribista que necesitaba ser… educada.

Victoria, por primera vez esa noche, perdió la compostura. Se le desdibujó la sonrisa. Tragó.

—Esto… esto no puede ser cierto —negó—. Santos Global es enorme. No puede ser que tú…

Asentí.

—Mis papás siguen vendiendo telas en Aguascalientes —aclaré—. Pero yo… me rompo la madre desde los veinte para estar donde estoy. No nací con mayordomo ni con casa en Polanco. Lo construí. Y sí. Soy joven. Y mujer. Y mexicana. Y dirijo un holding que negocia con el suyo.

Me di cuenta de que me temblaban las manos. No era sólo furia. Era también miedo. Si hacía esto mal, podía poner en riesgo la transacción. Podía poner en riesgo a mi empresa, a mis empleados. Pero también… había algo de dignidad en juego.

Victoria apoyó las manos en el lavabo. Cerró los ojos un segundo.

—¿Por qué no lo dijeron? —preguntó, al fin—. ¿Por qué Sebastián no me dijo “ma, mi novia es…”?

—Porque… —respiré—. El NDA lo prohíbe. Y porque él… sabe cómo reacciona usted cuando se siente amenazada. Y porque yo… no quería que me vieran como “la inversión más cara de la familia”. Quería que me vieran como persona.

Abrió los ojos.

—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Me estás… amenazando?

Negué.

—Le estoy dando la oportunidad de decidir qué es más importante para usted —dije—. Si proteger un deal por miedo y prejuicio, o construir una relación basada en respeto. Yo, por mi parte, ya decidí. No voy a aceptar un trato donde mi equipo tenga que aguantar humillaciones. Ni donde yo tenga que pedirle permiso a una suegra para ser quien soy.

Ella se enderezó.

—No tienes idea de lo que implicaría cancelar esto —dijo—. Mi marido, mi cuñado, el consejo… se nos van encima. Las acciones… se desploman. La prensa… nos come.

—Lo sé —respondí—. Por eso… no estoy aquí para cancelar nada. Aún. Estoy aquí para decirle que, si esto sigue… necesitamos reglas claras. Profesionales. Y personales. No puedo poner un pie en su casa sabiendo que me ve como amenaza. Y no puedo firmar con su empresa sabiendo que usted está dispuesta a sabotear a la gente por inseguridad.

Sus labios temblaron.

—Yo… —empezó—. Yo sólo… no quiero perder a mi hijo.

La vulnerabilidad me tomó por sorpresa.

—No lo va a perder —dije, más suave—. A menos que usted misma lo empuje. Sebastián la adora. Pero es un adulto. No un niño.

Hubo un knock en la puerta.

—¿Todo bien? —era la voz de Sebastián—. Se tardan mucho.

Victoria tomó aire.

—Sí, hijo —respondió—. Todo bien. Sólo… se manchó mucho el vestido.

Me miró.

—¿Me vas a decir que no quieres seguir con el deal? —preguntó, en susurro.

La miré.

Pensé en mis socios, en los planes, en los empleados, en las oportunidades.

—Quiero seguir —dije—. Pero no a cualquier precio. Y no… dispuesta a aceptar menos respeto del que usted le daría a un socio gringo. Porque, le recuerdo, si esto se cae, yo tengo otras opciones. Ustedes también. Pero ninguna se beneficia de una guerra de egos.

Victoria asintió, lentamente.

—Eres muy… directa —murmuró—. Me caes mal por eso. Y al mismo tiempo… me recuerdas a alguien.

—¿A usted? —bromeé, sin poder evitarlo.

Soltó una risita sincera, por primera vez.

—A mí, cuando tenía tu edad —admitió—. Hasta que me casé, tuve hijos, y me di cuenta que para sobrevivir aquí… había que aprender a atacar antes que ser atacada.

Se miró en el espejo, con el maquillaje perfecto, el collar caro.

—Quizá… —dijo—. Ya me pasé de lanza.

Fue lo más parecido a una disculpa que podía esperar en ese momento.

—Si quiere… —propuse—. Podemos mantener lo del deal en la esfera profesional. Lo anunciaremos cuando toque. Sin mezclarlo con esto. Y lo de su hijo y yo… se verá… con tiempo. Con calma. Si funciona o no. Pero deje de verme como amenaza.

Victoria me estudió unos segundos más.

—No prometo… dejar de ser yo —dijo—. Pero… voy a intentar no sabotear… lo que, a todas luces, nos conviene a todos.

Tomó una toalla, la mojó, empezó a limpiarme el vestido con delicadeza.

—Te manché de más —dijo, bajito—. Y no sólo el vestido.

—Yo también fui… dura —acepté.

—A veces… —susurró—. Es la única forma que nos enseñaron.

Terminó.

El vino no se quitó del todo, pero se disimuló.

—Vas a salir de aquí… con la cabeza en alto —dijo—. Porque si no… —medio sonrió—. Pues yo también pierdo.

Abrí la puerta.

Sebastián nos miró, preocupado.

—¿Qué pasó? —preguntó.

Victoria sonrió.

—Nada que un buen dry cleaning no arregle —dijo—. ¿Verdad, Regina?

La miré.

—Nada que unas buenas cláusulas de respeto mutuo no arreglen —respondí.

Sebastián no entendió nada. Pero sonrió, aliviado.


El deal se cerró dos semanas después.

La noticia salió en todos lados:

“Grupo De la Garza y Santos Global Holdings cierran alianza estratégica de 800 millones de dólares para revolucionar pagos y logística en Latinoamérica”.

Yo aparecí en las fotos, al lado de Don Alejandro, de Ernesto, de Mr. Walker, de mi CFO. Varios medios hicieron énfasis en que el holding latinoamericano estaba liderado por “una joven mexicana de Aguascalientes”.

Los columnistas especializados hablaron de la jugada estratégica, del futuro, de los riesgos. Los de chismes empresariales hablaron de “la suegra que no sabía que la novia de su hijo era la dueña del unicornio”.

Alguien filtró algo. No fui yo.

En la oficina, mis socios me felicitaron.

—Te rifaste —me dijo mi COO—. Yo habría mandado a la chingada a esa familia desde el vino.

—Yo también tuve ganas —confesé—. Pero habría mandado a la chingada a doscientas personas que dependen de esto.

—Y a un novio buena onda —añadió.

Sonreí.

Sebastián, por su parte, tuvo broncas con su mamá.

—¿Por qué no me dijiste? —le reclamó—. ¿Por qué le hiciste eso?

Ella, según me contó, sólo respondió:

—Porque todavía estoy aprendiendo a ser suegra de mujeres que no necesitan nada de nosotros. Es nuevo para mí.

No fue una disculpa perfecta. Pero fue un inicio.

Nos tomó meses recomponer la relación. Pero poco a poco, Victoria y yo encontramos un terreno neutro: el respeto entre empresarias.

—Mira, Regina —me dijo un día, en una junta—. Si tú hubieras sido un junior masculino con una app medio pedorra, te habría tratado igual o peor. El problema no eres tú. Soy yo… y el mundo que me hizo así.

—Lo sé —respondí—. Y tampoco te pido que me trates con guantes. Sólo… como tratarías a un CEO hombre con un deal de este tamaño.

Se rió.

—A esos les tengo menos paciencia —admitió—. A ti te doy chance porque… traes fuego.

Con el tiempo, me di cuenta de que su vino en el vestido no era sólo agresión. Era miedo. Miedo a perder control, a que una nueva generación hiciera las cosas diferente, a que sus hijos tuvieran lealtades más allá del apellido.

Yo también tenía mis miedos. A mezclar amor y negocio. A ser vista como “la que se acostó con el cliente”. A perderme a mí misma en el proceso.

Lo que no perdió ninguno de los dos bandos fue el trato.

Y eso, en un país donde muchas mujeres son desechadas en cuanto se atreven a levantar la voz, ya era ganancia.


Meses después, en otra cena familiar, esta vez en un restaurante menos solemne, Victoria levantó su copa.

—Brindemos —dijo—. Por los nuevos tiempos. Por los hijos que ya no nos obedecen en todo. Y por las nueras que traen contratos bajo el brazo.

Todos rieron.

Yo alcé mi copa también.

—Y por las suegras que aprenden a no vaciar el vino en el vestido cuando se sienten amenazadas —añadí.

Victoria se rió de sí misma.

—Pinche Regina —dijo, con cariño—. Nunca olvidas. Como buena empresaria.

Sebastián me tomó de la mano, bajo la mesa.

Lo miré.

Pensé en cómo habría sido todo si, esa noche, me hubiera quedado callada. Si hubiera limpiado el vino, sonreído, aguantado. Si hubiera firmado el deal con rencor.

No lo hice.

Y, por eso, cuando veo la foto en el marco en mi oficina —yo, firmando, flanqueada por Don Alejandro y Victoria—, no sólo veo un número.

Veo a una mujer que se negó a que la pusieran en su lugar… sin antes dejar claro cuál era.

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