El viaje de chicas de mi esposa escondía a su amante, hasta que llegué al mismo hotel con mi novia

La primera vez que escuché la frase “viaje de chicas” fue de boca de Mariana, una noche de miércoles cualquiera, mientras lavábamos los platos en nuestro departamento de la colonia Narvarte, en la Ciudad de México.

—Amor —dijo, sin dejar de tallar un vaso—, Pau y las demás están organizando un viaje de chicas a la playa. Como antes, ¿te acuerdas? Cuando estábamos en la uni.

Yo apenas levanté la vista del celular.

—¿A dónde? —pregunté.

—Riviera Maya. Una semanita nada más. Pura mujer, cero esposos, cero novios, cero dramas.

Sonrió, pero no era la sonrisa completa que yo conocía desde que teníamos veinte años. Era una sonrisita más ensayada, como de comercial.

—¿Y cuándo sería eso? —insistí.

—En dos semanas. Ya viste cómo he estado, Javi. Trabajo, casa, trabajo, casa. Me hace falta aire, sol, mar. Y no es como si tú no tuvieras tus saliditas con los del trabajo.

Me dijo eso empujando con el hombro, en tono de broma, pero yo sentí un piquetito de culpa. Porque sí, últimamente salía mucho con la banda de la oficina. Y porque entre esa banda estaba Paola.

Paola, la diseñadora de sonrisa grande, chistes rápidos y tatuaje de luna en la muñeca. Paola, con quien compartía más risas de las que admitía en casa.

—Está bien —dije, encogiendo los hombros—. Te lo mereces. Vete a tu viaje de chicas. Nomás mándame fotos para morirme de envidia mientras estoy encerrado en juntas.

Mariana sonrió, se acercó y me dio un beso rápido.

—Sabía que ibas a entender —susurró.

Lo que no sabía era todo lo que ya estaba decidido desde antes de que abriera la boca.


Dos días después, la sospecha se coló en mi vida de la forma más tonta posible: por una notificación mal silenciada.

Estábamos viendo una serie en la sala, los pies en la mesita, un bol de palomitas entre los dos. El celular de Mariana vibró, ella lo tomó como siempre. Pero esta vez, en lugar de desbloquearlo de inmediato, apretó el aparato contra su pecho como si tratara de tapar algo.

Fue un gesto mínimo. Pero cuando llevas casi diez años con alguien, esos detalles gritan más que un portazo.

—¿Todo bien? —pregunté, sin quitar la vista de la pantalla.

—Sí, es el grupo del viaje —respondió rápido—. Están viendo lo de los bikinis y esas cosas que a ti ni te importan.

Se rió, pero sus dedos apretaban el celular con fuerza.

Lo dejé pasar… en ese momento.

Esa misma noche, ya en la cama, ella se durmió rápido. Siempre ha tenido ese talento: poner la cabeza en la almohada y desaparecer del mundo. Yo, en cambio, me quedé mirando al techo, con la sospecha caminándome por el pecho como insecto.

A la una de la mañana sonó otra notificación. Ella ni se movió.

El celular estaba en su buró. A menos de veinte centímetros de mi mano.

Sabía que estaba mal. Sabía que cruzaría una línea. Pero también sabía que había algo que no me estaba diciendo. Y la mezcla de miedo y orgullo pudo más que cualquier moral barata.

Tomé el celular. Su huella desbloqueaba la pantalla, pero no iba a levantarla. En cambio, noté que los mensajes de WhatsApp se podían leer en la barra de notificaciones.

Vi un nombre que no era “Pau”, ni “Chicas Tulum”, ni nada parecido.

“Carlos ❤️”.

El corazón al lado del nombre me dio un golpe en el estómago.

El mensaje decía:

Amor, ya confirmé las fechas del hotel. Ya quiero verte en bikini y sin todo lo demás 😉

Sentí que la sangre se me iba a los pies. Bajé un poco más la notificación y vi la vista previa de la respuesta de Mariana:

No me digas esas cosas, que me dan ganas de cancelar lo de “viaje de chicas” y decirte que es viaje contigo.

No leí más. Dejé el celular donde estaba, me levanté al baño y me miré al espejo como si fuera otra persona. ¿Quién era ese tipo con ojeras y cara de idiota?

Mi esposa no iba a un “viaje de chicas”. Iba a un viaje con su amante.

Con Carlos. Un nombre tan simple para una complicación tan grande.


Pasé los siguientes días en modo automático. Trabajaba, respondía correos, iba a juntas. Por fuera parecía normal. Por dentro, mi cabeza era una licuadora.

Pensé en enfrentar a Mariana de inmediato, en aventarle la verdad en la cara: “Sé que no vas con amigas, sé que vas con tu amante”. Pero cada vez que la veía moverse por la casa—colgando ropa, hablando con su mamá, poniendo frijoles en la olla—algo en mí se encogía. No estaba listo para escuchar las respuestas.

En la oficina, Paola empezó a notar que algo andaba raro.

—Oye, Javi —me dijo un martes, mientras comíamos tortas ahogadas en el comedor—, traes una nube negra encima desde hace días. ¿Qué pasó? ¿Te regañó el jefe o qué?

Negué con la cabeza, limpiándome la salsa con una servilleta.

—No. Es… Mariana. Se va de viaje la próxima semana.

—¿Y eso es malo? —se burló—. Yo estaría feliz: depa para mí sola, chelas, calzones por todos lados.

Yo solté una carcajada triste.

—Es un “viaje de chicas”… que no es de chicas.

Paola frunció el ceño. Tenía la mirada afilada.

—¿Cómo que no?

Respiré hondo.

—Leí un mensaje. No debía, lo sé. Pero lo hice. Y me enteré de que va a la Riviera Maya con un tal “Carlos”. No amigas. No plan de chavas. Un amante.

Paola se quedó callada, con la torta a medio camino.

—Verga —murmuró—. ¿Y qué vas a hacer?

—No sé —admití—. Quiero reclamarle, pero al mismo tiempo siento que si lo hago, todo se rompe. Y hay una parte de mí que… no quiere ver eso todavía.

Ella jugó con el vaso de refresco, pensativa.

—A ver, no te voy a decir que estuvo bien que revisaras su cel. Pero tampoco voy a fingir que lo que está haciendo ella es poca cosa. ¿Te lo imaginabas?

Negué.

—Habíamos estado distantes, sí. Peleas mensas, mucho trabajo, poco tiempo juntos. Pero nunca pensé que llegara a esto.

Paola me miró con una mezcla rara de empatía y algo más.

—Si quieres, te puedo ayudar a vigilar su Instagram a ver qué sube —bromeó—. Me encantan los chismes.

Reí, pero sin ganas.

—No, gracias. No quiero enterarme por stories. Quiero… entender qué voy a hacer yo.

Fue entonces cuando Paola dijo algo que no me esperaba.

—¿Y si no te quedas sentado? —soltó—. ¿Y si no nada más te quedas en tu casa, llorando y viendo Netflix mientras tu esposa se pasea con su amante?

—¿Qué propones, que la siga? —pregunté, sarcástico.

Paola alzó una ceja.

—¿Y por qué no?

—¿Estás loca?

—Un poquito —dijo, sonriendo—. Pero escucha: ya sabes las fechas, ¿no? Sabes a dónde van, seguro viste el hotel en la reservación o algo. Podrías ir tú también. No sé, con un amigo, con la banda. Y verla. No que la acoses, sino que te confrontes con la realidad. Y la obligues a confrontarse ella también.

La idea sonaba a novela barata. Pero una parte de mí sintió un destello oscuro de satisfacción. Verle la cara cuando me viera ahí. Verte con Carlos. Que se tragara su mentira de “viaje de chicas”.

—No estaría tan mal verte en traje de baño en la Riviera Maya, la neta —añadió Paola, medio en broma, medio en serio.

La miré. Ella me sostuvo la mirada sin huir.

En ese momento, la idea se completó en mi cabeza: si Mariana podía ir a la playa con su amante, ¿por qué yo no podía ir con… mi casi novia?

Porque, aunque nunca lo habíamos dicho en voz alta, Paola y yo teníamos algo. Mensajes fuera del horario laboral, chistes internos, miradas de más. Nada físico aún. Pero el terreno estaba sembrado.

—¿Lo dices en serio? —pregunté, despacio.

Paola sonrió, nerviosa.

—No estoy diciendo que nos tengamos que ir a acostar en una cama de hotel y ya —respondió—. Pero si tú quieres ir a ese lugar, no te voy a dejar solo. Y si tu esposa quiere jugar al amor moderno, que vea que tú también sabes mover las fichas.

La frase “mover las fichas” me supo amarga. Porque yo nunca había querido jugar. Pero ya estaba dentro del tablero.

—Déjame pensarlo —dije.

Lo pensé dos días. Al tercero, compré dos boletos de avión.


El viernes del “viaje de chicas”, Mariana estaba eufórica. Tenía la maleta hecha desde hacía una semana. Se probó como diez bikinis frente al espejo, preguntándome cuál le gustaba más. Yo contestaba con un nudo en la garganta: “Todos te quedan bien”.

Mientras desayunábamos chilaquiles, me acarició la mano.

—Te voy a extrañar, Javi —dijo—. Prometo mandarte fotos.

Que no sean las mismas que le mandas a Carlos, pensé. Pero me tragué las palabras.

La llevé al aeropuerto. Ella iba con jeans, sudadera y una maleta color turquesa. Me abrazó fuerte antes de entrar a la zona de seguridad.

—Pórtate bien —me dijo, en tono juguetón.

—Tú también —respondí, mirándola a los ojos.

Por un instante, pensé en decirle todo ahí mismo, frente a la fila de pasajeros, las maletas, los anuncios de “última llamada”. Pero ella ya se estaba alejando, levantando la mano. Y yo me quedé parado, con la sensación rara de que estaba viendo alejarse no sólo a mi esposa, sino a la versión de mi vida que conocía.

Cuatro horas después, yo también estaba en el aeropuerto. Con otra mujer a mi lado.

Paola había decidido ir conmigo. “Total”, había dicho, “tengo días pendientes, y no es como si me matara por estar en la oficina”. No lo anunciamos como “viaje romántico”, ni siquiera entre nosotros. Era, oficialmente, “el viaje más incómodo de la historia”.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó Paola mientras esperábamos abordar, con una mochila pequeña y una gorra de los Tigres del Norte.

—No —contesté, honesto—. Pero tampoco estaba seguro de quedarme en casa sabiendo que ella está con él.

—Bueno —dijo, levantando su vaso de café—. Brindemos por las malas decisiones que al menos nos llevan a la playa.

Sonreí. El sarcasmo era nuestro salvavidas.


Llegamos a Cancún bajo un sol blanco. El calor nos golpeó en la cara apenas salimos del aeropuerto. Tomamos una van hacia Playa del Carmen, donde estaba el hotel que yo ya había visto… por “accidente”.

Era un hotel todo incluido, de esos con pulserita en la muñeca, buffets gigantes y música constante. Yo había revisado el correo de Mariana y su reservación decía claramente: “Habitación doble, cama king, vista al mar”.

Dos nombres: “Mariana López” y “Carlos Herrera”.

Cuando llegamos a recepción, sentí que el corazón se me iba a salir por la boca. Tenía miedo de encontrarla ahí mismo, en el lobby, abrazada de él. Pero no había rastro de ellos.

—Reservación a nombre de Javier Ortega —dije, tratando de sonar normal.

La recepcionista sonrió, nos dio nuestras pulseras y un mapa del lugar.

—Bienvenidos. Su habitación está en el edificio tres. Horario del buffet, de seis de la mañana a once de la noche. El bar de la alberca cierra a las ocho. Que disfruten su estancia.

Mientras caminábamos por los pasillos con vistas al jardín, Paola me empujó con el codo.

—Respira —dijo—. Nadie sabe que estamos aquí por un drama, sólo por la playa.

—Más tarde no será tan sencillo —respondí.

La habitación era amplia, con cama enorme, vista parcial al mar y un mini bar lleno de chelas. Paola lanzó su mochila a un lado y se dejó caer en la cama, riendo.

—Aunque todo salga mal, mínimo no escogiste mal el hotel —comentó.

Yo dejé mi maleta junto al clóset y me acerqué a la ventana. Desde ahí se veía la alberca principal, con gente ya metida en el agua, risas, música de reguetón suave.

Y ahí estaba ella.

Mariana, en bikini rojo, recostada en un camastro junto a un hombre que no era yo.

El aire se me fue de golpe. Sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago.

—¿La ves? —preguntó Paola, acercándose.

Asentí, incapaz de hablar.

Mariana tenía el cabello recogido en un chongo alto, lentes de sol grandes, la piel ya ligeramente bronceada. Reía, inclinándose hacia el tipo a su lado: un hombre alto, moreno, con barba bien recortada. Carlos. Tenía la mano sobre la pierna de ella, como si fuera lo más natural del mundo.

No eran dos personas escondiéndose. Eran dos personas que se sentían libres.

—Hijo de la chingada… —murmuré.

Paola permaneció en silencio unos segundos.

—¿Quieres bajar? —preguntó, despacio.

—Quiero… que me vea —dije, con la voz tensa—. Quiero que sepa que ya no es su secreto.

Paola me miró, seria.

—Vamos —dijo—. Pero respira. Y recuerda que no estás solo.


Bajamos a la alberca con trajes de baño, toallas al hombro y un intento de normalidad. Mi corazón latía tan fuerte que me zumbaban los oídos. Cada paso hacia los camastros era un acercamiento al choque frontal más raro de mi vida.

Mariana estaba tan concentrada en su conversación con Carlos que no nos vio de inmediato. Me acerqué unos metros, lo suficiente para quedar en su campo de visión.

Fue cuando el mesero de la alberca, un chavo con playera del hotel y sonrisa cansada, se cruzó cargando una charola de cervezas. Se movió un poquito, y en ese hueco de su trayecto, Mariana levantó la vista.

Nuestros ojos se encontraron.

El tiempo se detuvo.

Vi cómo su sonrisa se congelaba, cómo el color se le iba del rostro debajo del bronceado. Sus lentes de sol se le resbalaron por la nariz. Su mano se apartó automáticamente de la pierna de Carlos.

—No mames… —susurró Paola entre dientes.

Carlos se dio cuenta del cambio y siguió la mirada de Mariana. Nos vio. Me vio. Y, de inmediato, entendió, o al menos intuyó, que algo andaba muy mal.

Yo no sabía si sonreír, saludar, o empezar a gritar. Terminé haciendo algo en medio: levanté la mano, como si nos hubiéramos encontrado por casualidad en el súper.

—Hola, amor —dije, con una calma que no sentía—. Qué sorpresa verte en tu viaje de chicas.

La frase cayó como piedra en el agua.

Alrededor, seguía la música, la gente bebía, los niños gritaban. Pero en nuestro pequeño círculo, el ambiente se volvió pesado.

Mariana se levantó del camastro, temblando.

—Javier… ¿qué haces aquí? —preguntó, apenas encontrando la voz.

Paola se detuvo a mi lado. No me tomó de la mano, pero su proximidad decía suficiente.

—Vacaciones —respondí—. ¿No puedo venir a la playa con mi novia?

Solté la palabra a propósito, como un golpe. Vi cómo le atravesaba la expresión a Mariana.

—¿Tu… novia? —repitió.

—Paola —dije, girando un poco—. Ya la conoces, te he hablado de ella. Trabajamos juntos. Decidimos tomar unos días. Puras parejas, ya sabes.

Carlos, que hasta ese momento había mantenido la boca cerrada, se levantó también.

—Mira, bro, creo que deberíamos hablar con calma —dijo, con voz baja.

—“Bro” no soy —respondí, clavándole la mirada—. Soy el esposo de Mariana.

La palabra “esposo” flotó en el aire como una sentencia. Algunos curiosos empezaron a voltear hacia nosotros, oliendo drama.

Mariana tragó saliva.

—Javi, por favor… no hagas una escena —susurró.

—¿Una escena? —reí, sin humor—. Tú me dijiste que te ibas a un viaje de chicas. Y estás aquí con tu amante, en un hotel con cama king size y pulserita. Pero sí, tienes razón, perdón por incomodarte.

Paola me tocó suavemente el brazo, como recordándome que respirara.

—Tal vez… sería mejor hablar en otro lado —sugirió.

Mariana miró alrededor, notando las miradas. Sus mejillas se enrojecieron, esta vez no por el sol.

—Subamos a mi habitación —dijo, tensa—. No quiero que todo el mundo se entere de mi vida.

—Ah, pero decirme que era “viaje de chicas” sí estaba bien —solté.

Aun así, acepté subir. Parte de mí quería gritar ahí mismo, junto a la alberca, a todo el mundo. Pero otra parte sabía que, si queríamos entender algo, tenía que ser lejos de los curiosos.


La habitación de Mariana y Carlos era muy parecida a la nuestra: cama grande, vista al mar, maletas abiertas, ropa de playa tirada por ahí. Pero el ambiente olía distinto: a perfume nuevo, a deseo, a culpa.

Carlos cerró la puerta detrás de nosotros. Paola se quedó cerca de la ventana, como si estuviera lista para saltar si las cosas se ponían demasiado feas.

—Javier… —empezó Mariana, pero la interrumpí levantando la mano.

—Yo hablo primero —dije—. Porque llevo una semana tragándome esto.

La miré directo.

—Sé de Carlos desde hace días. Vi sus mensajes. Vi como llamabas “viaje de chicas” a lo que era un viaje con tu amante. Y en vez de decirte “te caché, cabrón”, decidí venir a ver con mis propios ojos. A darte la oportunidad de ser honesta.

Mariana se abrazó a sí misma. Carlos frunció el ceño, pero no dijo nada.

—No tienes derecho a revisar mi celular —murmuró ella.

—¿Y tú tienes derecho a tirar diez años de matrimonio a la basura con una mentira? —repliqué—. No vengas con moral selectiva.

Hubo un silencio tenso. Paola desvió la mirada, incómoda de estar ahí, pero sin irse.

—¿Quién es él, Mariana? —pregunté, señalando a Carlos—. ¿Desde cuándo? Quiero escuchar lo que no tuviste el valor de decirme antes.

Mariana respiró hondo, como si estuviera a punto de sumergirse en agua fría.

—Carlos… es alguien que conocí en el trabajo —dijo—. Empezamos como amigos. Me escuchaba, me preguntaba cómo estaba de verdad. Y un día… pasó.

Lanzó una breve mirada a Paola.

—Como tú con ella, supongo.

Sentí el golpe de regreso. No iba a fingir que Paola y yo éramos santos.

—Paola y yo no escondimos un viaje de una semana a la playa detrás de un “viaje de chicas” —respondí—. Pero sí, tienes razón: también crucé líneas que no debía. La diferencia es que yo no tomé la iniciativa de mentir sobre todo un plan.

Carlos intervino al fin.

—Mira, Javier. Yo… sé que esto te debe estar destrozando. Y no voy a tratar de justificar lo injustificable. Pero lo que hay entre Mariana y yo no es sólo sexo. Nos queremos.

La frase me atravesó como cuchillo.

—¿Te quiere? —pregunté, mirándola.

Mariana dudó un segundo. Ese segundo dijo más que cualquier discurso.

—Sí —murmuó—. Lo quiero.

Paola apretó los labios, mirando el piso.

—¿Y a mí? —pregunté, con la voz quebrándose—. ¿También me quieres, o ya soy sólo el señor de las cuentas compartidas y la renta?

Mariana me miró por primera vez sin máscara.

—Te quiero —dijo—. Pero no estoy segura de estar enamorada de ti como antes. Y me da miedo admitirlo.

Las palabras cayeron pesadas. Por cruel que sonaran, había en ellas una honestidad que llevábamos años esquivando.

—Entonces este viaje era… ¿qué? —pregunté—. ¿Una prueba? ¿Una despedida? ¿Una escapadita para ver si con él te sentías más viva?

Mariana se secó una lágrima.

—Era… un intento de sentir algo —dijo—. Llevamos años en piloto automático, Javi. Tú también. Tus noches con tus amigos, tus chistes con Paola, tus ausencias. Yo no te culpo sólo a ti. Pero sí, hice esto muy mal. Fui cobarde. Mentí.

La rabia y el dolor se mezclaban en mi pecho. Miré a Paola, que seguía en silencio, ajena y a la vez parte del problema.

—Esto se volvió demasiado para mí —dijo ella, finalmente—. Si quieren, los dejo solos.

—No —dije, más rápido de lo que pensé—. Tú también debes escuchar. Porque esto también te salpica.

La miré.

—Paola, yo te traje aquí bajo la excusa de que necesitaba apoyo. Y es cierto. Pero también te puse en medio de una guerra que no es tuya. No te mereces eso.

Ella asintió, con los ojos brillosos.

—Yo acepté venir —respondió—. No soy una víctima. Pero sí… me equivoqué al creer que podía estar en este triángulo raro sin quemarme.

Carlos, incómodo, se recargó en el escritorio.

—Entonces, ¿qué quieren hacer? —preguntó—. Porque quedarnos encerrados aquí, echándonos la culpa, no va a cambiar nada.

Lo odiaba por decir algo sensato.

Respiré hondo.

—Yo ya tomé una decisión —dije—. No la tomé hoy; la vengo tomando desde que leí tus mensajes, Mariana.

Me miró, esperando el golpe.

—No puedo seguir contigo —continué—. No así. No después de esto. Y no me refiero sólo al viaje, sino al hecho de que preferiste inventar un “viaje de chicas” antes que mirarme a los ojos y decirme que estabas confundida, que estabas sintiendo algo por alguien más. No quiero ser el esposo que se convierte en mueble fijo mientras tú vives tu segunda adolescencia.

Mariana empezó a llorar, en silencio.

—Entonces… ¿quieres divorciarte? —preguntó, apenas audible.

La palabra se quedó flotando, pesada y definitiva.

—Quiero que nos separemos —dije—. En paz, en orden, hablando bien, sin destruirnos más. No sé si la palabra legal me importa tanto como el hecho de que tú puedas estar con quien realmente quieres, y yo pueda reconstruirme desde cero. Pero sí: nuestro matrimonio, como lo conocíamos, terminó.

Paola respiró hondo, mirando hacia la ventana. Carlos bajó la cabeza, quizá por culpa, quizá por respeto.

—¿Y ella? —preguntó Mariana, señalando a Paola—. ¿Vas a irte con tu novia de playa?

Paola me miró, tensa.

—No —respondí, después de un silencio—. No así. No saliendo de una relación rota y entrando de cabeza en otra. Sería repetir el patrón. Paola merece algo que no nazca de la venganza, del despecho o del caos.

Me giré hacia Paola.

—Te quiero —dije, sin adornos—. Y me importas. Pero ahora mismo soy un desastre armado con cinta adhesiva. No voy a usarte como muleta emocional. Si algún día, más adelante, nos volvemos a encontrar desde otro lugar, veremos qué pasa. Pero ahora… tengo que asumir lo que hice y lo que me hicieron.

Paola asintió lentamente. Una lágrima le resbaló por la mejilla, pero sonrió de forma triste.

—Siempre supe que eras demasiado decente para ser buen villano —bromeó, con la voz rota.

Nos reímos los cuatro, por raro que parezca. Una risa corta, nerviosa, que no borraba el dolor pero al menos lo hacía respirable.


El resto del viaje fue raro, pero menos explosivo de lo que imaginé.

Mariana y yo tuvimos una conversación larga esa misma noche, sentados en la playa con una botella de tequila que compramos en la tiendita del hotel. Hablamos de los años buenos, de dónde empezamos a perdernos, de las veces que ninguno de los dos dijo “esto me duele” por miedo a pelear.

No nos gritamos. No nos insultamos. Lloramos, sí. Mucho. Nos pedimos perdón por cosas que ni siquiera sabíamos que teníamos guardadas. Fue, irónicamente, la plática más honesta que habíamos tenido en años.

Carlos se mantuvo a cierta distancia. No se metió en esa parte. Respetó que ese cierre era nuestro. Paola, por su lado, se cambió de hotel al día siguiente, a un hostal en el centro de Playa del Carmen.

—Necesito aire —me dijo por mensaje—. Pero si te quedas sin ganas de estar en ese nido de fantasmas, vente acá. Acá el drama es mínimo y la cerveza es barata.

La vi dos días después, en la Quinta Avenida. Caminamos, comimos marquesitas, hablamos de cualquier cosa menos de Mariana. Cuando nos despedimos, nos abrazamos fuerte, como dos personas que saben que algo importante pasó entre ellas, pero que el tiempo tendrá que decidir si fue el inicio o el final.

El último día, vi a Mariana y Carlos tomados de la mano en la playa, al amanecer. Los observé desde lejos, sin acercarme. No sentí odio, sorprendentemente. Sentí una mezcla de tristeza y alivio. Tal vez, pensé, ella necesitaba romper conmigo para encontrarse. Y yo, para encontrarme a mí mismo.


Meses después, de vuelta en la Ciudad de México, el proceso fue lento pero claro.

Mariana y yo nos separamos. Primero en papeles, luego en muebles, luego en rutinas. Ella se mudó a un departamento en la del Valle. Yo me quedé en la Narvarte un tiempo, luego me fui a un lugar más pequeño, cerca del Parque Delta. Los abogados hicieron su trabajo, nuestras familias dieron su opinión (muchas tías diciendo “es que hoy en día ya nadie aguanta nada”), y poco a poco, el escándalo se convirtió en una historia más de adultos que no fueron lo que prometieron ser.

Paola y yo mantuvimos contacto, pero menos intenso. Mensajes ocasionales, memes, un “¿cómo vas?”. Sabíamos que cualquier intento de ser pareja justo después del desastre sería construir sobre ruinas frescas.

Un año después, ya divorciado legalmente, me la encontré en un café en la Roma. Yo iba por trabajo, ella por una sesión de fotos. Fue uno de esos encuentros que parecen planeados por un guionista flojo.

—Mira nada más al señor oficialmente soltero —bromeó, levantando su taza.

—Mira nada más a la fotógrafa más famosa de Instagram —respondí.

Nos sentamos a platicar. Me contó de sus proyectos, de sus viajes a Oaxaca, de los gatos que había adoptado. Yo le hablé de la terapia (sí, descubrí que ir con una psicóloga no te hace menos macho, te hace menos pendejo), de la paz rara de vivir solo, de las cosas que estaba reaprendiendo sobre mí.

En algún momento, hubo un silencio cómodo. La miré y me di cuenta de que ya no la asociaba con el hotel, con la confrontación, con ser “la otra”. La veía como Paola, punto. Una persona completa.

—Te iba a invitar un café —le dije—, pero ya tienes. Así que… ¿qué te parece una cena? Sin amantes escondidos, sin esposas engañadas, sin dramas. Nada más tú y yo, como adultos que ya se tropezaron suficiente.

Ella sonrió, esta vez sin tristeza.

—Una cena así sí me late —respondió—. Pero te advierto: ya no me gustan las historias a medias.

—A mí tampoco —dije—. Aprendí la lección de la forma más cara: con boletos a la Riviera Maya.

Nos reímos.

Si esa cena se convirtió en algo más, si terminamos siendo pareja o sólo buenos amigos, eso ya es otra historia. Lo importante es que, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía empezar algo sin mentiras, sin triángulos, sin “viajes de chicas” que en realidad eran escapadas con amantes.

Entendí que la fidelidad no es sólo no acostarse con alguien más; es también tener el valor de decir “ya no te amo igual” antes de que tu corazón busque refugio en otro cuerpo. Y que la venganza, por más tentadora que sea, nunca da tanta paz como la verdad, por dolorosa que resulte.

Hoy, cuando escucho a alguien decir “viaje de chicas”, no puedo evitar que una parte de mí se ría por dentro. Pero también me acuerdo de ese momento en la alberca, del cruce de miradas, del choque brutal de verdades.

Fue el principio del fin de mi matrimonio.

Y también, de alguna manera torcida, el comienzo de una vida más honesta conmigo mismo.

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